Germana by Edmond About - HTML preview

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Germana llevaba ya un mes del tratamiento por el yodo. El doctor asistíatodas las mañanas a la inspiración, y muchas veces le acompañaba elseñor Delviniotis. Este tratamiento no es infalible, pero es suave yfácil. Una corriente de aire caliente disuelve lentamente un centigramode yodo y lo hace penetrar en los pulmones sin esfuerzo ni dolor alguno.El yodo puro no embriaga a los enfermos como la tintura, no provoca latos, no produce estomatitis. Su único defecto es dejar en la boca unligero sabor a herrumbre, al cual el enfermo no tarda en acostumbrarse.Los señores Le Bris y Delviniotis acostumbraron suavemente a Germana aeste medicamento nuevo. En su impaciencia por curar hubiera queridoarrancarse su mal a viva fuerza; pero ellos no le permitían más que unainspiración diaria y aun muy corta: tres minutos, cuatro a lo más. Conel tiempo aumentaron la dosis y a medida que la curación avanzaballegaron a darle hasta dos centigramos diarios.

El estado de la enferma mejoraba con una rapidez increíble, gracias a ladiscreta colaboración de Mateo Mantoux. Un desconocido que hubieseestado por primera vez en la villa Dandolo no habría sospechado que allíhubiese una tísica. A fines de agosto, Germana estaba fresca como unarosa y redonda como una fruta. En aquel hermoso jardín donde laNaturaleza había acumulado todas sus maravillas, el sol no alumbrabanada más brillante que aquella mujer completamente nueva, por decirloasí, que salía de la enfermedad como una joya de su estuche. No sólo loscolores de la juventud florecían en su rostro, sino que la saludmetamorfoseaba cada día las formas de su cuerpo. Las dulces oleadas deuna sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente;todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor,recobraban su tensión con una alegría visible.

Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como sebendice a Dios.

Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor LeBris. La curación de Germana podía parecer a los demás una esperanza;sólo para él era una certidumbre. Al auscultar a su querida enferma,comprobaba todos los días la disminución del mal; veía la curación ensus efectos y en sus causas; medía como con un compás el terreno quehabía ganado a la muerte. La auscultación, método admirable que laciencia moderna debe al genio de Hipócrates, permite al médico leer enel cuerpo del enfermo como en un libro abierto. Los resortes invisiblesque se agitan en nosotros producen en su marcha regular un ruido tanconstante como el movimiento de un péndulo. El oído del médico, cuandoestá acostumbrado a percibir esa harmonía de la salud, reconoce porsignos ciertos el más pequeño desorden interior. La enfermedad tiene sulenguaje claro y preciso para el observador inteligente que asiste a losprogresos de la vida o de la muerte. Un sonido mate designa al médicolas partes del pulmón donde el aire ya no penetra; un estertorparticular le indica las cavernas invasoras que caracterizan el últimoperíodo de la tuberculosis. El señor Le Bris reconoció bien pronto quelas partes impermeables al aire se circunscribían de día en día; que elestertor se extinguía poco a poco; que el aire entraba suavemente en lascélulas vivificadas que envolvían las cavernas cicatrizadas. Habíadibujado, para la vieja condesa, el plano exacto de los estragos que laenfermedad había hecho en el pecho de la joven. Todas las mañanastrazaba con lápiz un nuevo contorno que atestiguaba el progresocotidiano de la curación. Balzac ha descrito el caso de un individuo, ensu novela La piel de zapa, cuya vida, figurada por un cuero que élcorta a medida de sus deseos y necesidades, se va limitando cada día. Elcaso de Germana era al revés.

El 31 de agosto, el señor Le Bris, dichoso como un vencedor, dio unpaseo a pie hasta la ciudad. El campo le agradaba, pero no desdeñabatampoco una vuelta por la explanada donde le divertían las cornamusas delos regimientos escoceses. Además, contemplaba el humo de los vapores,creía aproximarse a París. Le agradaba también comer en compañía de losoficiales ingleses y curiosear después un rato por las callescomerciales. Admiraba a los soldados vestidos completamente de blanco,con sombrero de paja, guantes amarillos y zapatos cuidadosamentelustrados, a la hora en que aquellos bravos, acompañados de suspequeños, iban a comprar sus provisiones.

