La Bodega by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Obligadas a sufrir las mismas durezas que el rebaño masculino,únicamente recordaban que eran mujeres cuando a altas horas de la noche,a oscuras ya la gañanía, apelotonadas en un rincón, veían turbado sufatigoso sueño de hembras de carga, por las audacias de los mozos, quelas buscaban a tientas, mientras los gañanes viejos, curados de lasilusiones de la vida, roncaban desaforadamente como si quisieran dormirmás aprisa para recuperar las fuerzas perdidas.

Salvatierra fuese hacia el hogar al ver que el arreador se ponía depie ofreciéndole su asiento. El tío Zarandilla se acomodó en el suelojunto a don Fernando, y éste, al mirar en torno, encontró los ojos de Alcaparrón y su dentadura caballar que brillaban al sonreírle.

—Mire su mercé, señó: esta es mi mamá.

Y le mostró a una gitana vieja, la tía Alcaparrona, que acababa deretirar del fuego un potaje de garbanzos husmeado vorazmente por treschicuelos, hermanos de Alcaparrón y una moza delgaducha, pálida y degrandes ojos, que era su prima Mari-Cruz.

—¿Conque su mercé es ese don Fernando tan nombrao?—dijo lavieja.—Pues que Dios le dé mucha fortuna y mucha vida pa que sea elpare de los probes.

Y depositando en tierra el puchero, sentose con toda su familia en tornode él. Era una comida extraordinaria. El tufillo de los garbanzosdespertaba cierta emoción en la gañanía, haciendo converger muchasmiradas de envidia en el grupo de los gitanos.

Zarandilla interpelabaa la vieja burlonamente. Había caído trabajo extraordinario ¿eh?... Deseguro que el día anterior, al ir a Jerez, había ganado algunaspesetillas diciendo la buenaventura o proporcionando polvos mágicos alas chavalas que se quejaban del desvío de sus amantes. ¡Ah, viejabruja! Parecía imposible que tuviese tanto pesquis con una cara tanfea...

La gitana escuchaba sonriendo, sin dejar de engullir ávidamente losgarbanzos, pero al mentar Zarandilla su fealdad cesó de comer.

—Caya, cegato, mala sombra. Premita Dió que te veas toa la vida bajotierra, como tus hermanos los topos... Si ajora soy fea, tiempos hubo enque me besaban los zapatos los marqueses. Bien lo sabes tú, arrastrao...

Y añadió melancólicamente:

—No estaría yo aquí si viviese el marqués de San Dionisio, aquel señótan resalao que jué el padrino de mi pobresito José María.

Y señalaba a Alcaparrón, que abandonó su cuchara para erguirse concierto orgullo al oír el nombre de su padrino, el cual, según afirmaba Zarandilla, había sido algo más para él.

Salvatierra miró los ojos de la vieja, malignos y pitañosos, su hocicode macho cabrio, que se contraía a cada palabra con una ductilidadrepugnante, los dos plumeros de cerdas grises que surgían de sus labioscomo unos mostachos felinos. ¡Y este endriago había sido una mujer joveny graciosa, de las que hacían cometer locuras al famoso marqués! ¡Y labruja había pasado muchas veces en los coches del de San Dionisio, alson del bizarro campanilleo de las mulas, con el mantón de florescayéndosele de los hombros, una botella en la mano y una canción en loslabios, por frente a los campos que la veían ahora arrugada yrepugnante como una oruga, sudando de sol a sol sobre los surcos yquejándose del dolor de sus «pobresitos riñones»! Era menos vieja de loque parecía, pero al desgaste del cansancio uníase el rápido desplomeque sufren las razas orientales pasando de la juventud a la vejez, comolos espléndidos días del trópico que saltan de la luz a la sombra sincrepúsculo alguno.

Siguieron los gitanos devorando su potaje, y Salvatierra sacó de unbolsillo el pobre envoltorio de su cena, después de rehusar dulcementelos ofrecimientos que le hacían de todos lados.

