Germana by Edmond About - HTML preview

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—¿Dónde están los licenciados de presidio? ¿Los hay en Vaugirard?

—No, señora, en el departamento del Sena no hay ninguno.

—¿Los hay en Saint-Germain?

—No.

—¿En Compiègne?

—No.

—¿En Corbeil?

—Sí.

—¿Cuántos?

—¿Usted espera cogerme en falta?

—Con eso cuento.

—Pues bien, hay cuatro.

—¿Sus nombres? ¡Vamos, César!

—Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

—¡Toma! Las primeras sílabas de esos nombres forman una palabra.

—Usted ha adivinado en seguida el secreto de mi mnemotecnia.

—Repita usted: Rabichon...

—Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

—Es curioso. Ahora todos somos tan sabios como usted. Rabichon,Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. ¿Y qué hacen esas buenas gentes?

—Los dos primeros están provisionalmente en un almacén de papel; eltercero es jardinero y el cuarto tiene una cerrajería.

—Señor Domet, es usted un grande hombre; perdóneme si he dudado de suerudición.

—¡Mientras que no dude de mi obediencia!

El señor Domet partió; era la una y todos se levantaron el uno despuésdel otro.

Besaron religiosamente, como un relicario, aquella pequeñamano blanca que acariciaba la esperanza de un crimen. Al despedirse, lahermosa mujer aun repetía: Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux.

El duque fue el último en salir.

—¿En qué piensa usted?—le dijo—; parece usted preocupada.

—Pienso en Corfú.

—Piense usted en los amigos de París.

—Buenas noches, señor duque. Creo que le Tas ha encontrado undoméstico.

Mañana irá a informarse y uno de estos días hablaremos deello.

Al día siguiente, le Tas tomó el tren de Corbeil. Se hospedó en elhotel de Francia y se puso inmediatamente a recorrer la ciudad. Visitólas papelerías, compró flores a todos los jardineros y se paseó portodas las calles. El domingo por la mañana perdió la llave de su saco deviaje y se dirigió a un pequeño establecimiento de cerrajería de lacarretera de Essonne donde soplaba el fuelle a pesar de la ley deldescanso dominical. La muestra ostentaba este letrero: Mantoux PocaSuerte, cerrajero. El dueño era un hombre pequeño, de treinta a treintay cinco años, moreno, bien formado, vivo y despejado. No había necesidadde mirarle dos veces para ver a qué religión pertenecía. Era de los quehacen del sábado su domingo. El afán del lucro brillaba en sus pequeñosojos y su nariz se asemejaba al pico de un ave de rapiña. Le Tas lerogó que pasase al hotel para forzar una cerradura, lo que Mantoux llevóa cabo como hombre experimentado. Le Tas le retuvo a su lado por losencantos de la conversación.

Le preguntó si estaba contento de susnegocios, y le respondió como hombre disgustado de la vida. Nada lehabía salido bien desde que estaba en el mundo. Había servido como groom y su dueño lo despidió. Entró después como aprendiz en casa deun mecánico y la susceptibilidad de algunos clientes le hizo abandonarel establecimiento. A los veinte años quiso hacer con algunos amigos unnegocio magnífico: un trabajo de cerrajería que debía proporcionar unafortuna a cada uno de los asociados. A pesar de su celo y de suhabilidad, fracasaron vergonzosamente, y después hubo de remar diezaños sin poderse levantar de su caída. Desde entonces todos le llamaban Poca Suerte. Ultimamente había venido a establecerse en Corbeil,después de una larga permanencia en el Midi. Las autoridades de laciudad le conocían a fondo y se interesaban por su suerte; de cuando encuando recibía la visita del señor comisario de policía. No obstante, eltrabajo no abundaba en su taller y eran pocas las casas que estabanabiertas para él.

Le Tas compartió sus pesares y le preguntó por qué no iba a buscarfortuna a otro sitio.

Poca Suerte respondió melancólicamente que no tenía ganas ni medios deviajar.

Tendría que estar allí largo tiempo. La cabra no tiene másremedio que ramonear allí donde la atan.

