La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—¡Puño!».

Mariano dio un puñetazo sobre su propia rodilla. Luego Isidora le echóun sermón sobre su detestable maña de decir a cada paso palabrasmalsonantes, y aunque el muchacho alegó, para defenderse, que tambiénlas decían los caballeros, ella se mantuvo inflexible, decidida acastigar las malas palabras como si fueran malas acciones.

«Ahora, señorito—le dijo con severidad—, ha de andar usted derecho. Paseque en otro tiempo, cuando nuestra desgracia nos tenía poco menos que enla miseria, ocurrieran ciertas cosas..., ciertas barbaridades, Mariano,de que no quiero acordarme... Echémosles una losa encima.

Pero ahora yahan cambiado las cosas. Eres un bárbaro, y vas a empezar a desbastarte.Tú no seas tonto; principia por convencerte de que eres persona decente,y así tendrás dignidad. De nuestra tía Encarnación, hazte cuenta de queno existe, porque no la volverás a ver. Eres ya otra persona».

Oyó atentamente el muchacho estas advertencias, y se prometió a sí mismohacer todo lo posible para entrar con pie derecho en aquella senda decaballería y decencia que su querida hermana le marcara. Tras estoIsidora cayó en la cuenta de que Mariano y ella habían de cenar aparteaquella noche, pues si el chico no podía sentarse a la mesa de losRelimpios, tampoco ella se sentaría por nada del mundo.

Al puntodeterminó salir en busca de alguna cosa para aderezar la cena. ¡Muybien, excelente idea! ¡Mariano y ella cenarían tan ricamente en sucuarto, solos, y sin rozarse con aquella gente ordinaria!

Pero sobrevino la más grande contrariedad que en vísperas de un banquetepuede ocurrir. Isidora no tenía dinero. Entre las múltiples propiedadesde este metal, ella había notado principalmente una, la de acabarse enlos momentos en que más falta hacía. El portamonedas no contenía más queun par de pesetas y algunos cuartos.

Buscó y rebuscó Isidora en todoslos bolsillos, gavetas y huecos, porque recordaba que en otra ocasiónparecida había encontrado de repente una moneda de oro olvidada en elfondo de un cajón de la cómoda; mas ninguna moneda de plata ni de oroapareció aquella vez, con lo que se dio por vencida, y resolvió que lacena fuese una modesta colación, más propia de día de ayuno que de nochede Navidad. Aunque a D.ª Laura nada debía, antes muriera que pedirledinero, después del atroz desaire recibido de ella. No se atrevíatampoco a acudir a Joaquín Pez.

Salió. Mariano se quedó solo. Por no ser excesivo el número de sillasque en el cuarto había, estaba sentado en un baúl bajo. A su lado, en unrincón, vio paquetes de papeles viejos liados fuertemente con bramante.Eran los cartapacios y protocolos que Tomás Rufete había emborronadodurante su enfermedad, y que fueron guardados en casa de Relimpio, hastaque sus hijos los recogieran, por si algo había de interés entre talbalumba de desatinos. Isidora los había llevado del desván a su cuarto,y allí los puso con ánimo de someterlos a un examen cualquier día.Mariano leyó, no sin trabajo, los rótulos que decían: « Desolación...Hacienda pública... Desfalcos...

Muerte... Latrocinio... », y otrascosas extravagantes. Como ninguna distracción sacaba de ver letreros,empezó luego a revolver todo lo que su hermana tenía sobre la cómoda, ydespués lo que en el primer cajón había. Todo lo revisaba, lo examinabapor dentro y por fuera; hojeó las novelas, levantó de las botellas lascebollas de jacintos para ver las raíces, abrió el estuche de lostornillos de diamantes americanos, revolvió la caja y los sobres depapel timbrado; y como en el momento de estar sobando el papel echase dever el tintero y la pluma, tomó esta y trazó sobre un plieguecillo, conno pocos esfuerzos, alargando el hocico y haciendo violentascontorsiones con el codo y la muñeca, estas palabras: Mariano Rufete,alias Pecado. Contempló satisfecho su obra, y luego, con gran ligereza,echó una rúbrica que parecía el dibujo de un puñal. Se echó a reír comoun bruto, dejando el papel sobre la mesa. Luego dirigió su atención altocador de la hermana; fue viendo uno por uno los botes que en él había,metiendo en todos las narices y diciendo «¡qué bueno!» o «¡qué rico!».Se puso pomada, se perfumó con esencias y se lavó las manos, sonriendode gusto al ver cómo se deslizaban dedos sobre dedos al suave resbalardel jabón.

