La Gaviota by Fernán Caballero - HTML preview

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al

novio

no

puedo,

sino envidiarlo.

—¡Bien, salero!—gritaron todos—. Ahora el fandango, y a bailar.

Al oír el preludio del baile eminentemente nacional, un hombre y unamujer se pusieron simultáneamente en pie, colocándose uno enfrente deotro. Sus graciosos movimientos se ejecutaban casi sin mudar de sitio,con un elegante balanceo de cuerpo, y marcando el compás con el alegrerepiqueteo de las castañuelas. Al cabo de un rato, los dos bailarinescedían sus puestos a otros dos, que se les ponían delante, retirándoselos dos primeros. Esta operación se repetía muchas veces, según lacostumbre del país.

Entre tanto, el guitarrista cantaba:

Por

el

que

dio

la

niña

a

la

entrada

de

la

iglesia,

por

el

que

dio

la

niña,

entró libre, y salió presa.

—¡Bomba!—gritó de pronto uno de los que la echaban de graciosos—.Brindo por ese cúralo-todo que Dios nos ha enviado a esta tierra, paraque todos vivamos más años que Matusalén; con condición de que, cuandollegue el caso, no trate de prolongar la vida de mi mujer, y mipurgatorio.

Esta ocurrencia ocasionó una explosión de vivas y palmadas.

—¿Y qué dices tú a todo esto, Manuel?—le gritaron todos.

—Lo que yo digo—repuso Manuel—es que no digo nada.

—Esa no pasa. Si has de estar callado, vete a la iglesia. Echa unbrindis y espabílate.

Manuel tomó un vaso de mistela, y dijo:

—Brindo por los novios, por los amigos, por nuestro comandante y por laresurrección de San Cristóbal.

—¡Viva el comandante, viva el comandante!—gritó todo el concurso—; ytú, Manuel, que lo sabes hacer, echa una copla.

Manuel cantó la siguiente:

Mira,

hombre,

lo

que

haces

casándote

con

bonita;

hasta

que

llegues

a

viejo,

el susto no te se quita.

Después que se hubieron cantado algunas otras coplas, dijo el que laechaba de gracioso:

—Manuel, cantan esos unos despilfarros que no llevan idea niconsonante; tú, que sabes decir las cosas en buen versaje, y más cuandoestás calamocano, echa una décima en regla a los novios, y toma estevaso de vino para que te se ponga la lengua espeíta.

Manuel tomó el vaso de vino, y dijo:

Ven

acá,

quita—pesares,

alivio

de

mi

congoja;

criado

entre

verde

hoja,

y

pisado

en

los

lagares;

te

pido

de

que

me

aclares

esta

garganta

y

galillo

para

brindar

a

los

novios

empinando este vasillo.

—Ahora te toca a ti, Ramón del diablo, ¿te ha embotado el licor lagarganta?; estás más soso que una ensalada de tomates.

Ramón tomó la guitarra y cantó:

Cuando

la

novia

va

a

misa

y

yo

la

llego

a

encontrar,

toda

mi

dicha

es

besar

la dura tierra que pisa.

Habiendo sucedido a esta copla otra que verdeaba, la tía María se acercóa Stein y le dijo:

—Don Federico, el vino empieza a explicarse; son las doce de la noche,los chiquillos están solos en casa con Momo y fray Gabriel, y me temoque Manuel empine el codo más de lo regular; el tío Pedro se ha dormidoen un rincón, y no creo que sería malo tocar la retirada. Los burrosestán aparejados. ¿Quiere usted que nos despidamos a la francesa?

Un momento después, las tres mujeres cabalgaban sobre sus burras haciael convento. Los hombres las acompañaban a pie, entre tanto que Ramón,en un arrebato de celos y despecho, al ver partir a los novios,rasgueando la guitarra con unos bríos insólitos, berreaba más bien quecantaba la siguiente copla: Tú

me

diste

calabazas,

me

las

comí

con

tomates;

mas

bien

quiero

calabazas

que no entrar en tu linaje.

