La Hora de Leviatán by Alemany - HTML preview

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ha acostumbrado y yo esperaba ser considerado como un transeúnte más sin un objetivo preciso, tratando de disimular la fascinación que ejercían sobre mí quienes me precedían por

 

la acera. Un pretendiente no es posible, no da la talla, eso es evidente. Se trata sin lugar a

 

dudas de un detective, contratado con toda probabilidad por el marido. Basta con verla, una

 

mujer así es el objeto del deseo de cualquiera. Es el único modo de mantener el espíritu en

 

reposo, de esa situación poseo alguna experiencia, y cuando se dispone del dinero

 

suficiente…. En fin…. No obstante, recordé la conversación que éste tuvo con el concejal de

 

cultura durante la cual mencionó la probidad que le atribuía a su mujer en la gestión de los

 

asuntos domésticos durante sus ausencias. Cuando se tienen dudas, uno evita ese tipo de

 

discurso, por si acaso…. O tal vez hable con conocimiento de causa. En resumidas cuentas,

 

Verónica de la Mata estaba siendo espiada y eso era bueno saberlo. También resultaría

 

interesante averiguar por qué y acaso subsidiariamente por quién…. Es decir, por si las

 

moscas….

 

Llegando al final de la pasarela, hecha con planchas de madera, esa Venus marina de

 

Chassériau, se despojó de su calzado y al caminar sobre la arena adquiría una languidez aún

 

mayor. Se quitó el chal transparente que cubría sus hombros y un cuerpo rotundo emergió

 

sobre el acero pavonado e inmenso del mar. La morbidez que exhalaba poseía una dimensión

 

ciertamente excesiva. Lo mismo que en la mayoría resulta normal, en las excepciones se pasa

 

de la raya enseguida y a aquella figura, ornamentada de manera semejante a las otras, no se la

 

podía mirar sin sentir una turbación profunda que hacía apartar la mirada. El melenas, en

 

cambio, con un pie sobre la barandilla de cemento, se la comía con los ojos sin dejar de

 

chupar deleitosamente su pirulí.

 

Al alzar los brazos para atar sus cabellos, se hizo una brasa absorbiendo toda la luz del

 

poniente. Luego su cuerpo se fue hundiendo en ese lapislázuli líquido hasta las caderas. Tras

 

un leve titubeo que la embelleció aún más, haciéndola más real, se abandonó al agua y echó a

 

nadar. No directamente hacia el fondo, sino derivando un tanto hacia la izquierda. Adiviné enseguida lo que iba a suceder y retrocedí a la acera opuesta. No quería que el bizcuerno

 

melenudo registrara una segunda vez mi imagen con las dos líneas secantes proyectadas por

 

sus dos ojos atravesados, que parecían de nácar, como las bolas de billar. En efecto, sin dejar

 

de chupar el caramelo rojo, se puso a seguir desde tierra la grácil embarcación de carne que se

 

hacía a la mar. Aguardé a que se alejara unos cincuenta metros y reanudamos la singular

 

procesión. Nadaba sin prisas, pero con movimientos bien coordinados y regulares que se

 

revelaban de una gran eficacia, alzando bien sus largos brazos mientras que sus pies batían el

 

agua sin descanso, como un verdadero motor de barca. Nos hizo dar una buena caminata, al

 

bisojo greñudo y chupón y a mí con él, pues nos recorrimos la ensenada de cuerno a cuerno,

 

unos dos kilómetros, y luego la vuelta. El sol había caído ya cuando regresamos al punto de

 

partida, pero los ocres del cielo iluminaban aún la playa. Verónica de la Mata recogió sus

 

pertenencias, tomó una rápida ducha y se encaminó hacia su casa, seguida por la endrina y un

 

tanto grasienta pelambrera y por mí mismo, como es natural. Llegados allí, ella entró por

 

donde había salido y al saco de huesos con melena de churretes de asfalto lo estaba

 

aguardando el mismo coche que lo había depositado, negro también como la boca de un pozo

 

y reluciendo como unos zapatos de charol; el cual, en cuanto acogió sus flacas posaderas en el

 

asiento trasero, arrancó con la flema de un pelícano.

