La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Pero á Lázaro le fué un poco difícil dar con el grano, lo cual no es deextrañar, porque no estaba preparado, ni había vuelto aún de lasorpresa. En vano hizo una sinécdoque de las más expresivas; en vanoquiso dominar al público con cuatro litotes y dos ó tres metonimias: noera aquel su camino. Dijo algunas generalidades que á él le parecían muynuevas, pero que en realidad eran viejísimas, y concluyó un párrafo condos ó tres sentencias plutarquianas, que á él le parecían encajar comode molde, pero que no produjeron sensación ninguna. El esperaba unaplauso: nadie aplaudió.

Lázaro estaba acostumbrado á oír aplausos desde el principio: esto ledaba estímulo. La frialdad que notaba en el auditorio en aquellaocasión, le desanimó. Quiso pensar en esto, y casi estuvo á punto de nosaber qué decir. Y, sin embargo, él tenía fijos en la imaginaciónalgunos magníficos pensamientos; pero ¡cosa singular! no los podíadecir. Le parecía verlos escritos delante; pero por un misterio, naturalen aquellos momentos, no encontraba la forma oratoria para expresarlos.¡Qué contrariedad! Poco á poco hasta la voz se le enronqueció. Sin dudahabía en el espíritu de nuestro amigo una influencia maligna. Hablabacon frialdad unas veces; notábalo él mismo, y al querer corregirlo,gritaba demasiado. Las ideas le faltaban, las imágenes se ledesvanecían, las palabras se le atropellaban en la boca.

¡Ah! ¿Dónde estaban aquellas peroraciones internas, llenas de vida, devehemencia, persuasivas como una voz divina? ¿Dónde aquella lógicaterrible que en la profundidad de sus deliquios oratorios hervía en sucerebro, el cual parecía pequeño para tantas ideas? ¿Dónde estaban lospensamientos sublimes, la facundia descriptiva, la facultad pintoresca,la sentencia concisa y profunda? Sí: él sentía bullir todo eso alládentro; dentro de aquel Lázaro solitario y apasionado que hablaba á laNaturaleza en el silencio de la noche, que hablaba á la Sociedad en loprofundo de un sueño. Las ideas, las formas, el lenguaje, todo lo tenía,todo lo sentía dentro de sí; pero no podía, no podía de ningún modoexpresarlo.

En todo orador hay dos entidades: el orador, propiamente dicho, y elhombre. Cuando el primero se dirige á la multitud, el segundo quedaatrás, dentro, mejor dicho, hablando también. Dos peroracionessimultáneas son producidas por un mismo cerebro. Una es verbal y sonora:dejémosla al público. Otra es profunda y muda: examinémosla. Lázarodescribía, apostrofaba, rebatía, exponía, declamaba. Interiormente, laotra voz parecía decir esto: "¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡No meaplauden! ¿Qué debo decir ahora?… ¿Trataré éste punto?… No lotrato…. ¿Y aquella idea que antes me ocurrió?… ¡Se me haescapado!…" Y al mismo tiempo no interrumpía su oración; continuabadefendiendo el club de Zaragoza, explanaba un sistema democrático, yhacía además una breve historia de la República. Pero la voz de dentroseguía de este modo:

"No sé qué hacer… ¿Por qué no me aplauden?… Nome conozco… Yo tenía tantos argumentos… ¿Dónde están?… ¡Ah! Voy áemitir esta gran idea… Ya la he dicho…. No ha hecho efecto…Procuraré ser esmerado en la frase… Esta oración va bien… ¿Como laterminaré?… ¡Qué apuro!… No doy con el adjetivo…

¡Demonio deadjetivo!… ¡Ahí terminaré con un apostrofe … allá va…. No ha hechoefecto … no me aplauden."

Así hablaba el alma atribulada de Lázaro, mientras con los mediosexteriores se dirigía al auditorio en un discurso, confuso, tortuoso,desigual y falto de lógica.

