La Serie del Lenguaje Moderno Heath: José by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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solamente hacerconstar mis derechos a callarme delante del funcionario... Por lo demás,V. es mi amigo hace tiempo y he tenido siempre un gran placer entenderle mi mano. Basta que V.

haya perPg 133 tenecido a los ejércitos de sumajestad, para que sea acreedor a la más alta consideración por parte detodos los hombres bien nacidos.

El tono y la actitud con que D. Fernando pronunció estas palabras debíasemejar mucho al que usaban en tiempos remotos

los nobles al dirigirse aalgún miembro del estado llano, cuando

éste entró a deliberar con ellosen los negocios del gobierno.

Pero D. Cipriano, que no estaba al tantode[133.1] estos ademanes puramente históricos, en vez de ofenderse más,se tranquilizó repentinamente.

—Gracias, D. Fernando..., muchas gracias. Como yo aprecio

tanto a esafamilia...

—Yo la aprecio también. Pero vamos al caso: Elisa se quiere

casar coneste muchacho; su madre se lo impide sin razón

alguna... porque espobre, tal vez... o tal vez (esto no lo afirmo, lo doy como hipótesis)por no entregar la herencia del difunto Vega, con la cual comercia y selucra. No hay otro medio que acudir pidiendo protección a la ley; y lamuchacha ha acudido.

—Está muy bien. Ahora lo que procede,[133.2] es que yo vaya a preguntara la chica si se ratifica en[133.3] lo que aquí demanda. En casoafirmativo, procederemos al depósito.

—¿Y cuándo?

—Hoy mismo... Esta misma tarde, si VV. quieren.

—Por la tarde, señor juez—apuntó José,—se va a enterar todo

el puebloy habrá un escándalo... Si V. quisiera dejarlo para después queoscurezca...

—Como quieras; a mí me es igual. Pero te adPg 134vierto que es

necesaria lapresencia del secretario, y está hoy en Peñascosa.

—D. Telesforo estará aquí entre luz y luz[134.1]—dijo el señor deMeira.

—Entonces no tengo nada que objetar. Al oscurecer les espero

a VV.

—Ahora, D. Cipriano—dijo el señor de Meira,

inclinándosegravemente,—yo espero que nada se sabrá de lo

que ha pasado aquí...

—¿Qué quiere V. decir con eso, D. Fernando?—preguntó el

juez,poniéndose otra vez pálido.

D. Fernando sonrió con benevolencia.

—Nada que pueda ofender a V., señor juez... Usted es un hombre de honory no necesita que le recomienden el secreto en

los negocios que loexigen. Quería decir únicamente que en este

asunto necesitamos el mayorsigilo; que nadie sospeche nuestro propósito, ni se trasluzcaabsolutamente nada.

—Eso es otra cosa—repuso D. Cipriano sosegándose.

—Quedamos, pues, en que[134.2] después que anochezca nos espera V., ¿noes eso?

—Sí, señor.

—Hasta la vista, entonces.

El prócer alargó su mano al representante del tercer estamento.

—Adiós, D. Fernando: adiós, José.

Así que cerró la noche, una noche de Agosto calurosa y

estrellada, D.Fernando, D. Telesforo (que había llegado

oportunamente pocos momentosantes) y José, se dirigieron otra

vez a casa del juez: subió D.Telesforo únicamente: aguardaron a

la puerta elPg 135 noble y el marinero: alpoco rato salió D.

Cipriano acompañado de cerca por su notablebastón[135.1] con puño de oro y borlas, y algo más lejos por elsecretario del juzgado. Los cuatro, después de cambiar un saludo amicalen tono de falsete, enderezaron los pasos silenciosamente por la callearriba en dirección a la casa del maestro.