 

Para ir a la atalaya tuve que recorrer por tercera vez seguida una buena parte del trayecto

 

hecho en seguimiento de la nadadora. Llegué como flotando y con buen apetito. Nada más

 

abrir Mefiboshet la puerta, le espeté a bocajarro ¿qué has hecho hoy de cena, Juan? Rabo de

 

toro. ¡Joder!

 

En la terraza se hallaba la comunidad al completo, incluso Nicolai, aunque sentado unos

 

metros más allá, junto al parapeto, entre la partida de cartas que se estaba desarrollando

 

alrededor de la mesa y una nebulosa de luces terminada en cuerno, más allá del cual se

 

encontraba el mar negro. Me devolvieron todos el saludo, alegre y distraídamente. Los jugadores aguardaban la vuelta de Mefiboshet, que venía siguiéndome con todas las velas

 

desplegadas, con objeto de terminar la partida. Una vez más recordé que estaba descuidando

 

la educación de estos muchachotes, en apariencia con buen fondo. Habían vivido todos

 

circunstancias difíciles, lo cual les había obligado a utilizar ciertos expedientes y por cuanto

 

se refiere a los que han hecho la guerra, ¿quién sabe qué actos cargarán sobre sus conciencias?

 

Pero ya se sabe, el que esté libre de pecado…. En cuanto haya un poco de calma y los

 

acontecimientos entren en un cauce más uniforme, me ocuparé de poner un poco de orden y

 

amueblar, con los más elementales principios que constituyen la cultura occidental, estas

 

calabazonas buñoleras, especialmente por lo que se refiere a las nociones básicas de lengua

 

castellana, porque hay que ver la algarabía que han inventado para entenderse, un

 

conglomerado lingüístico cuya masa proviene del español, es cierto, pero con un nutrido

 

aporte árabe, ruso y serbio.

 

Tomé una silla y me senté junto a Nicolai, que parecía de buen humor, circunstancia

 

rarísima en él. Le había concedido un merecido reposo a su violín y se hallaba siguiendo con

 

una media sonrisa de beatitud los avatares de la partida. Del crepúsculo sólo quedaba una

 

sospecha de carmín hacia el oeste. ¿Has intentado de nuevo seguir a Verónica de la Mata? No.

 

¿Y por qué no? Esperaba órdenes. Abstente por el momento. Se puso serio, pero no

 

respondió. Le debía una explicación. Alguien más la está siguiendo y primero nos tenemos

 

que ocupar de él. Entendido.

 

Terminada la partida, Milos tomó a su vez una silla y se sentó junto a mí. Los

 

acontecimientos se suceden como impulsados por un huracán del Caribe. Cierto, pero aún nos

 

queda una última gestión antes de ejecutar la maniobra definitiva, para la cual, por cierto, hay

 

que ir preparando ya un plan, no vaya a ser que tengamos que llevarla a cabo

 

precipitadamente. Debes escoger al mejor de tus hombres y no escatimar en material, para una

 

intervención que debe tener lugar en Madrid, sobre un local ciertamente protegido con los postreros adelantos en materia de seguridad. No podemos permitir que le llegue a la presa el

 

menor viento de nuestra presencia, sería una lástima que esto ocurriera en la fase final del

 

acercamiento. Mi mejor hombre lo tienes ahí mismo. Señaló a Vuk. En cuanto al material,

 

sería conveniente tener una conversación con Felipe, explicándole bien lo que pretendemos

 

hacer. Y para poder hablar con conocimiento de causa, te propongo enviar a uno de mis

 

hombres hacia la capital, a fin de que reconozca el terreno y nos proporcione fotografías del

 

objetivo. Una razonable diligencia. Que salga mañana, a primera hora. Milos asintió con un

 

movimiento casi imperceptible de la cabeza y de los párpados. Se levantó y abandonó la

 

terraza durante unos minutos.