Empezaron las toses. Dicen los oradores que al oír las toses en laspausas de sus discursos, se les hiela la sangre. Lázaro las oyórepetidas y comunicadas á todo el auditorio, y resonaron en su corazóncomo siniestros ecos. El tosió también. ¡Ah! la tos le concedió cuatrosegundos de descanso: hizo un esfuerzo desesperado, tomó algunas ideasen aquel depósito que tenía en la mente, se apoderó de ellas confirmeza, y prosiguió hablando:

"Allá va eso, decía la lengua interior; allá van … las expondré de estemodo … no mejor de este otro … no

… mejor del otro … decualquier modo … ¡Oh! hay allí uno que se está riendo… Y otro quecuchichea.

Pero qué tos les ha entrado… No les gusta lo que digo ahora… ni esto tampoco … ánimo. Concluiré este párrafo con una cita…allá va… ¡Ah! tampoco ha hecho efecto…"

Compréndase bien que estas frases que nadie oye y el discurso que oyentodos, guardan perfecto paralelismo.

¡Ah, qué misterios hay en la inteligencia humana, y qué fenómenos tanextraños en sus relaciones con la palabra humana!

¿Por qué fracasó el discurso del aragonés? ¿Fracasó por la reunióndiabólica de mil accidentes, ajenos á la naturaleza de su notableingenio y de su fácil palabra? ¿De quién fué la culpa, de él ó delpúblico? Aquí hay otro gran misterio. El público y el orador tienden áfascinarse mutuamente. El primero mira y oye: no sabemos lo que es másterrible, si la mirada ó el oído. Las miles de pupilas dan vértigo. Laatención de tanta gente dirigida á una sola voz confunde y anonada. Elorador, por su parte, ve y oye: ve la serenidad anhelante ó desdeñosa, yoye toser. Por eso Lázaro hubiera deseado en algunos momentos de aquellanoche ser sordo y ciego. Pero el orador tiene sobre el público unaventaja; tiene un arma, además de la palabra: el gesto. El tambiénfascina, él también lleva en sus ojos aquel vértigo que confunde yanonada; él generalmente mira hacia abajo para ver al público; puedemover sus brazos y su cabeza cuando el público está como atado de pies ymanos, inmóvil y viviendo sólo de atención.

Aquella noche fatal, Lázaro y el público no se fascinaron mutuamente, nose impusieron el uno al otro, no se comunicaron. Ni Lázaro persuadió alpúblico, ni este aplaudió al orador. Un público no persuadido y unorador no aplaudido se rechazan, se repelen con energía. "Es precisoque calles," hay que decir á éste. "Es preciso que te marches," hay quedecir á aquél.

El joven aragonés había tenido la peor de las tentaciones: la tentaciónde ser largo y difuso. Un segundo más de lo regular basta á concluir lapaciencia de un auditorio y á trocar su interés en hastío. Lázaro viópasar este segundo sin notarlo. Indudablemente no se comprendieron eluno al otro. ¿Se despreciaron mutuamente? ¿Se temieron mutuamente? Talvez empezaron por temerse; pero es lo cierto que acabaron pordespreciarse.

Lo singular es que si se hubiera preguntado á cualquiera particularmentesu opinión sobre el discurso, habría dado tal vez una opinión nodesfavorable; pero la opinión de un público no es la suma de lasopiniones de los individuos que lo forman, no; en la opinión colectivade aquél hay algo fatal, algo no comprendido en las leyes del sentidohumano. Decididamente, Lázaro fracasaba.

Veinte veces se le ocurrió que era preciso concluir. ¿Pero cómo? No seatrevía. Iba á concluir mal. ¡Qué horror! Y para terminar mal, valía másno terminar, seguir hablando, siempre, siempre, siempre. Buscaba elfinal y no podía encontrarlo. ¡Y el final es tan importante! Podíarehabilitarse en un momento de inspiración. ¡Oh! la idea de concluirsin un aplauso le daba horror. Por eso temía el final y lo evitaba.Pero era preciso acabar: á las toses siguieron los bostezos, á loscuchicheos los murmullos. Buscaba sin cesar el remate; daba vueltasalrededor del asunto, procurando una salida airosa; pero no encontrabaescapatoria; la palabra se deslizaba de su boca, y afluía continua, sinsolución, infinita.

