Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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«A ver, marmolillo (por Maxi) menéese usted. Alcánceme el alcanfor, elnitro dulce, el polvo de regaliz...».

Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a cogerla vara, y continuó la filípica de este modo:

«Lo mismo que la tontería en que ahora ha dado... que le van a quitar suhonor; que entran hombres en la casa... que por todas partes se letienden asechanzas a su honor... ¡Qué melodramáticos estamos y quésimples semos! Parece mentira que tales absurdos se le ocurran aquien está casado con una mujer, que es la casta Susana, sí señor, meratifico, la casta Susana, mujer que antes se dejaría descuartizar quemirarle a la cara a un hombre. ¿Y si lo sabe usted, para qué arma esastragedias? ¡Ah!, si yo tuviera una hembra así, tan hermosa, tanvirtuosa; si yo tuviera a mi lado una virgen como esa, la adoraría derodillas y primero me apaleaban que darle un disgusto. ¡Su honor! Sitiene usted más honor que... vamos, no sé con qué compararlo.

Tieneusted un honor más limpio que el sol... ¿qué digo sol, si el sol tienemanchas? Más limpio que la limpieza. Y todavía se queja... Nada, yo levoy a curar a usted con esta vara. En cuanto hable del honor, ¡zas!...No hay otra manera. Lo que yo digo: esas cosas las hace usted por lo muymimadito que está. Tía que le cuida, mujer guapa que le mima también yque se mira en las niñas de sus ojos... Como que es la verdad...Carambita, pues si yo tuviera una mujer así...».

Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba másen serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casiestaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad. Yconcluyó por sonreír, y al cabo de un gran rato le dijo:

«Amigo Ballester, le convido a usted a Variedades esta noche. ¿Quiere?».

—¿Pues no he de querer? Bueno va. Pedradas de esas vengan todos losdías, ilustre amigo mío.

Iremos... en el bien entendido de que vengaPadilla esta noche a quedarse de guardia. Vamos ahora, mi queridísimocolega, a hacer estas píldoras de protoioduro de mercurio. Prepareusted el regaliz y el mucílago de goma arábiga. Receta de cuidado. Muchoojo... Le digo a usted que no hay ciencia más sublime que la Farmacia.¡Cuánto más bonita que averiguar si hubo o no tantas o cuántas docenasde dioses! Vamos allá; mucho cuidado con este precioso mercurial.

Aviadoestará el enfermo para quien sea. No, no le arriendo la ganancia. Pero afe que se habrá divertido bastante en este mundo con las mozas guapas, ysi buenos azotes le cuesta ahora, buenas ínsulas se habrá calzado.¡Eh!... cuidado con las dosis. No sea usted tan vivo de genio.

Mire queva a jorobar al paciente, y la saliva que eche va a llegar hasta aquí...¡Qué hermosa es la Farmacia! Para mí hay dos artes, la Farmacia y laMúsica. Ambas curan a la humanidad. La Música es la Farmacia del alma, yla... viceversa, ya usted me entiende. Nosotros, ¿qué somos si no loscompositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo, yo unBeethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notasallá, aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios ycuartetos... aquí vomitivos, diuréticos, tónicos, etc... El quid estáen saber herir con la composición la parte sensible... ¿Qué le parecena usted estas teorías?... Cuando desafinamos, el enfermo se muere.

A poco llegó el practicante que sólo hacía servicio en la botica por lasnoches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoymismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque estacalamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si sequeda solo envenene a toda la parroquia».

-IV-

Aquella noche, después de comer, fueron todos a casa de doñaCasta, donde debían reunirse para ir a paseo. Pero a poco de estar allí,entró Ballester diciendo que se había levantado un airote muy fuerte yamenazaba tormenta, por lo que unánimemente se acordó no salir; seencendió luz en la sala, y doña Casta dijo a Olimpia que tocara la piezapara que la oyeran Maximiliano y Ballester.