Las tabernas estaban, como siempre a tal hora, atestadas de gente: porsus puertas abiertas se escapaba la luz y rumor confuso y desagradablede voces y juramentos: nuestros amigos

se alejaban de ellas cuantopodían para no ser notados. El pobre

José iba temblando de miedo: él,tan sereno y tan bravo ante los

golpes de mar, sentía encogérsele elcorazón y doblársele las piernas al imaginar cómo se pondría la maestraviéndose burlada.

Más de veinte veces estuvo para huir,[135.2] dejar queaquellos señores desempeñasen su tarea solos; pero siempre le detenía laidea de que Elisa iba a necesitar de su presencia para animarse.

¿Cómoestaría la pobrecilla en aquel momento? Al preguntarse esto José tomabafuerzas y seguía caminando quedo en pos de los tres ancianos.

Cuando llegaron frente a la casa de la maestra, el juez se detuvo y lesdijo bajando cuanto pudo la voz:

—Ahora voy a entrar yo solamente con D. Telesforo. Usted, D. Fernando,puede quedarse con José cerca de la puerta, por si

hacen falta para darvalor a la chica.

Asintió el marinero de todo corazón, pues en aquel instante podíaahogársele con un cabello. D. Cipriano y D. Telesforo se apartaron deellos; la luz de la tiendaPg 136 les iluminó por un momento: entraron. Unestremecimiento de susto y pavor

sacudió fuertemente el cuerpo de José.

XIV

EN la tienda de la maestra se habían congregado, como todas

las noches aprimera hora,[136.1] unos cuantos marineros y algunas mujerucas, querendían parias a la riqueza y a la importancia de

la señá Isabel:estaban además el cabo de mar y un maragato que

traficaba con elescabeche. La tertulia se mantenía silenciosa y pendiente de los labiosdel venerable D. Claudio, el cual, sentado detrás del mostrador en unantiguo sillón de baqueta,[136.2] leía en alta voz a la luz del velónpor[136.3] un libro manoseado y grasiento.

Era costumbre entre ellos solazarse en las noches de invierno

con lalectura de alguna novela: las mujeres, particularmente, gozaban muchosiguiendo sus peripecias dolorosas. Porque era siempre una historiatristísima la que se narraba, y si no los tertulianos se aburrían: unaesposa abandonada de su marido, que

a fuerza de paciencia y dulzuraconsigue traerle de nuevo a sus brazos; las aventuras de un niñoexpósito, que al fin resulta hijo de un duque o cosa que lovalga;[136.4] los trabajos de dos enamorados a quienes la suertepersigue cruelmente muchos

años. Había dos o tres docenas de estasnovelas en Rodillero, que

habían dado ya varias veces la vuelta alpueblo,[136.5] siempre con el mismo éxito lisonjero y con un poquito másde grasa cada día

en

sus

folios:

todas

«concluían

bien:»

era

requiPg

137 sitoindispensable. D. Claudio, que era muy sensible a las desgraciasnarradas y solía llorar con[137.1] ellas, cuando estabaconstipado[137.2] nunca dejaba de proponer que se leyese, con objeto dedesahogar un poco la cabeza.

Titulábase la novela que ahora tenía entre las manos, Maclovia yFederico, o las minas del Tirol: era una relación conmovedora de lasdesdichas de dos amantes que, habiendo nacido en egregia

cuna, por elrigor de sus padres se ven precisados a ganarse el sustento con lasmanos. Federico y Maclovia se casan en secreto:

el padre de ésta, que esun príncipe de malísimas pulgas,[137.3] los persigue: huyen ellos, yFederico entra de bracero en una mina; su joven esposa le sigue conadmirable valor; tienen un hijo; padecen mil dolores e injusticias: alfin el príncipe se ablanda y los redime de tanta desgracia, llevándolosen triunfo a su palacio.

Las mujerucas, y hasta los hombres, estabansumamente

interesados y ansiaban saber en qué paraba.[137.4] De vez encuando alguna de aquéllas exclamaba en tono lastimero:

—¡Ay, pobrecita mía; cuánto pasó![137.5]

La compasión era siempre para el elemento femenino de la obra.