Reposaban los ojos en elespectáculo de las admirables instalaciones de frutas verdes que losvendedores procuraban presentar con una limpieza inglesa. El uno frotabalas ciruelas contra su manga para sacarlas lustre; el otro cepillaba conun cepillito de sombrero el terciopelo rosado de los melocotones. Era unpintoresco batiburrillo en el que se veían melones del tamaño decalabazas, limones gruesos como melones, ciruelas como limones y uvascomo ciruelas. Quizá también el joven doctor miraba con ciertacomplacencia a las lindas griegas asomadas a los balcones y rodeadas deflores. En aquel país de dicha y despreocupación, las burguesitas no sedesdeñan en enviar besos a los extranjeros, como las floristas deFlorencia les arrojan ramos en sus coches. Si su padre las ve, lasabofetea rudamente, en nombre de la moral, y esto da un poco de variedadal cuadro.

Mientras el doctor pasaba el rato inocentemente, el conde Dandolo, elcapitán Bretignières y los Vitré, comían juntos en casa del señor deVillanera. Germana tenía buen apetito; pero en cambio el pobre Gastón nocomía más que con los ojos.

A los postres se entabló una conversación muy interesante. El señorDandolo describió a grandes rasgos la política inglesa en extremoOriente, mostrando a la gran nación establecida en Hong-Kong, en Macao,en Cantón, en todas partes.

—Nuestros hijos—decía—, verán a los ingleses dueños de la China y delJapón.

—¡Alto ahí!—interrumpió el capitán Bretignières. ¿Qué dejaríamosentonces para Francia?

—Todo lo que pida, es decir, nada. Francia es un país desinteresado. Sepasa la vida haciendo conquistas, pero no guarda nada para sí.

—Entendámonos, señor conde. Francia nunca ha tenido egoísmo. Ha hechomás por la civilización que ningún otro país de Europa, y nunca hapedido recompensa. El Universo entero es nuestro deudor; nosotros leproveemos de ideas desde hace trescientos o cuatrocientos años, y no nosha dado nada en cambio. ¡Cuando pienso que ni siquiera tenemos las islasJónicas!

—Ya las han tenido, capitán, y no han querido conservarlas.

—¡Ah! ¡si yo tuviese mis dos piernas!

—¿Qué haría usted, capitán?—preguntó la señora de Villanera.

—¿Qué haría, señora? Mi país no tiene ambición; ya la tendría yo porél. Yo le daría las islas Jónicas, Malta, las Indias, la China y elJapón; y no sufriría que se hablase de monarquía universal.

—El señor de Bretignières—dijo Germana—se parece al preceptor aquelde quien uno de los alumnos robó un higo. Le hizo un sermón sobre laglotonería y se comió el higo en el calor de la improvisación.

El capitán se detuvo ruborizándose hasta las orejas.

—Creo—dijo—que he ido más lejos que mi pensamiento. ¿Dónde estábamos?

—En todas partes—respondió el conde Dandolo.

—Es justo, puesto que hablamos de Inglaterra. ¿Cree usted que si lo deKy-Tcheou hubiese ocurrido a un navío inglés se hubieran conformado susoficiales con bombardear la ciudad? ¡No son tan tontos! Inglaterrahabría conseguido un buen tratado de comercio, cien millones en metálicoy cincuenta leguas de territorio.

—¿Lo cree usted?—preguntó el señor Dandolo.

—Estoy seguro.

—Pues bien, ¿para qué discutir más? Soy de igual opinión.

—¿Qué es esa historia de Ky-Tcheou?—preguntó Germana.

—¿No ha leído usted eso, señora?

—Nosotros no vemos ningún periódico aquí, a excepción de usted, queridoconde.

—Pues bien, lo de Ky-Tcheou es un asunto de importancia. Los chinos hanasesinado a dos misioneros y a un comandante francés; los franceses hanarrasado la ciudad, tan completamente, que su nombre no figura ya en elmapa; las gentes se preguntan en qué quedará eso; yo creo que en nada.

