La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Pero, ¡bobito! ¡Si te calé desde el primer momento! ¡Si adivinaba elquerer que me tenías y estaba muy alegre! Pero mi obligasión eradisimulá. Una mocita no debe meterse por los ojos pa que le digan «tequiero». Eso no es decente.

—¡Calla, mal corazón! ¡Poquito que me hiciste sufrir en aquellatemporá!... Yegaba en mi jaca, después de haber ido en la sierra a tiroscon los del resguardo, y lo mismo era verte que abrírseme las entrañascon un miedo que me hacía temblar. «Le diré esto, le diré lo otro». Yverte y no icirte na, too era lo mismo. Se me trababa la lengua, se mehacía de noche dentro del caletre, como cuando iba a la escuela; teníamiedo de que te ofendieras y que el padrino me diese encima unos cuantospalos con una tranca, disiéndome: «¡Arre allá, so sinvergüensa!», lomismo que cuando se mete en la viña un perro vagabundo...

Por fin, salióla cosa. ¿Te acuerdas? Algo costó, pero nos entendimos. Fue dimpués derbalazo, cuando tú me cuidabas como una marecita y por las tardeshacíamos nuestro poquito de cante ahí cerca, bajo los arcadas. Elpadrino tañía la guitarra y yo, sin saber cómo, me arranqué por martinetes, con los ojos fijos en los tuyos, como si fuese acomérmelos: Fragua,

yunque

y

martillo

Rompen

los

metales,

Pero este cariño que yo te tengo

No lo rompe nadie.

Y mientras el padrino contestaba « tra, tra; tra, tra», como si con unmartillo golpease el jierro, tú te pusiste coloradilla y bajaste losojos leyendo al fin en los míos. Y yo me dije:

«Güeno, esto va bien». Ybien fue: pues, sin saber cómo, nos dijimos nuestro querer. Tal vezfuiste tú, ¡indina! que cansada de hacerme sufrir, acortaste el caminopara que yo perdiese el miedo... Y dende entonses no hay en Jerez y entoo su campo hombre más feliz y más rico que Rafaé, el aperador deMatanzuela... ¿Ves tú a don Pablo Dupont con toos sus millones? Pues ami lao, ¡ná!; ¡cerato simple! Y toos los demás cosecheros ¡ná! Y mi amo,el señorito Luis, con toa su fachenda y el mujerío de pendones que setrae en derredor... ¡ná tampoco!

El más rico de Jerez soy yo, que sellevará al cortijo una morenucha fea, que está cieguecita porque a lapobre apenas se le ven los ojos, y que tiene el defecto de que al reírsese le jasen en la cara unos joyitos muy monos, como si estuviera picá deviruelas.

Y agarrado a la reja se expresaba con tal vehemencia, que parecíaquerer meter su cara por entre los hierros buscando la de María de laLuz.

—Quieto, ¿eh?—dijo la muchacha con risueña amenaza.—A ti sí que tevoy a picá yo, pero con una horquilla del moño, si no te estás quieto.Ya sabes, Rafaé, que no me gustan ciertas bromas y que salgo a la rejaporque me prometes que serás formal.

El gesto de María de la Luz y la amenaza de cerrar la reja, hicieron queRafael se mostrase menos vehemente, separando su cuerpo de los hierros.

—Güeno, como tú quieras, mal corazón. Tú no sabes lo que es el querer ypor eso pareces tan fría, tan tranquila, como si estuvieses en misa.

—¿Que yo no te quiero?... ¡Chiquiyo!—exclamó la muchacha.

Y fue ella la que olvidando su enfado se expresó con más calor aún quesu novio. Le quería tanto como a su padre. Era otro modo de querer, peroestaba segura de que puestos en una balanza los dos afectos, no sediferenciarían en nada. Su hermano conocía mejor que ella la vehemenciacon que amaba a Rafael. ¡Así se burlaba Fermín, cuando venía a la viña yle hacía preguntas sobre su noviazgo!...

