La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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—¡Ojalá fuera cierto!—dijo el general suspirando—; pero mi sobrinoRafael Arias es una contradicción viva de su axioma.

Siempre nos traecaras nuevas a la tertulia, y eso es insoportable.

—Ya está mi tío—dijo Rafael—esgrimiendo la espada contra losextranjeros. El extranjero es el bu del general Santa María.

Señorduque, si no me hubierais nombrado ayudante vuestro, cuando eraisministro de Guerra, no habría contraído tantas relaciones con losdiplomáticos extranjeros de Madrid y no me estarían quemando la sangrecon cartas de recomendación.

¿Creéis, tío, que me divierte mucho elservir de cicerone, como lo estoy haciendo desde que vine a Sevilla, contodo viandante?

—¿Y quién nos obliga—repuso el general—a abrir las puertas de par enpar a todo el que llega y a ponernos a sus órdenes? No lo hacen así enParís, y mucho menos en Londres.

—Cada nación tiene su carácter—dijo la condesa—y cada sociedad sususos. Los extranjeros son más reservados que nosotros: lo son igualmenteentre sí. Es preciso ser justos.

—¿Han venido algunos recientemente?—preguntó el duque—.

Lo digoporque estoy guardando a lord G., que es uno de los hombres másdistinguidos que conozco. ¿Si estará ya en Sevilla?

—No ha llegado aún—contestó Rafael—. Por ahora tenemos aquí, enprimer lugar, al mayor Fly, a quien llamamos la Mosca, que es lo quesu nombre significa. Sirve en los guardias de la reina y es sobrino delduque de W., uno de los más altos personajes de Inglaterra.

—¡Sí! ¡Sobrino del duque de W.—dijo el general como yo lo soy del GranTurco!

—Es joven—prosiguió Rafael—, elegante y buen mozo, pero un coloso deestatura; de modo que es preciso colocarse a cierta distancia, parapoder hacerse cargo del conjunto. De cerca parece tan grande, tanrobusto, tan anguloso, tan tosco, que pierde un ciento por ciento.Cuando no está sentado a la mesa, siempre le tengo al lado, dentro ofuera de casa; cuando mi criado le dice que he salido, responde que meaguardará; y al entrar él por la puerta, salgo yo por la ventana. Tienela costumbre de tirar al florete con su bastón, y aunque sus botonazossean inocentes y no hiera más que el aire, como tiene el brazo fuerte ytan largo, y mi cuarto es pequeño, me agujerea las paredes y ha rotovarios cristales de la ventana. En las sillas se sienta, se mece, secontonea y repanchiga de tal modo, que ya van cuatro rotas.

Mi patrona,al verlo, se pone hecha una furia. Algunas veces toma un libro, y es lomejor que puede hacer, porque entonces se queda dormido. Pero su fuerteson las conquistas; este es su caballo de batalla, su idea fija y todasu esperanza, aunque todavía en verde. Tiene con respecto al bello sexo,la misma ilusión que con respecto a los pesos duros el gallego que fue aMéxico, creyendo que no tendría más que bajarse para recogerlos. Hetratado de desengañarle; pero ha sido predicar en desierto. Cuando lehablo en razón, se sonríe con cierto aire de incredulidad, acariciandosus enormes bigotes. Está apalabrado con una heredera millonaria, y locurioso es que este Ayax de treinta años, que devora cuatro libras decarne en beef-steake y se bebe tres botellas de jerez de una sentada,hace creer a la novia que viaja por necesitarlo su salud. El otro maulo como dice mi tío, es un francés: el barón de Maude.

—¡Barón!—dijo el general con socarronería—. ¡Sí!,

¡baróncomo yo Gran Turco!

—Pero por Dios, tío—dijo la condesa—, ¿qué razón hay para que no seabarón?