«¡Eh!, ya me has revuelto todo—dijo Isidora al entrar de la calle—.¡Jesús, qué desorden! Mira, te voy a pegar».

Mariano reía.

«¿Y qué has escrito aquí? Mariano Rufete, alias Pecado... ¿Qué es esode Pecado? ¡Como yo vuelva a oírte dándote a ti mismo esos apodos...!

—Como los toreros—observó estúpidamente Mariano sin cesar de reír.

—A ver... ¿Es que no quieres ser persona decente?...

¿Pero qué haces,gandul? ¿Te enjugas las manos en mi vestido? Quita allá, asqueroso. ¿Noves la toalla? Lo que digo; no quieres entrar por el camino de laspersonas decentes. Eres un salvaje... Ya se ve; no has tratado sino concafres».

Y diciendo esto, de un pañuelo que cogido por las cuatro puntas traía,sacó sucesivamente varios pedazos de turrón y algunos puñados decascajo, castañas, nueces, avellanas y bellotas. Al poner sobre lacómoda la última porción de tan variados bastimentos, lanzó de su pechoun suspiro enorme.

«¿Todo eso has traído?—preguntó Mariano—. ¿Y el pavo? Yo quiero pavo.

—Cenarás lo que te den—replicó ella pasando de la pena al enfado—. Esuna mala educación pedir lo que no hay.

—El año pasado—dijo Mariano con rudeza y desdén—mi tía la Sanguijuelera tenía besugo, y pimientos encarnados, y turrón de frutas, y lombarda, yuna granada de este tamaño.

Yo me la comí toda. ¡Estaba más rica...!».

Ceñuda y pensativa, Isidora puso la mesa. Mariano se sentó en una sillaalta y ella en otra baja.

«Mañana será otro día—dijo ella—. Eso de atracarse la Noche Buena espropio de gente ordinaria. Ya te enseñaré yo a ser caballero... Vaya queestá rico este turrón.

Pruébalo...».

No se hacia de rogar Pecado, antes engullía sin cumplimiento. En lasala de la casa había empezado ya el alboroto; mas no la cena, porqueesperaban a Miquis. La entrada de este se conoció desde el retiro de losRufetes por un repentino aumento del bullicio. Un instante despuésIsidora vio que se abría suavemente la puerta de su cuarto y que entrabala irónica fisonomía del estudiante.

«Vengo a tener el gusto de saludar a la señora archiduquesa—dijo

este,sombrero

en

mano,

con

ceremoniosa cortesía—. Bien se ve que estamos yaen plena aristocracia. Esta noche se queda usted en casa; quierodecir, que recibe usted a sus amigos...

—Toma—le dijo Isidora ofreciéndole una bellota—. Es lo mejor que tepuedo ofrecer.

—Gracias, marquesa—repuso Miquis sentándose—. Es delicioso el obsequio.Vamos a cuentas y hablemos con seriedad. ¿Por qué no cenas con nosotros?

—Nosotros—manifestó Isidora ahogada por la pena y el despecho—no somosdignos... Vete, vete pronto. Te esperan. Ya han sacado la sopa dealmendras.

—¡Ay, chiquilla! ¡Cuánto más me gustan tus bellotas!...

Pero no llores.De buena gana te acompañaría... Pero es tan tiránica la sociedad...