—Te quiero, y creo que te quise siempre, desde que éramos pequeños yvenías tú a Marchamalo de la mano de tu padre, hecho un gañancito con tuordinariez de la sierra, que nos hacía reír a los señoritos y anosotros. Te quiero porque estás solo en el mundo, Rafaé, sin pare y sinfamilia: porque necesitas un arma buena que esté contigo, y esa soy yo.Te quiero porque has padecío mucho pa ganarte la vida, ¡pobrecito mío!,porque te vi casi muerto en aquella noche, y entonces adiviné que tellevaba dentro del corazón. Además, mereces que te quiera por bueno ypor honrao: porque viviendo como un perdío entre mujeres y matones,siempre de juerga, expuesto a perder la piel con cada onza que ganabas,pensaste en mí, y para no dar más pesares a tu nena quisiste ser pobre ytrabajar. Y yo te premiaré too lo que has hecho, queriéndote mucho,¡pero mucho! Seré tu mare, y tu jembra, y too lo que haya que ser pa quevivas contento y feliz.

—¡Olé! ¡Sigue soltando por ese pico, serrana!—dijo Rafael con nuevoentusiasmo.

—Y te quiero también—continuó María de la Luz con ciertagravedad—porque soy digna de ti: porque me creo buena y estoy segura deque al ser tu mujer no he de darte la menor pesadumbre. Tú no me conocesaún, Rafaé. Si un día creyese que podía causarte pena, que no me merecíaun hombre como tú, te gorvería la espalda y me ajogaría de tristeza alverme sin ti: pero aunque te pusieras de rodillas fingiría habermeolvidado de tu cariño. Ya ves, pues, si te quiero...

Y su acento, al decir estas palabras, era tan triste, que Rafael tuvoque animarla. ¿Quién pensaba en tales cosas? ¿Qué podía ocurrir quetuviese fuerza bastante para separarlos? Los dos se conocían y erandignos el uno del otro. Él, si acaso, por su vida pasada, no merecía seramado, pero ella era buena y misericordiosa y le concedía la regialimosna de su cariño. ¡A vivir! ¡a quererse mucho!...

Y para huir de la tristeza que les habían infundido estas palabras,torcieron el curso de la conversación, hablando de la fiesta que donPablo había organizado en Marchamalo para dentro de unas horas.

Los viñadores, que todos los sábados marchaban a Jerez al caer la tardepara ver a sus familias, estaban durmiendo cerca de allí. Eran más detrescientos: el amo les había ordenado que se quedasen para asistir a lamisa y la procesión. Con don Pablo vendrían todos sus parientes, losseñores del escritorio y mucha gente de la bodega. Una gran fiesta, a laque forzosamente asistiría su hermano. Y ella reía pensando en la carade Fermín, en lo que diría después cuando viniese a la viña y seencontrara con Salvatierra, que de tarde en tarde visitaba con ciertorecato a su antiguo amigo el capataz.

Rafael habló entonces de Salvatierra, de su inesperada visita al cortijoy de la rareza de sus costumbres.

—Ese buen señor es una excelente persona, pero está algo chiflao. Porpoco me pone en revolución toda la gañanía. «Que si esto va mal; que silos pobres necesitan vivir», y ecétera. No, esto no está muy bienarreglao que digamos, pero lo que importa en el mundo es quererse ytener ganas de trabajar. Cuando nos najemos al cortijo no tendremos másque las tres pesetas, el pan y lo que caiga. El oficio de aperador no dapa mucho. Pero ya verás qué ricamente lo pasamos a pesar de cuanto diceen sus sermones y soflamas el señor de Salvatierra... Pero que no sepael padrino lo que yo digo de su camará, pues tocarle a don Fernando espeor que si yo te fartase a ti, pongo por caso.

Rafael hablaba de su padrino con veneración y miedo al mismo tiempo. Elviejo conocía sus amores, pero no hablaba nunca de ellos al muchacho y asu hija. Los toleraba silencioso, con su gesto grave de padre a usolatino, seguro de su autoridad, convencido de que le bastaba un soloademán para desbaratar todas las esperanzas de los enamorados. Rafael noosaba proponerle el casamiento, y María de la Luz, cuando el novio,echándolas de valiente, quería hablar a su padrino, le disuadía concierto miedo.