 

Regresó al tiempo que lo hacía Mefiboshet con una gran bandeja de carne negra impregnada

 

de salsa, salpicada de hierbas. Ouissene cerraba el cortejo llevando dos botellas de rioja gran

 

reserva en las manos y una ancha sonrisa de satisfacción en medio de su cara.

 

VI

 

Supiste dar con las ceremonias que crean el lazo imperceptible con la tierra. Te faltó el lazo

 

con el cielo. Mi historia no está terminada. Si lo hubieras hecho, Leviatán no habría podido

 

destruirte. Leviatán todavía no me ha destruido. Y tu homérica carcajada no será sino la

 

postrera corona mortuoria sobre tu tumba. No es bueno que el hombre, sacado del suelo, se

 

engría hasta el punto de no reconocer lo inevitable cuando lo tiene enrollado en el propio

 

cuello y no hay sino tirar de ambos extremos para estrangularlo. Para hacer al hombre, sacado

 

del suelo, ha sido preciso reunir toda la ciencia desperdigada por el universo. El dinero acude

 

a quien lo desprecia y la muerte huye de quien la solicita, pero ello no es sino la música y la

 

danza de la más exquisita de las veladas, a la que únicamente acuden invitados de mérito, mas

 

la fiesta al fin termina y se vienen abajo las colgaduras y las oriflamas. Para las almas

 

sensibles, la velada se estima atendiendo a su término. Sigue hablando, miserable, pues

 

mientras hables, vivirás; pero procura no exasperarme mucho, porque la paciencia no es en

 

verdad don del que puedan preciarse los nacidos bajo el signo del fuego.

 

Cuando cogimos el tren para Madrid, íbamos mejor pertrechados de lo que habíamos

 

previsto. Además del informe detallado de nuestro batidor, en el que figuraban los datos que

 

un especialista espera encontrar, disponíamos de planos en los que constaba la estructura

 

interna del edificio, con las bocas y canales de aeración, así como el dispositivo eléctrico y de

 

alarma, entre otros elementos que no resultaban inocuos por lo que se refiere a nuestras

 

intenciones. Tratándose de un edificio reciente, Felipe supuso acertadamente que las diversas fases por las que había pasado el proyecto de su construcción no podían sino dejar huellas en

 

Internet, las cuales eran susceptibles de ser recuperadas por la mano de un experto. Todo ello

 

fue inoculado en la memoria de un ordenador portátil y constituyó, durante el trayecto, el

 

objeto de una reconcentrada atención por parte de Vuk. Todos parecíamos dinámicos

 

ejecutivos en viaje de negocios, provistos de nuestros maletines de cuero y nuestros teléfonos

 

móviles repletos de juegos y otras chorradas, incluso Ouissene, a quien fue menester hacerle

 

varios trajes cortados a medida por no encontrar ninguno de su talla en los comercios. Milos

 

se pasó la totalidad del viaje recostado en el respaldo, con los ojos cerrados, pero

 

absolutamente despierto. Yo sabía muy bien lo que estaba tramando. En una conversación

 

anterior, le había comunicado los detalles esenciales de la operación siguiente, el último y

 

decisivo movimiento de nuestras tropas. Milos estaba revisando, corrigiendo y adaptando el

 

plan.

 

Cerré los ojos. Durante toda mi vida había sido un paquete depositado en el vagón de un

 

tren de mercancías. La vida, esa máquina infernal que te lleva por donde le da la gana,

 

resoplando y echando vapor y jalando en una dirección por la que tú no quisieras ir tal vez

 

pero no hay tío pásame el río, porque sólo eres un paquete sucio, mal atado, olvidado en el

 

fondo de un vagón que corre traqueteando y perforando montañas y atravesando valles, ríos y

 

llanuras a una velocidad de vértigo, hacia una ciudad cuyos asuntos te importan un rábano

 

medio comido de babosas. Te hicieron creer en unos valores que no eran los suyos,

 

insinuándote que tras el éxito se hallaba la libertad y tú te tragaste las lecciones, aprendiste las

 

disciplinas, superaste los obstáculos, fuiste a los momentos decisivos con un grito de guerra

