La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Igualdad.—Suicidio de Isidora

Isidora no ponía atención en las cariñosas palabras de D.

José. Sintióen su cerebro una impresión extraña, como el rastro aéreo de inmensacaída desde la altura a los más hondos términos que el pensamiento puedeconcebir. ¡Y qué manera tan rara de ver el mundo y las cosas todas queestán debajo del cielo, y aun, si se quiere, el cielo mismo!

Cambiogeneral. El mundo era de otro modo; la Naturaleza misma, el aire y laluz eran de otro modo. La gente y las casas también se habíantransformado; y para que la mudanza fuera completa, ella misma, Isidora,era punto menos que otra persona.

«¿Pero a dónde vamos, hija?»—preguntó Relimpio viendo que andaban ydesandaban calles, subían costanillas, y divagaban pasando muchas vecespor un mismo sitio.

Isidora no le contestaba y adelante seguía, llevándolo como rodrigón.Ella miraba al suelo, él el cielo. Sin saber cómo, halláronse en lasVistillas. Caía la tarde. Don José llamo la atención de su ahijada haciala magnificencia del crepúsculo que desde aquel despejado sitio segozaba; alzó los ojos ella y miró, arrojando un suspiro tan grande sobreel inmenso paisaje que a su vista tenía que parecía querer llenarlo detristeza. Como Isidora siempre trataba de encontrar armonías entre suestado moral y la Naturaleza, la hermosísima retirada y apagamiento deldía no eran extraños al occidente que había en su alma. Los destellos deoro fundido iban palideciendo poco a poco, o se hundían dejando tras síun rastro pálido y verdoso. A la derecha, la sierra azul, de masauniforme y sin contornos, se alejaba, desvaneciéndose en el fondo delfirmamento, donde al fin quedaría como el espectro de un mundo.Marcábanse las curvas del río por jirones de niebla desvanecida,vellones sueltos, que se iban reuniendo hasta formar un velo salpicadode motas blancas, o sea la ropa de los lavaderos.

«¡Qué feísimo es esto!»—murmuro Isidora con ira que indicaba ciertahostilidad contra la Naturaleza.

Entonces el patriarcal D. José se puso a admirar la belleza del cielo,que estaba limpio, azul, profundo, expresando como nunca la proyecciónabovedada del pensamiento humano. La luna nueva, como una hoz de plata,caía del lado del Poniente, precedida de Venus. Apenas, en lo restantedel firmamento principiaba a verse una que otra estrella como el vagoapuntar de la idea en el cerebro. Don José desparramó su vista por todala redondez de arriba, y apuntando con suficiencia de astrónomo a unastro que brillaba más a cada instante, dijo lacónicamente:

«¡Júpiter!».

Isidora también miro, pero con escarnio y desdén.

«¡Qué horrible está la luna!»—murmuró.

Y la comparó al corte de una uña. Volviéndose a su embelesado padrino,que osó hablar de distancias y magnitudes siderales, le dijo con muchadisplicencia:

«¿Y qué tengo yo que ver con Júpiter?... ¿Qué me va a dar a míJúpiter?».

Bajaron a la calle de Segovia, ella delante, detrás él.

«A ti te pasa algo... ¿Qué tienes?—le dijo el maestro de Teneduría.

—¡Qué le importa a usted! Si no quiere usted acompañarme, puede dejarmesola.

—¡Pues no faltaba más!... Hasta el fin del mundo...».

Una sombra lúgubre que sobre la calle se proyectaba les hizo alzar lavista, y vieron la mole del viaducto en construcción, un bosque deandamios sosteniendo enorme enrejado de hierro.

«Cuando este puente se acabe—dijo Relimpio en tono de mucha autoridad—,no servirá sino para que se arrojen de él los desesperados».

Isidora miró con desprecio al puente, y repuso:

«¡Quia! Eso es muy bajo».

Subieron por la calle adelante. De una taberna, donde vociferaban mediadocena de hombres entre humo y vapores alcohólicos, salió unaexclamación que así decía:

«Ya todos somos iguales», cuya frase hirió detal modo el oído, y por el oído el alma de Isidora, que dio algunospasos atrás para mirar al interior del despacho de vinos.