Nada perdían esperando: sus padres también habían pelado la pava muchosaños. La gente honrada no se casa con precipitación. El silencio delseñor Fermín era de asentimiento: esperarían, pues. Y Rafael,escondiéndose del padrino para galantear a su hija, aguardabapacientemente a que un día se plantase el viejo delante de él,diciéndole con su campechana rudeza: «¿Pero qué esperas para llevártela,bobalicón? Carga con ella y que de salú te sirva».

Comenzaba a amanecer. Rafael veía más claramente la cara de su novia altravés de la reja. La luz difusa del alba, daba un tono azulado a su tezmorena; hacía brillar con reflejos de nácar la blancura de sus córneas ymarcaba con huella profunda la sombra de sus ojeras. Por la parte deJerez abríase el cielo con un desgarrón de luz violácea, que ibaextendiéndose, y borrando en su seno las estrellas. De la bruma de lanoche surgía a lo lejos la ciudad, con la apiñada arboleda del Tempul ylas aglomeraciones de blanco caserío, en las que palpitaban los últimosfaroles de gas como estrellas agonizantes. Soplaba una brisa helada: latierra y las plantas parecían sudar al contacto de la luz. Un pájarosalió aleteando de las chumberas, con agudo silbido, que hizo estremecera la joven.

—Anda, Rafaé—dijo ella con la precipitación del miedo;—

márchate enseguía. Amanece, y mi padre se levanta pronto.

Además, no tardarán ensalir los viñadores. ¿Qué dirían si nos viesen a estas horas?...

Pero Rafael se resistía a irse. ¡Tan pronto! ¡Después de una noche tandulce!...

La muchacha se impacientaba. ¿Para qué hacerla sufrir, si se veríanpronto? No tenía más que bajar al ventorrillo y subir a caballo apenasse abriesen las puertas de la casa.

—No me voy: no me voy—decía él con voz suplicante y un fulgor depasión en los ojos.—No me voy... ¿Y sí quieres que me vaya?...

Se pegó más a la reja, murmurando con timidez la condición que exigíapara irse. María de la Luz se hizo atrás con un gesto de protesta, comosi temiese el avance de aquella boca, que suplicaba entre los hierros.

—¡No me quieres!—exclamó.—¡Si me quisieras, no me pedirías esascosas!

Y ocultó su cabeza entre las manos, como si fuese a llorar.

Rafael metióun brazo por los hierros y de un suave tirón separó los dedosentrecruzados que le ocultaban los ojos de su novia.

—¡Pero si ha sido una broma, niña!... Perdóname, soy muy bruto. Pégame:dame una bofetada, que bien lo merezco.

María de la Luz, con el rostro ligeramente arrebolado por el restregónde sus manos, sonreía vencida por la humildad con que el novio implorabasu perdón.

—Te perdono, pero márchate en seguía. ¡Mira que van a salir!... Sí, ¡teperdono! ¡te perdono! No seas pelma. ¡Vete!

—Pues pa que vea que me perdonas de veras, dame una bofetada. ¡O me ladas o no me voy!

—¡Una bofetada!... ¡Bueno estás tú! Ya sé lo que quieres, ladrón: tomay vete en seguía.

Sacó por entre los hierros, echando atrás el cuerpo, una mano de suavealmohadillado y graciosos hoyuelos. Rafael la cogió para acariciarla conarrobamiento. Después besó las uñas sonrosadas, chupó las yemas de susdedos finos con una delectación que hizo agitarse a María de la Luz connerviosas contorsiones detrás de la reja.

—¡Déjame, mala persona!... ¡Que chillo, asesino!...

Y librándose de un tirón de estas caricias que le estremecían conintenso cosquilleo, cerró la ventana de golpe. Rafael permaneció inmóvillargo rato, alejándose al fin, cuando dejó de percibir en sus labios laimpresión de la mano de María de la Luz.

Transcurrió aún mucho tiempo antes de que los habitantes de Marchamalodiesen señales de vida. Los mastines ladraron dando saltos, cuando elcapataz abrió la puerta de la casa de los lagares.