La señá Isabel cosía como de costumbre detrás del mostrador

al lado desu fiel esposo; no parecía muy apenada por las desgracias de los jóvenesamantes. Elisa también estaba sentada

cosiendo; pero a menudo selevantaba de la silla con distintos pretextos, descubriendo ciertainquietud que desde luego[137.6]

llamó la atención de la sagaz maestra.

—¡Pero muchacha, hoy tienes azogue![137.7]

No azogue, sino miedo y muy grande tenía la pobre.Pg 138

¡Cuántas veces searrepintió de haber cedido a los ruegos de José! Pensando en lo que ibaa suceder aquella noche, sentía escalofríos; el corazón le bailabadentro del pecho con tal celeridad, que se extrañaba de que los demás nolo advirtiesen.

Había rezado ya a todos los santos del cielo y les

habíaprometido mil sacrificios si la sacaban con bien[138.1] de aquelaprieto.—¡Dios mío—solía decirse,—que no vengan!—Y

a cada instantedirigía miradas de terror a la puerta. La señá Isabel observó que unasveces estaba descolorida, y otras roja como una amapola.

—Oyes, Elisa; tú estás enferma...

—Sí, madre; me siento mal—repuso ella vislumbrando con

alegría la ideade marcharse.

—Pues anda, vete a la cama... será principio de un constipado.

La joven no lo quiso ver mejor,[138.2] y soltando la obra que tenía enlas manos, desapareció rápidamente por la puertecilla de la trastienda.Subió la escalera a saltos como si huyese de un peligro inminente; peroal llegar a la sala quedó petrificada oyendo en la tienda la voz de D.Cipriano.

En efecto, éste y D. Telesforo entraban en aquel instante.

—Buenas noches, señores.

—Buenas noches—contestaron todos.

La maestra quedó muy sorprendida, porque D. Telesforo hacía

bastantetiempo que estaba reñido con ella y no frecuentaba la tienda. Después deun momento de silencio algo embarazoso, D.

Cipriano preguntó conamabilidad:

—¿Y Elisita?Pg 139

—Ahora se ha ido a la cama: se siente un poco mal—repuso la

señáIsabel.

—Pues necesito hablar con ella dos palabritas—replicó el juez

apelandosiempre[139.1] a los diminutivos.

La maestra se puso terriblemente pálida, porque adivinó la verdad.

—Bueno, la llamaré—dijo con voz opaca[139.2] levantándose de la silla.

—No es necesario que V. la moleste; yo subiré, si es que no se

haacostado.

—Subiremos cuando V. quiera...

El juez extendió la mano como para detenerla, diciendo:

—Permítame V., señora Isabel... El negocio que vamos a tratar

esreservado[139.3]. .. El único que debe subir conmigo es D.

Telesforo.

La maestra le clavó una mirada siniestra: D. Cipriano se puso

un pococolorado.

—Yo lo siento mucho, señora, pero es necesario...

Y por no sufrir más tiempo los ojos de la vieja, se apresuró a

subir ala casa,[139.4] seguido del secretario.

El venerable D. Claudio, prodigiosamente afectado con

aquella escena,dejó caer al suelo a la desdichada Maclovia, y ya no se acordó derecogerla. Abría los ojos de tal modo, mirando a

su mujer, que era unmilagro del cielo el que no se le escapasen

de las órbitas.[139.5] Lamaestra, inmóvil, clavada al suelo en el mismo sitio en que la habíadejado D. Cipriano, no perdía de vista la puerta por donde éste habíasalido.

—Vamos—dijo al fin con ira concentrada, pasándose la mano

por elrostro;—la niña está en el celo;[139.6] hay que casarla aescape.[139.7] Pg 140

—¿Cómo casarla?—preguntó D. Claudio.