Olimpia era la menor de las hijas de Samaniego, y hubiera causado granadmiración en la época en que era de moda ser tísico, o al menosparecerlo. Delgada, espiritual, ojerosa, con un corte de cara fino y deexpresión romántica, la niña aquella habría sido perfecta beldadcincuenta años ha, en tiempo de los tirabuzones y de los talles desílfide. Quería doña Casta que sus niñas tuvieran un medio de ganarse lavida para el día en que por cualquier contingencia empobreciesen, yOlimpia fue llevada al Conservatorio desde edad temprana. Siete añosestuvo tecleando, y después tecleaba en casa bajo la dirección de unreputado maestro que iba dos veces por semana. Tratábase de que ganarapremio en los exámenes, y para esto la niña estuvo por espacio de tresaños estudiando una dichosa pieza, que no acababa de dominar nunca.Pieza por la mañana, pieza por tarde y noche. Ballester se la sabía yade memoria sin perder nota. No había logrado Olimpia decir toda, todala pieza, desde el adagio patético hasta el presto con fuoco, sinequivocarse alguna vez, y siempre que tocaba delante de gente, seembarullaba y hacía un pisto de notas que ni Cristo lo entendía. Por esodoña Casta la mandaba tocar cuando había personas extrañas, para quefuese perdiendo el miedo al público.

La determinación de no salir a paseo puso a la señorita de mal talante,porque no podía hablar con su novio, que a aquella hora estaba clavadoen la esquina de la calle de los Tres Peces, esperando a que saliese lafamilia para incorporarse. Era un chico de mérito, que estudiaba elúltimo año de no sé qué carrera, y escribía artículos de crítica(gratis) en diferentes periódicos.

A pesar de sus notables prendas,doña Casta no le veía con buenos ojos, porque la crítica, francamente,como oficio para mantener una familia, no le parecía de lo máslucrativo. Pero Olimpia estaba muy apasionada; leía todos los artículosde su novio, que este le llevaba recortados de los periódicos y pegadosen cuartillas, y con esta lectura se iba ilustrando considerablemente.Todo aquel fárrago de sentencias estéticas lo guardaba con las cartas ylos mechones de pelo. Doña Casta no permitía aún al apreciable jovenentrar en la casa.

Tocó la niña su pieza con no poca fatiga, a ratos aporreando las teclascomo si las quisiera castigar por alguna falta que habían cometido, aratos acariciándolas para que sonaran suavemente con ayuda de pedal,arqueando el cuerpo, ya de un lado, ya de otro, y poniendo cara afligidao de mal genio, según el pasaje. Parecía que los dedos eran bocas, y queestas bocas tenían hambre atrasada por las muchas notas que se comían.En ciertas escalas difíciles algunas notas se anticipaban a suspredecesoras y otras se quedaban rezagadas; pero cuando llegaba unefecto fácil, la pianista decía «aquí que no peco», y se indemnizaba delas pifias que cometiera antes. Durante el largo martirio de las teclas,las exclamaciones de admiración no cesaban. «¡Qué dedos los de estachica!... Me río yo de Guelbenzu... ¡Y qué talento artístico, quéexpresión!»

decía el gran tuno de Ballester.

Y doña Casta: «Ahora viene el paso difícil, ahora... En este trozo notiene pero... ¡Qué limpieza... qué manera de frasear!...». Doña Lupetambién hacía aspavientos, y Fortunata se veía obligada a expresar suentusiasmo, aunque no entendía una palabra de tal cencerrada, y en suinterior se pasmaba de que aquello se llamase arte sublime, y de quelas personas formales aplaudiesen música semejante a la de un taller decalderería. Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por lacalle le gustaba y la conmovía más.

Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de loscríticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida,sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Nisiquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos leechaban. La tos que le entró parecía anunciar un ataque de hemoptisis.«Hija mía—le dijo su mamá, viéndola ir hacia el balcón—, no te asomes,que estás sudando. Toma, ponte esta toquilla».

Y se la ponía, y no pudiendo refrenar las ganas de salir al balcón,salió con Fortunata, y ambas estuvieron contemplando el alma en pena quese paseaba en la acera de enfrente.

Al poco rato entró Aurora, la mayor de las Samaniegas, que era muydistinta de su hermana, pelinegra, bien parecida sin ser una hermosura,de esas que a un color anémico unen cierta robustez fofa y lozanía decarnes incoloras. Su pecho era desproporcionadamente abultado, su cuellocorto, las caderas y el talle bien torneados, y las costuras de lasmangas parecían próximas a reventar por causa de la gordura creciente delos brazos. La cabeza era bonita, de poco pelo y muy bien arreglada.Tenía más entendimiento que su hermana; vestía con esa sencillez airosade las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador detienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su trajeera siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo ycomo expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabajahonradamente.