Después, con caras demalhumor, fueron saliendo a la explanada los viñadores, obligados apermanecer en Marchamalo para asistir a la fiesta.

El cielo se azuleaba sin la más leve mancha de nubes. En el límite delhorizonte una faja de escarlata anunciaba la salida del sol.

—¡Buen día nos dé Dios, cabayeros!—dijo el capataz a los jornaleros.

Pero estos torcían el gesto o levantaban los hombros, como presos a losque nada importa la placidez del tiempo fuera de su encierro.

Rafael se presentó a caballo, subiendo a galope la cuesta de la viña,como si llegase del cortijo.

—Mucho madrugas, chaval—dijo el padrino con sorna.—Se conoce que note dejan dormir las cosas de Marchamalo.

El aperador rondó por cerca de la puerta sin ver a María de la Luz.

Bien entrada la mañana, el señor Fermín, que vigilaba la carretera desdelo alto de la viña, vio al final de la cinta blanca que cortaba el llanouna gran nube de polvo, marcándose en su seno las manchas negras devarios carruajes.

—¡Ya están ahí, muchachos!—gritó a los viñadores.—El amo llega. A versi lo recibís como lo que sois; como personas decentes.

Y los braceros, siguiendo las indicaciones del capataz, se formaron endos filas a ambos lados del camino.

La gran cochera de Dupont se había vaciado en honor de la festividad.Todos los troncos de caballos y mulas, así como los corceles de silladel millonario, habían salido de las grandes cuadras que tenía adosadasa la bodega; y con ellos, los brillantes arreos y los vehículos de todasclases que compraba en España o encargaba

a

Inglaterra,

con

suprodigalidad

de

rico,

imposibilitado de poder demostrar de otro modo suopulencia.

Descendió don Pablo, de un gran landó, dando su mano a un sacerdotegrueso, de cara sonrosada, con hábitos de seda que relucían al sol.Luego que se convenció de que el acompañante había descendido sinningún contratiempo, atendió a su madre y a su esposa, que bajaron delcarruaje vestidas de negro, con la mantilla sobre los ojos.

Los viñadores, rígidos en su doble fila, se quitaron los sombrerossaludando al amo. Dupont sonrió satisfecho, y el sacerdote hizo lomismo, abarcando en una mirada de protectora conmiseración a losjornaleros.

—Muy bien—dijo al oído de don Pablo con acento adulador.—Parecenbuena gente. Ya se conoce que sirven a un señor cristiano que lesedifica con buenos ejemplos.

Iban llegando los otros carruajes, con ruidoso cascabeleo y polvorientopatear de las bestias en la cuesta de Marchamalo. La explanada sellenaba de gente. Formaban la comitiva de Dupont todos sus parientes yempleados. Hasta su primo Luis, que tenía cara de sueño, habíaabandonado al amanecer la respetable compañía de sus amigotes, paraasistir a la fiesta y agradar con esto a don Pablo, cuya protecciónnecesitaba en aquellos días.

El dueño de Matanzuela, al ver a María de la Luz bajo las arcadas, fue asu encuentro, confundiéndose con el cocinero de los Dupont y un grupo decriados que acababan de llegar cargados de vituallas, y pedían a la hijadel capataz que los guiase a la cocina de los señores, para preparar elbanquete.

Fermín Montenegro descendió de otro coche con don Ramón, el jefe delescritorio, y los dos se alejaron a un extremo de la explanada, como sihuyesen del autoritario Dupont, que en medio del gentío daba órdenespara la fiesta y se enfurecía al notar ciertas omisiones en lospreparativos.

La campana de la capilla comenzó a voltear en su espadaña, dando elprimer toque para la misa. Nadie había de llegar de fuera de la viña,pero don Pablo deseaba que sonasen los tres toques y que fueran largos,hasta que no pudiese más el gañán que tiraba de la cuerda. Le alegrabaeste estrépito metálico: creía que era la voz de Dios extendiéndosesobre sus campos, protegiéndolos como tenía el deber de hacerlo, por sersu amo un buen creyente.