—¡Qué hermosa noche!—decía Stein a su mujer, alzando los ojos alcielo—. ¡Mira ese cielo estrellado, mira esa luna en todo su lleno,como yo estoy en el lleno de mi dicha! ¡Como mi corazón, nada le faltani nada echa de menos!

—¡Y yo que me estaba divirtiendo tanto!—respondió María impaciente—;no sé por qué dejamos tan temprano la fiesta.

—Tía María—decía Pedro Santaló a la buena anciana—, ahora sí quepodemos morir en paz.

—Es cierto—respondió esta—; pero también podemos vivir contentos, yesto es mejor.

—¿Es posible que no sepas contenerte, cuando tomas el vaso en lamano?—decía Dolores a su marido—. Cuando sueltas las velas, no haycable que te sujete.

—¡Caramba!—replicó Manuel—. Si me he venido, ¿qué más quieres? Sihablas una palabra más, viro de bordo, y me vuelvo a la fiesta.

Distinguíanse aún los cantos de los bebedores.

—¡Viva la Mancha que da vino en lugar de agua!

Dolores calló, temerosa de que Manuel realizase su amenaza.

—José—dijo Manuel a su cuñado, que también era de la comitiva—, ¿estála luna llena?

—Por supuesto que sí—repuso el pastor—. ¿No le ves lo que le estásaliendo del ojo?, ¿a que no sabes lo que es?

—Será una lágrima—dijo Manuel riendo.

—No es sino un hombre.

—¡Un hombre!—exclamó Dolores plenamente convencida de lo que decía suhermano—. ¿Y quién es ese hombre?

—No sé—respondió el pastor—; pero sé como se llama.

—¿Y cómo se llama?—preguntó Dolores.

—Se llama Venus—repuso José.

Manuel soltó la carcajada. Había bebido más de lo regular, y tenía elvino alegre, como suele decirse.

—Don Federico—dijo Manuel—, ¿quiere usted que le dé un consejo, comomás antiguo en la cofradía?

—Calla, por Dios, Manuel—le dijo Dolores.

—¿Quieres dejarme en paz?, si no, vuelvo la grupa.

Oiga usted, don Federico. En primer lugar, a la mujer y al perro, el panen una mano y el palo en la otra.

—Manuel—repitió Dolores.

—¿Me dejas en paz, o me vuelvo?—contestó Manuel; Dolores calló.

—Don Federico—prosiguió Manuel—, casamiento y señorío, ni quierenfuerza ni quieren brío.

—Hazme el favor de callar, Manuel—le interrumpió su madre.

—También es fuerte cosa—gruñó Manuel—. No parece sino que estamosasistiendo a un entierro.

—¿No sabes, Manuel—observó el pastor—, que a don Federico no legustan esas chanzas?

—Don Federico—dijo Manuel, despidiéndose de los novios, que seguíanhacia la choza—, cuando usted se arrepienta de lo que acaba de hacer,nos juntaremos y cantaremos a dos voces la misma letra.

Y siguió hacia el convento, oyéndose en el silencio de la noche su claray buena voz, que cantaba:

Mi

mujer

y

mi

caballo,

se

me

murieron

a

un

tiempo.

¡Qué

mujer

ni

qué

demonio!

Mi caballo es lo que siento.

—Vete a acostar, Manuel, y liberal—le dijo su madre cuando llegaron.

—De eso cuidará mi mujer—respondió este—. ¿No es verdad, morena?

—Lo que yo quisiera es que estuvieses dormido ya—contestó Dolores.

—¡Mentira! ¡Cómo habías tú de querer guardarte en el buche el sermónsin paño, que me tengo que zampar yo, entre duerme y vela, si he dedormir en cama! ¡Fácil era!

—¿Y no sabes tú taparle la boca?—le dijo riendo su cuñado.

—Oye, José—contestó Manuel—, ¿has hallado tú entre las breñas ocuevas del campo lo que a una mujer pueda tapar la boca? Mira que si lohas hallado no faltará quien te lo compre a peso de oro; por esos mundosno lo he encontrado ni conocido en la vida de Dios. Y se puso a cantar:

Más

fácil

es

apagarle

sus

rayos

al

sol

que

abrasa,

que

atajarle

la

sin

hueso

a

una

mujer

enojada.