El corro más inmediato a él, donde estaba el de Trebujena, componíase deantiguos camaradas, trabajadores mal famados en los cortijos, algunos delos cuales tuteaban a don Fernando siguiendo la práctica usual entre loscampañeros de la idea.

Mientras comía su mendrugo y el pedazo de queso, pensaba, con laincertidumbre de siempre, si se estaría apropiando un alimento que podíafaltar a otros, y esto hizo que se fijase en el único que en toda lagañanía no se preocupaba de la cena.

Era un jovenzuelo de cuerpo desmedrado, con un pañuelo rojo anudado alcuello y una camisa por todo abrigo sobre el pecho.

Desde el fondo de lagañanía le llamaban los compañeros, anunciándole que apenas quedabagazpacho en el barreño, pero él seguía bajo la luz del candil, sentadoen un pedazo de tronco, encorvado el cuerpo sobre una mesilla baja, enla que se empotraban sus rodillas como en un cepo. Escribía lenta ytrabajosamente, con una testarudez de campesino. Tenía ante sus ojos unfragmento de periódico, y copiaba las líneas con la ayuda de un tinterode bolsillo lleno de agua ligeramente ennegrecida, y de una pluma romaque trazaba los renglones con la misma paciencia del buey al abrir elsurco.

Zarandilla, que estaba al lado de don Fernando, le habló del muchacho.

—Es el Maestrico. Ansí le llaman, por su afición a libros y papeles.Apenas güerve del trabajo, ya está pluma en mano jaciendo palotes.

Salvatierra se aproximó al Maestrico, y éste volvió la cabeza paramirarle, suspendiendo un instante su tarea. Expresábase con ciertaamargura al explicar su deseo de instruirse, quitando horas a su sueño ysu descanso. Le habían criado para bestia; a los siete años era ya zagalen los cortijos o pastor en la sierra; hambre, golpes y fatiga.

—Y yo quiero saber, don Fernando; quiero ser hombre y no afrentarmeviendo trotar las yeguas en la era y pensando que somos tan irracionalescomo ellas. Todo lo que nos pasa a los pobres es porque no sabemos.

Miraba amargamente a sus compañeros, a la gente de la gañanía,satisfecha de su ignorancia, que se burlaba de él llamándole el Maestrico, y hasta le tenía por loco viéndole a la vuelta del trabajodeletrear pedazos de periódico o sacar de su faja la pluma y elcuaderno, escribiendo torpemente ante el pábilo del candil. No habíatenido maestro: se enseñaba a sí mismo. Sufría al pensar que otrosvencían fácilmente con el auxilio ajeno los obstáculos que a él leparecían insuperables.

Pero tenía fe y seguía adelante, convencido deque si todos le imitaban cambiaría la suerte de la tierra.

—El mundo es del que más sabe, ¿verdad, don Fernando? Si los ricos sonfuertes y nos pisan y hacen lo que quieren, no es porque tengan eldinero, sino porque saben más que nosotros...

Estos infelices se burlande mí cuando les digo que se instruyan, y me hablan de los ricos deJerez, que son más bárbaros que los gañanes. ¡Pero eso no es cuenta!Estos ricos que vemos de cerca son unos peleles, y sobre ellos están losotros, los verdaderos ricos, los que saben, los que hacen las leyes delmundo, y sostienen ese intríngulis de que unos cuantos lo tengan todo yla gran mayoría no tenga nada. Si el trabajador supiera lo que ellos, nose dejaría engañar, les haría frente a todas horas, y cuando menos, losobligaría a que se partiesen el poder con él.

Salvatierra admiraba la fe de este joven que se creía poseedor delremedio para todos los males sufridos por la inmensa horda de lamiseria. ¡Instruirse! ¡Ser hombres!... Los explotadores eran unoscuantos miles y los esclavos centenares de millones. Pero apenaspeligraban sus privilegios, la humanidad ignorante encadenada altrabajo, era tan imbécil, que ella misma se dejaba extraer de su senolos verdugos, los que vistiendo un traje de colorines y echándose elfusil a la cara, volvían a restablecer a tiros el régimen de dolor y dehambre, cuyas consecuencias sufrían después, al volver abajo. ¡Ay! ¿silos hombres no viviesen ciegos y en la ignorancia, cómo podríamantenerse este absurdo?