Mientras tanto, el sacerdote, que había llegado con don Pablo, parecíahuir también de las voces y ademanes descompuestos con que ésteacompañaba sus órdenes, y agarraba suavemente al señor Fermín,ponderando el hermoso espectáculo que ofrecían las viñas.

—¡Cuan grande es la providencia de Dios! ¡Y qué cosas tan hermosascrea! ¿No es cierto, buen amigo?...

El capataz conocía al sacerdote. Era el apasionamiento más reciente dedon Pablo, su último entusiasmo; un padre jesuita del que se hacíalenguas, por el acierto con que trataba en sus conferencias para hombressolos la llamada cuestión social, un embrollo para los impíos, que noatinaban con la solución y que el sacerdote resolvía en un periquetevaliéndose de la caridad cristiana.

Dupont era veleidoso y tornadizo como un amante en sus apasionamientospor las gentes de la Iglesia. Una temporada adoraba a los Padres de laCompañía y no encontraba misa buena ni sermón aceptable, si no era en suiglesia: pero de pronto se cansaba de la sotana, le seducía el hábitocon capucha, según sus colores, y abría su caja y las puertas de suhotel a los Carmelitas, a los Franciscanos o a los Dominicosestablecidos en Jerez.

Siempre que iba a la viña se presentaba con unsacerdote de distinta clase, adivinando por esto el capataz cuáles eransus favoritos del momento. Unas veces eran frailes con vestimenta blancay negra, otras pardos o de color de castaña: hasta los había llevado deluengas barbas, que venían de lejanos países y apenas si chapurreaban elespañol. Y el señor, con sus entusiasmos de enamorado, ganoso depropalar los méritos de su pasión, le decía al capataz en amistosaconfidencia:

—Es un héroe de la fe: viene de convertir infieles y hasta creo que haobrado milagros. Si no fuera por herir su modestia, le diría que searremangase el hábito, para que te pasmases viendo las cicatrices de susmartirios...

Sus disentimientos con doña Elvira estribaban siempre en que ella teníasus favoritos, que rara vez eran al mismo tiempo los del hijo. Cuandoél adoraba a los jesuitas, la noble hermana del marqués de San Dionisiohacía el elogio de los franciscanos, alegando la antigüedad de su ordensobre las fundaciones que habían venido después.

—¡No, mamá!—exclamaba él, conteniendo su carácter iracundo, con elrespeto que le inspiraba su madre.—¿Cómo comparar a unos mendicantescon los Padres de la Compañía, que son los más sabios de la Iglesia?...

Y cuando la piadosa señora se iba con los sabios, su hijo hablaba casillorando de emoción, del santo solitario de Asís y de sus hijos losfranciscanos, que podían dar a los impíos lecciones de verdaderademocracia y eran los que iban a arreglar el día menos pensado lacuestión social.

Ahora la veleta de su fervor apuntaba del lado de la Compañía, y nosabía ir a parte alguna sin el Padre Urizábal, un vasco, compatriota delglorioso San Ignacio, méritos que bastaban para que Dupont se hicieselenguas de él.

El jesuita contemplaba las viñas con el éxtasis de un hombreacostumbrado a vivir dentro de vulgares edificios, sin ver más que detarde en tarde la grandiosidad de la naturaleza.

Hacía preguntas alcapataz sobre el cultivo de las viñas, alabando el aspecto de las deDupont, y el señor Fermín, halagado en su orgullo de cultivador, sedecía que aquellos jesuitas no eran tan despreciables como losconsideraba su amigo don Fernando.

—Oiga su mercé, padre: Marchamalo no hay más que uno; esto es la flordel campo de Jerez.

Y enumeraba las condiciones que debe tener una buena viña jerezana,plantada en tierra caliza, que esté pendiente, para que las lluviascorran y no refresquen en demasía la tierra, quitando fuerza al mosto.Así se producía aquel racimo, gloria del país, con sus granos pequeñoscomo balines, transparentes y de una blancura de marfil.