—Vete, vete... Mi hermano y yo cenamos solos. Ya ves...

Estamos tancontentos... Mejor es así. Cada uno en su casa».

Augusto la contempló en silencio, asombrado de su hermosura, que cadadía iba en dichoso aumento, enriqueciéndose con un encanto nuevo.

«Aquí viene bien aquello de a tus pies, marquesa»—dijo, levantándose.

Y luego, volviendo la vista para observar con una mirada en redondo todoel cuarto, añadió:

«Estás perfectamente instalada, marquesa. Magnífico gabinete. Aquí losarcones de roble; ahí el gran armario de tres lunas. Cuadros de Fortuny,tapices de los Gobelinos, porcelanas de Sèvres, y de Bernardo Palissy...Muy bien.

Bronces, acuarelas...».

Mariano le miraba con cierto espanto. Isidora entreveraba de sonrisas supena profundísima. Pero se sintió herida en lo más vivo de su almacuando Miquis, después de transformar el humilde cuarto en aristocráticogabinete, dijo con el mismo tono de encomio:

«Bien se conoce en esta rica instalación el buen gusto del marqués viudode Saldeoro. Adiós, marquesa. Ceno en el palacio de Relimpio».

—III—

Cuando

Augusto

se

marchó,

quedose

Isidora

meditabunda, clavados los ojosen su propia falda.

«¿Quién es ése?—le preguntó Mariano.

—Un tipo, un mequetrefe—repuso ella sin mirar a su hermano, señalesclaras por donde manifestaba estar aún dentro de la esfera de atraccióndel pensamiento que la dominaba.

—Dame más turrón, marquesa—exclamó el muchacho.

—¿Por qué me llamas así?—preguntó Isidora bruscamente, despertando de sumental sueño.

—¿Es apodo? ¡Puño!... ¿Y por qué te pone motes ese gatera?

—Mariano, cuidado cómo se habla.

—¡Se burla de ti!—gritó Pecado con aquel arrebato de infantilfanfarronería que en él parecía cólera de hombre.

—Yo te juro que no se burlará más»—dijo ella con los ojos húmedos delágrimas.

Mariano la miró, diciendo:

«Tonta, no ha sido para tanto... Las mujeres lloran por cualquier cosa.Que venga a mí con bromas; verá cómo le saco las entrañas...

—Mariano, loco, bruto y salvaje—gritó ella, despertando otra vez en suletargo de pena y despecho—. Si te oigo hablar así otra vez...

—No dije nada, nada... Dame turrón».

La algazara de la sala crecía, y por las palabras sueltas, los plácemesy exclamaciones que de ella hasta el cuarto de los Rufetes llegaban, asícomo por los olores culinarios que invadían toda la casa, se podía sabera qué altura andaba el festín. Se sintió sucesivamente la aparición delbesugo, la del pavo, aclamado con palmoteo y vivas. Don José lo recibiócantando la Marcha real. Después se oyeron las ruidosas cuestiones a quedio motivo el gran acto de trincharlo. Las risas sucedían a las risas, ylos comentarios a los comentarios. Al mismo tiempo se conocían losefectos del Valdepeñas y del Cariñena en la torpe lengua del ortopédico,que desgranaba las palabras, y en el entusiasmo anacreóntico de D. JoséRelimpio, que no decía cosa alguna derecha y con sentido.

La criada entró en el cuarto de Isidora, trayendo un plato con variaslonjas de pechuga y un poco de relleno.

Encendiéronsele a Mariano conluces mil los ojos, y no parecía sino que cada destello de su mirar eraun largo tenedor; pero Isidora, en quien el orgullo no daba lugar alagradecimiento ni al perdón, vio con repugnancia aquel tardío obsequio.Aunque comprendió que este había nacido en el bondadoso corazón deEmilia, siempre veía en él como un mensaje de lástima. Rechazó la finezadiciendo:

«Que muchas gracias y que no queremos nada.