—La razón es, sobrina—dijo el general—, que los verdaderos barones(no los de Napoleón ni los constitucionales, sino los de antaño) noviajaban ni escribían por dinero, ni eran tan mal criados, tan curiososy tan cansadamente preguntones.

—Pero tío, por Dios; bien se puede ser barón y ser preguntón.

Porpreguntar no se pierde la nobleza. A su regreso a su país va a casarsecon la hija de un par de Francia.

—Así se casará él con ella—replicó el general—, como yo con el GranTurco.

—Mi tío—dijo Arias—es como Santo Tomás: ver y creer.

Pero volviendo anuestro barón, es preciso confesar que es hombre de muy buena presencia,aunque como yo, acabó de crecer antes de tiempo. Tiene un carácteramable; pero la da de sabio y de literato; y lo mismo habla de políticaque de artes; lo mismo de Historia que de música, de estadística, defilosofía, de hacienda y de modas. Ahora está escribiendo un libroserio, como él dice, el cual debe servirle de escalón para subir a laCámara de Diputados. Se intitula: Viaje científico, filosófico,fisiológico, artístico y geológico por España (a) Iberia, conobservaciones críticas sobre su gobierno, sus cocineros, su literatura,sus caminos y canales, su agricultura, sus boleros y su sistematributario. Afectadamente descuidado en su traje, grave, circunspecto,económico en demasía, viene a ser una fruta imperfecta de eseinvernáculo de hombres públicos, que cría productos prematuros, sinprimavera, sin brisas animadoras y sin aire libre; frutos sin sabor niperfume. Esos hombres se precipitan en el porvenir, en vapor a todamáquina, a caza de lo que ellos llaman una posición, y a estosacrifican todo lo demás: ¡tristes existencias atormentadas, para lasque el día de la vida no tiene aurora!

—Rafael, eso es filosofar—dijo el duque sonriéndose—.

¿Sabes que siSócrates hubiera vivido en nuestros tiempos, serías su discípulo másbien que mi ayudante?

—No cambio la ayudantía por el apostolado, mi general—

respondióArias—. Pero la verdad es que si no hubiera tanto discípulo necio, nohabría tanto perverso maestro.

—¡Bien dicho, sobrino!—exclamó el anciano general—;

¡tanto nuevomaestro! y cada cual enseña una cosa y predica una doctrina a cual másnueva y más peregrina. ¡El progreso!, ¡el magnífico y nunca bienponderado progreso!

—General—contestó el duque—, para sostener el equilibrio en estenuestro globo, es preciso que haya gas y haya lastre; ambas fuerzasdeberían mirarse recíprocamente como necesarias, en lugar de quereraniquilarse con tanto encarnizamiento.

—Lo que decís—repuso el general—son doctrinas del odiosojusto—medio, que es el que más nos ha perdido con sus opinionesvergonzantes y sus terminachos curruscantes, como dice el pueblo, quehabla con mejor sentido que los ilustrados secuaces del modernismo;hipocritones con buena corteza y mala pulpa; adoradores del SerSupremo, que no creen en Jesucristo.

—Mi tío—dijo Rafael—odia tanto a los moderados, que pierde toda moderación para combatirlos.

—Calla, Rafael—respondió la condesa—; tú combates y te burlas detodas las opiniones, y no tienes ninguna, por tal de no tomarte eltrabajo de defenderla.

—Prima—exclamó Rafael—, soy liberal; dígalo mi bolsa vacía.

—¡Qué habías tú de ser liberal!—dijo con voz estridente el general.

—¿Y por qué no había de serlo, señor? El duque también lo es.

—¡Qué habías de ser liberal!—tornó a decir el veterano en tono fuertey recalcado, como un redoble de tambor.

—Vamos—murmuró Rafael—; mi tío, por lo visto, no consiente en quesean liberales sino las artes que llevan esa denominación. Señor—añadiódirigiéndose a su tío, al que hallaba su sobrino un sabroso placer enhacer rabiar—. ¿Por qué no puede ser el duque liberal? ¿Quién se lopuede estorbar si se le antoja ser liberal? ¿Se pondrá más feo por serliberal? ¿Por qué no podemos ser liberales, señor, por qué?