No

sirve

el

halago,

ni

tampoco

el

palo,

ni

sirve

ser

bueno,

ni sirve ser malo.

Capítulo XV

Tres años habían transcurrido. Stein, que era de los pocos hombres queno exigen mucho de la vida, se creía feliz. Amaba a su mujer conternura; se había apegado cada día más a su suegro, y a la excelentefamilia que le había acogido moribundo, y cuyo buen afecto no se habíadesmentido jamás. Su vida uniforme y campestre estaba en armonía con losgustos modestos y el temple suave y pacífico de su alma. Por otra parte,la monotonía no carece de atractivos. Una existencia siempre igual escomo el hombre que duerme apaciblemente y sin soñar; como las melodíascompuestas de pocas notas, que nos arrullan tan blandamente. Quizá nohay nada que deje tan gratos recuerdos, como lo monótono, eseencadenamiento sucesivo de días, ninguno de los cuales se distingue delque le sigue ni del que le precede.

¡Cuál no sería, pues, la sorpresa de los habitantes de la cabaña, cuandovieron venir una mañana a Momo, corriendo, azorado, y gritando a Steinque fuese, sin perder un instante, al convento!

—¿Ha caído enfermo alguno de la familia?—preguntó Stein asustado.

—No—respondió Momo—; es Usía que le dicen su Esencia, que estabacazando en el coto jabalíes y venados, con sus amigos, y, al saltar unbarranco, resbaló el caballo y los dos cayeron en él. El caballo reventóy la Esencia se ha quebrado cuantos huesos tiene su cuerpo. Le hanllevado allá en unas parihuelas, y aquello se ha vuelto una Babilonia.Parece el día del juicio. Todos andan desatentados, como rebaño en queentra el lobo. El único que está cariparejo es el que dio el batacazo.Y

un real mozo que es, por más señas. Allí andaban todos aturrulladossin saber qué hacer. Madre abuela les dijo que había aquí un cirujano delos pocos; mas ellos no lo querían creer. Pero como para traer uno deCádiz, se necesitan dos días, y para traer uno de Sevilla, se necesitanotros tantos, dijo su Esencia que lo que quería era que fuese allá elrecomendado de mi abuela; y para eso he tenido que venir yo, pues no meparece sino que ni en el mundo ni en la vida de Dios hay de quién echarmano sino de mí. Ahora le digo a usted mi verdad: si yo fuera que usted,ya que me habían despreciado, no iba ni a dos tirones.

—Aunque yo fuese capaz—respondió Stein—de infringir mi obligación decristiano, y de profesor, necesitaría tener un corazón de bronce paraver padecer a uno de mis semejantes sin aliviar sus males pudiendohacerlo. Además, que esos caballeros no pueden tener confianza en mí,sin conocerme; y esto no es ofensa, ni aun lo sería, si no la tuviesen,conociéndome.

Con esto llegaron al convento.

La tía María, que aguardaba a Stein con impaciencia, le llevó a dondeestaba el desconocido. Habíanle puesto en la celda prioral, dondeapresuradamente, y lo mejor que se pudo, se le había armado una cama. Latía María y Stein atravesaron la turbamulta de criados y cazadores querodeaban al enfermo. Era este un joven de alta estatura. En torno de suhermoso rostro, pálido pero tranquilo caían los rizos de su negracabellera. Apenas le hubo mirado Stein, lanzó un grito, y se arrojóhacia él temeroso de tocarle, se detuvo de pronto y, cruzando sus manostrémulas, exclamó:

—¡Dios mío, señor duque!

—¿Me conoce usted?—preguntó el duque; porque en efecto, la persona queStein había reconocido era el duque de Almansa—. ¿Me conoceusted?—repitió alzando la cabeza, y fijando en Stein sus grandes ojosnegros, sin poder caer en quién era el que le dirigía la palabra.

