El Intruso by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Sanabre se convencía de que era amado por Pepita. Su mirada, su voz,valían más que todos los papeles preciosos que guardaba en su despacho.Ella que se burlaba con indulgente superioridad, al oírle hablar decanciones y de estrellas, influida por el positivismo de su raza,mostrábase sincera al mirar al hombre.

Fernando era para ella ese idealabstracto que se forja toda mujer al sentirse enamorada por primera vez:el hombre modelo, conjunto de gracia y de fuerza, de sentimentalismo yenergía, capaz de enternecerse ante una flor y de pelear como una fiera;ese personaje, en fin, mezcla de tenor amoroso y de paladín membrudo,creado por las novelas, que nunca se ve en la realidad y que turba lossueños de las vírgenes.

—Sí, te quiero—repetía Pepita.—Por mí no temas, no seas niño, nuncame dirás adiós.

—Bebé, ¡dulce bebé!—exclamaba con entusiasmo el ingeniero.—¡Cuánto teamo! ¡Qué feliz soy!...

Y el aña Nicanora, que los seguía á corta distancia, oyendo muchas desus palabras, sonrió con cierta lástima. Todos los novios eran lo mismo;iguales los aldeanos que los señoritos; alguna diferencia en laspalabras, y nada más. Sólo sabían decirse tonterías, poniendo en susvoces tanta solemnidad, como si la existencia del mundo dependiese de loque se dijeran. ¡Ah la juventud!... Y seguía sonriendo con indulgenciade veterano ante el entusiasmo de los dos jóvenes.

Fernando, más tranquilo después de las palabras de su novia, hablaba delpor venir. Trabajaría; ¡quién sabe hasta dónde puede llegar un hombre!Desde que estaba enamorado, sentíase con nuevas fuerzas para el trabajo.Bullían en su pensamiento ciertas invenciones industriales, que, derealizarse, darían nuevas ganancias á Sánchez Morueta.

Pero el recuerdo de su jefe abatió las ilusiones del ingeniero.

—¿Que dirá tu padre cuando conozca nuestros amores? Ya conoces por miscartas la inquietud que esto me causa; me roba el sueño muchas veces...¿Y tu madre? ¡Qué miedo la tengo!...

Somos muy felices amándonos, peroel porvenir nos guarda muchos dolores. ¡Si todos en tu familia fuesencomo el doctor!...

Y hablaba con entusiasmo de Aresti, de la bondad con que seguía susamores.

—Sí, mi tío es muy bueno—dijo Pepita hablando del doctor como de unpariente lejano, del que sólo se acordaba la familia de tarde entarde.—¡Lástima que tenga esas ideas! Es un planeta muy simpático,pero mamá cree que está loco.

Lo incierto de su porvenir, llevó de nuevo á los dos jóvenes á hablar desus amores.

Fernando sentía miedo. Los padres de ella proyectarían casarla con elvástago de alguna familia millonaria; tal vez con un señorito de escasafortuna, que pudiera ofrecerla viejos títulos de nobleza. En todospensarían antes que en él, que no era más que un servidor intelectual dela familia. ¡La perdería amándola tanto!... ¡La diferencia de fortuna,la maldita ley de clases, les cerraría el camino, separándolos!...

—Tonto, ¡pero si yo sólo te quiero á tí!—decía la joven sonriendo.

Y el ingeniero, conmovido por estas palabras, en un arranque ingenuo deagradecimiento, intentó coger las manos de su amada. Ésta las retiródetrás del talle, frunciendo las cejas con gesto duro.

—Quieto, ¿eh?—dijo pasando sin transición de la dulzura á la altivez,con una voz que no parecía la misma, ofendida, como si el jovenintentase una monstruosidad.

De nuevo pasó por Fernando el recuerdo del doctor Aresti, de una de susparadojas atrevidas que le valían la fama de loco.

«Este es un país sincorazón, donde nunca se ha visto que una muchacha se escape con elnovio.»

Sanabre quedó largo rato cohibido y como avergonzado por el bruscomovimiento de la joven. Pepita parecía arrepentida de la viveza de suprotesta, pero callaba, aguardando á que fuese él quien reanudase laconversación.