—Porque el militar—contestó el general—no es ni debe ser otra cosaque el sostén del trono, el mantenedor del orden y el defensor de suPatria. ¿Estás, sobrino?

—Pero tío...

—Rafael—le interrumpió la condesa—, no te metas en honduras yprosigue tu relación.

—Obedezco; ¡ah prima!, en el ejército que estuviese a tus órdenes, nose vería jamás una falta de subordinación. Otro extranjero tenemos enSevilla, un tal sir John Burnwood. Es un joven de cincuenta años;hermosote, sonrosado, con grandes melenas, como león genuino delAtlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones de manos a diestro ysiniestro; gran parlanchín, bulle—bulle, turbulento para echarla devivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la ventana;gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas decarbón de piedra, que le producen veinte mil libras de renta.

—¿Supongo—dijo el general—que serán veinte mil libras de carbón depiedra?

—Mi tío—dijo Rafael—es como los bolsistas, que suben y bajan lasrentas a su albedrío. Sir John apostó que subiría a la Giralda acaballo, y ese es el gran objeto que le trae a Sevilla. Es verdad queuno de nuestros antiguos reyes lo hizo; pero el pobre caballo en quesubió, no pudo bajar y se quedó, como el sepulcro de Mahoma, suspensoentre el cielo y la tierra; fue preciso matarlo en su elevado puesto.Sir John está desesperado porque no le permiten gozar de este monárquicopasatiempo. Ahora quiere, a ejemplo de lord Elguin y del barón Taylor,comprar el Alcázar y llevárselo a su hacienda señorial, piedra porpiedra, sin omitir las que, según dicen, están manchadas para siemprecon la sangre de don Fadrique, a quien mandó dar muerte su hermano elrey don Pedro, hace quinientos años.

—No hay cosa—dijo el general—de que no sean capaces esos sires, niidea, por descabellada que sea, que no se les ocurra.

—Hay más—continuó Rafael—. El otro día me preguntó si podría yoobtener del Cabildo de la Catedral que vendiese las llaves doradas queel rey moro presentó en una fuente de plata a San Fernando cuandoconquistó a Sevilla, y la copa de ágata en que solía beber el gran rey.

El general dio tal porrazo sobre la mesa, que uno de los candeleros vinoal suelo.

—Mi general—dijo el duque—, ¿no echáis de ver que Rafael estárecargando los colores de sus cuadros y que son puras extravaganciastodo lo que está diciendo?

—No hay extravagancia—repuso el general—que sea improbable en losingleses.

—Pues aún falta lo mejor—continuó Rafael fijando sus miradas en unalinda joven, que estaba al lado de la marquesa, viéndola jugar—. SirJohn está enamorado perdido de mi prima Rita y la ha pedido. Rita, queno sabe absolutamente cómo se pronuncia el monosílabo sí, le ha dado un no, pelado y recio como un cañonazo.

—¿Es posible, Ritita—dijo el duque—, que hayáis rehusado veinte millibras de renta?

—No he rehusado la renta—contestó la joven con soltura, sin dejar demirar el juego—; lo que he rehusado ha sido al que la posee.

—Ha hecho bien—dijo el general—: cada cual debe casarse en su país.Este es el modo de no exponerse a tomar gato por liebre.

—Bien hecho—añadió la marquesa—. ¡Un protestante! Dios nos libre.

—¿Y qué decís vos, condesa?—preguntó el duque.

—Digo lo que mi madre—respondió esta—. No es cosa de chanza que eljefe de una familia sea de distinta religión que la de esta; creo comomi tío, que cada cual debe casarse en su país; y digo lo que Rita: queno me casaría jamás con un hombre sólo porque tuviese veinte mil librasde renta.