«Se confirma lo que esta mañana se decía—murmuró D.

José demostrando unagran pesadumbre—. El Rey se va, renuncia a la corona, y a mí no hayquien me quite de la cabeza que es la persona más decente...

—Todos somos iguales»—afirmó Isidora repitiendo la frase.

Y la frase parecía volar multiplicada, como una bandada de frases,porque a cada paso oían: «Todos somos iguales...

El Rey se va». Salíanestas palabras de los grupos de hombres, y aun de los que formabanmujeres y chicos en las puertas de algunas casas.

Mientras D. José dejaba oír con tímida voz consideraciones prudentes yjuiciosas sobre el suceso del día, Isidora pensaba que aquello de sertodos iguales y marcharse

el

Rey

a

su

casa,

indicaba

un

acontecimientoexcepcional de esos que hacen época en la vida de los pueblos, y sealegró en lo íntimo de su alma, considerando que habría cataclismo,hundimiento de cosas venerables,

terremoto

social

y

desplome

de

antiguoscolosos. Esta idea, no obstante, con ser tan conforme al hundimientomoral de Isidora, no la consolaba.

A la momentánea alegría siguióagudísima pena. Por un instante se sintió invadida de un dolor tangrande, que llegó a pensar en que no debía vivir más tiempo. Pero estadesesperación también duró poco. Todos los medios de apartarsevoluntariamente de la vida le parecían dolorosos, antipáticos y auncursis. Heridos su orgullo y su dignidad, muertas sus ilusiones, algo laataba aún a la vida, aunque no fuera más que la curiosidad de goces ysatisfacciones que no había probado todavía... No, morir, no. Tiempohabía para eso.

A medida que se acercaba a la zona interior de Madrid y recibía su calorcentral, se iba robusteciendo en ella la idea del vivir, del probar, ydel ver y del gustar. Había sofocado una vida para fomentar otra. Cuandoesta moría, justo es que aquella resucitara.

De la calle Mayor pasaron a la plaza de Oriente, porque Isidora estabacansadísima y quería sentarse. No sólo tenía necesidad de reposo, sinode meditación, pues tanto como su desengaño la mortificaba aquella nochela idea de tener que volver a casa de D.ª Laura. No; decididamente alláno volvería aunque tuviera que quedarse a dormir en aquel banco frío yduro. En tanto don José miraba al Palacio, tratando de adivinar lo queen su interior ocurría; mas nada revelaba el coloso en su muda faz depiedra. En ningún balcón se veía luz. Todo estaba cerrado y sombrío comoel disimulo que precede a las grandes resoluciones.

«¡Pobre señor!—exclamó Relimpio ofreciendo a la dinastía extranjera elhomenaje de un suspiro—. Le tienen mareado..., aburrido. Yo me pongo ensu caso...».

Después de sondear su alma y de pensar atropelladamente diversas cosas,Isidora dijo esto a su buen padrino:

«Debe usted marcharse... Yo no voy a casa todavía.

—¡Marcharme!, ¡dejarte sola!... Tú estás loca—replicó él no sabiendorenunciar al goce indecible de estar al lado de su ahijada.

—Es que no puedo ir a casa todavía... Márchese usted, que si no lereñirá D.ª Laura.

—Déjala... Yo te acompañaré adonde quieras. No faltaría más...; ¡ir túsola, de noche, por esas calles! En Madrid hay mucho atrevido. Te lodigo con franqueza, porque yo no soy ningún anacoreta. A los pícarosespañoles nos gustan tanto las hembras bonitas... No, hija, no. Nopuedes andar sola de noche. Estás cada día más guapa, y por dondequieraque vas llamas la atención.

—¡Llamo la atención!—, pensó ella, y se levantó decidida.

—¿A dónde vamos, hija?

—No lo sé todavía».