Expliquemos esto. Aurora Samaniego tenía treinta años y era viuda de unfrancés, que vino a España representando casas extranjeras de droguería.A poco de casarse, allá por el 65, el francés se fue con su mujer aBurdeos y allí heredó de sus padres un establecimiento de ropa blanca,que mejoró a fuerza de trabajo, poniendo en él las bases de una fortuna.Pero entre Bismark y Napoleón III lo echaron todo a perder, pues porcausa de estos dos personajes sobrevino la guerra de 1870, que tantasesperanzas había de segar en flor. Fenelón, que era hombre bonísimo y deinteligencia mercantil, tenía el defecto del chauvinisme. Empuñó lasarmas, se agregó a un cuerpo de ejército, y a los primeros disparos, losprusianos le dejaron seco.

Viuda y con poco dinero, aunque también sin hijos, Aurora volvió aMadrid, donde las disposiciones y hábitos de trabajo que había adquiridono pudieron tener empleo por no existir aquí grandes almacenes, y losque hay, están servidos por esos gandulones de horteras, que usurpan alas muchachas el único medio decoroso de ganarse la vida. Habíaaprendido la viuda de Fenelón cuanto hay que saber en lo concerniente alramo de ropa blanca; estaba fuerte en contabilidad; tenía nocionesclaras del orden económico y del régimen a que debe sujetarse un negociobien montado, y hablaba el francés a la perfección. Pero todos estosméritos habrían sido inútiles hasta el fin del mundo, si no se leocurriera a Pepe Samaniego establecer el comercio de ropa blanca conarreglo a los últimos adelantos del extranjero, y llevar a él a personatan inteligente y para el caso como su prima. El plan era vastísimo.Aurora estaría al frente del departamento de equipos de boda ycanastillas de bautizo, ropa de niños y de señora. El capital para lainstalación de esta importante industria habíalo facilitado D. ManuelMoreno-Isla, que tenía confianza en la honradez y tino de PepeSamaniego. La tienda estaría en una casa nueva de la subida a SantaCruz, frente por frente a la calle de Pontejos, y sus escaparates seríande seguro los más vistosos y elegantes de Madrid. Inauguración, el 1º deSetiembre. Samaniego estaba en París haciendo compras, y en la fecha aque esto se refiere, ya empezaban a venir algunas cajas.

En la tiendaprovisional, que estaba próxima a la definitiva, había ya mucho trabajo.Aurora, al frente de una graciosa pléyade de oficiales habilísimas,estaba disponiendo las piezas-modelo que se habían de presentar en losprimeros días, como muestras de las ricas confecciones de la casa.

Desol a sol vivía entre oleadas de batista con espuma de encajesriquísimos, cortando y probando, puntada aquí, tijeretazo allá,gobernando su hato de cosedoras con tanta inteligencia como autoridad.

Por las noches, cuando llegaba a su casa, rendida, su madre gustaba deque estuvieran presentes doña Lupe, Fortunata o las demás amigas, paradar rienda suelta a su vanidad. En cuanto la veía entrar, se leiluminaba el rostro, y ya no se hablaba más que del establecimientonuevo, y de las cosas no vistas que en él admiraría el Madrid elegante.Las cuatro mujeres no paraban el pico hasta las doce, y por esoBallester, aquella noche, al ver que se armaba el nublado de ropablanca, cogió por un brazo a Maxi y le dijo: «Nosotros nos vamos a veruna piececita en Variedades». Dicho se está que Olimpia, no participandode la presunción ni del entusiasmo mercantil de su mamá, seguía posadaen el antepecho del balcón del gabinete, viendo pasar la sombramelancólica del aburrido Aristarco, y arrojándole desde arriba algunapalabrilla, para que endulzara el plantón.

«Estarás muy cansada, siéntate—decía doña Casta a su hija, armando elcorrillo—. ¿Cómo va eso?».

—Hoy han estado probando el gas en la nueva tienda. Será una cosaespléndida. Ya están llegando cajas de novedades, cosas, ¡ay!, porejemplo, tan bonitas, que en Madrid no se ha visto nada igual. Aquí nosaben poner escaparates. Verán, verán el nuestro, con todo lo que hayde más lindo, para llamar la atención, y hacer que la gente se pare yentre a comprar algo. Después que entran, se les enseña más, se les hace ver esta y la otra cosa de precio, se les engatusa, y al fincaen. Los tenderos de aquí apenas tienen el arte del etalaje, y encuanto al arte de vender, pocos lo poseen. Hay muchos que pertenecentodavía a la escuela de Estupiñá, que reñía a los que iban a comprar.