Las afirmaciones candorosas del muchacho, hambriento de saber, hacíanreflexionar a Salvatierra. Tal vez este inocente veía más claro queellos, los hombres endurecidos en la lucha, que pensaban en lapropaganda por la acción y en las rebeldías inmediatas. Era un espíritusimple, como los creyentes del cristianismo primitivo, que sentían lasdoctrinas de su religión con más intensidad que los Padres de laIglesia. Su procedimiento era de una lentitud que necesitaba siglos;pero su éxito parecía seguro. Y el revolucionario, escuchando al gañán,se imaginaba una época en la que no existiese la ignorancia y la actualbestia de trabajo, mal nutrida, con el pensamiento petrificado y sinotra esperanza que la insuficiente y envilecedora caridad, semetamorfosease en hombre.

Al primer conflicto entre los felices y los desgraciados, se quebraríael viejo mundo. Los grandes ejércitos organizados por una sociedadbasada en la fuerza, servirían para darla la muerte.

Los trabajadoresuniformados levantarían las culatas de los fusiles que les entregan susexplotadores para que les defiendan, o se valdrían de estas armas paraimponer la ley de la felicidad de los más, a los pastores perversos quedurante siglos mantenían al rebaño humano en la injusticia. Cambiaría derepente la faz del mundo, sin sangre y sin catástrofes. Desaparecerían,con los ejércitos y las leyes fabricadas por los poderosos, todo elantagonismo entre los felices y los desgraciados, todas las imposicionesy crueldades que convierten la tierra en un presidio. Sólo quedaríanhombres. ¡Y esto podía lograrse tan pronto como la inmensa mayoría delos humanos, el innumerable ejército de la miseria, se diese cuenta desu fuerza, negándose a sostener por más tiempo la obra de latradición!...

Salvatierra sentía halagado su sentimentalismo humanitario por estegeneroso ensueño de la inocencia. ¡Cambiar el mundo sin sangre, con ungolpe teatral, valiéndose de la varilla mágica de la instrucción, sinesas violencias que repugnaban a su alma tierna, y que finalizan siemprecon la derrota de los infelices y las crueles represalias delpoderoso!...

El Maestrico seguía afirmando sus convicciones con una fe, queiluminaba sus ojos cándidos. ¡Ay! ¡Si los pobres supieran lo que sabenlos ricos!... Estos son fuertes y gobiernan, porque la sabiduría está asu servicio. Todos los descubrimientos e invenciones de la ciencia caenen sus manos, son para ellos, llegando apenas los residuos a los deabajo. Si alguien salía de la masa miserable, elevándose por sucapacidad, en vez de permanecer fiel a su origen, prestando apoyo a loshermanos, desertaba

de

su

puesto,

volviendo

las

espaldas

a

ciengeneraciones de abuelos esclavos, aplastados por la injusticia, y vendíasu cuerpo y su inteligencia a los verdugos, mendigando un puesto entreellos. La ignorancia era la peor servidumbre, el más atroz martirio delos pobres. Pero la instrucción aislada e individual resultaba inútil:sólo servía para formar desertores, tránsfugas, que se apresuraban aalinearse con el enemigo. Debían instruirse todos al mismo tiempo:adquirir la gran masa el conocimiento de su fuerza, apropiarse de golpelas grandes conquistas de la razón humana.

—¡Todos! ¿me entiende usted, don Fernando? Todos a la vez, gritando:«No queremos más engaños; no os serviremos para que esto continúe».

Y don Fernando aprobaba con movimientos de cabeza. Sí, todos al mismotiempo; así había de ser: todos, despojándose de la piel de labestialidad resignada, única vestidura que la tradición cuidaba demantener sobre sus hombros.