Al penetrar en las calles bulliciosas, cuya vida y animación convidan alos placeres y a intentar gratas aventuras,

sintió

la

joven

que

seamenguaba

su

profundísimo pesar, como el dolor agudo que cede a laenergía narcótica del calmante. Se sintió halagada por el contacto de lasociedad; percibió en su cerebro como un saludo de bienvenida, y vocessimpáticas llamándola a otro mundo y esfera para ella desconocida. Ycomo la humana soberbia afecta desdeñar lo que no puede obtener, en suinterior hizo un gesto de desprecio a todo el pasado de ilusionesdespedazadas y muertas. Ella también despreciaba una corona. Tambiénella era una reina que se iba.

Adelante. La Puerta del Sol, latiendo como un corazón siemprealborozado, le comunicó su vivir rápido y anheloso.

Allí se cruzan lasansiedades; la sangre social entra y sale, llevando las sensaciones osacando el impulso. Madrid, a las ocho y media de la noche, es unencanto, abierto bazar, exposición de alegrías y amenidades sin cuento.Los teatros llaman con sus rótulos de gas, las tiendas atraen con elcharlatanismo de sus escaparates, los cafés fascinan con su murmullo ysu tibia atmósfera en que nadan la dulce pereza y la chismografía. Elvagar de esta hora tiene todos los atractivos del paseo y lasseducciones del viaje de aventuras. La gente se recrea en la gente.

Isidora observó que en ella renacía, dominando su ser por entero, aquelsu afán de ver tiendas, aquel apetito de comprar todo, de probardiversos manjares, de conocer las infinitas variedades del saborfisiológico y dar satisfacción a cuantos anhelos conmovieran el cuerpovigoroso y el alma soñadora.

Se

miraba

en

los

cristales,

y

se

deteníalarguísimos ratos delante de las tiendas, como si escogiera. No parabamientes en el susurro de los grupos, que decían: «El Rey se aburre, elRey se va».

A la entrada de la calle de la Montera la animación era, como siempre,excesiva. Es la desembocadura de un río de gente que se atragantacontenido por una marea humana que sube. A Isidora le gustaba aquellanoche, sin saber por qué, el choque de las multitudes y aquelfrotamiento de codos.

Sus nervios saltaban, heridos por las milimpresiones repetidas del codazo, del roce, del empujón, de las cosasvistas y deseadas. El piso húmedo, untado de una especie de jabón negro,era resbaladizo; pero ella se sostenía bien, y en caso de apuro secolgaba del protector brazo de su padrino. El ruido era infernal. Subíanlos carros de la carne con las movibles cortinas de cuero chorreandosangre, y su enorme pesadez estremecía el suelo. Los carreterosapaleaban a las mulas. Bajaban coches de lujo, cuyos cocheros gritabanpara evitar el desorden y los atropellos. Deteníanse los vehículosatarugados, y la gente, refugiándose en las aceras, se estrujaba como enlos días de pánico. La tienda del viejo Schropp detenía a lostranseúntes. Como se acercaba Carnaval, todo era cosa de máscaras,disfraces, caretas. Estas llenaban los bordes de las ventanas y puertas,y la pared de la casa mostraba una fachada de muecas. Enfrente, elescaparate del Marabini, lleno de magníficos brillantes, manifestaba alpúblico tentadoras riquezas.

«Dejemos esto, chica—dijo D. José a su ahijada, que miraba embebecidalas joyas—. Esto no es para nosotros».

De repente la de Rufete anduvo hacia la Puerta del Sol.

«¿Otra vez?

—Quiero ir hacia el Congreso—declaró ella.

—Ya..., ¿para ver si se arma?... No nos metamos en apreturas, hija, nosea que por artes del demonio...».

Menudeaban los grupos, todos pacíficos. No eran hordas de descamisados,sino bandadas de curiosos. Se oía decir aquí y allí: «La República, laRepública», pero sin gritos ni amenazas. Se hablaba con frialdad deaquella cosa grande y temida. No había entusiasmo ni embriaguezrevolucionaria, ni amenazas. La República entraba para cubrir la vacantedel Trono, como por disposición testamentaria. No la acompañaron lasbrutalidades, pero tampoco las victorias.