—Además—dijo Rita—, está muy enamorado de la bolera Lucía del Salto;y así, aunque el señor fuera de mi gusto, le habría dado la mismarespuesta. No estoy por las competencias; y mucho menos con gente deentre bastidores.

Rita era sobrina de la marquesa y del general. Huérfana desde su niñez,había sido criada por un hermano suyo, que la amaba con ternura, y porsu nodriza, que adoraba en ella y la mimaba; sin que por esto dejase dehaberse hecho una joven buena y piadosa. El aislamiento y laindependencia en que había pasado los primeros años de su vida, habíanimpreso en su carácter el doble sello de la timidez y de la decisión.Era de esas personas que algunos llaman oscuras, por enemigas del ruidoy del brillo; altiva al mismo tiempo que bondadosa; caprichosa ysencilla; burlona y reservada. A este carácter picante se agregaba elexterior más seductor y más lindo. Su estatura era medianamente alta, sutalle, que jamás se había sometido a la presión del corsé, poseía todala soltura, toda la flexibilidad que los novelistas franceses atribuyenfalsamente a sus heroínas, embutidas en apretados estuches de ballena. Aesa graciosa soltura de cuerpo y de movimientos, unida a la franqueza ynaturalidad en el trato, tan encantadora cuando la acompañan la gracia yla benevolencia, deben las españolas su tan celebrado atractivo. Ritatenía el blanco mate limpio y uniforme de las estatuas de mármol; suhermoso cabello era negro; sus ojos, notablemente grandes, de un colorpardo oscuro, guarnecidos de grandes pestañas negras y coronados decejas que parecían trazadas por la mano de Murillo. Su fresca boca,generalmente seria, se entreabría de cuando en cuando para lanzar porentre su blanquísima dentadura una pronta y alegre carcajada, que suencogimiento habitual comprimía inmediatamente; porque nada le era másrepugnante que llamar la atención, y cuando esto le sucedía, se ponía demal humor.

Había hecho voto a la Virgen de los Dolores de llevar hábito; y asívestía siempre de negro, con cinturón de cuero barnizado y un pequeñocorazón de oro atravesado por una espada, en la parte superior de lamanga.

Rita era la única mujer que su primo Rafael Arias había amadoseriamente: no con una pasión lacrimosa y elegiaca, cosa que no estabaen su carácter, el más antisentimental que entre otros muchos resecó elLevante indígena, sino con un afecto vivo, sincero y constante. Rafael,que era un excelente joven, leal, juicioso y noble en su porte y por sucuna, y que gozaba de un buen patrimonio, era el marido que la familiade Rita le deseaba. Pero ella, a pesar de la vigilancia de su hermano,había entregado su corazón sin saberlo aquel. El objeto de supreferencia era un joven de ilustre cuna; arrogante mozo, pero jugador;y esto bastaba para que el hermano de Rita se opusiese de tal modo a susamores, que le había prohibido rigurosamente verle y hablarle. Rita,con su firmeza de temple y su perseverancia de española (que debieraemplear mejor que lo hacía en esto), aguardaba tranquilamente, sinquejas, suspiros ni lágrimas, que llegase el día de cumplir veintiúnaños, para casarse sin escándalo, a pesar de la oposición de su hermano.Entre tanto, su amante le paseaba la calle, vestido y montado a lo majo,en soberbios caballos y se carteaban diariamente.

Aquella noche Rita había entrado, como siempre, en la tertulia, sinhacer ruido, y se había sentado en el sitio acostumbrado, cerca de sutía, para verla jugar. Esta no había observado la proximidad de susobrina, sino cuando preguntada por el duque acerca del enlace que habíarehusado, se había visto obligada a responder.

—¡Jesús! Rita—dijo la marquesa—. ¡Qué susto me has dado!

¿Cómo hasllegado hasta aquí sin que nadie te haya sentido?