El conde, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó alseñor Dandolo:

—¿Es reciente la historia de que usted habla?

—De ahora mismo. Ha llegado en el último correo. ¿No ha oído hablarusted de la Náyade? ¿No ha leído la muerte del comandante Chermidy?

El conde de Villanera palideció; Germana le miró fijamente parasorprender en él un síntoma de alegría; la vieja condesa se levantó dela mesa y el señor Dandolo pasó al salón sin haber contado la historiade Ky-Tcheou.

Germana aprovechó el momento en que se servía el café para arrastrar alseñor de Villanera hasta el jardín. El sol se había puesto dos horasantes y la noche era calurosa como un día de verano. Los dos esposos sesentaron juntos en un banco rústico a orillas del mar. La luna no habíaaparecido aún en el horizonte, pero las estrellas fugaces cruzaban elcielo en todas direcciones, y las olas iluminaban la playa con susfosforescencias.

Don Diego aun estaba aturdido por la noticia que acababa de oír. Habíarecibido una sacudida violenta; pero la impresión había sido tanrepentina que aun no podía darse cuenta exacta de si era de placer o depena. Se parecía al hombre que se ha caído de un tejado y se palpa parasaber si está muerto o vivo. Mil reflexiones rápidas atravesabanconfusamente su espíritu, como las antorchas que cruzan un campo sindisipar las tinieblas. Germana no estaba más tranquila que él. Presentíaque su vida iba a decidirse en una hora y que su médico no era ya elseñor Le Bris, sino el señor de Villanera. No obstante, los dos jóvenes,conmovidos hasta el fondo del alma por una emoción violenta,permanecieron algunos instantes sentados el uno al lado del otro en elmás profundo silencio. Un pescador que pasaba cerca de la orilla lestomó seguramente por dos amantes dichosos, absortos en la contemplaciónde su felicidad.

Germana fue la primera en hablar. Se volvió hacia su marido, le cogiólas dos manos y le dijo con voz ahogada:

—Don Diego, ¿lo sabía usted?

—No, Germana. Si lo hubiera sabido se lo habría dicho. No tengosecretos para usted.

—¿Y qué impresión le ha producido a usted la noticia? ¿De disgusto o dealegría?

—No sé qué responder y me pone usted en un verdadero compromiso.

Déjemetiempo para que pueda darme cuenta de lo que me pasa. Ese acontecimientono puede alegrarme, ya lo sabe usted. Pero si yo le dijese que me sabemal creería usted que yo había tomado mis medidas para esa fataleventualidad. ¿No es eso lo que usted piensa?

—Yo no estoy segura de lo que pienso, don Diego. Mi corazón late tanfuerte, que me sería difícil oír otra cosa. La única idea que se mepresenta clara es la de que esa mujer es libre. Si le había prometidoquedarse viuda, ha cumplido su palabra antes que usted. Ha sido laprimera en llegar a la cita que le ha dado usted, y yo temo...

—¿Qué teme usted?

—Ser un obstáculo, puesto que mi vida le separa de la dicha y que misalud le hace perder toda esperanza.

—Su vida y su salud, Germana, son presentes de Dios. Es un milagro delCielo el que la ha conservado a usted, y ahora que ya conozco a ustedbendigo desde el fondo de mi corazón los decretos de la Providencia.

—Le doy las gracias, don Diego, y le reconozco a usted en ese lenguajenoble y religioso. Es usted demasiado buen cristiano para rebelarsecontra un milagro. Pero,

¿no siente usted ningún disgusto? Hábleme ustedcon entera franqueza porque ya estoy lo suficientemente fuerte paraoírlo todo.

—Lo único que siento es no haber dado a usted mi primer amor.

—¡Qué bueno es usted! Esa mujer no ha sido jamás digna de usted. Yo nola he visto nunca, pero instintivamente la detesto, la desprecio.

—No hay necesidad de despreciarla, Germana. Yo ya no la amo porque micorazón está lleno de usted y no queda en él sitio para otra; pero notiene usted razón al despreciarla, se lo juro.

—¿Por qué quiere usted que sea yo más indulgente que el resto delmundo? Ella ha faltado a todos sus deberes engañando a un hombre honradoque le había dado su nombre. ¿Cómo una mujer puede hacer traición a sumarido?