Diríase que había venido de labotica tras la receta del médico. Se le aceptaba como un brebaje deignorado sabor, del cual no se espera ni salud ni muerte.

¡Cuánta gente en la Carrera! Es abierta lonja de noticias.

El Congreso,donde se forja el rayo; el Casino, donde imperan los desocupados, y elcafé de la Iberia, que es el Parnasillo de los políticos, dan a estacalle, en días o noches de crisis, un aspecto singular. Isidora y supadrino siguieron la corriente. ¡Cuántos hombres, y también cuántasmujeres!

El contacto de la muchedumbre, aquel fluido magnético conductorde misteriosos apetitos, que se comunicaba de cuerpo a cuerpo por elroce de hombros y brazos, entró en ella y la sacudió.

«Déjeme usted sola—dijo a su padrino—. Yo tengo que hacer. Le va a reñira usted doña Laura.

—Deja a D.ª Laura que se la lleve el demonio—exclamó Relimpio, a quienla idea de no acompañar a su sobrina le ponía furioso—. ¡Hay por aquítanto hombre imprudente!...

Ya ves que no cesan de echarte requiebros ydecirte flores.

Esto es indecoroso, y no sería extraño que yo tuviera unlance».

¡Ay Isidora! ¿Qué significó ese susurro de carcajadas que sentistedentro de ti?... ¿Era que empezaba a comprender la posibilidad deconsolarse sin renunciar a sus ideas? ¡Oh, no!

Antes morir que abandonarsus sagrados derechos. «¡Las leyes!—pensó—. ¿Para qué son las leyes?».Esta idea le infundió algún contento. Sí; ella confundiría el necioorgullo de su abuela; ella subiría por sus propias fuerzas, con laespada de la ley en la mano, a las alturas que le pertenecían. Si suabuela no quería admitirla de grado, ella, ¿qué tal?..., ella echaría asu abuela del trono. Venían días a propósito para esto. ¿No éramos yatodos iguales? El pueblo había recogido la corona arrojada en un rincóndel Palacio y se la había puesto sobre sus sienes duras. ¡Bien, bien,bien! Y se aplaudió a sí misma, se palmoteó con esas manos inmateriales,que para apoyar sus discursos tiene el corazón. ¡Pleito! Esta palabra,anunciadora de una gran idea, se le quedó fija en la mente desdeentonces, como grabada en fuego. Vio una turba infinita de escribanos yjueces, y pirámides de papel en cuya cúspide brillaba deslumbrante ycegadora la inextinguible luz de su verdadero estado civil.

En la calle de Floridablanca el gentío era más espeso; pero los curiososno hacían nada, ni siquiera gritaban. Eran turbas comedidas que no dabanvivas ni mueras. Se hablaba de la llovida República, como se habríahablado de un chubasco que acabara de caer. Nada de lo que dentro de lasCortes pasaba se traslucía fuera.

Aunque Isidora no iba sola, era demasiado guapa y D.

José demasiadohumilde para que la joven dejase de oír una y otra vez algunas fórmulasequívocas del requiebro de las calles, nacido de la mala educación y dela falta de respeto a las mujeres.

«Vámonos a casa—dijo Relimpio algo amostazado—. Yo no me puedo contener.Soy una pólvora. Tú no conoces mi genio. Pues bien, me estáscomprometiendo.

—Váyase usted, que yo me quedo—replicó ella impávida.

—¿Pero estás loca?...

—No estoy loca. Es que...

—Pero ¿tú buscas a alguien? ¿Esperas a alguien?».

Isidora no apartaba sus ojos de aquella puerta pequeña por donde entra ysale toda la política de España.

«Vaya, que tienes unas cosas... Ya van a dar las diez».

Isidora no le hizo caso. De repente avanzó hacia la calle del Sordo,mirando, no sin disimulo, a tres individuos que acababan de salir delCongreso. Uno de ellos se distinguía por su gabán claro.

«¿Al fin nos vamos?—preguntó D. José con alegría.