—Yo creo—dijo doña Lupe con expresión avariciosa—, que Pepe Samaniegova a hacer un gran negocio. Madrid está por explotar. Todo consiste entener pesquis. ¡Oh!, pues en el ramo de Farmacia, Dios mío, hay unaverdadera mina. Yo estoy bregando con Maxi para que invente, para quesalga por ahí con su poco de panacea. Pero nos hemos vuelto todos muymorales y muy rigoristas. Vean por qué esta nación no adelanta, y losextranjeros nos explotan llevándose todo el dinero.

Esta última frase llevó la conversación al primitivo terreno, del cualse había desviado un poco con aquello de la panacea.

«Por eso—dijo doña Casta—, un establecimiento montado como los mejoresdel extranjero, no puede menos de hacerse de oro, pues habiéndolo aquí,las señoras de la grandeza no tendrán que ir a Bayona y a Biarritz acomprar la última novedad».

Aurora vestía un traje de percal, azul claro, con cinturón de cuero, yen este una gran hebilla.

Su atavío era todo frescura, sencillez deobrera elegante. Fue un rato para adentro a tomarse la colación ogolosina que su madre le guardaba siempre, y volvió con un platito enuna mano y una cucharilla en la otra. Era compota de ciruelas lo quetomaba, con un pedazo de rosca.

«¿Ustedes gustan?... Pues decía que en las cajas que están ahora en laAduana de Irún, vienen unos trajecitos de niño, de punto, que han dehacer sensación. El modelo llegó ayer en gran velocidad, y también vinoun fichú del cual estamos haciendo imitaciones de clase inferior, conpuntilla ordinaria. Verán, verán ustedes... Pues el faldón de bautizo, por ejemplo, que estamos arreglando con encaje valenciennes, no sepodrá poner menos de quinientos francos. (Aurora tenía la costumbre decontar siempre por francos). Es verdaderamente encantador. Lo traeréaquí cuando esté acabado para que lo vean ustedes».

—Mejor será que vayamos nosotras allá—dijo doña Lupe—, y así veremosy hociquearemos todo antes de que se abra al público.

Fortunata decía también algo, aunque no mucho, porque lo de la tienda nodespertaba en ella gran interés. Después que apuró el platillo de lacompota, volvió Aurora para adentro, y trajo unas yemas en un papel.¡Qué golosa era! Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta sedispuso a obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señorasus cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a galael que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su casa.Después de traer un plato con azucarillos, fue a escanciar el preciosocontenido de los botijos, pues eran varios, y en ellos graduaba latemperatura, poniéndolos o no en el balcón, Doña Lupe la ayudaba en latraída de aguas, y en tanto Aurora le pasó a Fortunata el brazo por lacintura y ambas salieron al balcón de la sala.

Cada cual se comía una yema de chocolate, y después tomaron otra decoco.

Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora sesecreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolova también con ellos».

-V-

Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón sehabían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía,y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin,con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltashacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado,estas intimidades sólo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejosde doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas setrajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.

Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dosmujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. Depronto se echó a reír Aurora.

«Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mihermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a uncrítico. Merecería en castigo casarse con él. Solamente, que como esmi hermana, no le deseo esta catástrofe».

«Vaya, que está apurado el hombre—decía Fortunata, riendo también—. Lehace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco...Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cualescuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre,no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... ¡Quépesados son estos novios!, ¿verdad?».

Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambasestaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvióa decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno conellos. Creo que van a San Juan de Luz».

Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estabaOlimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van aSan Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos aParís».

—Niñas—dijo doña Casta, tocándoles en los hombros—. ¿De qué aguaquieren ustedes?...

¿ Progreso o Lozoya?

—Lo mismo me da—replicó Fortunata.

—Toma Lozoya, y créeme—insinuó doña Lupe, con su vaso en la mano—.Por más que diga esta, Progreso es un poquito salobre.

—Eso va en gustos... Y también influye el hábito—arguyó Casta con lasuficiencia y formalidad de un catador de vinos—. Como yo me he criadobebiendo el agua de Pontejos, que es la misma que la de la Merced, quehoy llaman Progreso, toda otra agua me parece que sabe a fango.