—¿Aunque no haya nada que ramonear?—preguntó le Tas.

El, por toda respuesta, inclinó la cabeza.

Le Tas le dijo:

—Si no me equivoco, y me parece que no, usted es un excelente hombre,como yo soy una buena muchacha. ¿Por qué no intenta usted colocarse enuna buena casa, puesto que ya ha servido? Yo estoy en París, en casa deuna señora sola que me trata muy bien; y no me sería difícil encontrarlealgo por el estilo.

—Le doy las gracias de todo corazón; pero me está prohibida la estanciaen París.

—¿Por el médico?

—Sí, estoy delicado del pecho.

—Precisamente la plaza que le ofrezco no es en París. Es fuera deFrancia, allá por Turquía, en un país donde los tísicos van a curarsecalentándose al sol.

—Si la casa es buena, eso me gustaría mucho. Pero necesito muchas cosaspara pasar la frontera: dinero, pasaportes, y no tengo nada de eso.

—Nada le faltará si usted conviene a la señora. Pero sería convenientepermanecer en París aunque no fuese más que una o dos horas.

—Eso es fácil. No me ocurriría nada aunque pasase un día entero.

—Seguramente.

—Si nos arreglamos, yo quisiera poner otro nombre en mi pasaporte. Yahe usado bastante el mío, no me ha traído más que desgracia, y quisieradejarlo en Francia junto con mis vestidos viejos.

—Tiene usted razón. Eso es lo que se llama cambiar de piel. Ya hablaréde usted a la señora y si se arregla todo, le escribiré.

Le Tas volvió la misma noche a París. Mantoux, llamado Poca Suerte,creyó haber hallado un hada bienhechora bajo la envoltura de unelefante. Los sueños más dorados fueron a sentarse a su cabecera. Soñóque era a la vez rico y honrado y que la Academia francesa le concedíaun premio a la virtud de cincuenta mil francos de renta.

El lunes por latarde recibió una carta, levantó su destierro y se presentó el martespor la mañana en casa de la señora Chermidy. Se había cortado la barbay los cabellos, pero le Tas se guardó bien de preguntarle por qué.

El esplendor de la casa lo deslumbró; la dignidad severa de la señoraChermidy le impuso el mayor respeto. La hermosa bribona había adoptadouna cara de procurador imperial. Lo hizo comparecer ante ella y lointerrogó sobre su pasado como mujer que no se equivoca. El mintió comoun prospecto y ella hizo ver que lo creía en absoluto.

Cuando le hubodado todos los informes deseables, le dijo:

—Bueno, muchacho, la plaza que le voy a dar a usted es de confianza.Uno de mis amigos, el señor de La Tour de Embleuse, busca un domésticopara su hija que se halla moribunda en el extranjero. Tendrá muy buensueldo y 1.200 francos de renta vitalicia cuando la enferma muera. Estádesahuciada por todos los médicos. El sueldo le será pagado por lafamilia; en cuanto a la renta, le respondo yo. Pórtese usted como unbuen servidor y espere pacientemente el fin: no perderá nada conesperar.

Mantoux juró por el Dios de sus padres que cuidaría a la joven dama comouna hermana de la caridad y que la obligaría a vivir cien años.

—Está bien—respondió la señora Chermidy—; usted nos servirá a la mesaesta noche y le presentaré al señor duque de La Tour de Embleuse.Muéstrese a él tal como es usted y yo le respondo que le admitirá.

«Ocurra lo que ocurra, añadió para sí misma, ese bribón verá en mí auna inocente y no a su cómplice.»

Mantoux sirvió a la mesa, no sin haber tomado una buena lección de suprotectora le Tas. Los invitados eran cuatro: había otros tantoscriados para cambiar los platos, y el cerrajero no tenía más que mirarlo que hacían los otros. La señora Chermidy se había propuesto darle unalección de toxicología. No juzgaba inútil enseñarle el empleo de losvenenos, y había elegido, en consecuencia, a los convidados. Estos eranun magistrado, un profesor de medicina legal y el señor de La Tour deEmbleuse.