—No se enfade usted conmigo, padrinito—dijo Isidora mirándole—. Lequiero a usted mucho».

Avanzaban por la calle del Turco. Relimpio no se había fijado en lostres señores que delante iban a distancia como de unos treinta pasos. Alllegar al extremo de la calle, D.

José, que gozaba mucho por losrecuerdos históricos, se paró y dijo con voz lúgubre:

«Aquí mataron a D. Juan Prim. Todavía están en la pared las señales delas balas».

Isidora no miró las señales de los proyectiles. Miraba a los trescaballeros, que se habían detenido algo más arriba, junto al jardín deCasa—Riera. Parecía que se despedían.

En efecto, dos siguieron hacia laPresidencia, y el del gabán claro bajó por la calle de Alcalá.

¡Instante tremendo, que no olvidaría jamás D. José Relimpio aunqueviviera mil años! Cuando el señor del gabán claro pasó por la trágicaesquina, Isidora echó a correr, llegose a él, se le colgó del brazo.Hubo exclamaciones de sorpresa y alegría... Después siguieron juntos, yse perdieron en la niebla.

«¡Ah!—murmuró D. José con vivo dolor—. Es el marqués viudo deSaldeoro... ¡Ingrata!... ¡Y qué hermosa!».

El pobre señor se apoyó en la esquina: su desconsuelo era grande. Pensóque no la vería más. Vuelta la cara a la pared,

¿qué hizo durante elrato que permaneció allí?... ¿Lloró?

Quién lo sabe. Tal vez estampó unalágrima en aquella pared donde a balazos estaba escrita la página másdeshonrosa de la historia contemporánea.

Capítulo XVIII

Últimos consejos de mi tío el Canónigo

¡Qué lástima no ser poeta épico para expresar, con la elocuencia propiadel caso, el enojo de D.ª Laura, el cual, si no rayaba tan alto como laira de los dioses, hallábase a dos dedos de ella! Todo por que laseñorita Isidora no se conducía decorosamente. Don José estabaprofundamente afligido por no poder lanzarse a la defensa de su queridaahijada. Y si alguna tímida palabreja salía de su boca, D.ª Laura se lequería comer vivo. El cargo principal que contra Isidora se formulabaera que se había quedado fuera de casa en la noche del 11. «Nada,nada—dijo la iracunda señora a su marido del modo más imperioso—.

Esa... Sardanápala no tiene que poner más los pies en mi casa. Si la ves,dile que mande por sus cuatro pingos y por los papelotes de su padre».

Y en efecto, al anochecer del 12, Isidora mandó por su equipaje.¡Temblad, humanos!..., ¡ponía casa! El furor de D.ª Laura creció, y enella chocaban las palabras con las ideas y las ideas con las palabras,como las olas de un mar embravecido. Relimpio no podía disimular unaaflicción honda que tenía su asiento en la región cardíaca.

Parecíaatacado de un aplanamiento general. Melchor dijo mil groserías de laahijada de su padre, y las dos chicas, contenidas por el pudor, nodijeron nada.

Y tú, ¡oh lector!, ¿qué dices? Yo te ruego que no sigas a esta familiapor el peligroso sendero de los juicios temerarios. Sabe que el ponercasa la de Rufete no puede atribuirse aún a sospechosos motivos; sabe,pues hay obligación de que se te diga todo, que el mismo día 12 por lamañana recibió nuestra hermosa protagonista dos cartas de Tomelloso. Enla una, su tío el Canónigo se despedía de ella para el otro mundo y ledaba mil consejos de mucha substancia, amén de un legadillo para queambos huérfanos prosiguieran la empresa de reclamar su filiación yherencia, si ya no estaban en posesión de ambas cosas. La otra cartaanunciaba la muerte del santo varón.

El cual, hora es ya decirlo, no era tal Canónigo ni cosa que lo valiera,sino un seglar soltero, viejo y extravagante, a quien desde luengos añosse había aplicado aquel apodo por su amor a la vida descansada, regalonay sibarítica. En sus buenos

tiempos,

D.

