La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Luego la noche contribuye á este tormento; la noche, que á todo daformas horribles, lo mismo á las cosas materiales que á las visionesinternas. Clara, que no había podido ni podía dormir, no cesaba depercibir informes, bultos, sangre, obscuridad, repentinamente opuesta áuna gran luz que alumbra horrores. Da calentura esa situación.Impaciencia febril se apodera de la sangre que se agita y circula, comosi la rapidez de su marcha acelerase la llegada de lo que se espera.Esta contrariedad de nuestro deseo es más terrible, porque es lenta, sinlímites. Delante no se ve sino la eternidad. No vienen á la mente lasmodificaciones que puede traer el próximo día. Aquella noche y aquellasoledad parece que no han de tener fin.

Las primeras luces del día no hicieron, sin embargo, otra cosa queaumentar su tristeza. ¡Ayer! ¡Desde ayer le había estado esperando!Deseaba salir fuera y correr, preguntando á todos por el desventuradojoven.

Abrió el balcón, miró á la calle, creyendo que iba á verle pasar,y examinó á todos los transeúntes. Entonces le llamó la atención unapersona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de queno era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona.

Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible dedormir. Fué á su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobrela cama. Pero en vez de dormir empezó á cavilar con tanto desvarío yagitación como durante la noche. Elías tampoco había vuelto. ¿Qué seríade él? ¡Oh, qué luz! Tal vez le había encontrado y estarían juntos enalguna parte.

En esto entró Pascuala que venía de la calle. La alcarreña se acercó áClara, adornando la redonda y vasta fachada de su cara conimpertinente sonrisa.

—¿Sabe usted lo que ha

pasao

?

—¿Qué? ¿qué hay?—dijo Clara con interés.

—Que aquel caballerito del otro día … pues … el señor militar …me paró en la esquina.

—¿Y á mí qué me importa eso?

—Que dice que viene acá.

—¡Jesús, acá! ¿Y á qué viene acá? Estamos solas.

—Pues es un caballero muy cumplido.

—¿Si? Pues no me he fijado.

—¿No le vió usted el otro día aquí … cuando el señor vino malo?

—Sí: parecía una buena persona. ¿Pero á qué quiere volver aquí?

—Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted! En aquel momentosonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le habíadado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente lacampanilla.

—Es él—dijo la alcarreña.

Y antes que Clara pudiera impedírselo, la moza corrió, abrió la puerta,y el militar, que ya conocemos, entró en el pasillo, se descubrió conrespeto y se acercó á Clara.

—¿A quién buscaba usted?—dijo Clara.—No está: ha salido.

—Sí está, no ha salido,—contestó el militar con aplomo.

—¿Quién? ¿Pero á quién buscaba usted?

—Fácil es comprender que no busco á ese viejo, cuyo trato aleja en vezde atraer á las personas.

—¿Pero qué quiere decir? ¿á qué viene usted?—le preguntó Clara conligera expresión de alarma.—Estoy sola, váyase usted.

—Por lo mismo no me voy.

—Si usted no se va, llamaré, gritaré,—dijo Clara, resuelta sin duda áhacer lo que decía.

—Entonces reñiremos,—afirmó el militar con sonrisa de amistosafranqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara.

—¡Por Dios, que va á llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene ustedaquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino elotro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo á qué viene hoy.¡Pascuala, Pascuala!

—No me mire usted como enemigo. Mi entrada ha sido singular; pero nosoy un ladrón ni un asesino.

Vengo como amigo: traigo paz y amistad. Notenga usted miedo, Clara. Vengo como amigo. Ya nos conocemos de un solodía, cuando vine aquí sosteniendo á ese pobre señor.

—¡Oh! y ahora puede venir—dijo Clara alarmada. Márchese usted, porDios. Yo no le conozco, ni me importa todo eso que me ha dicho. Siél llega….

—Lo que menos me importa es ese viejo—contestó el militar.—Antes meinteresaba un poco. Creí que era de usted pariente, su esposo tal vez.Pero después he sabido que es un tiranuelo que vive para martiriza á unapobre huérfana, que se muere da melancolía encerrada aquí. No puedover con indiferencia que una persona tan guapa, tan amable, tan digna deser feliz, pase la vida en poder de esa fiera.