—Chica, chica, tú eres tonta—gruñó Mariano con su rudeza propia,exacerbada hasta el salvajismo.

—Si no te callas, te pego.

—Yo quiero cenar—afirmó él con brutal terquedad, echando a un lado lacabeza y dando un golpe con ella sobre la mesa.

—Eso es, rómpete la cabeza.

—Mala hermana, ¡no das de cenar a tu hermanito! Mira tú, mejor estaba enla cárcel...

—Como vuelvas a nombrar...

—¡Nombro!... ¡Puño!

—Como vuelvas a decir...

—¡Puño!—repitió el bergante alzando la mano.

—¡Alzas la mano!..., ¡a mí!..., a tu hermana.

—Yo me quiero ir con mi tía.

—Si vuelves a nombrar...

—¡Mala hermana..., marquesa!...».

Pecado hizo burla de su hermana con tanto descaro, que esta hubo deponerle a raya con dos bofetadas muy bien dadas que, o mucho nosengañamos, se oyeron desde la sala. No era ella mujer que se dejabaembromar de un mocoso, aunque este tuviera los buenos puños y losmedianos antecedentes del señorito Rufete. Dominado este por la actitudde su hermana y por el cariño que le tenía, se contuvo. Echado de brucessobre la mesa, la barba apoyada en el arco que con sus brazos hacía, aIsidora contemplaba en silencio con la seriedad y atención hosca de unode esos perrazos que muerden a todo el mundo menos a su amo.

El bullicio de la sala llegaba ya al delirio. Don José hacía el amor asu mujer echándole ternísimos requiebros entre los aplausos de losdivertidos comensales. Doña Laura llamaba a su marido Sardanápalo. Elortopédico había empezado a cantar villancicos, acompañándose de golpesdados sobre la mesa con el mango del cuchillo. Sólo Emilia y Leonorconservaban su amable serenidad, la una obsequiando a Miquis, la otra aSánchez Berande. El joven poeta, Miquis y el hijo del ortopédicoalborotaban también, el primero con sus discursos, el segundo con suscantorrios de tangos y malagueñas. Después se hizo una grande y solemnepausa, porque Berande, a ruegos de todos, iba a recitar versos. Creíasedestinado a la inmortalidad; tenía un buen tomo preparado para darlo ala estampa, en el cual, como en muestrario de bazar, había de todo:elegías, odas, pequeños

poemas,

poemas

grandes,

epigramas,

doloras, suspirillos germánicos, sáficos y octavas reales. La sala parecíatribuna del Congreso, que se hundía con los aplausos al terminar Berandesu recitación.

«Versos—dijo Mariano, alzando su cabeza y poniendo atención.

—¿Te gustan los versos?—preguntole Isidora, gozosa de sorprender a suhermano un síntoma de decencia.

—Sí—replicó el muchacho—; me sé de memoria los de Francisquillo elSastre, que empiezan: Salga

el

acero

a

brillar,

pues soy hijo del acero...

—Calla, bruto; esas son barbaridades.

—También sé los del Valeroso Portela, que dicen: Escuchen,

señores

míos,

les

diré

de

Juan

Portela,

el

ladrón

más

afamado

de la gran Sierra Morena.

—Calla, hijo, calla por Dios. Me estás envenenando con tus horriblescoplas. Ningún joven guapo y decente aprende tales cosas. Esto está bienpara el pueblo, para el populacho.

¿Sabes tú lo que es el populacho?

—Mi tía la Sanguijuelera—contestó el chico con tan graciosanaturalidad, que Isidora no pudo contener la risa.

—Ya aprenderás mil cosas que no sabes. Y dime ahora,

¿qué aspiracióntienes tú?... ¿Qué quieres ser?...

—Yo no quiero ser nada—repuso él con apatía.

—Es preciso que estudies y que trabajes. No volverás a la fábrica desogas. Irás a un colegio. ¿Qué carrera quieres seguir?».