Pero al volver su vista por la gañanía, llena de sombra y de humo,creyó abarcar con sus ojos toda la humanidad explotada e infeliz. Unosacababan de devorar las sopas, con las que engañaban su hambre; otros,tendidos, regoldaban satisfechos, creyendo en una digestión que noañadía nada al quebrantado vigor de su vida; todos aparecíanembrutecidos, repugnantes, sin voluntad para salir de su estado;creyendo confusamente en el milagro como única esperanza, o pensando enuna limosna cristiana que le permitiese un minuto de descanso en sudesesperado rodar por la cuesta de la miseria. ¡Cuánto tiempo no habíade transcurrir hasta que aquella pobre gente abriese los ojos yaprendiera el camino! ¡Quién podría despertarla, infundiéndola la fe deaquel pobre mozo que caminaba a tientas, con los ojos fijos en unaestrella lejana que él solo veía!...

El grupo de los de la idea, abandonando el cuenco limpio ya degazpacho, vino a sentarse en el suelo, en torno de Salvatierra.Gravemente, enrollaban sus cigarros, como si esta operación absorbiesepor completo su pensamiento. El tabaco era su única voluptuosidad, ytenían que calcular la duración de la pobre cajetilla durante toda lasemana. Manolo el de Trebujena había sacado del serón de su asno untonelillo de aguardiente y servía copas en el centro de un corro.Acudían a él, con avidez de enfermos, los viejos gañanes de caraapergaminada y barbas recias, brillando en sus ojos el consuelo delalcohol. Los jóvenes sacaban de la faja las monedas de cobre, despuésde largos titubeos,

y

bebían,

justificando

mentalmente

este

gastoextraordinario con el absurdo pensamiento de que al día siguiente nohabían de trabajar. Algunas muchachas, de sueltos ademanes, avanzabancautelosas, con paso de gatas, hasta confundirse con los grupos de losmozos, chillando cuando éstos las ofrecían una copa después deinnumerables pellizcos y restregones de brutal deseo.

Salvatierra escuchaba a Juanón, un antiguo camarada que trabajaba en elcortijo y había hecho el viaje a Jerez, sólo por verle cuando llegó delpresidio.

Era un hombre enorme, membrudo, con los pómulos salientes, la mandíbulacuadrada y fiera, el pelo recio e hirsuto invadiéndole la frente, y unosojos profundos que, en ciertos momentos, brillaban con el resplandorverdoso de los felinos.

Había sido viñador, pero por su fama de revoltoso y pendenciero, teníaque dedicarse al trabajo de los cortijos, encontrando ocupación sólo enMatanzuela, gracias a Rafael, que le protegía por ser amigo de supadrino. Juanón inspiraba respeto a toda la gañanía. Era un impulsivo,sin recaídas de desaliento: una voluntad enérgica que se imponía a loscompañeros.

Lenta y sentenciosamente hablaba a Salvatierra, mirando al mismo tiempoa la gente con un mohín de superioridad, acompañado de frecuentessalivazos en el suelo.

—Esto ha cambiado mucho, Fernando. Vamos paatrás y los ricos son másamos que nunca.

Tuteaba a Salvatierra a uso de compañero y hablaba con desprecio de lagente trabajadora. Los jóvenes ya los veía allí: creyéndose felices conuna copa y sin más pensamiento que hacer suyas a las compañeras detrabajo. No había más que fijarse en la frialdad con que habíanpresenciado la llegada de Salvatierra. Muchos ni sentían la curiosidadde aproximarse a él: hasta habían sonreído irónicamente, como sidijeran: «Un embustero más». Para ellos eran embusteros los periódicosque leían los viejos en voz alta; embusteros los que hablaban de lafuerza de la asociación y de una revuelta posible: sólo eran verdad lostres gazpachos y los dos reales de jornal, y con esto, alguna borracherade vez en cuando y el asalto de una trabajadora, a la que afligían conel engendramiento de un nuevo desgraciado, se consideraban felicesmientras duraba en ellos el optimismo de la juventud y la fuerza. Siseguían el impulso de las huelgas, era por el ruido y el desorden queéstas traían. De los antiguos, quedaban aún muchos fieles a la idea,pero apocados de ánimo, miedosos, encorvados bajo el temor que habíansabido infundirles los ricos.