—¡Oh! Pues yo estoy bien así. Le agradezco á usted su bondad—contestó Clara;—pero no es necesaria. Váyase usted, por Dios.

—No me iré, no—dijo el militar, exaltándose un poco. Hace algunos díasque me preocupa la idea de los martirios que usted debe sufrir. Sientoun deseo muy grande de libertarla á usted de ese maniático, y creo querealizaré este propósito. He pasado por ahí cien veces al día y me hadado horror el aspecto sombrío de esta casa, sepulcro en vida de tanbella criatura. Usted se reirá de mí, lo comprendo. Le parecerá extrañoeste interés que tomo por una persona á quien sólo he visto una vez;pero de este misterio no hay que hablar ahora. Lo que importa es queusted se decida á hacer lo que yo le aconseje. Sepa usted que he juradono permitir que muera aquí de hastío y soledad. Estoy seguro de queusted, que con tanta sencillez me comunicó la única vez que nos vimosparte de sus desventuras, tendrá hoy la confianza que necesito, sabráapreciar la nobleza de mis propósitos y no se opondrá á que se realicen.

Clara no sabía qué contestar. Estaba confundida al ver el generoso yfraternal interés que tenía por ella una persona á quien había visto tanpoco. Esto hubiera llenado de orgullo á otra mujer; pero Clara era muymodesta, y ante aquella manifestación afectuosa no tuvo más que gratitudy vergüenza. Nunca creyó merecer aquello.

—Yo lo agradezco mucho, señor—dijo;—pero….

La verdad es que no podía decirle que era feliz y que deseaba continuaraquel género de vida. Era cierto lo que el militar decía. Era imposiblevivir en compañía de aquella fiera. ¿Pero acaso no esperaba su salvaciónde otra persona? Esta idea la indujo á rechazar con más energía lasofertas que aquél le hacía.

—Usted no conoce á la persona con quien vive—continuó elmilitar.—Usted no le conoce, yo sí: ya me he informado de su carácter yde sus ideas. No sólo es un hombre extravagante é intratable, sino unfanático sin corazón, un hombre feroz, de perversos instintos y cálculosterribles. No: usted no puede seguir más tiempo en manos de ese hombre,que no es su pariente, ni su amigo: que se llama su protector, parahacer de usted una víctima de su orgullo brutal.

Clara comprendió, por la vehemencia con que el joven hablaba, que eracierto su interés, y conoció también que la pintura que del viejo hacíano era exagerada. El desconocido obraba con la mayor nobleza, sinceridady buena fe. Era uno de esos caracteres inclinados á las aventurasdifíciles y que implicaban la salvación peligrosa de los que sufrían. Suespíritu caballeresco, su corazón inclinado al bien, hallaron en aquelsuceso un motivo de ocupación, y dedicó toda su actividad á larealización del más generoso propósito.

Además, un sentimiento bastanteenérgico de simpatía hacia aquella pobre huérfana, le impulsaba áproceder con tanta diligencia. Más adelante conoceremos el nombre y loshechos de este noble, caballero.

—Pero no esté usted más tiempo aquí—dijo Clara.—¿Cómo quiere ustedconvencerme de que se interesa por mí, si precisamente estando aquí meprueba lo contrario? Si él viene y le encuentra en la casa….

—No dirá nada. Ese hombre es tan miserable, que no le importa ni lafelicidad ni el honor de usted: todo lo mirará con indiferencia. A ustedno le queda más amparo que yo.

La huérfana, al oír estas palabras sintió un frío en el alma. El momentoen que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único,legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo queel de un advenedizo.

—Nada más que yo; pero es bastante—continuó el joven con afectadavoz.—Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de eseviejo. Yo seré para usted todo lo que puede ser un hombre de corazón yhonradez. Tenga usted en mí la confianza que se tiene en lo que nos hade salvar…. Y ahora, Clara, me voy. Pero no tardaré en volver á darmis órdenes á la pobre prisionera, cuya felicidad pende de mí.