 

cauterizando tu garganta. Hubo veces en que los humillaste, probaste que la sangre puede

 

arder más que la gasolina y explotar más y mejor que la nitroglicerina. Sin embargo, cuanto

 

más lejos ibas, más te hundías en el marasmo, en el lodo hediondo y cada vez más espeso que

 

se extendía delante de ti. En el momento presente, me decía, te has convertido en el gran maestro de la necesidad, tan sólo porque un golpe fortuito de timón te ha puesto al abrigo de

 

ella, más allá de sus tentáculos viscosos; y tus potencias, antes dormidas sobre el polvo,

 

encadenadas al muro infame, oprimidas por grilletes ya fríos, giran ahora sueltas y espantadas

 

de su propia fuerza. Si te hallas en este tren moderno, silencioso, dotado de cuantas

 

comodidades podías desear para desplazarte de un punto a otro sin entrar por ello en un

 

paréntesis ocioso y extenuante, ello es la consecuencia de una concatenación de causas y

 

efectos que tú has desatado y que constituyen tu proyecto, por el que te vas a batir con uñas y

 

dientes, porque lo que está en juego es tu libertad, que únicamente existe cuando se la ejerce y

 

que de nada sirve poseerla en potencia, como una pura virtualidad expuesta en el museo del

 

hombre. Aparte de eso, si fracasa este primer intento, perderán confianza tus hombres y se

 

volverán contra ti. Milos no es precisamente un monaguillo de parroquia rural. De momento

 

juzga que he llevado bien la iniciativa y que todo esto tiene fuste; de hecho, no he cesado ni

 

un solo día de sorprenderles. Bastante trabajo han tenido con seguirme y adaptarse sin tregua.

 

Sin embargo, si algún día quedara de manifiesto que mis ideas no tienen concretización

 

posible, o que ellos mismos podrían llevarlas a cabo mejor, entonces no se conformarían con

 

el modesto sueldo que les pago. No están aquí para eso. La situación presente sólo puede ser

 

transitoria. Afortunadamente, no han hecho, en lo que me concierne, las averiguaciones que

 

yo estoy haciendo con respecto a Ruano e ignoran por ello lo lejos que podrían ir si decidieran

 

aplicarme el mismo tratamiento que pensamos administrarle a él. Claro que Milos ha estado

 

en el ejército y ha hecho la guerra. Quizá conozca métodos mucho más directos y eficaces

 

para saber las cosas que le importan. No hay más remedio que hacer de modo que todo este

 

asunto cuaje, de una manera o de otra. Estás atrapado y no hay más puerta de salida que el

 

éxito. Hace falta poner toda la carne en el asador, abrir bien los ojos y aguzar el chirumen.

 

Nada menos que eso. Vivir es luchar y en la pelea de nada sirve la inteligencia serena sin el coraje y viceversa; la victoria estaba contenida en el grito de guerra que inauguró la batalla.

 

Ni más, ni menos.

 

Moussa echó mano a su maletín de cuero con una figura repujada en un ángulo que consistía

 

en una parábola en el interior de la cual se veía una doble m plasmada en caracteres góticos y

 

extrajo unos folios grapados que contenían la partitura del fragmento que debía interpretar.

 

Tan sólo Moussa acompañaría a Vuk en su expedición al corazón del laberinto vertical que

 

era la fortaleza objeto de nuestro ataque, los demás coordinaríamos tanto la entrada como la

 

salida de los asaltantes. Durante la operación, el papel que se nos había asignado era el

 

desarrollo de la fuerza bruta en caso de que todo saliera mal. Dicho de otro modo, si el

 

sistema de alarma, así en su aspecto humano como electrónico, señalara la presencia de los

 

intrusos, Vuk y Moussa debían encontrar la vía más rápida hasta un coche, con el motor en

 

marcha, desembarazada de obstáculos y, en la medida de lo posible, protegida. Una furgoneta

 

con explosivos, armas automáticas y demás efectos de combate había recorrido durante la

 

noche el camino hacia la capital.