—Tal vez quiera tu madre que Fermín Urquiola sea tu marido—dijo elingeniero tristemente.

La joven aprovechó la ocasión para recobrar su voz tierna de enamorada.

—Con ese, nunca, ¡nunca!

Y habló de la repugnancia que le inspiraba Urquiola, con sus petulanciasde buen mozo, cortejando á un tiempo á varias señoritas de la villa yescogiendo entre ellas, con la frialdad del cálculo, la que mejor leconviniera por su fortuna. Además, conocía su vida. Las jóvenes, en lastertulias, hablaban de él á hurtadillas, como de un don Juan que atraíaá las tontas con el maléfico encanto de sus calaveradas. Todas sabíanque tenía una mujer, allá en Bilbao la Vieja, una antigua costurera conla que vivía maritalmente. Hasta había oído decir que tenían hijos.

—¡Oh! Con ese nunca, ¡nunca!—repetía con gestos de repugnancia.

Ella era incapaz de rebelarse ante su madre: pero osaba ponerse frenteá ella, en la apreciación de los méritos de aquel pariente tan queridopor doña Cristina. Y como si al pensar en Urquiola recordase algúndefecto moral de su novio, preguntó á éste con dulzura:

—Dime, Fernando. ¿Tú tienes religión? ¿Es verdad que piensas como mitío?... Dime que no, Fernando; dime que no.

El ingeniero miró á su novia, que le contemplaba con ojos interrogantes,de una candidez alarmada, como si temblase ante su respuesta. Sanabrerecordó un momento á Fausto en el jardín de

Margarita.

Otra

muchachainocente,

aunque

menos

apasionada que la burguesilla germánica, lepreguntaba á él en un jardín cuál era su religión. Sintió impulsos deromper en un himno á sus creencias humanas, como el fantástico doctor.Pero el miedo al ridículo le contuvo; su instinto le avisó el riesgo dealarmar á un alma soñolienta.

—Sí, vida mía, tengo religión—dijo evasivamente.—Creo que el hombredebe ser bueno y feliz sobre la tierra y para ello trabajo.

Pepita pareció no comprenderle y habló de su madre. Si le hacía aquellapregunta era porque doña Cristina, que se acordaba pocas veces deFernando, no viendo en él más que un dependiente, había dicho un día queera igual á su primo el doctor.

—¡Si supieras cuánto me hizo sufrir el pensamiento de que esto fueseverdad! No quise decírtelo en las cartas; pero deseaba que nos viésemospara convencerme de que no es cierto. Ahora estoy tranquila. Ya lo decíayo; ¿si eso no puede ser? Fernando es bueno: algo loco, eso sí, unpoquito romántico, como todos los que no son de esta tierra; pero esimposible que piense los mismos disparates que el pecador de mi tío.

Y aproximándose al joven como si se ofreciera, con una dulzura quecontrastaba con la huraña repulsión de poco antes, añadió:

—Ya que crees en Dios, ¿por qué no vas, como los muchachos de Bilbao, áconfesarte con los Padres? ¿Por qué no te veo nunca en la Residencia?...

Sanabre se encogió de hombros, no sabiendo qué decir, mientras Pepitaseguía hablando. Él indudablemente iría á misa todos los domingos en laiglesia más próxima ó los altos hornos,

¿verdad? Y en sus ojos se leíapor anticipado la afirmación á la pregunta, como si no pudieraocurrírsele la sospecha de que el joven pasase sin oír misa los díasfestivos... Poco le costaba bajar a la villa, frecuentando la iglesia dela Residencia. Dios estaba en todas partes, pero ella—no sabíaexplicarlo bien—creía que en aquel templo tan bonito y tan cómodo sehallaba más cerca.

Además, la religión era allí más distinguida: sólo seveían personas decentes.

—Tengo mucho que hacer—dijo el ingeniero evadiendo la respuesta.—Yopertenezco á mis deberes. El trabajo también es una religión.

La joven siguió hablando, inspirada ahora por el egoísmo del amor. Nadaperdería aproximándose á los Padres, intentando hacerse simpático áellos. Eran personas muy buenas que se interesaban por los demás,trabajando por su felicidad. Para ellos no existían obstáculos: todo lohacían llano con su sabiduría.