¡Quéorgullo siento en esto! Yo estaré siempre alerta. Si le ocurre á usteduna nueva desventura, no necesita avisarme. Yo me hallaré aquí parasocorrerla y animarla. No le queda á usted más amparo que yo.

Piénselousted bien. Adiós.

La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente enlos secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender unaaventura generosa, á que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento desimpatía, y el deseo inveterado en él, de hacer bien.

Si había un poco de egoísmo en él, después lo veremos. Ya se marchaba,cuando Pascuala salió de la cocina asustada, y dijo:

—¡El amo!

—No abras—dijo Clara temerosa.—Espera: escóndase usted.

Pero Elías, que tenía llave, no necesitaba que le abrieran para entrar.

—No importa—dijo el militar, que trataba de serenar á Clara.

Coletilla abrió y entró. Venía cabizbajo y abstraído. Dió algunos pasospor el corredor sin ver al intruso; mas al llegar al extremo, notó aquelbulto, alzó la cabeza, y vió al joven, que se inclinaba ante él conmucho respeto.

CAPÍTULO XIV

#La determinación.#

—¿Qué busca usted? ¿quién es usted? ¿qué hace usted aquí?

—¿No me conoce usted? Soy el que hace unos días le trajo á usted muymal parado á su casa, y venía á ver si estaba usted ya completamenterestablecido.

—Si, señor; estoy bueno—contestó bruscamente, y entrando en la sala, ádonde le siguió el joven:—¿no se ofrece nada más?

—Nada más, y me retiro: acabo de llegar—dijo con afectada naturalidadel militar.—Me retiro repitiéndole que me intereso mucho por su salud.

—Bien: ya me lo dijo usted el otro día,—respondió Coletilla dirigiendomiradas recelosas á Clara y á Pascuala.

—¿Y no me manda usted nada?

—Nada más sino que me deje usted en paz. ¿No va usted á la procesión?

Está muy lucida.

—No estoy para procesiones.

—¿Le gusta á usted saber lo que pasa en las casas de losrealistas?—añadió el anciano con el acento amargo y receloso propio desu carácter.—Aquí no se conspira. Y si yo conspirara, lo haría de modoque no vinieran á sorprenderme los lechuguinos de la Milicia Nacional.

Clara estaba temblando. La parecía que el militar, ofendido por aquelinsulto, iba á desenvainar el tremendo sable que llevaba en la cintura yá descargarlo sobre la cabeza del realista. Pero aquel sonriódesdeñosamente y dijo:

—Amigo, veo que me juzga usted mal. Puede estar seguro de que no meocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted?

—¿Yo?… Daño….—respondió el fanático con una mueca feroz, que en élequivalía á la sonrisa.

—Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro á usted.

Con que voy á hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Dirigióse á la salida, no sin tratar de expresar á Clara con una miradalo que antes le había dicho con muchas palabras, es decir, que confiaraen él y esperara. Hubiera querido verse acompañado de la joven hasta lapuerta; pero la infeliz no se atrevió. Cuando el militar estuvo fuera,Coletilla se volvió á Clara, y con irritados ademanes, le dijo:

—¿Hace mucho que entró aquí ese hombre?

—No, señor: un momento antes de usted llegar—respondiótemblando Clara.

—¿Y por qué le habéis abierto? ¿No dije que no abrierais á nadie?

—Venía á preguntar por usted.

—¿Por mí? Ya…—contestó Elías con furia.—Algún espía delGobierno. Pero ya me figuro la verdad. Este es algún mozalbete que tehace la corte.

—¿A mí? No, señor. Si no le conozco, no le he visto nunca, dijo Claratemblando.

—Pues yo le he visto rondando esta calle. Sí, señora, le he visto. Nome lo niegues. ¡Tú tienes tratos con él, tú le has hablado, tú le hasdado cita aquí!…

Clara no había visto nunca á Elías tan encolerizado contra ella. Lasinculpaciones que le hacía ofendieron tanto su inocencia, que en aquelmomento sintió lo que nunca había sentido: una secreta aversión haciaaquel hombre.