—Hemos sufrido mucho, Fernando. Mientras tú estabas allá lejospadeciendo, esto nos lo han transformado.

Y hablaba del régimen de terror que reducía al silencio toda lacampiña. La ciudad rica, odiada por los siervos del campo, velaba sobreellos con un gesto cruel e inexorable para ocultar el miedo que lestenía. Los amos poníanse en guardia a la menor conmoción. Bastaba que sereuniesen con cierto misterio unos cuantos jornaleros en un hato, en unrancho de la campiña, para que al momento sonasen los ricos el toque dealarma en los periódicos de toda España, y llegaran nuevos soldados aJerez, y la guardia civil corriera el campo amenazando a todo el que noestaba conforme con lo exiguo del jornal y la miseria de laalimentación. ¡La Mano Negra! ¡Siempre aquel fantasma, agrandado porla exuberante imaginación andaluza, que los ricos cuidaban de conservarvivo y en pie para moverlo así que los gañanes formulaban la másinsignificante petición!...

Para sostener sus injusticias y la servidumbre tradicional, necesitabandel estado de guerra, fingir que vivían entre peligros, quejándose delos gobiernos porque no les protegían bastante. Si los braceros pedíanque les diesen de comer como a seres humanos, que les dejasen fumar uncigarro más en las horas veraniegas de sol abrasador, que les aumentasenlos dos reales en unos cuantos céntimos, todos gritaban desde arribarecordando La Mano Negra, afirmando que iba a resucitar.

Juanón, impulsado por la cólera, poníase de pie. ¡La Mano Negra! ¿Quéera aquello? Él había sufrido persecuciones por creerle afiliado aella, y aún no sabía ciertamente en qué consistía. Meses enteros habíaestado en la cárcel con otros desgraciados. Le sacaban por la noche delencierro, para golpearle, en la oscura soledad del campo. Las preguntasde los hombres con uniforme iban acompañadas de culatazos que hacíancrujir sus huesos, de palizas locas que se exacerbaban ante susnegativas. Aún guardaba en el cuerpo las cicatrices de estos obsequiosde los ricos de Jerez. Podían haberle muerto sin que él contestase agusto de sus atormentadores. Sabía de sociedades para defender la vidade los jornaleros y resistirse a los abusos de los amos; él formabaparte de ellas; pero de La Mano Negra, de la terrorífica asociacióncon sus puñales y sus venganzas, no sabía una palabra.

Como prueba de su existencia novelesca, sólo había un muerto, unasesinato vulgarísimo en un país de vino y de sangre: y por estehomicidio habían muerto unos cuantos trabajadores en garrote vil, ycentenares de infelices como él vivieron en la cárcel sufriendotormentos que a algunos les costaron la existencia. Pero desde entoncestenían los amos un espantajo para levantarlo como bandera, La ManoNegra, y no intentaban los pobres de la campiña el más leve movimientohacia su bienestar, que no surgiese el fantasma lúgubre goteando sangre.

Todo lo autorizaba el tétrico recuerdo. Por la más leve falta seapaleaba a un hombre en el campo; el gañán era un ser sospechoso contrael cual todo era lícito. Los excesos de celo de la autoridad seagradecían y premiaban, y al que osaba protestar se le imponía silenciocon el recuerdo de La Mano Negra. La gente joven escarmentaba con esteejemplo; los hombres tenían miedo, y los ricos, allá en la ciudad, conla imaginación fortalecida

por

el

vino

de

sus

bodegas,

seguían

añadiendocaperuzas a su fantasma, colgándole nuevos adornos de terror,agrandándolo de tal modo, que los mismos que lo habían visto nacerhablaban de él como de algo horriblemente legendario ocurrido en tiemposremotos.