Arrastrado por su entusiasmo enumeraba al sacerdote, como si éste fueseun cultivador, todas las operaciones que durante el año había querealizar con aquella tierra, sometida a un continuo trabajo para quediese su dulce sangre. En los tres meses últimos del año se abrían las piletas, los hoyos en torno de las cepas para que recibiesen lalluvia: a esta labor la llamaban Chata. También hacían entonces lapoda, que provocaba conflictos entre los viñadores y hasta algunas veceshabía ocasionado muertes, por si debía hacerse con tijeras, comodeseaban los amos, o con las antiguas podaderas, unos machetes cortos ypesados, como lo querían los trabajadores. Luego venía la labor llamada Cava bien, durante Enero y Febrero, que igualaba la tierra, dejándolallana como si la hubiesen pasado un rasero. Después el Golpe lleno enMarzo, para destruir las hierbas crecidas con las lluvias, esponjando almismo tiempo el suelo; y en Junio y Julio la Vina, que apretaba latierra, formando una dura corteza, para que conservase todo su jugo,trasmitiéndolo a la cepa. Aparte de esto, en Mayo azufraban las vides,cuando empezaban a apuntar los racimos, para evitar el cenizo, unaenfermedad que endurecía los granos.

Y el señor Fermín, para demostrar el cuidado incesante que durante elaño exigía aquel suelo, que era como de oro, agachábase para coger unpuñado de caliza y mostraba la finura de sus pequeños terrones blancos ydesmenuzados, sin que se dejase apuntar en ellos el germen de una plantaparásita. Entre las hileras de cepas veíase la tierra, machacada,alisada, peinada, con la misma tersura que si fuese el suelo de unsalón. ¡Y la viña de Marchamalo se perdía de vista, ocupaba variascolinas, lo que exigía un trabajo enorme!

A pesar de la rudeza con que el capataz trataba a los viñadores duranteel trabajo, ahora que no estaban presentes, se apiadaba de sus fatigas.Ganaban diez reales, un jornal exorbitante comparado con el de losgañanes de los cortijos; pero sus familias vivían en la ciudad, y,además, ellos se pagaban la comida, asociándose para adquirir el costo, el pan y la menestra que todos los días traían de Jerez en doscaballerías. La herramienta era suya: una azada de nueve libras de peso,que habían de manejar con ligereza, como si fuese un junco, de sol asol, sin más descanso que una hora para el almuerzo; otra para lacomida, y los minutos que les concedía el capataz con su voz de mandopara que echasen cigarro.

—Nueve libras, padre—añadía el señor Fermín.—Eso se ice fácilmente yresulta un juguete pa un rato; pero hay que ver cómo se pone uncristiano después de estar too el día subiendo y bajando la herramienta.Al final de la jorná, pesa arrobas... ¿qué digo arrobas? tonelás. Pareceque uno levanta en vilo a too Jerez cuando da un gorpe.

Y como hablaba con un amigo del amo, no quiso ocultarle las astucias deque se valían en las viñas para acelerar el trabajo y sacarle al jornaltodo su jugo. Se buscaba a los braceros más fuertes y rápidos en lafaena y se les prometía un real de aumento poniéndolos a la cabeza de lafila. Este era el que se llamaba hombre de mano. El jayán, paraagradecer el aumento de jornal, trabajaba como un desesperado,acometiendo la tierra con su azadón, sin respirar apenas entre golpe ygolpe, y los otros infelices

tenían

que

imitarle

para

no

quedarse

atrás,manteniéndose, con esfuerzos sobrehumanos, al nivel del compañero queservía de acicate.

Por las noches, rendidos de fatiga, entretenían la espera del últimorancho jugando a los naipes, o canturreando. Don Pablo les habíaprohibido severamente que leyesen periódicos. Su única alegría era elsábado, cuando al anochecer salían de la viña, camino de Jerez, para ira misa, como ellos decían. Hasta la noche del domingo estaban con susfamilias entregando los ajorros a las mujeres; la parte de jornal queles restaba después de pagar el costo.

El sacerdote mostraba su extrañeza al ver que los viñadores se habíanquedado en Marchamalo siendo domingo.

—Porque son muy buenos, padre—dijo el capataz con acentohipócrita.—Porque quieren mucho al amo, y ha bastado que les dijese yode parte de don Pablo lo de la fiesta, pa que los pobrecitos se quedasenvoluntariamente sin ir a sus casas.