—Es culpable a los ojos del mundo, pero yo no puedo censurarla porqueme amaba.

—¿Y quién no amaría a usted, amigo mío? ¡Es usted tan bueno, tangrande, tan noble, tan hermoso! No, no haga usted gestos de protesta. Yono tengo peor gusto que las otras y sé bien lo que digo. Usted no separece al señor Le Bris, ni a Gastón de Vitré, ni a Spiro Dandolo ni aninguno de esos que tienen éxito con las mujeres; y no obstante, fue alverle a usted la primera vez cuando comprendí que el hombre era la másbella criatura de Dios.

—¿Me ama usted, pues, un poco, Germana?

—Hace ya mucho tiempo. Desde el día que entró usted en el palacioSanglié. Y, sin embargo, no era para nada bueno para lo que iba usted ami casa. Cuando el doctor propuso el negocio a mis padres, yo creí queiba a casarme con un mal hombre. Yo me prometía sufrirle con paciencia yabandonarle sin pesar. Pero cuando le encontré en el salón, quedéavergonzada y lamenté que un cálculo tan vil hubiese nacido en unacabeza tan noble y tan inteligente. Entonces comencé a tratarle condespego; ¿sabe usted por qué? Me hubiera muerto de vergüenza si hubieraadivinado usted que yo le amaba. Esto no entraba en nuestros tratos.Durante todo el viaje no pensé más que en darle disgustos. ¿Cree ustedque me hubiera conducido con tanta ingratitud de serme ustedindiferente? Pero yo estaba furiosa al ver que si me trataba usted tanbien era por descargo de su conciencia. Después, sin quererlo, pensabaen la otra que le esperaba en París. Además temía adquirir una dulcecostumbre de dicha y de amor que la muerte vendría a romper. Y porúltimo ¡estaba tan enferma y sufría tan cruelmente! El día en que lloróusted asomado a la ventanilla, yo lo vi y estuve a punto de pedirleperdón y de saltarle al cuello, pero el orgullo me contuvo. Yopertenezco a una raza ilustre, amigo mío, y soy la única en mi familiaque se haya vendido por dinero.

El día que fuimos a Pompeya, estuve apunto de descubrirme. ¿Se acuerda usted? Yo no he olvidado nada, ni susdulces palabras, ni mis extravagancias, ni sus cuidados tan tiernos ytan pacientes, ni todo el mal que le hice. Yo le he dado un cáliz bienamargo y usted lo ha apurado hasta las heces. Verdad es que yo no eratampoco más feliz. Yo no estaba segura de usted, temía equivocarme sobreel sentido de sus bondades y de interpretar por señales de amor lo queera piedad. Lo único que me tranquilizaba un poco era el placer quemanifestaba usted en quedarse a mi lado. Cuando usted paseaba por eljardín, yo, desde mi diván, le seguía con el rabillo del ojo y muchasveces fingía dormir para que usted se acercase a mí con más libertad. Notenía necesidad de abrir los ojos para saber que usted estaba allí; leveía a través de las pestañas. Y en cualquier lugar que usted esté yo leadivino y sería capaz de encontrarle con los ojos cerrados.

Cuando ustedestá a mi lado, mi corazón se dilata y se hincha de tal modo, que no mecabe en el pecho. Cuando usted habla, su voz me entra a borbotones porlos oídos y me embriago oyéndole. Cada vez que mi mano toca la de usted,un estremecimiento me recorre todo el cuerpo y experimento una sensacióntan dulcemente extraña que me conmueve hasta la raíz del cabello. Cuandousted se aleja por un instante, cuando no puedo verle ni oírle, se haceun gran vacío a mi alrededor y siento que hasta la tierra me falta bajolos pies. Ahora, don Diego, dígame si le amo, porque usted tiene másexperiencia que yo y no se puede equivocar. Yo no soy más que una pobreignorante, pero usted debe recordar si es así como le amaban en París.