Juanón calló, y sus compañeros permanecieron como aterrados por aquelespectro de la imaginación meridional, que parecía cubrir con sustrapajos negros todo el campo de Jerez.

La gañanía, después de la cena, había recobrado la calma de la noche.Muchos hombres dormían tendidos en sus esterillas con un ronquidofatigoso, aspirando a ras de tierra las emanaciones asfixiantes delrescoldo de boñiga. En el fondo, las mujeres, sentadas en el suelo conlas faldas abombadas como hongos, contábanse

cuentos

o

relatabancuraciones

maravillosas

ocurridas en la sierra por milagro de lasvírgenes.

Una canturía a media voz elevábase sobre el murmullo de lasconversaciones. Eran los gitanos que continuaban su comidaextraordinaria. La tía Alcaparrona había sacado de bajo de sus faldasuna botella de vino para celebrar su buena fortuna en la ciudad. Laprole salía a sorbo en el reparto, pero la vista del vino era suficientepara esparcir la alegría. Alcaparrón, con la vista puesta en su madre,que era la mayor de sus admiraciones, cantaba acompañado de las palmasque batían en sordina todos los de la familia. El gitanillo gemía «suspesares y sus penas»

con ese sentimentalismo falso de la canciónpopular, añadiendo que «al escucharle un pájaro, se le habían caído desentimiento las plumas a millares»; y la vieja y su gente le jaleaban,alabando su gracia con tanto entusiasmo como si se alabasen ellosmismos.

Alcaparrón cortó de repente el canto para hablar a su madre, con laincoherencia del gitano que salta caprichoso de un pensamiento a otro.

—Mare, ¡y qué desgraciaos somos los pobresitos gitanos! Los gachés loson todo: reyes, alcardes, jueses y generales, y los cañís no somosná.

—¡Caya, malange! Tampoco dengún gitano es carselero ni verdugo... Anda,bobo: echa otra.

Y reanudaron el canto y el palmoteo con nuevos bríos.

Un gañán ofreció una copa de aguardiente a Juanón, que la rechazó con sumanaza.

—Eso es lo que nos pierde—dijo sentenciosamente.—La bebía mardita.

Y apoyado por los gestos de aprobación del Maestrico, que habíaguardado sus avíos de escribir para unirse al grupo, Juanón anatematizóla embriaguez. Aquella gente miserable lo olvidaba todo cuando bebía. Sillegaban a sentirse hombres alguna vez, no tendrían los ricos más queabrir las puertas de sus bodegas para vencerlos.

Muchos en el grupo protestaron de las palabras de Juanón.

¿Qué podíahacer un pobre sino beber, para olvidar su miseria?

Y roto el silenciorespetuoso que imponía la presencia de Salvatierra, hablaron muchos a untiempo, para expresar sus dolores y sus cóleras. La comida era cada vezpeor: los ricos abusaban de su fuerza, de aquel miedo que habíaninfundido y propalado.

Únicamente en la época de la trilla les daban un guiso de garbanzos: elresto del año pan, sólo pan, y en muchos sitios, tasado. Explotabanhasta sus necesidades más imperiosas. Antes, al arar la tierra, por cadadiez arados había un hombre suplente, que ocupaba el sitio del que seretiraba un momento para librarse de los residuos del gazpacho. Ahora,para economizarse este suplente, daban cinco céntimos al arador, con lacondición de no abandonar la yunta aunque el estómago le atormentase conlos más crueles llamamientos, y a esto le llamaban ellos con una sornatriste, «vender el... sitio más innoble del cuerpo».

Cada año venían a los cortijos más mujeres de la sierra. Las hembraseran sumisas; la debilidad femenil las hacía temer al arreador y seesforzaban en su trabajo. Los manijeros, agentes reclutadores,bajaban de la montaña al frente de sus bandas empujadas por el hambre.Describían en los pueblos la campiña de Jerez como un lugar deabundancia, y las familias confiaban al manijero las hijas apenasentradas en la pubertad, pensando, con una avidez sin entrañas, en losreales que traerían recogidos después de la temporada de trabajo.