 

Un sol tibio, envuelto en algodones rosa, trataba discretamente de amanecer sobre el

 

desolado paisaje. Todavía nos hallábamos perforando las montañas que dan acceso a la

 

meseta castellana. La mayoría de los pasajeros viajaba con los ojos entrecerrados, tratando de

 

conciliar el sueño. Venus lucía como un maravilloso pentáculo de plata alargando sus brazos

 

en sutilísimos rayos benéficos. Ouissene dormitaba y mucho me temía que de un momento a

 

otro comenzara a roncar, con los ronquidos de ogro que debe dar Ouissene. Imaginé que los

 

ronquidos de Ouissene podrían incluso molestar al maquinista. Por fortuna no lo hizo. Todo

 

va muy deprisa, entramos por una caverna y salimos por otra. Vivimos mil vidas de troglodita

 

en una hora. Nuestras ideas y nuestros cálculos corren a la par e incluso lanzamos gastadores

 

a cualquier parte del mundo a través de la red para ver con antelación lo que nos aguarda en el

 

futuro e ir amoldándolo a nuestras intenciones. Los designios que hace doscientos años tardaban décadas en realizarse y requerían una clase de paciencia capaz de extenderse en el

 

tiempo sin perder un solo gramo de su peso inicial, en nuestros días, a los dos meses, si no

 

han cuajado, pueden contarse como un fracaso y es lícito pasar a otra cosa. Estos caminos

 

tortuosos y polvorientos que se retuercen hasta el infinito bajo todos los soles del inmenso

 

abalorio de las horas y de los días, que piden ser recorridos a lomo de rucio y de rocín, como

 

antaño lo hicieron las imperecederas conciencias cervantinas de los andantes amo y mozo,

 

enzarzadas en castellana plática, durante meses, el tren los hilvana en un suspiro. Nuestra

 

generación será la última en haber soñado aventuras en tierras lejanas escuchando el rumor

 

del agua al entrar en la alberca, bajo el murmullo áspero de las hojas de la higuera agitadas

 

por la leve brisa de la tarde. Así es como probablemente habrá imaginado el dormidor

 

Ouissene, en su blanco y desportillado pueblo de las montañas de Cabilia, los avatares de su

 

vida en la otra orilla del mar, muy hacia el norte, envuelto en el tráfago industrial y

 

profusamente urbano de occidente, ese río revuelto ideal para el ojo certero de un buen

 

pescador. Allá, dormitando como ahora a la sombra espesa de su alfolí, escuchando el cacareo

 

y la trifulca de las gallinas, los ladridos de sus perros intercambiando cortesías y sutilezas con

 

los de sus vecinos, los chillidos de su innumerable grey, el canto de la perdiz llegándole desde

 

las resecas rastrojeras a un tiro de piedra de su casa, debió prometerse enterrar sus escrúpulos

 

en cualquier rincón, bajo aquel techo de cañas y paja. Aunque tal vez no llegara a imaginarse

 

llevando con ese garbo tan postizo un traje como ése, tan costoso y hecho a la medida, pero

 

así son las cosas, es decir, así son las vías del Señor, imprevisibles.

 

Nicolai permaneció taciturno, con un rostro infranqueable durante todo el viaje. Tal vez por

 

respeto a la actividad mental que parecíamos desplegar la mayoría. Preferí que viniera, pues

 

me daba la espina que ese asunto de Verónica de la Mata se lo había tomado demasiado en

 

serio; pero yo, por el momento, prefería no tocar ese hilo, algo andaba barruntando en ello que me inquietaba al tiempo que me atraía y no quería dar un paso en falso. Ese asunto me lo

 

reservaba para más tarde, cuando mi cabeza estuviera más fría y más serena.

 

Al llegar a Madrid, en cuanto nos apeamos del vagón climatizado, nos pareció entrar en un

 

atanor que llevara ardiendo durante la mitad de una vida de alquimista. El cielo volcaba un

 

auténtico magma de índigo sobre la ciudad y me imaginé que ese azul era la base de una

 

gigantesca llama que ascendía progresivamente hacia el amarillo y el rojo y que el pavimento

 

y los edificios no eran sino la materia que ali