Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamosal estado salvaje.

Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entenderFortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedadvolviera al estado salvaje...

«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios,porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenecede lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dichoGuillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición.Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas:«Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sinlabrar».

Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conservalas ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como lacantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee lasverdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme sele van gastando las menudas, de que vive.

De repente Fortunata vaciló en su ánimo. Parecía una fuerza nerviosa quecaía en brusca sedación. La otra, en cambio, se creció de repente poruna sacudida de su conciencia. «Ya no más, no más mentira. No puedo, nopuedo...».

Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida ysus ojos iluminados.

Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estaspalabras con un acento que parecía ser de otro mundo:

«Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de lamentira». Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole conprofunda lástima: «¡Pobre mujer!, yo tengo la culpa de las atrocidadesque ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido unafarsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvadosiempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales quedesgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía quehablaba sólo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta estáescondida en aquella alcoba».

Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, queestaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe,quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sussollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama dela santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que nosabe lo que se dice».

—Y usted...—añadió, saliendo a la puerta—, bien comprenderá que deberetirarse. Hágame el favor... Quizás todo habría concluido de un modopacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia depaloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salióal gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera comosentía... No podía hablar...

se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupíalas palabras para poder decir con gritos intermitentes: «¡Bribona...infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la hamandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia...Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podidocreer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡quéafrenta!... ¡Ladrona...!».

Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado unavuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada.Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderascomo los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo elespanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó másla cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón,parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luzeléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía:«¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».

La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella degolpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época enque trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, seagarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores lasseparaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de loque hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luegola primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro.No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí,porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesotecomo un castillo, y a poco vino también doña Patrocinio, y después elmismo Moreno.

La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después unaidea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por unbrazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que lasacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se viobajando la escalera.

Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido elconocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada,se dejó decir: «Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse aredentora».

-IV-

Bajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpidasalpicada de interjecciones. «¡A mí, decirme...! Si no me echan, lacojo... le levanto... pero no sé, no recuerdo bien si le arañé la cara.¡A mí decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Letemblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podíaandar. La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, yempezó a darse cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que habíadicho y hecho?

No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que ledijo algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella ladrona?...Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera aotra sin saber lo que hacía.

«¿Pero yo qué he hecho?... ¡Oh!, bien hecho está... ¡Llamarme a mí ladrona, ella que me ha robado lo mío!». Se volvió para atrás, y comoquien echa una maldición, dijo entre dientes: «Tú me llamarás lo quequieras... Llámame tal o cual y tendrás razón... Tú serás un ángel...pero tú no has tenido hijos. Los ángeles no los tienen. Y yo sí... Es miidea, una idea mía. Rabia, rabia, rabia... Y no los tendrás, no lostendrás nunca, y yo sí... Rabia, rabia, rabia...».

Más allá del Banco volvió a reírse. Su monólogo era así: «¡Lo mismo quela otra, la señora del Espíritu Santo...! Doña Mauricia, digo,Guillermina la Dura... Quiere hacernos creer que es santa... ¡buen peineestá! Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispacatoliquísima y meterse en el confesonario... ¡Perdida, borrachona,hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos...con el Nuncio y con San José...».

De pronto sus ideas variaron, y sintiendo dolorosa angustia en su alma,como impresión de horrible vacío, pensaba así: «¿Pero a quién me volveréahora? ¡Dios mío, qué sola estoy! ¡Por qué te me has muerto, amiga de mialma, Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, yahora estás divirtiéndote con los del Cielo; ¡y yo aquí tan solita! ¿Porqué te has muerto?

Vuélvete acá... ¿Qué es de mí? ¿Qué me aconsejas?¿Qué me dices?... ¡Qué ganas siento de llorar! Sola, sin nadie que mediga una palabra de consuelo... ¡Oh!, ¡qué amiga me he perdido!...Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y vuelve a vivir...Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamosllorando por ti... Los pobres que tú socorrías te llaman. Ven, ven...Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi esta mañana en la fragua,machacando, tin, tan... Mauricia, amiga de mi alma, ven y las dos juntasnos contaremos nuestras penas, hablaremos de cuando nos querían nuestroshombres, y de lo que nos decían cuando nos arrullaban, y luego beberemosaguardiente las dos, porque yo también quiero el aguardientito, como tú,que estás en la gloria, y lo beberé contigo para que se me duerman mispenas, sí, para que se me emborrachen mis penas».

Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina.No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada.Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando unrugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso bocaabajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando losdedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visionesdisparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en taldisposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándosebien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que laobservaba... «¿Qué tienes?... Me has asustado.

¡Dabas unos mugidos...!,y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!».A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestabaevasivamente y con mucha torpeza.

«¿En dónde has estado hoy? Tú hassalido».—«Fui a comprar aquella tela...».—«¿Y dónde está?».—«¿Quedónde está la tela?... Pues no sé...».—«Parece que estás en Babia. A tite pasa algo. Levántate de ese sofá».

Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espírituestaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadasvergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho.

Estuvo la señora demorros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo quese apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podíaver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte dela casa que fuese, seguíala doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinarde las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al díasiguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a labotica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que paraevitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándoseen su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el díaanterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que seemborrachaban con tragos de dolor y se dormían.