El arreador de Matanzuela y algunos del corro, que eran manijeros,protestaron. Los hombres de la gañanía que aún no dormían habíanseagrupado en torno de Salvatierra.

—Nosotros somos mandaos—dijo el arreador.—¿Qué hemos de jacer, pobresde nosotros? Eso, a los amos, que son los que nos mandan.

El viejo Zarandilla intervino también, por considerarse comprendido enel llamado gobierno del cortijo. ¡Los amos!...

Ellos podían arreglarlotodo, sólo con acordarse un poco del pobre; con tener caridad, muchacaridad.

Salvatierra, que escuchaba impasible las palabras de los jornaleros, seagitó, rompiendo su mutismo al oír al viejo. ¡La caridad! ¿Y para quéservía? Para mantener al pobre en la esclavitud, esperando unas migajasque acallaban su hambre por un momento y prolongaban su servidumbre.

La caridad era el egoísmo disfrazándose de virtud; el sacrificio de unapequeñísima parte de lo superfluo repartida a capricho.

Caridad, no:¡justicia! ¡a cada cual lo suyo!

Y el revolucionario enardecíase al hablar: abandonaba su sonrientefrialdad; brillábanle los ojos tras las gafas azuladas, con el fuego dela rebelión.

La caridad no había hecho nada por dignificar al hombre.

Diecinuevesiglos llevaba de reinado; la cantaban los poetas como inspiracióndivina; la ensalzaban los felices como la mayor de las virtudes, y elmundo estaba igual que el día en que apareció ella por primera vez conla doctrina del Cristo. La experiencia resultaba suficientemente largapara apreciar su inutilidad.

Era la más impotente y anémica de las virtudes. Había tenido palabrasamorosas para el esclavo, pero no había roto sus cadenas; ofrecía unmendrugo al siervo moderno, pero no osaba el menor reproche contra laorganización social que le condenaba a la miseria por el resto de suvida. La caridad, sosteniendo al menesteroso un instante para que tomasefuerzas, era tan virtuosa como la campesina que alimenta a las aves desu corral y las mantiene bien cebadas, hasta el momento de devorarlas.

Nada había hecho esta virtud pálida para libertar a los hombres. Era larebeldía, la protesta desesperada, la que había roto las ligaduras delantiguo siervo, la que emanciparía al asalariado moderno, adulado contoda clase de derechos ideales, menos el derecho al pan.

Salvatierra, en la exaltación de su pensamiento, quería estrujar todoslos fantasmas con los que se había aterrado o entretenido durante siglosa los menesterosos, para que no estorbasen la feliz placidez de losprivilegiados.

Sólo la Justicia social podía salvar a los hombres, y la Justicia noestaba en el cielo, vivía en la tierra.

Más de mil años se habían resignado los parias, con el pensamientopuesto en el cielo, confiando en una compensación eterna. Pero el cieloestaba vacío. ¿Qué desgraciado podía ya creer en él? Dios se había idocon los ricos; apreciaba como una virtud digna de la gloria eterna, elque de tarde en tarde repartiesen éstos un fragmento de su fortuna,conservándola íntegra y reputando como un crimen las reclamaciones debienestar de los de abajo.

Aunque el cielo existiese, el infeliz se negaría a entrar en él, como enun lugar de injusticia y privilegio donde penetra lo mismo el que pasala vida sufriendo, que el que vive en la riqueza distrayendo su tediocon la voluptuosidad de la limosna.

El cristianismo era una mentira más, desfigurada y explotada por los dearriba para justificar y santificar sus usurpaciones.

¡Justicia, y noCaridad! ¡Bienestar en la tierra para los infelices y que los ricos sereservasen, si la deseaban, la posesión del cielo, abriendo la mano parasoltar sus rapiñas terrenales!

Los miserables no podían esperar nada de lo alto. Sobre sus cabezas sóloexistía