Santiago

Quijano—Quijada,

primocarnal de Tomás Rufete, había sido mayordomo de una casa grande, ydespués administrador de otras varias.

Cuando tuvo para vivir sin ayudade nadie, se retiró a su pueblo, donde vivió célibe, entre primas ysobrinos, más de treinta años, dedicado a la caza, a la gastronomía y ala lectura de novelas. Tenía ciertos hábitos de grandeza, y en su modode hablar y de escribir distinguíase tanto de sus convecinos, que antesque lugareño parecía de lo más refinado y discreto de la corte. Era muyavaro y sumamente excéntrico. Omitiendo las mil aseveracionescontradictorias que corrían por toda la Mancha acerca de sucaballerosidad o de su avaricia, de su ingenio o de sus no comprendidaschifladuras, dejaremos que se nos muestre él mismo en la carta queescribió a Isidora, y que copiamos a la letra:

«El Tomelloso, a 9 de febrero de 1873.

»Mi querida sobrina (o cosa tal): Cuando recibas estos renglones, yaeste pecador, a quien llamaste tío y que más que tío ha sabido ser padretuyo, estará en la Eternidad dando cuenta a Dios de sus muchas culpas.Aquella dolencia que ni el médico de este pueblo ni el de Argamasillaentendieron, me coge ya toda el arca del pecho, quitándome larespiración de tal modo, que a cada momento pienso que se me va fuera elalma. Y aprovecho el poquito tiempo que esta señora ha de estar dentrode mi cuerpo, para escribirte y darte la despedida, sintiendo mucho nopoderlo hacer por mi mano. Tengo que estar tendido boca arriba sinmovimiento, y el Sr. Rodríguez Araña, secretario del Ayuntamiento, mehace el favor de escribir lo que dicto, puesto el pensamiento en ti y entu hermano, a quienes supongo ya en pacífica posesión del marquesado.

»Por tu última carta veo que esperabas aviso de la señora marquesa deAransis. Esa buena señora os habrá reconocido como nietos, porque nopuede ser de otra manera. Ojalá fuera tan seguro que he de alcanzar lagloria eterna, como lo es que tú y Mariano nacisteis de aquella hermosay sin ventura Virginia, de quien sacaste tú la figura y rostro de talmanera y semejanza, que verte a ti es lo mismo que verla a ellaresucitada. Pero si por artes de algún enemigo o tontunas de la marquesa(que a esta gente endiosada hay que tenerle miedo) se te hubiese cerradola puerta de Aransis, te aconsejo, te mando y ordeno que acudas con tucuita a los Tribunales de justicia, pues tan claro y patente está tuderecho en los papeles que tienes y en otros que yo conservaba para elcaso y que te remito, que en dos repelones has de ganar el pleito ytomar por la ley lo que de otro modo no quisieran darte. Yo tengo granfe en la fuerza de la sangre, y me parece que estoy viendo a la señoramarquesa echándote los brazos al cuello y comiéndote a besos. Si lascosas han pasado de otra manera, trata de que la señora te reconozca porel parecido.

Conviene que te registres bien el cuerpo todo, a ver sitienes en él algún lunar o seña por donde la marquesa venga enconocimiento de que eres hija de su hija; que yo he leído casossemejantes, en los cuales un lunarcillo, un ligero vellón o cosa así hanbastado para que encarnizados enemigos se reconocieran como hijo y padrey como tales se abrazaran. De esto están llenas las historias.

»Para que lo gocéis, si es que ya estáis en vuestro trono, o para quesiga el pleito, si no lo estáis, os dejo un legado que no es cosa mayor.Os doy por curador a mi amigo el Sr. D.

Manuel Pez, nuestro diputado,persona a quien conoces y seguramente tendrás por la mismacaballerosidad.

»Cuando poseas lo de Aransis, que es buen bocado, no dejes que se tevaya la mano en el gastar, pues las liberalidades consigo mismo o conlos demás son el peligro de los ricos y la sangría de las bolsas. Cásatecon persona de tu condición, pues si lo haces con quien por debajo de tiesté, te expones a que el peso de tu cónyuge te tire hacia abajo y no tedeje flotar bien. En caso de no hallar exacta pareja, más vale que teunas con quien te sea superior, que también hay príncipes y duques porestas tierras.