Mariano meditó un instante. Después dijo con resolución:

«La de tener mucho dinero.

—¿Y para qué quieres tú el dinero?

—Toma..., mia ésta... Pues para ser rico.

—Pero es preciso que seas algo.

—Rico...

—¿Y en qué gastarías el dinero?

—En comer lomo, granadas, turrón y en beber buen vino.

Tendré un caballoy me vestiré todo de seda.

—¿No te gustaría militar y llegar a general?

—Sí, sí—afirmó Pecado, despidiendo de sus ojos brillo de animación yalegría—. Para ir mandando la tropa y arreando palos..., así..., ¡toma!

—No, no, no se pega. No creas que los generales pegan...

Hay carreraspreciosas, como Estado Mayor, Ingenieros, Artillería.

—¡Artillero, artillero!—gritó Pecado, dando golpes en la mesa—. Ya meverás, cañonazo va, cañonazo viene...

¡Bum, bum!

—Dispararías cuando fuera menester...

—No, no, siempre... Al que me hiciera algo, ¡zas!...».

A esto llegaban cuando volvió la criada trayendo un plato con variospedazos de turrón, de parte de la señorita Emilia y del señorito Miquis.No considerándose aún desagraviada Isidora con estos regalitos, negose aadmitirlos; pero Mariano se abalanzó al plato más pronto que la vista, yarrebatando el turrón, empezó a engullir con tanta prisa, que no pudo suhermana evitarlo.

«¡Malcriado..., glotón!—le dijo cuando otra vez se quedaron solos—. ¿Nohas comido ya bastante?».

Mariano negó con la cabeza, por no poder hacerlo con la boca.

«Te pondré interno en un colegio».

Mariano hizo con los dedos una señal que quería decir:

«Me escaparé».

«No te escaparás. ¿Piensas que vas a lidiar con bobos?

Hay un maestromuy rígido.

—De la bofetada que le pego—dijo Mariano pudiendo ya articular algunaspalabras—, va volando al tejado.

—¡Fanfarrón!...».

En la sala, la cena parecía tocar a su fin. Todas las clases de turrónhabían sido probadas, así como las granadas y las ruedas de naranjasespolvoreadas de azúcar. Relimpio, con la última copa de cariñena, diocon su cuerpo en tierra. «¡A la Misa del Gallo, vamos a la Misa!»,gritaba con torpe lengua el insigne galán rodando debajo de la mesa.Muertos de risa los demás, le cogieron por los cuatro remos parallevarle a la cama, y él iba cantando el Kirie eleisón con voz desochantre, y los demás riendo y vociferando, de lo que resultaba el másgrotesco cuadro y música que se pudiera imaginar.

«¡Cuánta grosería! ¡Qué gente tan ordinaria!»—exclamó Isidora.

Poco después llegó Emilia al cuarto de esta, y diole excusas por lasoledad en que se había quedado en noche de tanta alegría. Mas, no dandosu brazo a torcer Isidora, replicó que había estado perfectamente en sucuarto.

Trajeron un catre de tijera para que se acostase Mariano, ycuando Isidora le mandó que se recogiera, por ser ya más de medianoche,el maldito muchacho se le plantó delante y le dijo con sus bruscosmodos:

«Dame dinero.

—¿Y para qué quieres tú dinero, tunante? Acuéstate.

—Me acostaré; pero yo quiero dinero. Si no me das dinero, no tequiero...

—¿Para qué lo necesitas?

—Para ir mañana a los toros.

—Si ahora no hay toros, mentecato.

—Pero hay novillos y mojiganga.

—¿Y cómo sabes eso?

—Por los chicos... Si no me das dinero, no te quiero.

—Mañana te daré unos cuartitos...

—¿Cuartitos? Tú eres rica—dijo pasando la vista con malicioso examen porlos diversos objetos que Isidora poseía—. Tú tienes dinero, porque hascomprado estas cosas ricas, y yo no tengo nada, nada; soy un pobre».