Esta confesión ingenua descendía como un rocío matinal sobre el corazónde don Diego. Y se sintió tan deliciosamente refrescado que olvidó nosólo los cuidados presentes, sino hasta los placeres pasados. Una luznueva iluminó su espíritu; comparó de una sola ojeada sus antiguosamores, agitados y cenagosos como un charco, con la dulce limpidez de lafelicidad legítima. Es la historia de todos los maridos jóvenes.

El día en que descansan la cabeza sobre la almohada conyugal, adviertencon una dulce sorpresa que nunca habían dormido tan bien.

El conde besó tiernamente las dos manos de Germana y le dijo:

—Sí, tú me amas, y nadie me ha amado nunca como tú. Tú me has hecho verun mundo nuevo, lleno de delicias honestas y de placeres sinremordimientos. Yo no sé si te he salvado la vida, pero tú me has pagadocon creces la deuda abriendo mis ojos ciegos a la santa luz del amor.Amémonos, Germana, tanto como nuestro corazón sea capaz. Dios que nos haunido por el matrimonio, se alegrará de haber hecho dos dichosos más.Olvidemos al mundo entero para ser el uno del otro; cerremos los oídos atodos los ruidos del mundo, tanto si vienen de la China como de París.Este es el paraíso terrestre; vivamos para nosotros solos bendiciendo lamano que nos ha colocado en él.

—Vivamos para nosotros—dijo la joven—y para los que nos aman. Yo nosería dichosa si no tuviese con nosotros a nuestra madre y a nuestrohijo. Les he amado tiernamente desde el primer día. ¡Y cómo se leparecen los dos, amigo mío! Cuando el pequeño Gómez viene a jugar aljardín me parece que veo su sonrisa de usted en su carita. Estoy muycontenta de haberlo adoptado. Esa mujer no me lo robará jamás, ¿no esverdad? La ley me lo ha dado para siempre; es mi heredero, ¡mi únicohijo!

—No, Germana—respondió el conde—, es tu hijo mayor.

Germana tendió los brazos a su marido, se los anudó alrededor delcuello, le atrajo hacia sí y colocó dulcemente su boca sobre sus labios.Pero la emoción de este primer beso fue más fuerte que la pobreconvaleciente. Sus ojos se velaron y todo su cuerpo desfalleció. Cuandose sintió algo más repuesta se dirigió a la casa del brazo de su marido.Apoyaba en él todo el peso de su cuerpo y marchaba casi suspendida, comoun niño que da sus primeros pasos.

—Ya lo ve usted—le dijo—, estoy aún bastante débil a pesar de lasapariencias. Me creía fuerte y he aquí que una apariencia de dicha habastado para derribarme. No me diga usted esas cosas tan bonitas, no mehaga demasiado dichosa; cuídeme hasta que esté fuera de peligro. ¡Seríamuy triste morir cuando comienza una vida tan hermosa!

Ahora, voy aapresurar mi curación y a cuidarme con todas mis fuerzas. Vuelva ustedal salón; yo voy corriendo a ocultarme en mi habitación. Hasta mañana,amigo mío; ¡le amo!

Ella subió a su dormitorio y se arrojó sobre la cama, tan confusa comoemocionada.

Un punto luminoso que brillaba en un ángulo de la estanciaatrajo su atención. La llama de la lámpara se reflejaba en un pequeñoglobo del yodómetro. Desde lo más profundo de su corazón bendijo aquelaparato bienhechor que le había devuelto la vida y le había de devolverlas fuerzas en algunos días. Entonces se le ocurrió la idea de apresurarsu curación ingiriendo una buena cantidad de yodo sin permiso deldoctor.

Preparó el aparato, lo aproximó a su cama y bebió ávidamente elvapor violáceo, con alegría; no experimentaba disgusto ni fatigas;aquello era la vida que entraba a borbotones en su cuerpo. Se sentíaorgullosa de poder probar al médico que era demasiado prudente; secomplacía en una locura heroica y arriesgaba su vida por el amor a donDiego.

No se supo qué cantidad de yodo había aspirado, ni cuánto tiempo habíaprolongado aquella fatal imprudencia. Cuando la anciana condesa abandonóel salón para ir a ver a la enferma, se encontró con el aparato roto yderribado por el suelo y a Germana con una fiebre violenta. Se laatendió como se pudo hasta el regreso del doctor Le Bris, que llegó acaballo, a media noche. Todos los convidados pernoctaron en la villapara saber con más prontitud las noticias. El doctor estaba espantadoante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderadodel yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusabasecretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a sí mismo.

Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones quepodía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de suscolegas. Los médicos diferían sobre la causa del mal, pero ninguno seatrevió a responder de la curación. El señor Le Bris había perdido lacabeza como un capitán de barco que encuentra un banco de rocas a laentrada del puerto. El señor Delviniotis, más tranquilo, aunque nohabía podido menos que llorar, abrigaba tímidamente un resto deesperanza.

—Quizá—dijo—nos encontramos ante una inflamación adhesiva que cerrarálas cavernas y reparará todos los desórdenes causados por la enfermedad.

El pobre doctor escuchaba esta opinión meneando tristemente la cabeza.Es como si a un arquitecto se le dijese: «La casa construida por ustedestá mal cimentada, pero puede sobrevenir un terremoto y devolverle suequilibrio.» Todos estaban conformes en que la enferma entraba en unacrisis, pero nadie, ni el propio señor Delviniotis, se atrevía aasegurar que no se terminase por la muerte.

Germana deliraba. No reconocía a nadie. En todos los hombres que se leacercaban creía reconocer a don Diego; en todas las mujeres a la señoraChermidy. Sus discursos confusos eran una mezcla de frases de cariño yde imprecaciones. A cada momento preguntaba por su hijo. Le presentabanal pequeño marqués y lo rechazaba con disgusto diciendo: «No es éste.Traedme a mi hijo mayor, al hijo de esa mujer. Estoy segura de que me loha robado.» El niño comprendía vagamente el peligro de su mamaíta, auncuando no tuviese ninguna noción de la muerte. Veía llorar a todo elmundo y él también lloraba lanzando grandes gritos.

Se vio entonces cuán querida era la joven por todos los que le rodeaban.Durante ocho días los amigos de la familia acamparon en la casa,durmiendo donde podían, comiendo lo que encontraban y ocupándoseexclusivamente de la enferma. Los dos médicos estaban encadenados a lacabecera de Germana. El capitán Bretignières no podía estarse quieto unmomento; daba agitados paseos por la casa y el jardín; por todas partesno se oía más que el paso ruidoso de su pierna de madera. El señorStevens abandonó sus asuntos, su tribunal y sus costumbres. La señora deVitré se convirtió en enfermera a las órdenes de la condesa. Los dosDandolo corrían mañana y noche a la ciudad en busca de médicos que nosabían qué decir y de medicamentos que no hacían nada. Los vecinos delos alrededores estaban ansiosos; las noticias de Germana se cotizaban atodas horas en los pequeños castillos de la vecindad. De todos ladosafluían los remedios caseros, las panaceas secretas que se transmiten depadres a hijos.

Don Diego y Gastón de Vitré se asemejaban en su dolor. Se hubiera dichoque eran dos hermanos de la moribunda. El uno y el otro vivían apartadosde los demás y se pasaban el día sentados bajo un árbol o sobre laarena, sumidos en un estupor mudo y sin lágrimas. Si el conde hubiesetenido lugar de ser celoso, lo habría estado de la desesperación deljoven. Pero cada uno de los circunstantes estaba demasiado preocupadopor el peligro de Germana para observar la fisonomía del vecino.Unicamente la señora de Vitré dirigía de cuando en cuando una mirada deansiedad a su hijo, e inmediatamente corría a la cama de Germana, comosi un instinto secreto le dijese que de ella dependía la salvación deGastón.

La viuda de Villanera ofrecía un aspecto terrorífico. Aquella mujeralta, negra, sucia y despeinada, no lloraba más que su hijo, pero en susgrandes y azorados ojos se leía un poema de dolor. No hablaba con nadie,no veía a nadie y dejaba que sus huéspedes se hiciesen ellos mismos loshonores de la casa. Todo su ser estaba consagrado a la salvación deGermana; toda su alma luchaba contra el peligro presente con unavoluntad de hierro. Jamás el genio del bien había adoptado un aspectomás feroz y más terrible. Se leía en su rostro una abnegación furiosa,una amistad exasperada, una ternura irascible. No era ni una mujer niuna enfermera, sino un demonio femenino que disputaba su presa a lamuerte.