Aparentando indiferencia hizo recaer la conversación sobre el capítulode los venenos. Los hombres que profesan esta materia delicada, songeneralmente avaros de su ciencia, pero algunas veces, en la mesa, seolvidan. Tal secreto que se guarda cuidadosamente al público, puedecontarse confidencialmente cuando se tiene por auditorio a unmagistrado, a un gran señor y a una linda dama cinco o seis vecesmillonaria. Con los criados no se cuenta: está convenido que no tienenoídos.

Desgraciadamente para la señora Chermidy, los venenos llegaron antes queel Champaña. El doctor se mostró prudente, bromeó mucho y no cometió lamenor imprudencia. Se recreó en las curiosidades arqueológicas, aseguróque la ciencia de los venenos no había progresado, que habíamos perdidolas fórmulas de Locusta, de Lucrecia Borgia, de Catalina de Médicis y dela marquesa de Brinvilliers, y lamentó, riendo, la pérdida de tanhermosos secretos, lloró por el veneno fulminante del joven Británico,por las guantes perfumados de Juana de Albret, los polvos de sucesión yel licor de familia que cambiaba el vino de Chipre en vino de Siracusa;en su revista no olvidó tampoco el ramo fatal de Adriana Lecouvreur. Laseñora Chermidy pudo observar que el cerrajero escuchaba atentamente.

—Háblenos usted de venenos modernos—dijo al doctor—, de los venenosempleados en nuestros días, de venenos en servicio activo.

—¡Ay señora!—contestó—. Estamos en plena decadencia. No es difícilmatar a las gentes: un pistoletazo basta y sobra para ello. Pero setrata de matar sin que queden vestigios. El veneno no es bueno para otracosa y ésa es la única ventaja sobre la pistola. Desgraciadamente, en elmismo instante en que sale un tóxico nuevo, se descubre un medio decomprobar su presencia. El demonio del bien tiene las alas tan poderosascomo el genio del mal. El arsénico es un buen obrero, pero ahí está elaparato de March para vigilar la obra. La nicotina no es una tontería,la estricnina también es un buen producto; pero el señor magistrado sabetan bien como yo que la estricnina y la nicotina han encontrado ya susfiscales, es decir, sus reactivos. Se ha adoptado el fósforo con unfundamento de razón, apoyándose en lo siguiente: «El cuerpo humanocontiene fósforo en cantidad apreciable; si el análisis químico lodescubre en el cuerpo de la víctima, se podrá decir que es laNaturaleza quien lo ha puesto allí»; pero ¡ay! no nos ha costado tampocomucho trabajo demostrar la diferencia entre el fósforo natural y elingerido. No es, pues, difícil matar a una persona, pero es casiimposible hacerlo impunemente. Yo podría indicar a usted el medio deenvenenar a veinticinco personas a la vez, en una habitación cerrada,sin darles ningún brebaje. El ensayo no costaría ni dos reales, pero alasesino le costaría la cabeza. Un químico de mucho talento ha inventadorecientemente una composición sutil que también tiene su encanto.Rompiendo el tubo que la contiene, las gentes caerían como moscas, perono se podría convencer a nadie de que la muerte había sido natural.

—Doctor—preguntó la señora Chermidy—, ¿qué es el ácido prúsico?

—El ácido prúsico o cianhídrico, señora, es un veneno muy difícil defabricar, imposible de adquirir, imposible de conservar puro, aun enrecipientes negros.

—¿Y deja trazas?

—¡Magníficas! Tiñe a las gentes de azul; así es cómo se ha descubiertoel azul de Prusia.

—Usted se burla de nosotros, doctor. Usted no tiene respeto ni poraquello que hay de más sagrado en el mundo: la curiosidad de una mujer.Me han hablado de un veneno de Africa o de América que mata a loshombres con la cantidad que cabe en una punta de alfiler. ¿Es unainvención de los novelistas?