Al decir esto se desnudaba para acostarse.

«Yo también soy pobre—afirmó Isidora—; pero con el tiempo, tal vezdentro de poco, tú y yo estaremos bien y tendremos todo lo necesario yaún más.

—La señorita gasta y come bien, y tiene a su hermanito muerto dehambre—gruñó él, acostado ya.

—No seas tonto. Cállate y duerme.

—Si mañana no me das dinero, salgo a la calle y pido limosna. Ya sé yocómo se pide. Me lo ha enseñado un chico.

—¿Qué estás diciendo, cafre?

—Que pediré limosna. Verás.

—No me sofoques... A un colegio, a un colegio.

—Ya me estoy durmiendo... Hasta mañana.

—¿No rezas, herejote?».

Mariano murmuró algo que no era fácil descifrar, y se durmiósosegadamente. Todavía quedaba en él algo de niño.

Su hermana lecontempló un instante movida de un sentimiento extraño en que secombinaban el cariño y el terror. Iba a darle un beso; pero cuando yacasi le tocaba con sus labios, se apartó diciendo: «Temo que sedespierte y me pida lo que no puedo darle».

Capítulo XV

Mariano promete

A la siguiente mañana, no repitió Mariano sus exigencias de la noche deNavidad. Estaba de buen humor, alegre, saltón, inquieto ycondescendiente. Gozosa también Isidora de verle sin las siniestrasgenialidades de la pasada noche, hízole mil caricias, le vistió, learregló, púsole una elegante corbata, que ha días tenía para él, lepeinó, sacándole raya, y cuando estuvo, a su parecer, bastante acicaladoy compuesto, llevole delante del espejo para que se viera, y le dijo:«Ahora sí que estás hecho una persona decente». Él se miraba riendo, ydecía una y otra vez... «Quia, quia; ese no soy yo».

Después salieron juntos a pasear por las calles. A cada paso, Marianoquería que le comprara cosas; y en verdad que si ella tuviera algo en subolsillo, le tapara la boca más de una vez; pero nada tenía, y los dosse volvieron a casa cariacontecidos. Él se preguntaba que de qué servíatanta pomada en el cabello, tal lujo de corbata y camisa blanca, sientre los dos no tenían ni un ochavo partido. Por la tarde, Marianosalió solo, cuando su hermana no estaba en el cuarto, y volvió ya muyentrada la noche, todo sucio, desgarrado, la camisa rota y la corbatahecha jirones. Pintar la ira de Isidora al verle en tal facha, fueraimposible.

Mariano confesó, con loable franqueza, que había estadojugando al toro con otros chicos en la plaza de las Salesas, con lo queredoblándose el enojo de la hermana, le dio un vapuleo de esos queduelen poco. Lo más extraño es que el muchacho, con ser tan bravío yrebelde, no se defendió de los azotes, ni hizo ademán de volver golpepor golpe, ni chistó siquiera... Por la noche ya habían hecho las paces;él prometía ser bueno, y fino y persona decente.

Exigió que su hermanale llevara al teatro, ella lo prometió así; mas como no pudiese cumpliral siguiente día por la causa que fácilmente conocerá el lector, seenfureció el chico, pidió dinero, negóselo ella, hablaron más de lacuenta, y él puso término a la disputa con esta amenazadora frase:

«¡Dinero! Ya sé yo cómo se encuentra cuando no lo hay.

Los chicos me lohan enseñado».

Isidora no hizo caso. El día de Inocentes salió un rato. Al volver,Mariano había revuelto todo el cajón alto de la cómoda.

«¿Qué haces?—preguntole su hermana, previniendo algún desastre.

—¿Aciértame que tengo aquí?»—le dijo Mariano mostrándole su puñocerrado.

Isidora trató de abrir el puño del muchacho; pero este apretaba tanfuertemente sus dedos, que los blandos y flojos de Isidora no pudieronmoverlos ni un punto, ni separarlos.

Con su fuerza varonil, Marianohacía de su mano un arca de hierro.