—¡No se acuerda de mí!—murmuró Stein, mientras que dos gruesaslágrimas corrían por sus mejillas—. No es extraño: las almas generosasolvidan el bien que hacen, como las agradecidas conservan eternamente enla memoria el que reciben.

—¡Mal principio!—dijo uno de los concurrentes—. Un cirujano quellora; ¡estamos bien!

—¡Qué desgraciada casualidad!—añadió otro.

—Señor doctor—dijo el duque a Stein—, en vuestras manos me pongo.Confío en Dios, en vos y en mi buena estrella. Manos a la obra, y noperdamos tiempo.

Al oír estas palabras, Stein levantó la cabeza; su rostro quedóperfectamente sereno, y con un ademán modesto, pero imperativo y firme,alejó a los circunstantes. En seguida examinó al paciente con mano hábily práctica en este género de operaciones; todo con tanta seguridad ydestreza, que todos callaron, y sólo se oía en la pieza el ruido de laagitada respiración del paciente.

—El señor duque—dijo el cirujano, después de haber concluido suexamen—tiene el tobillo dislocado y la pierna rota, sin duda por habercargado en ella todo el peso del caballo. Sin embargo, creo que puedoresponder de la completa curación.

—¿Quedaré cojo?—preguntó el duque.

—Me parece que puedo asegurar que no.

—Hacedlo así—continuó el duque—, y diré que sois el primer cirujanodel mundo.

Stein, sin alterarse, mandó llamar a Manuel, cuya fuerza y docilidad leeran conocidas, y de quien podía disponer con toda seguridad. Con suauxilio, empezó la cura, que fue ciertamente terrible; pero Steinparecía no hacer caso del dolor que padecía el enfermo, y que casi leembargaba el sentido. Al cabo de media hora, reposaba el duque,dolorido, pero sosegado. En lugar de muestras de desconfianza y recelo,Stein recibía de los amigos del personaje enhorabuenas cumplidas ypruebas de aprecio y admiración; y él, volviendo a su natural modesto ytímido, respondía a todos con cortesías. Pero quien se estaba bañando enagua rosada era la tía María.

—¿No lo decía yo?—repetía sin cesar a cada uno de los presentes—, ¿nolo decía yo?

Los amigos del duque, tranquilizados ya, a ruegos de este, se pusieronen camino de vuelta. El paciente había exigido que le dejasen solo, bajola tutela de su hábil doctor, su antiguo amigo, como le llamaba, y aundespidió a casi todos sus criados.

Así él y su médico pudieron renovar conocimiento a sus anchas. Elprimero era uno de aquellos hombres elevados y poco materiales, enquienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar físico; unode los seres privilegiados, que se levantan sobre el nivel de lascircunstancias, no en ímpetus repentinos y eventuales, sinoconstantemente, por energía característica, y en virtud de la inatacablecoraza de hierro, que se simboliza en el

¿qué importa? ; uno deaquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, ycuyos restos sólo se encuentran hoy en España.

Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada alconvento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés,y la narración le inspiró deseo de conocer a Marisalada, al pescador yla cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así esque en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigióa la orilla del mar.

Empezaba el verano; y la fresca brisa, puro soplodel inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. Elfuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, enhonra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Lasflorecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de losjardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras,a guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La marimpulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, comopara darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada quelos ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en unapeña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella hermosa escena. Derepente sonó una voz que cantaba una melodía sencilla y melancólica.Sorprendido el duque, miró a Stein, y este sonrió. La voz continuaba.

—Stein—dijo el duque—, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en estaatmósfera?

En lugar de responder a esta pregunta, Stein sacó su flauta y repitió lamisma melodía.

Entonces el duque vio que se les acercaba medio corriendo, mediosaltando, una joven morena, la cual se detuvo de pronto al verle.

—Esta es mi mujer—dijo Stein—; mi María.

—Que tiene—dijo el duque entusiasmado—la voz más maravillosa delmundo. Señora, yo he asistido a todos los teatros de Europa, pero jamáshan llegado a mis oídos acentos que más hayan excitado mi admiración.