"Es preciso concluir," decía la voz interior. "¿Concluir? No hallo elfin, y el fin ha de ser bueno … ¡Dios mío, ampárame! Resumiré …recapitularé … pero ya no me acuerdo de lo que he dicho … ¿Pediréperdón al auditorio?… No: eso es rebajarme…." Al fin le ocurrió laoración final, y la empezó; pero al llegar al final, otra oración seenlazó con ella, y con ésta otra, y otra, y otra. Su discurso era unaoscilación sin término; pero el público se impacientaba. Ni un minutomás: se apoderó del último período, resucito á que fuera el último.Pronunció al fin el postrer substantivo; y después, alzando la voz,emitió con graduación los tres adjetivos que le acompañaban para darlefuerza y calló.

La postrera palabra de aquel malhadado discurso vibró en el espacio,sola, seca, triste, con fúnebre resonancia. Ni un aplauso ni unaexclamación satisfactoria la recogió. Su voz había caído en el abismosin producir un eco. Parecíale que no había hablado, que su discursohabía sido una de aquellas mudas, aunque elocuentes, manifestacionesinternas de su genio oratorio. Estaba en un desierto; rodeábale unanoche. ¿Qué había dicho? Nada. Y había hablado mucho. Aquello fué comosi diera golpes en el vacío, como si hiriera en una sombra creyéndolacuerpo humano, como si hubiera encendido un sol en un mundo de ciegos.Bajó con el alma atribulada, oprimido el corazón, ardiente y turbada lacabeza, bañado el rostro en sudor frío.

En vano Javier quiso rehabilitarle dando algunas palmadas tardías. Elpúblico, animal implacable, le mandó callar. Lázaro tuvo la presencia deespíritu suficiente para contemplar cara á cara aquellas cien bocas quebostezaban. Robespierre se desesperaba en el mostrador con supremaexpresión de fastidio.

—Lo he hecho muy mal—dijo tristemente el orador al oído de su amigo.

—Ya lo harás mejor otro día. Eres un gran hombre; pero no has tocado enel quid

. Con una lección mía estarás al corriente. Otro va á hablar:atiende ahora.

—No: yo me voy á casa de mi tío. No puedo estar aquí más tiempo. Meahogo.

—Espera á ver lo que éste va á decir.

Un segundo orador subió á la tribuna á disipar el fastidio que laperoración de Lázaro había causado.

Mientras la multitud celebraba conaplausos maquinales las frases de su orador favorito, el otro se ibasumergiendo lentamente en profunda melancolía. Nada es más terrible queestos momentos de desencanto en que el alma yace atormentada por losdolores de la caída: el tormento de esta situación consiste en ciertaridiculez que rodea todos los recuerdos de las pasadas ilusiones. Todaslas frases de íntimo elogio, de profundo orgullo con que antes se regalóla imaginación, resuenan con eco de burla en la pobre alma abatida,llena de vergüenza.

"Pero es preciso intentar una rehabilitación—decía Lázaro para sí.—¿Ycómo? Todos murmuran de mí, y si mañana se ofrece hablar de mi discurso,dirán todos que fué detestable, malísimo. Correrá de boca en boca,llegará á oídos de todas las personas que me interesan. Ella lo sabrá,se reirá tal vez de mí. Todos se reirán ahora."

Lo más particular es que desde que bajó de la tribuna empezaron áocurrirle grandes pensamientos, magníficos recursos de elocuencia,soberbios golpes de efecto, citas oportunísimas; y estaba seguro de quediciendo aquello, arrancaría grandes aplausos. Pero ya era tarde: estabaallí mudo y perplejo, cubierto su espíritu de una nube sombría.

Entre tanto, el nuevo orador divagaba á sus anchas por el campo de lahistoria y de la política, y, por último, expuso la necesidad de lamanifestación preparada para el siguiente día. Todos se levantaronunánimes, gritando: "¡Sí!" Todos prometieron concurrir, y tres ó cuatro,encargados del ceremonial, dieron cuenta del arreglo de la procesión, sefijó la hora, se designó el punto de reunión.

Los

bravos

sucedieron álos aplausos, y los aplausos á los

bravos

, y al fin la sesión terminó.

Los socios comenzaron á salir; pero aquella fracción ignorante yturbulenta, que ocupaba siempre uno de los rincones del café, no creyóconveniente salir sin decir algo. Calleja subió á una silla y gritó,dirigiéndose á los suyos.

—¡Señores, serenata á Morillo!