—¿Queríais—respondió—que entrase con tambor y trompeta como unregimiento?

—Pero al menos—repuso la marquesa—, bien hubieras podido saludar alas gentes.

—Se distraen los jugadores—dijo Rita—; y si no, ved vuestros naipes.Oros van jugados y ya ibais a hacer un renuncio por echarme una peluca.

Durante este diálogo, Rafael se había sentado detrás de su prima y ledecía al oído:

—Rita, ¿cuándo pido la dispensa?

—Cuando yo te avise—contestó sin volverle la cara.

—¿Y qué he de hacer para merecer que llegue ese venturoso instante?

—Encomendarte a mi santa, que es abogada de imposibles.

—Cruel, algún día te arrepentirás de haber rechazado mi blanca mano.Pierdes el mejor y el más agradecido de los maridos.

—Y tú la peor y la más ingrata de las mujeres.

—Escucha, Rita—continuó Arias—; ¿tiene nuestro tío, que está enfrentede nosotros, alguna custodia en la cabeza, que te impide volver la caraa quien te habla?

—Tengo una torcedura en el pescuezo.

—Esa torcedura se llama Luis de Haro. ¿Todavía estás encaprichada conese consumidor de barajas?

—Más que nunca.

—¿Y qué dice a eso tu hermano?

—Si te interesa, pregúntaselo.

—¿Y me dejarás morir?

—Sin pestañear.

—Hago voto al diablo que está a los pies del San Miguel de laparroquia, de que le he de dorar los cuernos, si carga de una vez con tuLuis de Haro.

—Deséale mal, que los malos deseos de los envidiosos engordan.

—Paréceme que te fastidio—dijo Rafael, después de algunos minutos desilencio, viendo bostezar a su prima.

—¿Hasta ahora no lo habías echado de ver?—respondió Rita.

—Esto es que deseas que me vaya. Ya se ve, ¡como Luis Barajas es tanceloso!

—¡Celoso de ti!—respondió su prima, lanzando una de sus carcajadasrepentinas—: tan celoso está de ti como del inglés gordo.

—Gracias por la comparación, amable primita; y ¡adiós para siempre!

—¡La del humo!—respondió Rita sin volver la cara.

Rafael se levantó furioso.

—¿Qué tenéis, Rafael?—le preguntó en tono lánguido una joven, al pasardelante de ella.

Esta nueva interlocutora acababa de llegar de Madrid, adonde un pleitode consideración había exigido la presencia de su padre. Volvía de estaexpedición completamente modernizada; tan rabiosamente inoculada en loque se ha dado en llamar buen tono extranjero, que se había hechoinsoportablemente ridícula.

Su ocupación incesante era leer; peronovelas casi todas francesas. Profesaba hacia la moda una especie deculto; adoraba la música y despreciaba todo lo que era español.

Al oír Rafael la pregunta que se le dirigía, procuró serenarse yrespondió:

—Eloisita, tengo un día más que ayer y uno menos de vida.

—Ya sé lo que tenéis, Arias; y conozco cuanto sufrís.

—Eloisita, me vais a meter aprensión como a don Basilio—y se puso acantar—. ¡Qué mala cara!

—En vano disimuláis; hay lágrimas en vuestra risa, Arias.

—Pero decidme por Dios, Eloisita, lo que tengo, pues es una obra demisericordia enseñar al que no sabe.

—Lo que tenéis, Arias, harto lo sabéis.

—¿El qué?

—Una decepción—murmuró Eloísa.

—¿Una qué?—preguntó Rafael, que no la entendió.

—Una decepción—repitió Eloísa.

—¡Ah!, ¡ya!, había entendido deserción, y mi honor militar se habíahorripilado. En cuanto a decepción, tengo un ciento, como cada hijo devecino, amiga mía; y no es poca el inspiraros lástima en lugar deagrado, que es lo que más deseo.