—No, es una invención de los salvajes. Se unta con él la punta de lasflechas. Lindo veneno, señora; no hace languidecer a sus víctimas; es elrayo en miniatura. Lo más curioso es que se le puede comer impunemente.Los salvajes lo emplean en las salsas y en los combates, en la guerra yen la cocina.

—Acaba usted de decir su nombre y ya no me acuerdo.

—No lo he dicho, señora, pero estoy dispuesto a hacerlo. Es el curare. Se vende en Africa, en las montañas de la Luna. El comerciantees antropófago.

La señora Chermidy dejó a un lado sus venenos para dedicarse a susinvitados. El doctor guardó cuidadosamente el depósito terrible que todomédico lleva consigo. Pero el duque quedó muy bien impresionado de laatención y del interés de Mantoux. Desde entonces quedaba al servicio desu hija.

VIII

LOS BUENOS TIEMPOS

Cuando se lee una historia de la Revolución francesa se sorprende unograndemente al encontrar meses enteros de paz profunda y de dichacompleta. Las pasiones están adormecidas, los odios descansan, lostemores desaparecen, los partidos rivales marchan como hermanos cogidosde la mano, los enemigos se besan en la plaza pública. Esos hermososdías son como un alto preparado de etapa en etapa en un caminosangriento.

Altos parecidos se encuentran en la vida más agitada y más desgraciada.Las revoluciones del alma y del cuerpo, las pasiones y las enfermedadestambién necesitan algunos instantes de reposo. El hombre es un ser tandébil que no puede obrar ni sufrir continuamente. Si no se detuviese decuando en cuando, pronto agotaría sus fuerzas.

El verano de 1853 fue para Germana uno de esos momentos de reposo quetanto convienen a la debilidad humana. Y a fe que se aprovechó de ello;se recreó en su dicha y adquirió algunas fuerzas para las pruebas porque aun tenía que pasar.

El clima de las islas Jónicas es de una dulzura y una regularidad sinigual. Allí el invierno no es otra cosa que la transición del otoño a laprimavera; los veranos son de una serenidad fatigosa. De cuando encuando se ve una nube pasajera sobre las siete islas, pero no se detienenunca. Se pasan hasta tres meses esperando una gota de agua.

En aquelárido paraíso no se dice: Aburrido como la lluvia, sino: Aburrido comoel buen tiempo.

El buen tiempo no aburría a Germana; la curaba lentamente. El señor LeBris asistía a aquel milagro del cielo azul; dejaba obrar a laNaturaleza y seguía con un interés apasionado la acción lenta de unpoder superior al suyo. Era demasiado modesto para atribuirse el honorde la cura, y confesaba ingenuamente que la única medicina infalible esla que viene de lo alto.

No obstante, para merecer la ayuda del Cielo, él también ayudaba unpoco. Había recibido de París el yodómetro del doctor Chartroule con unaprovisión de cigarrillos yodados. Estos cigarrillos, compuestos dehierbas aromáticas y de plantas calmantes en infusión con una disoluciónde yodo, haciendo llegar el medicamento hasta los pulmones,acostumbraban a los órganos más delicados a la presencia de un cuerpoextraño y preparaban al enfermo para aspirar el yodo puro a través delos tubos del aparato. Por desgracia, el aparato llegó destrozado,aunque hubiese sido embalado por el mismo duque y conducido con losmayores cuidados por el nuevo doméstico.

Era necesario pedir otro, yesto requería tiempo.

Al cabo de un mes de aquel tratamiento anodino, Germana experimentaba yauna mejoría sensible. Estaba menos débil durante el día; soportaba mejorlas fatigas de un largo paseo y cada vez acudía con menos frecuencia asu cama de reposo. Su apetito era más vivo, y sobre todo más constante;ya no rechazaba los alimentos casi sin haberlos probado. Comía, digeríay dormía bastante bien. La fiebre de la caída de la tarde habíadisminuido; los sudores que inundan por las noches a los tísicos, noeran tan abundantes.

El corazón de la enferma no tardó también en entrar en convalecencia.