La idea fué acogida con estrépito. Morillo era el Capitán general deCastilla la Nueva. Enemigo do asonadas tumultuosas, había tomado susmedidas para impedir la procesión. Una parte del pueblo se agolpó juntoá su casa en la noche del 17, atronando toda la calle con espantosacencerrada.

—¡Serenata á Morillo!—dijo Calleja saliendo de la

Fontana

yreuniendo toda la gente dispuesta para el caso que por allí pasaba.

No sabemos por donde vino; pero allí estaba Tres Pesetas. Nuestros tresamigos y Lázaro salieron de los últimos y se acercaron por curiosidad algrupo que Calleja había formado.

Entre tanto, el barbero pasó en dos zancajos á la otra acera, y seacercó á la puerta de su casa. Su mujer salió á encontrarle.

—Ciudadano, ¿has hablado?—le dijo.

—No, ciudadanita mía. No puede ser esta noche; pero lo que es mañana, óhablo, ó me corto la lengua. Ya tengo estudiado el principio, y no se meolvidará una letra. Cuando hable, me los como.

—Estoy por no dejarte entrar—le contestó gravemente su mujer.—Si yollevara calzones, ya me habían de oír. Así y todo, si me pusiera á ello,los volvía locos … Si yo tuviera calzones, andaba por esos clubes

áqué quieres boca. Porque tengo más verdades aquí en el buche….

—Ya verás mañana á la noche si hablo ó no. Es que cuando voy á empezarme hace unas cosquillas la lengua … y me trabo. Pero no tengas cuidadoque los voy á dejar aturrullados.

—¡Serenata á Morillo!—dijeron cien voces.—Señores—exclamó uno de losmas célebres oradores de la

Fontana

—váyase cada uno á su casa, queestos desórdenes nos van á desacreditar. Cada uno en paz á su casa; nadade gritos.

Estos discretos consejos fueron saludados con murmullo prolongado dereprobación.

—¿Quién es ese servilón?—dijo una voz aguardentosa, que no era otraque la del sin par Chaleco.

—A casa de Morillo—repitió Calleja.—Mujer, tráeme el almirez.

El gentío aumentaba con nuevas remesas enviadas de la plazuela de la Cebada y del barrio del Salitre. Los socios de la

Fontana

se habían

marchado, cerróse el club y sólo quedaron en la calle los tres amigos y Lázaro, que se despedía para ir en casa de su tío.

—Espera un instante para ver lo que sale de aquí—le dijo Javierdeteniéndole.

A la sazón una persona daba fuertes golpes á la puerta de Calleja.

—¿Qué hay?—dijo éste acercándose é interrumpiendo una patriótica ybarberil alocución que había comenzado.

—Que vaya usted en seguida á sangrar á don Liborio que está muy malito.

—Demonio de enfermo: mañana le sangraré.

—No puede esperar: vaya usted pronto—exclamó el criado.

—Señores, ¿qué hago?—preguntó el barbero á sus amigos.

—No vayas, Calleja: que se sangre él solo. Esta no es noche desangrías. ¡A casa de Morillo!

—Señores … yo quisiera cumplir … porque ya ven ustedes … miprofesión. La ciencia es lo primero.

—No vayas, Calleja.

—Señores, volveré en seguida. A ver—añadió abriendo la puerta de sucasa,—ciudadana, tráeme las lancetas.

La ciudadana salió muy afligida, y le dijo:

—A ver cómo le ponemos una ayuda á Joaquinito, que está muy malo. ¡Sivieras qué vomitona le ha dado!

¿Se la pongo de malvas?

—Póngasela de demonios cocidos, hermana—exclamó Tres Pesetasfuribundo.

—Poco á poco, señores—contestó Calleja.—¿De malvas ó de aceite?Déjenme ustedes ver cómo se arregla eso; porque para mí … ¿por qué lohe de negar? la ciencia es lo primero.

Lázaro insistía en dejar á sus tres amigos: tan aburrido ymelancólico estaba.

—Espera, hombre—le decía Javier deteniéndole aún. Espera á ver lo quehacen estos bárbaros.

—¡Qué es eso de bárbaros!—exclamaron con furia los que más cercaestaban, volviéndose hacia los amigos con tanto interés, que hasta elmismo Calleja dejó la ciencia por salir en defensa de laCorporación.—¿Qué es eso de bárbaros, caballeriles?