Si el cutis moreno, inalterable y terso de María, hubiera podidorevestirse de otro colorido, la púrpura del orgullo y de la satisfacciónse habría hecho patente en sus mejillas, al escuchar estos exaltadoselogios en boca de tan eminente personaje y competente juez. El duqueprosiguió:

—Entre los dos poseéis cuanto es necesario para hacerse camino en elmundo. ¿Y queréis permanecer enterrados en la oscuridad y el olvido? Nopuede ser; el no hacer participar a la sociedad de vuestras ventajas,repito que no puede ser ni será.

—¡Somos aquí tan felices, señor duque!—respondió Stein—, quecualquier mudanza que hiciera en mi situación me parecería unaingratitud a la suerte.

—Stein—exclamó el duque—, ¿dónde está el firme y tranquilo denuedoque admiraba yo en vos, cuando navegábamos juntos a bordo del RoyalSovereign? ¿Qué se ha hecho de aquel amor a la ciencia, de aquel deseode consagrarse a la humanidad afligida? ¿Os habéis dejado enervar por lafelicidad? ¿Será cierto que la felicidad hace a los hombres egoístas?

Stein bajó la cabeza.

—Señora—continuó el duque—, a vuestra edad, y con esas dotes, ¿podéisdecidiros a quedaros para siempre apegada a vuestra roca, como esasruinas?

María, cuyo corazón palpitaba impulsado por intensa alegría y porseductoras esperanzas, respondió, sin embargo, con aparente frialdad:

—¿Qué más da?

—¿Y tu padre?—le preguntó su marido en tono de reconvención.

—Está pescando—respondió ella, fingiendo no entender el verdaderosentido de la pregunta.

El duque entró en seguida en una larga explicación de todas lasventajas a que podría conducir aquella admirable habilidad, que lelabraría un trono y un caudal.

María lo escuchaba con avidez, mientras el duque admiraba el juego deaquella fisonomía sucesivamente fría y entusiasmada, helada y enérgica.

Cuando el duque se despidió, María habló al oído a Stein y le dijo conla mayor precipitación:

—Nos iremos; nos iremos. ¡Y qué! ¿La suerte me llama y me brindacoronas, y yo me haría sorda? ¡No, no!

Stein siguió tristemente al duque.

Cuando entraron en el convento, la tía María preguntó a este, quetrataba con mucha bondad a su enfermera, ¿qué tal le había parecido suquerida María?

—¿No es verdad—preguntó—que Marisalada es una linda criatura?

—Ciertamente—respondió el duque—. Sus ojos son de aquellos que sólopuede mirar frente a frente un águila, según la expresión de un poeta.

—¿Y su gracia?—prosiguió la buena anciana—, ¿y su voz?

—En cuanto a su voz—dijo el duque—, es demasiado buena para perderseen estas soledades. Bastante tenéis vosotros con vuestros ruiseñores yjilgueros. Es preciso que marido y mujer se vengan conmigo.

Un rayo que hubiese caído a los pies de la tía María no la habríaaterrado, como lo hicieron aquellas palabras.

—¿Y quieren ellos?—exclamó asustada.

—Es preciso que quieran—respondió el duque, entrando en sudepartamento.

La tía María quedó consternada y confusa por algunos momentos. Enseguida fue a buscar al hermano Gabriel.

—¡Se van!—le dijo bañada en lágrimas.

—¡Gracias a Dios!—repuso el hermano—. Bastante han echado a perderlas losas de mármol de la celda prioral. ¿Qué dirá su reverencia cuandovuelva?

—No me ha entendido usted—dijo la tía María, interrumpiéndole—.Quienes se van son don Federico y su mujer.

—¿Que se van?—dijo fray Gabriel—; ¡no puede ser!

—¿Será verdad?—preguntó la tía María a Stein, que venía buscándola.

—¡Ella lo quiere!—respondió él con semblante abatido.

—Eso es lo que dice siempre su padre—continuó la tía María—; y conesa respuesta, la habría dejado morir si no hubiera sido por nosotros.¡Ah don Federico!, ¡está usted tan bien aquí! ¿Va usted a ser como elespañol que, estando bueno, quiso estar mejor?