—Yo he sido un padre para ti, Clara; pero tú no has sabido apreciarmi protección—continuó Coletilla con encono.—Tú eres una ingrata,una mujer sin juicio; abusas de la libertad que te doy, abusas de mialejamiento de la casa. Pero yo juro que te enmendarás. Es preciso quehoy mismo tome la determinación que había pensado. Si, hoy mismo.Ahora mismo.

—Le digo á usted que no sé quien es ese hombre; que hoy ha entradoaquí á preguntar por usted. Yo no sé quién es ni me he ocupado nunca desemejante persona.

—Hipócrita, ¿piensas que creo en tu aire de mosquita muerta? Fíeseusted de las niñas apocaditas. Pero tus travesuras se concluirán,Clara. Ya no comprometerás otra vez mi reposo como hoy. Yo estoysiempre fuera, y no quiero que durante mi ausencia se convierta estacasa en un infame garito.

Clara no podía creer aquellas palabras. Ya sabemos que era poco ducha encontestar cuando el terrible anciano la reprendía. Y esta vez su honorofendido no encontró tampoco las palabras que en aquella situaciónconvenían. Negó y lloró tan sólo, argumento que el realista tomó como laúltima expresión de la hipocresía y el engaño.

—Prepárate, Clara, á salir de aquí. No mereces los sacrificios que hehecho por ti. A ver si ahora compras florecitas y arreglas cintajos paracoquetear en la ventana. Vas á vivir de aquí en adelante en compañía deunas personas cuya protección no mereces tampoco. Pero éstas son tancaritativas, que te admitirán por consideraciones á mí. Prepárate. Estatarde mismo voy á llevarte á casa de esas señoras, y allí vivirás.

Ellaste enseñarán á ser mujer de bien, y allí veremos si vuelves á tuslocuras, veremos si te apartas del buen camino. Vivirás con ellas; lasayudarás y servirás en sus labores, y te enseñarán lo que no puedesaprender en mi casa, sola y sin guía.

—¡Las señoras de Porreño!—pensó Clara con horror, aquéllas tan erguidasy finchadas, que le daban miedo siempre que le hablaban, dejándole unaimpresión de tristeza que no podía borrar en muchos días.

—Estas ideas del día—continuó Elías como hablando solo,—perviertenhasta á las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta leprasocial!… ¡se difunde sin saber cómo!… ¡penetra en todas partes!¡Quién lo había de decir!… Ya se ve… sola en esta casa… Irás,Clara, en casa de esas señoras. Ten presente que no lo mereces, porqueellas son personas muy principales y virtuosas, libres del contagio deldía. Haz cuenta que entras en un santuario.

No había remedio. La fatal determinación, que, sin conocerla, habíaasustado tanto á la huérfana, estaba irremisiblemente tomada. Clara seiba á vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, segúnColetilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo queél tenía este deseo para vivir más á sus anchas; pero nunca se hubieraatrevido á proponerlo á las tres venerables matronas, si éstas, con unagenerosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado.Era ya cosa resuelta; así es que Coletilla, al ocurrir la escena quehemos referido, no quiso retardar ni un momento la determinación, ypartió á casa de sus amigas á darles aviso, dejando á Clara entregada aldolor más profundo.

Digamos algo de las relaciones que anteriormente había tenido Elías conaquellas tres nobilísimas damas.

A fines del siglo era Elías mayordomo mayor de la casa de los Porreños yVenegas. La ruina de esta histórica casa data de aquella misma época.Don Baltasar Porreño, Marqués de Porreño, que había sido Consejeroíntimo de Carlos IV, entabló un pleito con un pariente suyo,descendiente de los Marqueses de Vedia. Este pleito duró diez años, y enél perdió Porreño casi toda su fortuna, contrayendo deudas espantosas.Después tuvo la desdicha de sostener á Godoy en la conspiración deAranjuez, y caído Carlos IV, el Príncipe heredero no perdonó medio dehacerle daño. Su hermano don Carlos Porreño cometió el despropósito deafrancesarse durante la guerra, y la protección de Junot y de Víctor nosirvieron sino para que fuera después condenado á perpetua proscripción.