En tal situación siente vivos impulsos de salir a la calle; se levanta,se viste, pero no está segura de haberse quitado la venda. Sale, sedirige a la calle de la Magdalena, y se para ante el escaparate de latienda de tubos, obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual,cuando tenemos un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos alpropio sitio creyendo que lo tendremos por segunda vez. ¡Cuánto tubo!,llaves de bronce, grifos, y multitud de cosas para llevar y traer elagua... Detiénese allí mediano rato viendo y esperando. Después siguehacia la plaza del Progreso. En la calle de Barrionuevo, se detiene enla puerta de una tienda donde hay piezas de tela desenvueltas y colgadashaciendo ondas. Fortunata las examina, y coge algunas telas entre losdedos para apreciarlas por el tacto. «¡Qué bonita es esta cretona!».Dentro hay un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante,alimaña de transición que se ha quedado a la mitad del camino darwinistapor donde los orangutanes vinieron a ser hombres. Aquel adefesio haceallí mil extravagancias para atraer a la gente, y en la calle seapelmazaban los chiquillos para verle y reírse de él. Fortunata sigue ypasa junto a la taberna en cuya puerta está la gran parrilla de asarchuletas, y debajo el enorme hogar lleno de fuego. La tal taberna tienepara ella recuerdos que le sacan tiras del corazón... Entra por laConcepción Jerónima; sube después por el callejón del Verdugo a la plazade Provincia; ve los puestos de flores, y allí duda si tirar haciaPontejos, a donde la empuja su pícara idea, o correrse hacia la calle deToledo. Opta por esta última dirección, sin saber por qué. Déjase ir porla calle Imperial, y se detiene frente al portal del Fiel Contraste aoír un pianito que está tocando una música muy preciosa. Éntranle ganasde bailar, y quizás baila algo: no está segura de ello. Ocurre entoncesuna de estas obstrucciones que tan frecuentes son en las calles deMadrid. Sube un carromato de siete mulas ensartadas formando rosario. Ladelantera se insubordina metiéndose en la acera, y las otras tomanaquello por pretexto para no tirar más. El vehículo, cargado de pellejosde aceite, con un perro atado al eje, la sartén de las migas colgandopor detrás, se planta, a punto que llega por detrás el carro de la carnecon los cuartos de vaca chorreando sangre, y ambos carreteros empiezan aechar por aquellas bocas las finuras de costumbre. No hay medio de abrirpaso, porque el rosario de mulas hace una curva, y dentro de ella escogido un simón que baja con dos señoras. Éramos pocos... A poco llegaun coche de lujo con un caballero muy gordo. Que si pasas tú, que si teapartas, que sí y que no. El carretero de la carne pone a Dios de vueltay media. Palo a las mulas, que empiezan a respingar, y una de estascoces coge la portezuela del simón y la deshace... Gritos, leña, y elcarromatero empeñado en que la cosa se arregla poniendo a Dios, a laVirgen, a la hostia y al Espíritu Santo que no hay por dónde cogerlos.

Y el pianito sigue tocando aires populares, que parecen encender con susacentos de pelea la sangre de toda aquella chusma. Varias mujeres quetienen en la cuneta puestos ambulantes de pañuelos, recogen a escape sucomercio, y lo mismo hacen los de la gran liquidación por saldo, a realy medio la pieza. Un individuo que sobre una mesilla de tijera exhibeel gran invento para cortar cristal, tiene que salir a espeta perros;otro que vende los lápices más fuertes del mundo (como que da con ellostremendos picotazos en la madera sin que se les rompa la punta), tambiénrecoge los bártulos, porque la mula delantera se le va encima. Fortunatamira todo esto y se ríe. El piso está húmedo y los pies se resbalan. Derepente, ¡ay!, cree que le clavan un dardo.

Bajando por la calleImperial, en dirección al gran pelmazo de gente que se ha formado, vieneJuanito Santa Cruz. Ella se empina sobre las puntas de los pies paraverle y ser vista.

Milagro fuera que no la viese. La ve al instante y seva derecho a ella. Tiembla Fortunata, y él le coge una manopreguntándole por su salud. Como el pianito sigue blasfemando y loscarreteros tocando, ambos tienen que alzar la voz para hacerse oír. Almismo tiempo Juan pone una cara muy afligida, y llevándola dentro delportal del Fiel Contraste, le dice: «Me he arruinado, chica, y paramantener a mis padres y a mi mujer, estoy trabajando de escribiente enuna oficina...

Pretendo una plaza de cobrador del tranvía. ¿No ves lomal trajeado que estoy?» Fortunata le mira, y siente un dolor tan vivocomo si le dieran una puñalada. En efecto; la capa del señorito de SantaCruz tiene un siete tremendo, y debajo de ella asoma la americana conlos ribetes deshilachados, corbata mugrienta, y el cuello de la camisade dos semanas... Entonces ella se deja caer sobre él, y le dice conefusión cariñosa: «Alma mía, yo trabajaré para ti; yo tengo costumbre,tú no; sé planchar, sé repasar, sé servir... tú no tienes quetrabajar... yo para ti... Con que me sirvas para ir a entregar, basta...no más. Viviremos en un sotabanco, solos y tan contentos».

Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan noestá ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, yen su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi,colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percalpor encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba;y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, alaviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que esde día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.

-V-

Lo que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso enla mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le habíahablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a unser invisible: «Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no mebusca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite».Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a losladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulsosaltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolotristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo: «esnegro y de tres aujeritos. Mala sombra».

Vuelta otra vez a lacavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro queme mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivirmás así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera queacabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecíadarle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso doñaLupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos. «Nada, hija,que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquíperecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va aconsumir la vida».

Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando enella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sincuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».

Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente sepuso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay quetener mucha paciencia—dijo doña Lupe a Fortunata—. ¿Sabes lo que teaconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todoque sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Meha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimientocerebral. Dios nos tenga de su mano».

Sentía Fortunata vivos deseos desalir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarseescapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que doña Lupe teníanecesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimadaviuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta seríaperjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla enestos términos: «Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo quehaces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar porel decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, ladignidad es lo primero». Pero doña Lupe empezaba a hacérselehorriblemente antipática, y por nada del mundo le habría hecho unaconfidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a doñaLupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de loque pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señorade Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, lamortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni lepedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda leocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va aser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca latragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso deNicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si almenos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yohe faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...».Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien quediscurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honorde la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿yqué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».

Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchoscoches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque deAlba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientrasel fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el deArnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron losVilluendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno-Isla... Pues iríantambién D. Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante,haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que ibacon uno de los chicos, el gran Plácido le echó una mirada deindignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a laparte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de laVentosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde sedescubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porquecuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo aGilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabesi son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo ratocontemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día.El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul,revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundodesconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramentedistinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila decementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de loscipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra queavanzaba ondeando; y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa deSan Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquellaparte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.

«Estará con su papá—pensó ella—, y aunque al volver me vea, no ha dedecirme nada».

Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, aquien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, alresbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio delos baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era unbotón. «¡Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijoguardándolo.

Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para unvestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por lacalle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de lacalle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió comoun pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «¡Negra!».

¡Ay Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, ¡precisamente en uno delos pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que ibadiscurriendo la combinación que le pondría al vestido. ¿Azul o platavieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvoun simón que pasaba. Abrió la portezuela, y miró a su antigua amiga,sonriendo; sonrisa que quería decir: ¿Vienes o no? Si estás rabiando porvenir... ¿a qué esa vacilación?

La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata semetió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entródetrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo delos Olmos... el Canal».

Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunatase inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes;a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.

«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías enlos coches de delante».

Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.

«¡Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardasrencor?».

La mirada se volvió húmeda.

—¿Yo?... ninguno.—¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...

—Ya te lo perdoné.—¿Cuándo?—¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.

—Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti—dijoSanta Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en unmuslo.

—¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.

—Yo te vi en la calle de la Magdalena.

—¡Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.

Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que nosalieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetrabaen el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.

—¡Tanto tiempo sin vernos!—exclamó Juan pasándole el brazo por laespalda.

—¡Tenía que ser, tenía que ser!—dijo ella inclinando su cabeza sobreel hombre de él—. Es mi destino.

—¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!

—Para ti toda—afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.

—Para mí toda—dijo él, y las dos caras se estrujaron una contraotra—. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sécómo me miras.

—Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá miidea, ¿sabes?

Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta:«¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que hapasado sin que nos veamos?».

—¿Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).

—Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido porahí algún devaneo...?

—¡Yo!—exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida—; ¡peroestás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...

—¿De cuánto tiempo puedes disponer?

—De todo el que tú quieras.

—Podrías tener un disgusto en tu casa.

—Es verdad... pero ¿y qué?

Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no habíanecesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de lasapariencias.

—Pues dispongo de una hora.—¿Y mañana?—¿Nos veremos mañana? No meengañes, pero no me engañes—dijo ella suplicante—. Estoy acostumbradaa tus papas...

—No, ahora no... ¿Me quieres?

—¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tontacontigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querríasiempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, ¿qué culpa tengo?

Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosasque más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba ciertasequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afectoprimitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.

—¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos enla rodilla).

—No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momentopresente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso dependede las circunstancias.

—¡Ah!, esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yodigo: «¿Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debehaber más que quererse y a vivir.

—Tienes razón (abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar debesos). Quererse y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.

Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazóngrande era un mal y había que recortarlo.

—Reconozco—prosiguió el Delfín—, que vales mucho más que yo, comocorazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa, nena negra.No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todaslas auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno...Quiéreme, aunque no me lo merezco.

—¡Me muero por ti! (tirándole suavemente de las barbas). Si no mequieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... tellevaré yo, arrastrándote por estas barbas.

Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío!—exclamó lajoven, con semblante y ojos iluminados—. No me cambiaría por todos losángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad enel Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».

—Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, ydecía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?».

—Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hacetiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para quées vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendosiempre.

—Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. Nohagamos tonterías.

Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacertonterías».

—Quedamos en que...—Mañana, a la hora que te venga mejor.

—Cochero,