«Abre la mano, ábrela.

—No quiero.

—¿Qué tienes ahí?... ¿Qué has cogido?».

Mariano se puso de un salto en la puerta, siempre con el puño cerrado.Riendo como un desvergonzado bruto, dijo a su hermana: «Abur, chica».

Al punto echó Isidora de menos sus diamantes de tornillo, que aunquefalsos, valían cuatro duros. ¡Cuántas lágrimas derramó aquel día!Mariano estuvo una semana sin parecer por la casa de Relimpio.

Una noche, cuando menos se le esperaba, apareció al fin avergonzado,compungido, la ropa hecha jirones, imagen del hijo pródigo. Con laalegría de verle, no fue la severidad de Isidora tan grande comocumplía, y le perdonó. Tenía Mariano entre sus maldades, desarrolladaspor el abandono, algunas cosas buenas, y la cualidad mejor era lafranqueza con que confesaba sus delitos sin ocultar nada, ni dorarloscon comentarios artificiosos para hacerlos pasar por donaires. Todocuanto había hecho en la semana lo contó puntualísimamente; pero ningunaparte de aquella Odisea de travesuras causó tan penoso efecto en el almade la señorita de Rufete como estas palabras:

«Estuve en casa de mi tía Encarnación, ¿sabes?..., y mi tía Encarnacióny la tía Palo—con—ojos comían juntas; y mí tía Encarnación me dijo:«Anda, pillete, anda con tu hermana a que te dé de comer y te vista deseñorito, pues bien puede hacerlo». Entonces mi tía Encarnación y latía Palo—con—ojos se pusieron a hablar de ti, y mi tía Encarnación dijoque tú tienes un novio marqués que te da mucho dinero».

Isidora se quedó yerta; pero como el mostrar enfado por aquel ultrajehabría sido ocasión de que entrara más en malicia el chico, hartomalicioso ya, fingió tomar a broma el caso, aunque le destrozaba elalma, y se echó a reír. Pero su fingimiento de buen humor fue de todopunto imposible cuando Mariano, con aquel descaro que determinaba eltránsito brusco del candor al cinismo, le dijo:

«Ya, ya. Las mujeres sois todas unas... Bien sé lo que hacéis para tenersiempre dinero. Los chicos me lo han dicho».

Risas, azotes, lágrimas sucedieron a esta declaración; pero tambiénpaces al siguiente día. Isidora, que recibió del marqués de Saldeorootra visita platónica y una nueva remisión de fondos por cuenta, alparecer, del Canónigo, salió de aquella sombría situación de escaseces yapuros; pagó sus deudas, compró un Diccionario de la Lengua castellana yllevó a su hermano al teatro, de lo que este recibió tanto gusto, que enalgunos días apareció como transformado, encendida la imaginación porlas escenas que había visto representar, y manifestando vagasinclinaciones al heroísmo, a las acciones grandes y generosas.

ContentaIsidora de esto, comprendió cuánto influye en la formación del carácterdel hombre el ambiente que respira, las personas con quienes tiene roce,la ropa que viste y hasta el arte que disfruta y paladea.

Animada Isidora al ver que no carecía su hermano de algún fundamentobueno y sólido para construir en él la persona decente, determinó que nocorriera un día más sin ponerlo en un colegio. Pasados Reyes, elseñorito fue confiado a un profesor que apacentaba su rebaño de chicosen un colegio de la calle de Valverde. Mal, muy mal le supo al de Rufetela sujeción, porque sobre todos sus instintos malos y buenos dominaba elde la vagancia y el gusto de correr por calles y caminos, con ciertoafán como de buscar aventuras. La mortificación de su amor propio al verque le eran muy superiores niños de menos edad que él, aumentaba elhorror que hacia el colegio y su maldito profesor sentía. Era casi unhombre, y en todas las clases ocupaba el último lugar. Era el burroperpetuo, burla y mofa de los demás chicos.