Sudesesperación, su humor huraño y el odio a los que la amaban, cedieronla plaza a una melancolía dulce y benévola. Se consideraba tan dichosaal sentirse renacer, que hubiera querido dar las gracias al cielo y a latierra.

Los convalecientes son niños grandes que se asen, por miedo de caer, atodo lo que les rodea. Germana retenía a sus amigos a su lado; temía ala soledad; quería ser tranquilizada a todas horas; continuamente decíaa la condesa: «¿Verdad que estoy mejor?» Y luego, en voz más baja,añadía: «¿Me moriré?» La condesa le respondía riendo: «Si la muerteviniese por usted yo le enseñaría mi cara y ya tendría buen cuidado deescaparse.» La condesa estaba orgullosa de su fealdad, como las otrasmujeres lo están de su belleza. La coquetería es infinita.

Don Diego esperaba pacientemente que Germana le comprendiese. Erademasiado delicado y demasiado orgulloso para importunarla con suscumplimientos, pero siempre estaba dispuesto a dar el primer paso cuandoella le llamase con la mirada.

Para la joven se había hecho ya una dulcecostumbre el espectáculo de aquella amistad discreta y silenciosa. Elconde tenía en su fealdad algo de heroico y de grande que las mujeresaprecian más que la hermosura. No era de aquellos que hacen conquistas,pero sí de los que inspiran pasiones. Su larga cara cetrina, sus grandesmanos bronceadas contrastaban con cierta brillantez con su traje blanco.Sus grandes ojos negros dejaban escapar relámpagos de dulzura y debondad; su voz fuerte y metálica adquiría a veces inflexiones suaves.Germana acabó por encontrar un parecido entre aquel grande de España yun león amansado.

Cuando se paseaba por el jardín bajo los viejos naranjos, apoyada en elbrazo de la vieja o arrastrando al pequeño Gómez, el conde la seguía delejos, sin afectación, con un libro en la mano. No adoptaba los airesmelancólicos de un enamorado, ni confiaba sus suspiros al viento. Másbien se le hubiera tomado por un padre indulgente que quiere vigilar asus hijos sin intimidarlos en sus juegos. Su afecto por Germana secomponía de caridad cristiana, de compasión por la debilidad y deaquella alegría agridulce que un hombre de corazón encuentra en elcumplimiento de los deberes difíciles. Quizá también había en aquelsentimiento algo de legítimo orgullo.

Constituía, efectivamente, unahermosa victoria arrancar una presa cierta a la muerte y crear de nuevoun ser que la enfermedad casi había destruido. Los médicos conocen eseplacer y consagran toda su amistad a los que han sacado del otro mundo;tienen por ellos la ternura del criador por la criatura.

El hábito, que lo vence todo, había acostumbrado a Germana a hablar consu marido. Cuando se ve a una persona desde la mañana a la noche, no hayodio que dure; se habla, se responde, esto no compromete a nada; pero,la vida no es posible más que a este precio. Ella le llamaba don Diego;él sencillamente Germana.

Un día de mediados del mes de junio, estaba tendida en el jardín sobreunos tapices de Esmirna. La señora de Villanera, sentada a su lado,desgranaba maquinalmente un grueso rosario de coral, y el pequeño Gómezrecogía naranjas del suelo para atiborrarse los bolsillos. En aquelmomento pasaba el conde con un libro en la mano.

Germana se incorporó yle invitó a tomar asiento. El obedeció sin hacerse de rogar y guardó ellibro en el bolsillo.

—¿Qué leía usted?—preguntó ella.

—Va usted a reírse de mí. El griego—contestó ruborizándose como uncolegial.

—¡El griego! ¡Usted sabe leer el griego! ¿Y un hombre como usted hapodido entretenerse aprendiendo el griego?

—Una verdadera casualidad. Mi preceptor hubiera podido resultar unimbécil como los demás, ¿no es cierto?, pues bien, me encontré con queera un sabio.

—¿Y usted lee el griego por placer?

—A Homero, sí. Esto es la Odisea.

—Sí—dijo simulando un pequeño bostezo—. Ya había leído eso enBitaubé. Era un libro con un cuchillo y un casco en la cubierta.