»No tengas vanidad; pero tampoco des tu brazo a torcer.

Haz limosnas,que los pobres y necesitados tienen a los ricos por providenciaintermedia entre la Providencia grande y su miseria. Sois como delegadosdel Sumo Repartidor de bienes, para que de lo vuestro deis una parte alos que nada tienen.

»Que no se conozca nunca que has sido pobre, pues si descubres por entretus sedas el paño burdo de tus primeros años, habrá tontos que se ríande ti. Instrúyete bien en las cosas que no has podido aprender en lapobreza. Tú eres lista y harás grandes progresos. No olvides de dartealgunas tareas de piano, que eso de teclear es, a mi modo de ver, cosafácil y que se aprende con un poco de paciencia.

»Para no descubrirte, muéstrate al principio circunspecta y callada, quecon esto pasarás por modesta, y la modestia es virtud que en todaspartes se aprecia; y en este periodo primero de circunspección, dedícatea observar lo que hacen los demás para aprenderlo y hacerlo tú mismaluego que te vayas soltando. Observa cómo saludan, cómo manejan elabanico, cómo dan el brazo, cómo se sientan a la mesa y ponen el abrigo.Hasta de la manera de dar limosna a un pobre tienes que hacer particularestudio. Date un buen curso de todas estas cosas para salir consumadamaestra.

»Dicen que la sociedad camina a pasos de gigante a igualarse toda, a ladesaparición de las clases; dicen que esos

tabiques

que

separan

a

lahumanidad

en

compartimientos, caen a golpes de martillo. Yo no lo creo.Siempre habrá clases. Por más que aseguren que esta igualdad se hainiciado ya en el lenguaje y en el vestido, es decir, que todas laspersonas van hablando y vistiendo ya de la misma manera, a mí no meentra eso. ¿La educación general traerá al fin la uniformidad demodales? Patarata.

¿Los salones de la aristocracia se abren a todo elmundo y dan entrada a los humildes periodistas y folicularios? A otroperro con ese hueso. Dicen que las señoras de la grandeza cantanflamenco y que los veterinarios echan discursos de filosofía. Esa nocuela. Yo no lo creeré aunque lo vea. Si en algún momento de inundaciónsocial ha podido pasar eso, las cosas volverán a su cauce.

»Haz lo posible por distinguirte de los demás sin humillar a nadie, seentiende. Usa siempre las mejores formas, y hasta cuando quierasofender, hazlo con palabras graciosas y suaves. Si tienes que dar unabofetada, dala con mano de algodón perfumado, que así duele más.

»Una buena mesa es cosa que enaltece al rico y pone, por decirlo así, elsello a su grandeza. En nada se conoce el buen gusto, nobleza y dignidadde un alto señor como en sus guisos y manera de presentarlos yservirlos. Digna corte de los finos manjares es un buen círculo deconvidados que sazonen la comida con las especias finísimas del ingeniodiscreto; especias, hija mía, que más bien son flores de aroma delicado.Mira bien a quién convidas. No sientes parásitos a tu mesa, que estos,después de vivir a tu costa, te criticarán. Elige diariamente un pequeñonúmero de comensales, graves sin afectación, ingeniosos sin descaro,festivos sin chocarrería, y que coman sin gula y beban sin embriaguez,honrando tu casa y celebrando tu mesa.

»Mucho te hablaría de tu cocina, si mi mal me diera espacio para ello.Solamente te diré, que pues la moda quiere que el arte francés con susinvenciones, en que entran el gusto y la forma, prevalezca sobre nuestracocina nacional, no te dejes vencer del patriotismo, tratando derestablecer usos culinarios que están ya vencidos. Adopta la cocinafrancesa, toma un buen jefe y provéete de cuanto la moda y laespeculación traen de remotos países. Pero has de saber que es de buengusto el no condenar en absoluto nuestras sabrosas comidas; y así, nohay cosa de más ch