Aquella casa ilustre y poderosa llegó al extremo de la ruina con lamuerte del Marqués; los acreedores embargaron sin respetar los preclarostimbres de la familia, y después de liquidadas las cuentas éinventariados los bienes muebles é inmuebles, no les quedó á losherederos sino una miseria. A la vuelta de Francia, Fernando olvidó queel Marqués de Porreño había sido su enemigo en la conspiración deAranjuez, y concedió una pensión á su hermana. El hijo varón del Marquéshabía muerto en el viaje, navegando hacia América, y de la casa antiguay poderosa no quedaron más que tres señoras, á saber: la hermana y lahija del Marqués de Porreño, y la hija de su hermano don Carlos, quesiguió á Napoleón, y murió, según se decía, en Praga, al volver de lacampaña de Rusia.

Después del triste fin de la casa, Elías siguió fiel á sus antiguosamos. Al volver de la guerra, se presentó á aquellos tres gloriososvestigios y les ofreció de nuevo sus servicios; pero las tres damas notenían ya bienes que administrar. De su caudalosa fortuna no les restabasino unas tierras de pan llevar en el término de Colmenarejo, y unosviñedos de muy poco valor junto á Hiendelaencina. La administración sereducía á tomar las cuentas cada trimestre á dos colonos que cultivabanaquellas heredades. Pero las señoras de Porreño, después de sudecadencia, miraban á Elías como un buen amigo, le trataban de igual áigual (¡lo que puede la decadencia!), aunque el antiguo mayordomo notraspasaba nunca, ni en sus conversaciones, el límite respetuoso quesepara á un hijo de zafios labradores

(frase suya) de tres damaspertenecientes á la más esclarecida nobleza.

Ellas no eran niñas. La hermana del Marqués, llamada doña María de laPaz Jesús, pasaba un poquito más allá de los cincuenta, aunque seconservaba muy bien. Su sobrina (hija mayor del mismo don Baltasar), quese llamaba Salomé, estaba haciendo constantemente intrincados cálculospara ver de qué manera, sumando sus años, podían resultar cuarenta tansólo. La tercera, llamada doña Paulita (nunca se pudo quitar estediminutivo), hija de don Carlos, el afrancesado, tenía treinta y dos,cumplidos el día de la Encarnación.

Esta doña Paulita era una santa.

Vivían humildemente, casi pobremente; pero con mucho arreglo. Variasveces habían propuesto á Elías que se llevase á Clara á vivir con ellas,por la razón de que sola en su casa, la muchacha se había de contaminarnecesariamente con las ideas del siglo. Coletilla no accedió alprincipio por respeto; pero al fin acogió la idea, y ya hemos visto comose preparó á realizarla. Además, doña María de la Paz Jesús, que eramujer de gran iniciativa, había concebido el proyecto de un arreglodoméstico muy conveniente para Elías y para ellas. Este proyectoconsistía en que Elías tomara el piso segundo de aquella casa, el cualellas tenían como depósito de los muebles de la grandiosa casa antigua,de que no habían querido desprenderse.

El mayordomo aplazó para másadelante este arreglo.

—Señoras, al fin traigo esa chica—dijo Coletilla, presentándose á lasde Porreño.

—Bien, amigo—exclamó Salomé;—tráigala usted en seguida, estamisma tarde.

—Pero, señoras—continuó,—esa muchacha tiene muy mala cabeza. Espreciso que ustedes empleen en ella una severidad muy grande. De otromodo es imposible sacar partido.

—¿Pero qué ha hecho?—exclamó doña Paulita, la santa.

Elías contó la aparición del militar en su casa; contó los antecedentespeligrosos de Clara, su deseo de parecer bien, la compra de las flores,las composiciones del vestido, y las tres damas comenzaron á haceraspavientos. Salomé entonó un sermón, y doña Paulita se hizo cuatrocruces desde la frente al estómago y desde un hombro á otro.

—Descuide usted, amigo, que ya la enmendaremos dijo María de la Paz Jesús.

—Bien se comprende esa desenvoltura … las muchachas del día—dijo Salomé quitándose los espejuelos,—son todas así. Y ya … como esa Clarita no tiene mala cara … si … una carilla así … desvergonzada y graciosilla … pues … aquello no es hermosura.