—Pero una hay entre todas que descolora vuestra vida y hace que seapara vos la felicidad un sarcasmo que os llevará a mirar la tumba comoun descanso y la muerte como una sonriente amiga.

—¡Ah, Eloisita!—contestó Rafael—; un dedo de la mano habría dado porhaber tenido en la acción de Mendigorría tales pensamientos; no quecuando me llevaron al hospital con un balazo en el costado, maldito sime sonreían ni la muerte ni la tumba.

—¡Qué prosaico sois!—exclamó indignada Eloísa.

—¿Es esto un anatema, Eloisita?

—No, señor—repuso con ironía la interrogada—; es un magníficocumplido.

—Lo que es una verdad de a folio—dijo Rafael—es el que estáislindísima con ese peinado, y que ese vestido es del mejor gusto.

—¿Os agrada?—exclamó la elegante joven, dejando de repente el tonosentimental—. Son estas telas las últimas nouveautés, es gróLedru-Rollin.

—No es extraño—dijo Rafael—que se muera por España y por lasespañolas aquel inglés que veis allí enfrente y cuya cabeza descuellasobre todas las plantas del macetero.

—¡Qué mal gusto!—contestó Eloísa con un gesto de desdén.

—Dice—continuó Rafael—que no hay cosa más bonita en el mundo que unaespañola con su mantilla, que es el traje que más favor les hace.

—¡Qué injusticia!—exclamó la joven—. ¿Creen acaso que el sombrero esdemasiado elegante para nosotras?

—Dice—prosiguió Rafael—que manejáis el abanico con una graciaincomparable.

—¡Qué calumnia!—dijo Eloísa—. Ya no lo usamos las elegantas.

—Dice que esos piececitos tan monos, tan breves, tan lindos, estánpidiendo a gritos medias y zapatos de seda, en lugar de esas horrendasbotas,

borceguíes,

brodequines

o

llámense

comoquiera.

—Eso es insultamos—exclamó Eloísa—; es querer que retrogrademos mediosiglo, como dice muy bien la ilustrada prensa madrileña.

—Que los ojos negros de las españolas son los más hermosos del mundo.

—¡Qué vulgaridad! Esos son ojos de las gentes del pueblo, de cocinerasy cigarreras.

—Que el modo de andar de las españolas tan ligero, tan gracioso, tansandunguero, es lo más encantador que pueda imaginarse.

—Pero ¿no conoce ese señor que nos mira como parias—dijo Eloísa—, yque estamos haciendo todo lo posible para enmendarnos y andar como sedebe?

—Lo mejor será que le convirtáis—dijo Rafael.—Voy a presentárosle.

Arias echó a correr pensando: «Eloísa tiene blando el corazón y la echade romántica: es pintiparada para el mayor, que anda a caza de estosavechuchos.»

Entre tanto, la condesa preguntaba al duque si era bonita la Filomena deVillamar.

—No es ni bonita ni fea—respondió—. Es morena, y sus facciones nopasan de correctas. Tiene buenos ojos; es en fin, uno de esos conjuntosque se ven por dondequiera en nuestro país.

—Una vez que su voz es tan extraordinaria—dijo la condesa, por honorde Sevilla—, es preciso que hagamos de ella una eminente prima donna.¿No podremos oírla?

—Cuando queráis—respondió el duque—. La traeré aquí una noche deestas, con su marido, que es un excelente músico y ha sido su maestro.

En esto llegó la hora de retirarse.

Cuando el duque se acercó a la condesa para despedirse, esta levantó eldedo con aire de amenaza.

—¿Qué significa eso?—preguntó el duque.

—Nada, nada—contestó ella—; esto significa ¡cuidado!

—¿Cuidado? ¿De qué?

—¿Fingís que no me entendéis? No hay peor sordo que el que no quiereoír.

—Me ponéis en ascuas, condesa.

—Tanto mejor.