Su mujer le echó una mirada de desprecio, y volviéndose a loscircunstantes que estaban pasmados sin saber lo que era aquello, añadió:

—¿Qué; no se han enterado VV. todavía?... Pues está bien claro; que eseperdido de la viuda necesita cuartos, y quiere llevarme a Elisa.

José oyó perfectamente estas palabras, y se estremeció como si

lehubiesen pinchado. D. Fernando trató de sosegarlo, poniéndole

una manosobre el hombro; pero él mismo estaba muy lejos de hallarse tranquilo;por más que se atusase[140.1] gravemente su luenga perilla blanca hastaarrancársela, la procesión le andaba por dentro.[140.2]

—Yo creía—dijo uno de los tertulios—que eso había

concluido hacía yamucho tiempo.

—En la apariencia sí—contestó la maestra;—pero ya ven VV.

cómo se lasha arreglado[140.3] ese borrachín para engatusarla otra vez.

—Pero ese es un acto de rebelión por parte de Elisa, que merece uncastigo ejemplar—saltó D. Claudio.—Yo la encerraría

en la bodega y latendría quince días a pan y agua.

—Y yo te encerraría a ti en la cuadra por borrico—dijo la señá

Isabel,descargando sobre su consorte el fardo de cólera que la abrumaba.

—¡Mujer!... esa severidad... ¿a qué conduce?... Me parece que

te hacegado la pasión en este momento.

El rostro del maestro, al proferir estas palabras, reflejaba laindignación y el miedo a un mismo tiempo, y guardaba,

aunque no estébien el decirlo, más semejanza que nunca con el

de un perro dogo.Pg 141

Su esposa, sin hacerle caso alguno, siguió hablando con

aparente calma.

—¡Vaya, ya se le contentó el antojo a la viuda!... Hay que alegrarse,porque si no, el día menos pensado se queda en un patatús.[141.1]

—¡Pero quién había de decir que una chica tan buena

comoElisa!...—exclamó una de las mujerucas.

—A la pobre le han llenado la cabeza de viento—dijo la

maestra.—Sefigura que hay en casa torres y montones y que todos son de ella... ¡Nose van a llevar mal chasco ella y su galán![141.2]

—Señora Isabel—dijo el juez, que bajaba en aquel

momento,—Elisa hasolicitado el depósito para casarse y acaba de ratificarse en supetición... No me queda más remedio que decretarlo... Siento en el almadarle este disgusto... pero la ley...

yo no puedo menos...

La maestra, después de mirarle fijamente, hizo un gesto

despreciativocon los labios.

—No se disguste V., D. Cipriano, que va a enfermar.[141.3]

Una ola formidable de sangre subió al rostro del

susceptiblefuncionario.

—Señora, tenga V. presente[141.4] con quien habla.

—Con el hijo de Pepa la panadera—dijo ella, bajando la voz

yvolviéndole la espalda.

El capitán D. Cipriano era hijo, en efecto, de una humilde panadera yhabía ascendido desde soldado:[141.5] no era de los que ocultasen suorigen ni se creía deshonrado por esto; mas el tono

de desprecio con quela maestra pronunció aquellas palabras, le hirió tan profundamente, queno pudo articular ninguna.

Después Pg 142 de mover varias veces los labios sinproducir sonido alguno, al fin rompió, diciendo en voz temblorosa:

—Cállese V., mala lengua... o por vida de Dios, que la llevo a

V. a lacárcel.

La maestra no contestó, temiendo sin duda que el juez

exasperadocumpliese la amenaza: se contentó con reírse frente a

sus tertulios.

D. Cipriano, repuesto de su emoción dolorosa, o convaleciente

por lomenos, dijo con acento imperativo:

—A ver... designe V. la persona que ha de encargarse de su hijamientras permanezca en depósito.

La maestra volvió la cabeza, le miró otra vez con desdén y se

puso acantar frente a sus amigas:

Tan tarantán, los higos son verdes.