—¿Quiénes son esos pelandingues?—dijo uno.

—Este es el aragonés que nos rezó el rosario esta noche. ¡Qué modode hablar!

—Si parecía un sermón de Viernes Santo….

—El diablo me lleve si no les acaricio las muelas á esoscatacaldos—dijo Tres Pesetas, dispuesto á hacer lo que decía.

Javier, el Doctrino, el poeta clásico, vieron una tempestad sobre suscabezas; pero el poeta clásico, que era el mismo enemigo, no se acobardóy tuvo el antojo de llamar rapista

al grandioso Calleja. La chispasaltó, y la lucha era inminente; pero tan desigual, que los cuatro mozosno quisieron arriesgarse á ella, volvieron las espaldas y apretaron ácorrer, unidos siempre, dirigiéndose á la calle de la Victoria. Muchosde los contrarios les siguieron dando voces y arrojándoles piedras; perolos fugitivos andaban muy ligeros y lograron refugiarse en la calle dela Gorguera, metiéndose en el portal de la casa en que uno de ellosvivía. Cerraron cuidadosamente por dentro. Un enorme canto, lanzado porlas robustas manos de Tres Pesetas, chocó en la puerta tan fuertemente,que si hubiera cogido á alguno le hace añicos. Felizmente los jóvenesestaban seguros, y los de fuera, al ver que la presa se les habíaescapado, retrocedieron, marchándose todos á dar una armoniosacencerrada al Capitán general de Madrid.

CAPÍTULO XI

#La tragedia de los Gracos.#

Luego que sintieron alejarse á sus perseguidores, los amigos subieron.

Allí vivía el poeta clásico.

—¿Tienes que cenar?—le preguntó el Doctrino.

—Un magnífico festín—contestó el poeta.—Un cuarterón de quesomanchego y una botella de Cariñena.

Mandaremos por unos buñuelos á lataberna de la esquina.

Lázaro tenía un hambre espantosa. Desde las nueve de la mañana no habíaprobado cosa ninguna, y el cansancio del camino, los esfuerzos mentalesy la gran fatiga moral de aquella noche le habían rendido hasta el puntode que no podía tenerse. Subió con los demás, sin fuerzas para emprenderá aquella hora el viaje á casa de su tío. La comitiva, guiada por elpoeta clásico, se internó en la escalera.

No hay viaje al polo Norte que ofrezca más peligros que una escaleraangosta de casa madrileña cuando la obscuridad más completa reina enella. Comenzáis dando tumbos aquí y allí; de repente tropezáis con lapared: chocáis con una puerta, y el ruido alarma á la vecindad. Dais conel sombrero en un candil que, aunque extinguido por falta de aceite,tiene lo bastante para poneros como nuevos. Y todo esto es llevaderocuando no se encuentra al truhán que baja ó al galán que sube, cuando nosentís el retintín de la ganzúa que intenta abrir una puerta, cuando noresbaláis en las substancias depositadas por los gatos sobre losescalones, cuando no tropezáis con la amorosa conjunción de dosestrellas que pelan la pava en el último tramo.

Por fin la expedición llegó á las regiones boreales de la casa, á laelevada zona en que el poeta había hecho su nido. Tocaron, y abierta lapuerta, nuestros amigos se encontraron frente á frente de una mujer que,con soñolientos ojos y rostro avinagrado, alzaba la mano sosteniendo uncandil, próximo á imitar la sabía conducta de los de la escalera. Estecandil comunicó su luz á otro mejor acondicionado que había en el cuartodonde entraron los cuatro jóvenes. La dama echó el cerrojo á la puertade la escalera, y dando las buenas noches con entonación de un responso,se fué. No había andado cuatro pasos cuando volvió, y arrebujándose bienen su manto, con honestos y recatados ademanes, dijo:

—Por Dios, don Ramón, no hagan ustedes ruido, que está alborotada lavecindad con la algarabía que se arma aquí todas las noches. Porque, yave usted … Una es comidilla de las gentes de abajo. La encajera ha idodiciendo que esto era una taberna, y que no se podía vivir en esta casa.Ya ven ustedes … como una es mujer de opinión….