—¿Queréis, por Dios, explicaros?

—Lo haré, ya que me obligáis. Cuando he dicho cuidado, he queridodecir ¡cuidado con echarse una cadena encima!

—¡Ah!, condesa—repuso el duque con calor—, por Dios, que no venga unainjusta y falsa sospecha a oscurecer la fama de esa mujer, aun antes deque nadie la conozca. Esa mujer, condesa, es un ángel.

—Eso por supuesto—dijo la condesa—. Nadie se enamora de diablos.

—Y sin embargo, tenéis mil adoradores—repuso sonriendo el duque.

—Pues no soy diablo—dijo la condesa—; pero soy zahorí.

—El tirador no acierta cuando el tiro salva el blanco.

—Os aplazo para dentro de aquí a seis meses, invulnerableAquiles—repuso la condesa.

—Callad por Dios, condesa—exclamó el duque—; lo que en vuestra bellaboca es una chanza ligera, en las bocas de víboras que pululan en lasociedad, sería una mortal ponzoña.

—No tengáis cuidado: no seré yo quien tire la primera piedra.

Soyindulgente como una santa, o como una gran pecadora; sin ser ni lo unoni lo otro.

Nada satisfecho salía el duque de esta conversación, cuando a la puertale detuvo el general Santa María.

—Duque—le dijo—, ¿habéis visto cosa semejante?

—¿Qué cosa?—preguntó escamado el duque.

—¡Qué cosa, preguntáis!

—Sí, lo pregunto y deseo respuesta.

—¡Un coronel de veintitrés años!

—En efecto, es algo prematuro—contestó el duque sonriéndose.

—Es un bofetón al Ejército.

—No hay duda.

—Es dar un solemne mentís al sentido común.

—¡Por supuesto!

—¡Pobre España!—exclamó el general, dando la mano al duque ylevantando los ojos al cielo.

Capítulo XVII

El duque había proporcionado a Stein y a su mujer una casa de pupilos, acargo de una familia pobre, pero honrada y decente.

Stein habíaencontrado en una cómoda, cuya llave le entregaron al tomar posesión desu aposento, una suma de dinero, bastante a sobrepujar las másexageradas pretensiones. Adjunto se hallaba un billete, que contenía lassiguientes líneas: «He aquí un justo tributo a la ciencia delcirujano. Los esmeros y las vigilias del amigo no pueden serrecompensadas sino con una gratitud y una amistad sincera.»

Stein quedó confundido.

—¡Ah, María!—exclamó, enseñando el papel a su mujer—.

Este hombre esgrande en todo: lo es por su clase, lo es por su corazón y por susvirtudes. Imita a Dios, levantando a su altura a los pequeños y loshumildes. ¡Me llama amigo, a mí, que soy un pobre cirujano; y habla degratitud, cuando me colma de beneficios!

—¿Y qué es para él todo ese oro?—respondió María—; un hombre quetiene millones, según me ha dicho la patrona, y cuyas haciendas sontamañas como provincias. Además, que si no hubiera sido por ti, sehabría quedado cojo para toda la vida.

En este momento entró el duque y, cortando el hilo a los desahogos deagradecimiento en que Stein se deshacía, le dijo a su mujer:

—Vengo a pediros un favor: ¿me lo negaréis, María?

—¿Qué es lo que podremos negaros?—se apresuró a contestar Stein.

—Pues bien, María—continuó el duque—, he prometido a una íntima amigamía que iríais a cantar a su casa.

María no respondió.

—Sin duda que irá—dijo Stein. María no ha recibido del cielo un dontan precioso como su voz, sin contraer la obligación de hacerparticipar a otros de esa gracia.

—Estamos, pues, convenidos—prosiguió el duque. Y ya que Stein es tandiestro en el piano como en la flauta, tendréis uno a vuestradisposición esta tarde, así como una colección de las mejores piezas deópera modernas. Así podréis esco