—Pero, don Elías, ¿es cierto eso de que ha hablado conhombres?—exclamó Paz con una solemnidad arquiepiscopal, que era en ellamuy frecuente.—¿Pero qué basilisco es ese? … Mas no importa. Ya laenmendaremos nosotras. Ya la enseñaremos á portarse como una mujer debien…. ¡Ay! la honestidad está por los suelos. ¡Qué siglo!

—¡Ahí!—exclamó doña Paulita, después de concluir en voz baja un Padrenuestro;—estas ideas del día …

¡Jesús, qué sociedad! Pero todo seenmienda; y los más pecadores son los que más pronto salen de su error.Tráigala usted, don Elías, que yo confío en que esa desdichada entrarápor el buen camino, y será una santa tal vez. ¿No lo fué María laEgipciaca?

Elías manifestó con repetidos movimientos de cabeza que estaba conformecon estas apreciaciones. Salió de la casa, y una hora después volvióacompañado de Clara.

Para hacer comprender lo que Clara encontró de terrible en ladeterminación del realista, conviene describir prolijamente la casa ysus extraordinarios habitantes.

CAPÍTULO XV

#Las tres ruinas.#

Las tres señoras de Porreño y Venegas vivían en una humilde casa de lacalle de Belén: esta casa constaba de dos pisos altos, y aunque vieja notenía mal aspecto, gracias á una reciente revocación. No había en lapuerta escudo alguno, ni empresa heráldica, ni portero con galones enel zaguán, ni en el patio cuadra de alazanes, ni cochera con carrozanacarada, ni ostentosa litera. Pero si en el exterior ni en la entradano se encontraba cosa alguna que revelase el altísimo origen de sushabitadores, en el interior, por el contrario, había mil objetos queinspiraban á la vez curiosidad y respeto.

Es el caso que en la ruina de la familia, en aquella profana liquidacióny en aquel bochornoso embargo que sucedió á la muerte del Marqués, pudosalvarse una parte de los muebles de la antigua casa (que estaba en lacalle del Sacramento), y fueron transportados á la nueva y tristehabitación, acomodándolos allí como mejor fué posible. Estos mueblesocupaban las dos terceras partes de la casa y casi todo el piso segundo,que también era de ellas. Les fué imposible entregar á la deshonra deuna almoneda aquellos monumentos hereditarios, testigos de tantasgrandezas y desventuras tantas.

En el pasillo ó antesala, que era bastante espacioso, habían puesto unpesado armario de roble ennegrecido, con columnas salomónicas, gruesaschapas de metal blanco en las cerraduras y bisagras, y en lo alto unóvalo con el escudo de la casa de Porreño y Venegas, el cual escudoconsistía en seis bandas rojas en la parte superior, y en la inferiortres veneros relucientes sobre plata y verde, además de una cabeza desarraceno, circuído todo con una cadena y un lema que decía: En laPuente de Lebrija peresci con Lope Díaz.

(No nos detendremos en laexplicación de este sapientísimo lema, que aludía sin duda á la muertedel primer Porreño en alguna de las expediciones de Alfonso VIII enAndalucía.) Las paredes de la misma antesala estaban todas cubiertas con losretratos de quince generaciones de Porreños, que formaban la históricagalería de familia. Por un lado se veía á un antiguo prócer del tiempodel Rey nuestro señor don Felipe III, con la cara escuálida, largo yatusado bigote, barba puntiaguda, gorguera de tres filas de canjilones,vestido negro con sendos golpes de pasamanería, cruz de Calatrava,espada de rica empuñadura, escarcela y cadena de la Orden teutónica; ásu lado una dama de talle estirado y rígido, traje acuchillado; granfaldellín bordado de plata y oro, y también enorme gorguera, cuyosblancos y simétricos pliegues rodeaban el rostro como una aureola deencaje. Por otro lado, descollaban las pelucas blancas, las enfocasbordadas y las camisas de chorrera; allí una dama con un perrito queenderezaba airosamente el rabo; acullá una vieja con un peinado de dosó tres pisos, fortaleza de moños, plumas y arracadas; en fin, la galeríaera un museo de trajes y tocados, desde los más sencillos y airososbasta los más complicados y extravagantes.