La señora que tan celosa se mostraba de la opinión de su casa era doñaLeoncia Iturriabeytia, vizcaína, como es fácil conocer por su apellido;patrona de aquel establecimiento, mujer de bien, como de cuarenta añosmal contados, de buen aspecto, robustas formas, alta estatura cararedonda y carácter bonachón y más que sencillo.

—Señora, déjenos usted en paz—le contestó Javier.—Si viniera don Gilcon nosotros, no se incomodaría usted.

—Vaya, ya empieza usted con sus bromas, don Javier.

—¿Y cuándo se casa usted doña Leoncia?

—¿Yo casarme? ¿Yo?—dijo doña Leoncia con mal disimulada satisfacción.

—Pues sepa usted que se lleva un buen mozo. Don Gil es hombre que harácarrera … está en buena edad….

Una carcajada de los otros dos y una sonrisa forzada de la patronaacogieron aquellas palabras. La vizcaína tenía un pretendiente, y ésteera don Gil Carrascosa, aquel individuo que fué lego, abatecovachuelista y cuanto hay que ser. Corrían por la vecindad rumoresalarmantes respecto á la existencia de cierta buena concordia, parecidaá la familiaridad, entre el poeta clásico y doña Leoncia, la vizcaína.No penetremos en lo sagrado de estos clásicos y patroniles secretos.

Doña Leoncia notó la presencia de un desconocido, y quiso darse tono. Sepuso seria, y reprendió á los estudiantes por su poca formalidad.Después hizo un pomposo ademán, algunas cortesías, y se marchó.

—Adiós Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope—dijo cuando la vió fuerael poeta, que gustaba mucho de aplicarle aquellos nombres heroicos.

Poco después de esta despedida se sintieron ronquidos muy broncos yprolongados. Era Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope, que dormía enel interior. ¡Cuán felices son las semidiosas!

Javier y el Doctrino tomaron en competencia posesión de la cama. Lázarose acomodó lo mejor que pudo en una silla de tres pies y medio, y elpoeta continuó en pie haciendo los honores del sotabanco. Del cajón dela cómoda sacó un pedazo de queso envuelto en un papel, que se habíahecho transparente. Un cuchillo, una botella y un plato, en que habíapanecillo y medio, salieron de otro rincón, y el festín fué preparado enla mesa, para lo cual se hizo preciso apartar á un lado dos tragedias enverso heroico, un retrato de mujer roído de ratones, un ejemplar de laConstitución, un tintero de cuerno y una babucha, dentro de la cualhabía unas tijeras, una caja de obleas y medio tomo del teatro deCrebillon.

El cuarto aquel era curioso. La cama se ostentaba lo más horizontal quele era posible sobre dos banquillos, cuyas tablas sostenían un jergón detan tortuosa superficie, que el durmiente rodaba en él de cima en cimaantes de poder conciliar el sueño. Una estera de esparto, finísima enlos tiempos de Carlos III, cubría las dos terceras partes del piso,siendo inútiles todos los esfuerzos de doña Leoncia para estirarla hastacubrir lo que faltaba. Inmenso baúl alternaba con la cama, y á juzgarpor lo corroído del cuero y la suciedad acumulada entre él y la pared,los ratones habían tomado por su cuenta la empresa de colonizar aquelrecinto. Adornaban las paredes algunos cuadros: el más notable era untrabajo de pluma hecho por el tío del cuñado del abuelo de la vizcaína,que había sido insigne calígrafo, y toda la lámina estaba llena derasgos, líneas, letras raras, rúbricas y floreos de pluma, trabajoilegible por ser tan excelente. Por otro lado pendía de la pared uncuadrito de marco ex-dorado, que encerraba las habilidades juveniles dela abuela de doña Leoncia, bordadora de lo más fino. Al lado de estosmonumentos de familia estaban un par de figurines del Directorio y unaVirgen del Pilar, simplemente pegada en la pared con cuatro obleas.

Ramón echaba vino en un vaso que iba corriendo de mano en mano; el quesofué distribuido, y el pan desapareció en poco tiempo. Lázaro no semostraba parco en comer, porque la verdad era que tenía buen apetito yse sentía desfallecer por momentos.

—Vamos, Ramoncillo—dijo el Doctrino—léenos un poco de esa tragediapara llorar, que llamas Petra

.