—No espero ni creo hallarme mejor en ninguna parte del mundo, mi buenatía María—dijo Stein.

—Algún día—repuso ella—se ha de arrepentir usted.

¡Y el pobre tío Pedro! ¡Dios mío! ¿Por qué ha llegado acá el barullo delmundo?

Don Modesto entró en aquel instante. Hacía algún tiempo que habíaescaseado sus visitas, no porque el duque no le hubiese recibidoperfectamente, ni porque dejase de ejercer sobre el veterano la mismairresistible atracción que ejercía en todos los que se le acercaban.Pero como era regular, don Modesto se había impuesto la regla de nopresentarse ante el duque, general y ex ministro de la Guerra, sino derigurosa ceremonia. Rosa Mística, empero, le había dicho que suuniforme no se hallaba capaz de un servicio activo, y esta era la causade escasear sus visitas. Cuando la tía María le notificó que el duquepensaba emprender la marcha dentro de dos días, don Modesto se retiróinmediatamente. Había formado un proyecto, y necesitaba tiempo pararealizarlo.

Cuando Marisalada comunicó a su padre la resolución que había tomadode seguir el consejo que le diera el duque, el dolor del pobre ancianohabría partido un corazón de piedra. Este dolor era, sin embargo,silencioso. Oyó los magníficos proyectos de su hija, sin censurarlos niaplaudirlos, y sus promesas de volver a la choza, sin exigirlas nirechazarlas. Consideraba a su hija como el ave a su polluelo, cuando seesfuerza a salir del nido, al cual no ha de volver jamás. El buen padrelloraba hacia dentro, si es lícito decirlo así.

Al día siguiente, llegaron los caballos, los criados y las acémilas queel duque había mandado venir para su partida. Los gritos, los votos ylos preparativos del viaje resonaban en todos los ángulos del convento.El hermano Gabriel tuvo que irse a trabajar en sus espuertas bajo layedra, a cuya sombra estaban en otro tiempo las norias.

Morrongo se subió al tejado más alto, y se recostó al sol, echando unamirada de desprecio al tumulto que había en el patio; Palomo ladró,gruñó y protestó tan enérgicamente contra la invasión extranjera, queManuel mandó a Momo que le encerrase.

—No hay duda—decía Momo—que mi abuela, que es la más aferrada curandera que hay debajo de la capa del cielo, tiene imán para atraerenfermos a esta casa. Ya va de tres con este,

¡sobre que en el cielo seha de poner su mercé a curar a San Lázaro!

Llegó el día de la partida. El duque estaba ya preparado en su aposento.Habían llegado Stein y María, seguidos del pobre pescador, el cual noalzaba los ojos del suelo, doblado el cuerpo con el peso del dolor. Estedolor le había envejecido más que los años y todas las borrascas delmar. Al llegar, se sentó en los escalones de la cruz de mármol.

En cuanto a don Modesto, también había acudido, pero con laconsternación pintada en el rostro. Sus cejas formaban dos arcos de unaelevación prodigiosa. La diminuta mecha de sus cabellos se inclinabadesfallecida hacia un lado. De su pecho se exhalaban hondos suspiros.

—¿Qué tiene usted, mi comandante?—le preguntó la tía María.

—Tía María—le respondió—, hoy somos 15 de junio, día de mi santo,día tristemente memorable en los fastos de mi vida.

¡Oh San Modesto! ¿Esposible que me trates así el mismo día en que la Iglesia te reza?

—Pero ¿qué novedad hay?—volvió a preguntar la tía María, coninquietud.

—Vea usted—dijo el veterano, levantando el brazo y descubriendo ungran desgarrón en su uniforme, por el cual se divisaba el forro blanco,que parecía la dentadura que se asoma por detrás de una risa burlona.Don Modesto estaba identificado con su uniforme; con él habría perdidoel último vestigio de su profesión.

—¡Qué desgracia!—exclamó tristemente la tía María.

—Una jaqueca le cuesta a Rosita—prosiguió don Modesto.