Había que seguirlos con los ojoscerrados. ¡Si ellos quisieran ayudarles! ¡ay; entonces sí que notendrían que temer nada!...

—Fernandito—decía con voz acariciadora.—Ve por allí; hazte simpático:tengo la certeza de que mamá te miraría mejor si algún Padre la hablasede tí... ¡Y yo sería tan dichosa!...

—Veremos, veremos—murmuró indeciso el ingeniero.

Dudaba, con cierta esperanza, ante el camino tortuoso que le proponía sunovia. Experimentaba la cobardía del amor, y cerraba los ojos. Él, queera capaz de los mayores esfuerzos por conseguir á la mujer amada ¿porqué había de sentir remordimientos ante un medio que tal vez era el deléxito?...

—Te quiero—dijo con entusiasmo.—No hay nada que me detenga parallegar hasta tí. Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré luis: todo lo que tú me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familiano me admite? ¿Y si tu madre quiere casarte con otro?...

Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosatraía preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.

Pepita bajó los ojos indecisa y pensativa. No osaba mirar á su noviocomo si temiera que este leyese en su pensamiento.

—Dí, mi vida—seguía preguntando el ingeniero.—¿Y si se oponen ánuestro amor?... Si nos separan ¿que harás tú?

La joven eludió la respuesta, diciendo con ternura:

—Yo te quiero mucho, Fernando. Te amo.

—Lo sé, y mi alma se llena de alegría al escucharte. Pero hablemosseriamente: dejemos los romanticismos, como tú dices.

Yo soy pobre y túeres inmensamente rica. ¿Serías capaz de cambiar tu vida de opulenciapor una existencia modesta al lado de un hombre de trabajo, que teamaría mucho... mucho?

Pepita no pareció conmoverse ante el cambio de vida que la proponían, nisintió miedo ante la modestia de que le hablaba el ingeniero.

—Tú trabajarás, Fernando: tú serás rico.

Y lo decía con su convicción de muchacha feliz que no creía en laposibilidad de la miseria; como si ésta estuviera reservada á gentes deotra raza y no pudiese llegar á ella ni á ninguno de los que larodeaban. Vivir sin las ventajas de la riqueza, que la hacían ser laprimera en todas partes, le parecía un absurdo del que era innecesariohablar.

—¿Y si tus padres te ordenan que me olvides? ¿Y si nos separan?...¿Serás capaz de resistirte á su voluntad? ¿Les desobedecerás para ser mimujer?...

Se agrandaron los ojos de Pepita con expresión de asombro, como siescuchase algo inaudito, como si ante ella se abriese un peligro noprevisto ni imaginado, algo monstruoso que rebasaba los límites de lohumano.

—Te quiero, Fernando: yo no te olvidaré nunca.

Y no dijo más. Su novio la acosaba con preguntas. Quería conocer suvalor ante el futuro peligro, apreciar la fuerza de su voluntad, medirla extensión de su amor; pero ella, con la cabeza baja, eludíatenazmente la respuesta, siempre con el mismo juramento: «Te quiero, teamo.» ¿A qué hablar de lo que aún estaba por venir? Ya pensarían los doslo que debía hacerse cuando llegase el momento.

Quedaron en un silencio doloroso. Ella parecía ofendida de que se lequisiera obligar á violentas resoluciones: él pensaba de nuevo en eldoctor, en aquella guitarra trovadoresca de que le había hablado elburlón Aresti al describir su vehemencia amorosa. Realmente, eran derazas distintas; sentían las pasiones de diverso modo. Y el ingenieroadivinaba algo de ridículo en su situación, como si realizándose lasirónicas fantasías del doctor acabasen de sorprenderle dando su serenataante el hotel del millonario.

Aún pasearon mucho tiempo los dos amantes. Deteníanse para contemplaruna flor rara, seguían con atención infantil los saltitos de lospájaros corriendo por los andenes. Al enfriarse un tanto suapasionamiento, se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían porprimera vez el jardín con todas sus bellezas, como si hasta entonceshubiese permanecido oculto entre nubes.

Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse doñaCristina. Pero al mismo tiempo pensaba con miedo en las horas deangustia que le esperaban allá en los altos hornos, si se retiraballevando sobre el alma el peso de su decepción.