No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas deMadrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata yAurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieronla voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente.«Si bajan ustedes—dijo Rubín—, las espero aquí».

—Olimpia—gritó Ballester—. Venimos de ver la obra que se estrenóanteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?

—¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?

—Como usted se trata con autoridades...

Al decir esto pasaba el crítico junto a él.

«Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos delautor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran amí por qué engañan de este modo al público».

—Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted!—replicó Olimpia, y semetió para adentro.

—¿Bajáis o no?—dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en labotica, que ellas bajarían. Aurora y Fortunata se reían mirando aPonce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva eldiablo.

Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras lasatisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales deaquella mañana, que no parecía el mismo hombre.

Síntomas favorables eranla obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de susrespuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió quesaliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido ymujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica ala hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelo—

ledijo Ballester, ofreciéndole una silla—. Con las murrias de estosúltimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se ibapareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilaseesta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele,combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme.Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto.Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo quehace falta».

—¡Pobrecito!...—exclamó Fortunata—. ¿Pero ve usted por dónde le hadado?... Yo no he visto un desatinar semejante.

Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo poratender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que deél dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no sergalante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese.Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día secorrió más.

Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer conellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose haciala señora para decirle con retintín:

«Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo noveo lo que pasa? Leo en las caras».

—Pues en la mía poco habrá leído usted.

—Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas dedespedida... ayes de soledad...

—¡Ay, qué majadero!—¡Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en queno hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa...a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, yfrancamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar laequivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.

Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.

«Sí, no puedo menos de deplorar—prosiguió el regente inflándose—, queusted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo enel mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstantey...».

—¿Qué disparates está usted diciendo?

—¡Oh!, no son disparates—replicó el farmacéutico, dando algunos pasosdelante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airososposible—. Perdóneme usted mi atrevimiento.

Yo las gasto así; siempre hesido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro lapuerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Puesdecía... ¿Se va usted a enfadar?

—No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.

—Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecíaaristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya veusted que no me muerdo la lengua.

—¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.

—Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazónamante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...

—¿Qué?—Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si sedecide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré degusto... Sería como una descarga eléctrica.

—Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco...preparándole, como cuando se dan malas noticias...

—No tanto, no tanto...—Vaya que es usted malo... Aquí, entre tantamedicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?

—¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos quela peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es unapajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la personamás cuerda y más feliz de la tierra...

Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí leestaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras...¡Dios, qué píldoras!».

—¿Para ella?—No hombre, para usted.—¿Y de qué son?—Bueno va; yaquiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debereservarse el secreto. Es un específico.

—Este Segismundo está ido—dijo Fortunata—. Vámonos.

—Yo no tomo píldoras sin saber la composición—indicó Maxi con la mayorbuena fe.

—Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quierenaveriguar... ¡Y ahora se va de paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos... semos! ¡Luego se queja el nene!... (tirándole de una oreja), se quejade vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.

Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, yestirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguiócon la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.

-VI-

Iban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid laestación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, lasociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan dela emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, puesMaxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitacióncorrespondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a ungrado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dosmujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones semanifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester habíaconseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle enabsoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.

Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede habercomprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, habíacomprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malospasos. Todas las personas relacionadas con la familia de Rubín sabían lahistoria de la mujer de Maxi, y el dramático papel que desempeñaba enella el señorito de Santa Cruz. Algunas, quizás, tenían conocimiento deaquella tercera salida de la aventurera al campo de su loca ilusión;pero nadie se atrevió a llevar el cuento a la de los Pavos. Esta, noobstante, lo sabía por obra del puro cálculo y de sus facultadesolfatorias. Arrancose una vez a armar la gorda «para que nocrea—pensaba—que me trago sus mentiras y que estoy aquí haciendo elpapamoscas». Pero Fortunata, recordando al instante las lecciones de suamigo Feijoo, trazó la raya divisoria que este le recomendara, y vino adecir en sustancia: «de aquí para allá, señora, gobierna usted; de aquípara acá, están mis cosas y en ellas no tiene usted que meterse».

No se dio por vencida la orgullosa viuda del alabardero, y volvió a lacarga dos o tres veces en esta forma: «Si el pobre Maxi estuviera bueno,él te arreglara como cumple a todo hombre que se estima; pero no loestá, y tengo que tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me hedicho mil veces: '¿daré el estallido o no daré