—Siendo así, le extrañaría a usted mucho si le leyese a Homero enHomero; seguramente no le reconocería.

—¡Muchas gracias! no me gustan las historias de batallas.

—No las hay en la Odisea. Es una novela de costumbres, la primera quese haya escrito, y quizás la más hermosa. Nuestros autores a la moda, noinventarán nada más interesante que la historia de ese propietariocampesino que ha dejado su casa para ganar dinero, que vuelve después deveinte años de ausencia, que encuentra a su regreso un ejército defaquines instalados en su casa para galantear a su mujer y comerse supan y que los mata a flechazos. Hay ahí un drama interesante, inclusopara el público de los bulevares. Nada falta, ni el fiel servidor Eumeo,ni el pastor que hace traición a su amo, ni las criadas juiciosas, nilas criadas locas. El único defecto de esta historia es que siempre nosla han servido con una traducción llena de énfasis. Han cambiado enotros tantos reyes los jóvenes rústicos que cortejaban a Penélope; hanconvertido la granja en palacio y han prodigado el oro por todas partes.Si yo me atreviese a traducirle solamente una página, quedaría ustedmaravillada de la verdad sencilla y familiar del relato; usted vería conqué alegría ingenua habla el poeta del vino tinto y de la carnesuculenta: y con qué admiración, de las puertas bien cerradas y de lasmesas bien acepilladas. Vería usted sobre todo con qué exactitud estádescrita la Naturaleza y reconocería en mi libro el mar, el cielo y lacampiña que ahora estamos contemplando.

—Probemos, pues—dijo Germana—. Si me duermo, ya lo verá usted.

El conde obedeció muy a gusto y comenzó a traducir el primer canto alibro abierto, desarrollando ante los ojos de Germana el bello estilohomérico, más rico, más pintoresco y más centelleante que losbrillantes tejidos de Beyruth y de Damasco. Su traducción era tanto máslibre cuanto que no entendía bien todas las palabras, pero entendíaperfectamente al poeta. Abrevió algunas descripciones demasiado largas,interpretó a su modo ciertos pasajes curiosos y a todo añadió uncomentario inteligente. En resumen, consiguió interesar a su queridoauditorio, a excepción del marqués de los Montes de Hierro que chillabacomo un condenado para interrumpir la lectura. Los niños son como lospájaros; cantan cuando se habla delante de ellos.

Yo no sé si los jóvenes esposos llegaron hasta el final de la Odisea,pero don Diego había encontrado el medio de despertar el interés de sumujer, y esto era mucho.

Germana adquirió la costumbre de oírle leer yde encontrarse bien en su compañía y no tardó en ver en él un espíritusuperior. Era demasiado tímido para hablar en su propio nombre, pero lavecindad de un gran poeta le daba atrevimiento y sus ideas personalesiban saliendo a la superficie bajo la protección del pensamiento de losotros.

Dante, Ariosto, Cervantes, Shakespeare, fueron los sublimesintermediarios que se encargaron de aproximar aquellas dos almas y deinfundirlas cariño. Germana no se sentía humillada por su ignorancia niante la superioridad de su marido. La mujer se siente orgullosa de noser nada en comparación del que ama.

Pronto adoptaron el hábito de vivir juntos y de reunirse en el jardínpara hablar y para leer. Lo que constituía el encanto de aquellasreuniones, no era la alegría; era una cierta serenidad tranquila yamistosa. Don Diego no sabía reír y la risa de su madre se asemejaba auna mueca nerviosa. El doctor, franco y alegre como un champañés,parecía dar la nota discordante cuando arrojaba su grano de sal en laconversación. Germana aun tosía alguna vez y conservaba en su cara laexpresión inquieta que da el presentimiento de la muerte. Y no obstante,aquellos días de verano sin nubes habían sido los primeros días dichososde su juventud.