Viendo lo cual D. Cipriano, dijo con más imperio aún:

—Venga V. acá, D. Telesforo... Certifique usted ahora mismo

que laseñora no ha querido designar persona que se encargue de

tener a su hijaen casa mientras esté depositada.

Después de dar esta orden, salió de la tienda y se fue al portal: allíestaba Elisa a oscuras y temblando de miedo. Cuando hubo hablado conella algunas palabras, volvió a entrar.

—En uso de la facultad que la ley me concede, designo a Dª.

RafaelaMorán, madrina de la interesada, para que la tenga en su

poder hasta quecese el depósito.

Mientras D. Telesforo extendía estas diligencias,[142.1] los marineros ylas mujerucas comenzaron a consolar a la señá

Isabel y a poner infinitoscomentarios y gloPg 143 sas a la escena que se estaba efectuando: repuestos dela sorpresa que les había

producido, se les desató la lengua de formaque[143.1] la tienda parecía un gallinero.

—¡Pero cómo se atrevería esa chica a dar un paso

semejante!—decía uno.

—Después de todo, ¿qué se va a hacer?... Hay que tomarlo con

calma,señá Isabel...—decía una vieja que no le pesaba nada[143.2]

deldisgusto que la maestra padecía.

—Por mí, si estuviera en su lugar—decía otra a quien le pesaba muchomenos—no me disgustaría poco ni mucho[143.3]...

Que la niña se quieremarchar de casa... ¡Vaya bendita de Dios!...

Con darle lo que es suyo,estamos en paz.[143.4]

La maestra la echó una rápida mirada de ira. La vieja sonrió con elborde de los labios:[143.5] ya sabía que había herido en lo más vivo.

—Lo peor de todo es el ejemplo, D. Claudio—dijo el

maragato.

—Tiene V. razón, ¡el ejemplo! ¡el ejemplo!—exclamó aquél

elevando alcielo los ojos y las manos.

—A mí me daba en la nariz[143.6] que Elisa tenía algún secreto—

apuntóun marinero anciano.—Por dos veces la vi hablando con

D. Fernando deMeira, camino del[143.7] monte de San Esteban, y noté que en cuanto meatisbaron[143.8] echaron a correr, uno para un lado y otro para otro.

—Pues otra cosa me pasó a mí—dijo el cabo de mar.—Iba una

tarde haciaPeñascosa, y a poco más de media milla de aquí me

encontré a D.Fernando, en gran conversación con Elisa, y noté que acababa desepararse de ellos la viuda de Ramón de la Puente. Pg 144

—¡Ya me parecía que aquí había de andar la mano del señor

de la grancasa de Meira!—exclamó la maestra.

Oyendo aquel insulto, D. Fernando no pudo contenerse y entró

como unhuracán por la puerta de la tienda, con las mejillas pálidas y los ojoscentellantes.

—¡Oiga V., grandísima pendeja; enjuáguese V. la boca antes

de hablar dela casa de Meira!

—¡No lo dije yo!—exclamó la maestra soltando al mismo

tiempo unacarcajada estridente.—¡Ya pareció el marqués de los

calzones

rotos!—Yencarándose

con

él,

añadió

sarcásticamente:—¿Cuántos zoquetes de pan lehan dado, señor marqués, por encargarse de este negocio?

Los tertulios rieron. El pobre caballero quedó anonadado; la cólera y laindignación se le subieron a la garganta, y en poco estuvo que no leahogasen;[144.1] comprendió que era imposible luchar con la desvergüenzay procacidad de aquella mujer, y se salió de la tienda pálido yconvulso. Pero la maestra, viendo que

se le escapaba la presa, le gritó:

—¡Ande V., pobretón! Le habrán llenado la panza para servir

depantalla, ¿verdad? Ande, váyase y no vuelva, ¡gorrón!

¡pegote! ¡chupón!