En cambio el bueno de Mateo Mantoux tomaba dulcemente el sol. Como todoslos señores se disputaban los quehaceres de los criados, el antiguocerrajero se adjudicaba los ocios de un señor. Se informaba todas lasmañanas de la salud de Germana, únicamente por saber si entraría enposesión muy pronto de sus 1.200 francos de renta.

Atribuía la muerte desu ama al vaso de agua azucarada que le había preparado tanpacientemente todas las noches, y pensaba frotándose las manos que todollega para el que sabe esperar. A mediodía hacía un segundo almuerzo, ypara digerir bien, a estilo de propietario, se paseaba una o dos horasalrededor de la finca a la que había echado el ojo. Notaba que los setosestaban mal cuidados y se prometía reforzarlos, para que no pudiesenentrar los ladrones.

El 6 de septiembre, hasta el señor Delviniotis había perdido todaesperanza. Mateo Mantoux lo supo y se apresuró a escribir «a la señorita le Tas, en casa de la señora Chermidy, calle del Circo, París».

El mismo día, el señor Le Bris escribía al señor de La Tour de Embleuse:

«Señor duque: No me atrevo a llamarle a su lado. Cuando ustedreciba esta carta, ya habrá dejado de existir. Cuide y consuele ala señora duquesa.»

XI

LA VIUDA CHERMIDY

La carta de Mantoux y la promesa formal de la muerte de Germana llegaronel 12 de septiembre a poder de la señora Chermidy.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadiele escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; eldoctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado elpésame por la muerte de su marido.

Comenzaba a dudar del señor deVillanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y atodas las abandonadas de la fábula. Algunas veces se extrañaba de verque su despecho se convertía en amor, sorprendiéndose de suspirar sintestigos y con la mejor buena fe del mundo. El recuerdo de tres añospasados con el conde producía en su corazón una sensación mezcla dedolor y de placer. Se reprochaba, entre otras tonterías, el haberletenido la brida demasiado corta y el haberse hecho tanto de desear; elno haberle saciado de dicha y el no haberle matado de ternura.

—Es culpa mía—pensaba—; lo he acostumbrado a privarse de mí. Si yohubiese sabido apoderarme de él, me habría hecho necesaria para su vida.No hubiera tenido que hacer más que un signo para que abandonase a sumujer, a su madre, a todo, en fin.

Se preguntaba frecuentemente si la ausencia no la había perjudicado enel espíritu de don Diego. Meditaba sobre la locución popular: «Ojos queno ven, corazón que no siente». Pensaba en embarcarse para las islasJónicas, en caer como una bomba en la casa de su amante y en apoderarsede él en una lucha heroica. Le bastaría un cuarto de hora para reanimarel fuego mal extinguido y para reanudar una costumbre que no estaba másque interrumpida. Se veía disputando con la anciana condesa y conGermana; ella sabría anonadarlas con su belleza, con su elocuencia, consu energía.

Entonces se apoderaría de su hijo, huiría con él y lasonrisa irresistible del niño arrastraría al padre.

—¿Quién sabe—se decía—si una escena bien representada no mataría a laenferma?

¿No se ve a mujeres llenas de salud desmayarse en el teatro?Un buen drama representado por mí, tal vez la haría desmayar parasiempre.

Un sentimiento más humano, y por lo tanto más verosímil, la hacíalamentar la ausencia de su hijo. Ella lo había llevado en sus entrañas ypuesto en el mundo; era su madre, después de todo, y sentía habersedeshecho de él en provecho de otra. El amor materno encuentraalojamiento en todas partes; es un huésped sin prejuicios, que sufre lavecindad de las pasiones más bajas. Vive cómodamente en el corazón másdepravado y en el alma más pervertida. La señora Chermidy derramóalgunas lágrimas bien sinceras pensando que había alienado la propiedadde su hijo y abdicado del nombre de madre.

Era verdaderamente desgraciada. Es únicamente en el teatro donde ladesgracia es privilegio de la virtud. No le hubier