La voz de Dupont llamando a su ilustre amigo el padre Urizábal hizo queéste abandonase al capataz, dirigiéndose a la iglesia, escoltado por donPablo y toda su familia.

El señor Fermín vio entonces que su hijo paseaba con don Ramón, el jefedel escritorio, por un sendero. Hablaban de la belleza de las viñas.Marchamalo volvía a ser lo que en sus tiempos más famosos, gracias a lainiciativa de don Pablo. La filoxera había matado muchas de las cepasque eran la gloria de la casa Dupont, pero el actual jefe había plantadoen las vertientes desoladas por el parásito la vid americana, unainnovación nunca vista en Jerez, y el famoso predio volvería a sustiempos gloriosos sin miedo a nuevas invasiones. Para esto era lafiesta; para que la bendición del Señor cubriese con su eternaprotección las colinas de Marchamalo.

El jefe del escritorio se entusiasmaba contemplando el oleaje de viñedosy prorrumpía en líricos elogios. Era el encargado de la publicidad de lacasa, y de su pluma de viejo periodista, de vencido intelectual, salíanlos prospectos, los folletos, las memorias, las cartas en la cuartaplana de los periódicos, que pregonaban la gloria de los vinos de Jerez,y especialmente los de la casa Dupont, pero en un estilo pomposo,solemne, entonado, que no llegaba a adivinarse si era sincero o unabroma que don Ramón se permitía con su jefe y con el público.

Leyéndole,no había más remedio que creer que el vino de Jerez era tanindispensable como el pan, y que los que no lo bebían estaban condenadosa una muerte próxima.

—Mira, Fermín, hijo mío—decía con entonación oratoria.—

¡Qué hermosurade viñas! Me siento orgulloso de prestar mis servicios a una casa que esdueña de Marchamalo. Esto no se encuentra en ninguna nación, y cuando yooigo hablar de los progresos de la Francia, del poder militar de losalemanes o de la soberbia naval de los ingleses, contesto: «Está bien;¿pero dónde tienen ellos vinos como los de Jerez?» Todo lo que se digaes poco de este vino grato a los ojos, gustoso a la nariz, deleite delpaladar y reparo del estómago. ¿No lo crees tú así?...

Fermín hizo un gesto afirmativo y sonrió, como si adivinase lo que iba adecirle don Ramón. Se sabía de memoria los períodos oratorios de losprospectos de la casa, apreciados por don Pablo como las muestras másgloriosas de la literatura profana.

Siempre que hallaba ocasión, el viejo empleado los repetía en tonodeclamatorio, embriagándose con el paladeo de su propia obra.

—El vino, Fermín, es la bebida universal por excelencia, la más sana detodas la que el hombre usa para su nutrición o su recreo. Es la bebidaque mereció los honores de la embriaguez de todo un dios del paganismo.Es la bebida cantada por los poetas griegos y romanos, la celebrada porlos pintores, la ensalzada por los médicos. En el vino encuentra elpoeta inspiración, el soldado ardimiento, el trabajador fuerza, elenfermo salud. En el vino halla el hombre goce y alegría y el ancianofortaleza. El vino excita la inteligencia, aviva la imaginación,fortifica la voluntad, mantiene la energía. No podemos explicarnos loshéroes griegos ni sus admirables poetas, sino bajo el estímulo de losvinos de Chipre y de Samos; y la licencia de la sociedad romana nos esincomprensible sin los vinos de Falerno y de Siracusa. Sólo podemosimaginarnos la heroica resistencia del paisano aragonés en el sitio deZaragoza, sin descanso y sin comida, viendo que, además de la admirableenergía moral de su patriotismo, contaba para su sostén físico con elporroncillo de vino tinto... Pero dentro de la producción vinícola queabarca muchos países, ¡qué asombrosa variedad de clases y tipos, decolores y aromas, y cómo se destaca el Jerez a la cabeza de laaristocracia de los vinos! ¿No crees tú lo mismo, Fermín? ¿No encuentr