El noble señor de Meira, al recibir por la espalda aquella granizada deinjurias, se volvió, agitó los puños y tuvo fuerzas para preguntar:

—¿Pero no hay quien clave un hierro candente en la lengua a

esa infamemujer?

Al decir esto recordaba, sin duda, los terribles castigos que susantepasados infligían a los villanos insoPg 145 lentes. Pero en la tienda,estas aterradoras palabras fueron acogidas con una

risotada general.

D. Telesforo, en tanto,[145.1] había concluido de escribir. El juez,cada vez más ofendido con la maestra, dijo al secretario:

—Haga V. el favor de notificar a la madre de la joven que debe entregarla cama y la ropa de su uso.

—Yo no entrego nada, porque lo que hay en casa es mío—dijo

la viejaponiéndose seria.

—Dígale V. a la señora—continuó el juez, dirigiéndose a

D.Telesforo,—que eso ya se verá: por lo pronto,[145.2] que entregue lacama y la ropa que la ley concede a la depositada.

—Pues yo no entrego nada.

—¡Pues se

lo

tomaremos!—exclamó

D.

Cipriano

exasperado.—A ver: dos deVV. que vengan conmigo a servir de

testigos...

Y señalando a un par de marineros, les obligó a subir con él al

cuartode Elisa. Ésta sollozaba en el portal escuchando con terror los atrocesinsultos que a ella, a su novio y a la familia de éste lanzaba su madredando vueltas[145.3] por la tienda como una fiera.

Al cabo de un instante bajó D. Cipriano.

—Elisa, sube conmigo a señalar tu ropa.

—¡Por Dios, señor juez! Déjeme V. por Dios! No quiero

llevarme nada...

D. Cipriano, respetando el dolor de la joven y su delicadeza, no quisoinsistir. Pero se fue a la calle en busca de José, le llevó arriba y lehizo cargar con la ropa y la cama de Elisa. Después sacó a ésta delportal, la colocó entre D. Fernando de Meira y él, y se dirigieron acasa de la madrina escoltados por el secre Pg 146 tario y algunas mujeres ymarineros que se habían juntado a la puerta de la tienda. José marchabadelante trotando con su grata

carga.

XV

TRASCURRIERON los tres meses que la ley señala para esperar

el consejopaterno: no se pasaron tan alegres como podía

presumirse. Elisa noestaba contenta en casa de su madrina: era una vieja egoísta eimpertinente que no cesaba en todo el día de

reñir con las gallinas, conel cerdo y con los gatos.

Acostumbrada a este gruñir y rezar constante,pronto consideró a

su ahijada como uno de tantos animales domésticos, yle prodigó

los mismos discursos: de vez en cuando le echaba en caradirecta

o indirectamente el favor que la hacía; favor que la joven habíaprometido pagar cuando estuviese en posesión de sus

bienes. Además, larebelión contra su madre la traía pesarosa;[146.1]

sentíaremordimientos; lloraba a menudo; más de una vez se sintió tentada avolverse a casa, echarse a los pies de señá Isabel y pedirla perdón.José la sostenía con su pasión enérgica y dulce

a la par[146.2] en estosmomentos de flaqueza, tan propios en una hija buena y sencilla. No salíaapenas a la calle: sólo a la hora del oscurecer, cuando su novio veníade la mar, hablaba algunos cortos instantes con él a la puerta de casa,delante de su madrina, quien no se alejaba un punto de ellos, más por elgusto de estorbarles, que para guardar a su ahijada. Tal vez que otra,muy

rara,[146.3] salían de paseo los tres por algún camino extraviado,de suerte que nadie los Pg 147 viese: la inocente muchacha imaginaba que suconducta era juzgada severamente en Rodillero, y que todos lareprobaban. No era verdad: los vecinos del lugar, sin faltar uno,hallaban justificada su resolución, y se habían alegrado no poco deella: la maestra era generalmente odiada.

Hubo un suceso también que les impresionó dolorosamente, lo

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