—¿Qué Petra ni Petra?—replicó el poeta.—No seas bárbaro:

Fedra

querrás decir.—Lo mismo me da Fedra que Pancrasia.

—Ya he dejado ese asunto … eso no es nuevo. Ahora lo que conviene esun asunto patriótico.—Eso me gusta.

—Al fin me decidí por los gracos…. Amigos, qué hombres eran aquellos!

—A ver—dijo el Doctrino.—Léenos algo de esos grajos. Debe sercosa graciosa.

—Pero ven acá, loco—dijo Javier:—¿por qué no haces una tragedia decosas del día en que salgan hombres como éstos de ahora?

—No seas tonto—dijo el poeta riendo con la mayor buena fe:—ahora nohay héroes.

—Majadero, ¿pues cómo llamas á Churruca, á Alvarez y á Daoiz?

—Sí; pero eso son héroes de casaca.

Ramón tenía talento y facultades de poeta; pero había nacido en unaépoca funesta para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor losingenios, que educados en la retórica francesa, y siguiendo losprincipios del prosaico Montiano, del rígido Luzán, del insoportableHermosilla, no atinaban á utilizar los elementos poéticos que en aqueltiempo nuestra sociedad les ofrecía.

El pueblo, alimentador de los teatros, no comprendía el alto ditirambode griegos y romanos; y al mismo tiempo, ningún poeta acercaba á ponerhéroes españoles en la escena. Nasarre en tanto llamaba bárbaro áCalderón, y

La vida es sueño

no era más que delirio. Aquellarestauración clásica fué fecunda para la comedia, porque produjo áMoratín hijo. Pero el drama, la fábula patética que retrata las grandesconmociones del alma, y pinta los más visibles caracteres de lasociedad, no existía entonces.

Se hacían algunas tragedias, obras pálidas y sin vida, porque no erananimadas por la inspiración nacional, ni nuestro pueblo vivía en ellas,ni nuestros héroes tampoco. "Ya sabemos lo que son esos héroes tiesos,acartonados, de las tragedias clásicas: siempre los mismos. No seconcibe el amor á la libertad sin

Bruto

, ni el odio al imperio sin

Cinna

. ¿Cómo puede haber pasión sin Fedra, y fatalidad sin

Edipo

, yparricidio sin

Orestes

y rebelión sin

Prometeo

, y amor á laindependencia sin

Persas

? En tiempo de nuestro amigo Ramón, losjóvenes creían esto; y había algunas personas graves que encontraban áCrebillon más inspirado que Lope, y Rotrou más grande que Moreto."

El poeta de que hablamos escribió su correspondiente

Alceste

, conalgún acto de un

Bellerofonte

y varias escenas de tragedia bíblica,también de cajón entonces. Tuvo una inspiración después, y quiso dejartan trillado camino. Ideó un

Subieski

, un

Solimán,

un

Arnoldo deBrescia

, y, por último, un

Padilla

; pero no bien había escritoalgunos versos, retrocedió por miedo á la antigüedad, y se fijó en los Gracos.

Dió principio á la obra, y la remató poco antes de las escenasque estamos refiriendo.

Ya le tenemos sentado sobre la mesa, con el manuscrito en la mano yalumbrado por el candilejo. El Doctrino y Javier se disputaban la causacon nuevo furor, y Lázaro, que estaba sentado en la silla, había cedidoal cansancio, y apoyado en la misma cama, esperaba la primera escena delos Gracos.

Javier tosió, y leyó las listas de los personajes de la tragedia,seguida de la retahila de tribunos, lictores, centuriones, patricios,pueblo, esclavos. Después relató la decoración, que era la plazapública, sitio de confidencias, de citas, de discursos, de secretos, deescándalos, de juicios, de todo. Luego empezó el acto. Salía el

tribunoprimero,

y le decía al

tribuno segundo

si había visto á Cayo; eltribuno segundo le contestaba al

tribuno primero

que no; pero despuésvenía el

tribuno tercero

y decía á los dos anteriores que Cayo estabaen casa del sacerdote Ennio Sofronio, y que después vendría á confiarlessus planes en la plaza pública. Estos se van, y saliendo el hombre delpueblo primero

, le dice al

hombre del pueblo segundo