¿Cuántas veces, en aquella intimidad de la vida de familia, fue turbadoel espíritu del conde por el recuerdo de la señora Chermidy? Nadie lo hasabido y yo tampoco me aventuraré a decirlo. Es probable que la soledad,la ociosidad, la privación de placeres activos, en que el hombre gastasus energías, y, en fin, la savia de la primavera que asciende a lacabeza de los seres vivientes como a las sumidades de los árboles, lehiciera lamentar más de una vez la noble resolución que había tomado.Los trapenses que vuelven la espalda al mundo después de haber gozado deél, encuentran en el fondo del claustro armas prestas contra lastentaciones del pasado; son éstas el ayuno, la oración y un régimencapaz de matar los ímpetus juveniles. Quizás hay más mérito en combatircomo don Diego, completamente desarmado. El señor Le Bris le seguía conel rabillo del ojo, como a un enfermo al que hay que evitar una recaída.Le hablaba muy raras veces de París, nunca de la calle del Circo. Un díaleyó en un diario francés que la Náyade había anclado ante Ky-Tcheou,en el mar del Japón, para pedir reparación del insulto hecho a unosmisioneros franceses; Le Bris rompió el periódico para que su lectura nopudiese suscitar la menor conversación sobre la señora Chermidy.

En Oriente, a horas determinadas, la brisa del mediodía embriaga máspoderosamente los sentidos del hombre que el vino de Tinos que se bebecon el nombre de malvasía; el corazón se funde como la cera; la voluntadse distiende, el espíritu se debilita. Si uno se esfuerza en pensar, lasideas se escapan como el agua que se va de entre los dedos. Se va abuscar un libro, un dulce y antiguo amigo y, sin querer, los ojos sedesvían desde las primeras líneas; la mirada vaga, los párpados se abreny se cierran sin saber por qué. Es en esas horas de somnolencia y dedulce quietud cuando nuestros corazones se abren por sí mismos. Lasvirtudes masculinas triunfan fácilmente cuando un frío vivo nos enrojecela nariz y nos hiela las orejas, y cuando el aire de diciembre aprietalas fibras de la carne y de la voluntad. Pero cuando los jazminesextienden su perfume por los alrededores, cuando las hojas del laurelcerezo nos caen sobre la cabeza, cuando los pinos sacudidos por elviento suenan como liras y cuando las velas blancas se dibujan a lolejos sobre el mar, entonces sería preciso ser bien ciego y bien sordopara ver y oír otra cosa que el amor.

Don Diego advirtió un día que Germana había cambiado, sin perder nada enel cambio. Sus mejillas estaban más llenas y mejor nutridas; todos loshuecos de aquel lindo rostro se iban rellenando; las arrugas siniestrascomenzaban a borrarse. Un color más sano orlaba su bella frente, y suscabellos de oro no parecían ya la corona de una muerta.

Había oído una lectura bastante larga; la fatiga y el sueño se habíanapoderado de ella al mismo tiempo y, dejando caer la cabeza hacia atrás,se había quedado dormida en el sillón. El conde estaba solo con ella.Dejó el libro en el suelo, se aproximó dulcemente, se puso de rodillasante ella y adelantó los labios para besarla en la frente, pero secontuvo por un instinto de delicadeza. Por primera vez pensó con horroren la manera cómo había llegado a ser el esposo de Germana; tuvovergüenza de la venta, se dijo que un beso obtenido por sorpresa seríaalgo como un crimen, y se prohibió a sí mismo amar a su mujer hasta eldía en que estuviese seguro de ser amado por ella.

Los huéspedes de la villa Dandolo no vivían en una soledad tan absolutacomo se pudiera suponer. El aislamiento no se encuentra más que en lasgrandes ciudades, donde cada uno vive para sí sin inquietarse delvecino. En el campo, los menos sociables se buscan y no se teme hacer uncamino de una legua; el hombre sabe que ha nacido para la sociedad ybusca la conversación de sus semejantes.

Pocos eran los días en que Germana no recibía alguna visita. Alprincipio iban a su casa por curiosidad, después por un interéscompasivo y finalmente por amistad.

Aquel rincón de la isla estabahabitado por cinco o seis familias modestas, que hubieran sido pobres enla