Algunos de estos venerandos cuadros estaban agujereados en la cara;otros habían perdido el color, y todos estaban sucios, corroídos ycubiertos con ese polvo clásico que tanto aman los anticuarios. En lashabitaciones donde dormían, comían y trabajaban las tres damas, apenasera posible andar á causa de los muebles seculares con que estabanocupadas. En la alcoba había una cama de matrimonio, que no parecía sinouna catedral. Cuatro voluminosas columnas sostenían el techo, del cualpendían cortinas de damasco, cuyos colores primitivos se habían resueltoen un gris claro con abundantes rozaduras y algún disimulado yvergonzante remiendo; en otro cuarto se veían dos papeleras de talla coninnumerables divisiones, adornadas de pequeñas figuras decorativas éincrustaciones de marfil y carey. Sobre una de ellas había un SanAntonio muy viejo y carcomido, con un vestido flamante y una vara deflores de reciente hechura.

Frente á esto, y en unos que fueron vistososmarcos de palo-santo, se veían ciertos dibujos chinescos, regalo quehizo al sexto Porreño (1548) su primo el príncipe de Antillano, que fuécon los portugueses á la India. Al lado de esto se hallaban unos vasosmejicanos con estrambóticas pinturas y enrevesados signos, que noparecían sino cosa de herejía. Según tradición, conservada en lafamilia, estos vasos, traídos del Perú por el séptimo Porreño, almirantey consejero del rey (1603), fueron mirados al principio con gran recelopor la devota esposa de aquel señor, que creyendo fuesen cosa diabólicay hecha por las artes del demonio, como indicaban aquellos cabalísticosy no comprendidos signos, resolvió echarlos al fuego; y si no lo hizofué porque se opuso el octavo Porreño (1832), el mismo que fué despuésconsejero de Indias y gran sumiller del señor rey don Felipe IV. Junto ála cama campeaba un sillón de vaqueta chaveteado, testigo mudo delpasado de tres siglos. Sobre aquel cuero perdurable se habían sentadolos gregüescos acairelados de un gentil hombre de la casa del Emperador;recibió tal vez las gentiles posaderas de algún padre provincial, amigode la casa; quizás sostuvo los flacos muslos de algún familiar del SantoOficio en los buenos tiempos de Carlos II, y, por último había sidohonroso pedestal de aquellas humanidades que llevan un rabo en eloccipucio y aparecían constantemente aforradas en la chupa y ensartadasen el espadín.

No lejos de este monumento se encontraban dos ó tres arcones, de esosque tienen cerraduras semejantes á las de las puertas de una fortaleza,y eran verdaderas fortalezas, donde se depositaban los patacones, ydonde se sepultaba la vajilla, la plata de familia, las alhajas y joyasde gran precio; pero ya no habla, en sus antros ningún tesoro, á no serdos ó tres docenas de pesos que dentro de un calcetín guardaba doña Pazpara los gastos de la casa. Encima de estos muebles se veían roperos sinropa, jaulas sin pájaros, y arrinconado en la pared, un biombo de cuatrodobleces, mueble que, entre los demás, tenía no sé qué de alborozado yjuvenil.

Eran sus dibujos del gusto francos que la dinastía había traídoá España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amaneradosgrupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau,género que hoy ha pasado á los abanicos.

También existe (y si mal no recordamos estaba en la sala) un reloj de lamisma época con su correspondiente fauno dorado; pero este reloj, que enlos buenos tiempos de los Porreños había sido una maravilla deprecisión, estaba parado y marcaba las doce de la noche del 31 deDiciembre de 1800, último año del siglo pasado, en que se paró para novolver á andar más, lo cual no dejaba de ser significativo en semejantecasa. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar unsegundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Un lienzo místico de pura escuela toledana ocupaba el centro de la salaal lado del décimo cuarto Porreño (padre feliz de doña Paz), pintado porVanlóo. Este gran cuadro representaba, si no nos engaña la memoria, eltriunfo del Rosario, y era un agregado de pequeñas composicionesdispuestas en elipse, un c