—¡Cuando menos, dime que me querrás siempre!—dijo cogiendo una mano dePepita, como si hubiese olvidado la protesta de antes.—¡Dime que,ocurra lo que ocurra, no me olvidarás!

—Sí; te quiero: no podré olvidarte nunca.

Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la mismatolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado,para consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba conarrobamiento aquella mano que recordaba, al través de su figura, lapotente garra de Sánchez Morueta.

La intervención del aña interrumpió su embriaguez amorosa.

El porteroacababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retrocesopara reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal deljardín.

Corrieron los jóvenes, seguidos por el aña, hacia la entrada delhotel, para salir al encuentro de doña Cristina.

Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miróseveramente al aña. Pero la mujerona le contestó con otra miradaarrogante de vieja servidora, que se permite por su antigüedad noadmitir repulsas. Aquel señorito había venido de visita y se habíapaseado con Pepita por el jardín, siempre bajo su vigilancia: ¿qué malhabía en ello?...

Sanabre no pudo ocultar su turbación al saludar á la señora de su jefe.Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje.

Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestiade la visita, preguntando por teléfono.

—Es que, además, deseaba ver á ustedes—dijo Sanabre.

—Muchas gracias—contestó con altivez la señora.—

Agradezco suatención. ¿Entra usted?...

Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.

La joven vió como se alejaba su novio, humillado y cabizbajo.

Despuéssubió á su cuarto, esperando de un momento á otro la temible apariciónde su madre encolerizada.

No subió. Pepita creyó oír á lo lejos su voz temblona de ira y la del aña que le contestaba con no menos acritud.

Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hijacon insistencia, pero sus palabras fueron breves.

—Que sea la última vez—dijo—que recibas visitas, ni dentro de casa...ni en el jardín. También es casualidad, venir ese...

individuo, la mismatarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.

Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñarel alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo queno se aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor.

VI

El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose laproximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre queapagaba el último parpadeo de las estrellas.

Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primerostrenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal,con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajoen las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de suprofundo cauce, con una brillantez azulada de acero. Dos anchas fajas debarro marcaban en los malecones el descenso de la marea.

Apagábanse enla parte alta de la ría las luces de los anguleros, que durante lanoche iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes.Las aves marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación dela villa, revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia elmar, siguiendo la tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza delAbra.

Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías,tabernas y bodegas. Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misay como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, conaspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante alolor de la piedra mohosa de los templos. A lo lejos contestaban á lascampanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantesde los barcos y los gritos de las cargueras que reñían porpreeminencias en el trabajo, al comenzar su vaivén de los buques átierra, con la cabeza abrumada por los fardos.

Por las calles comenzaban á rodar los carros de la sarama recogiendoel estiércol: las vendedoras de fotes llamaban á las puertasrepartiendo los panecillos del desayuno.

Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino delmercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por unmomento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimplorasde leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el taf-taf de unautomóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo,ensanche adelante, al otro lado del puente.

Las que eran de la villa, conocieron á la esposa y la hija de SánchezMorueta, sentadas tras el chauffeur de ancha gorra y aspectoextranjero; las dos vestidas de negro, con mantillas que casi lascubrían los ojos.

Las criadas se abordaban haciendo comentarios. Aquella gente rica aunmadrugaba más que ellas. Irían á la iglesia de la Residencia áconfesarse con los padres jesuítas. Allí iba todo el señorío.

El automóvil aceleró su marcha por las amplias calles del ensanche,desiertas á aquellas horas, y paró con violenta rapidez entre loscarruajes que estaban estacionados ante la iglesia del Sagrado

Corazón,una

obra

prodigiosa

de

confitería

arquitectónica, en la que el blanco delas ojivas se combinaba con el color rosa de los muros.

Doña Cristina no entraba nunca en aquella iglesia sin sentir uncosquilleo de bienestar. Experimentaba igual satisfacción que sipenetrase en un salón elegante, donde sin esfuerzo alguno, con unadulzura casi voluptuosa y sin molestos contactos, se ganaba la salvacióndel alma.

Reconocía una vez más el talento de los buenos Padres al admirar ladecoración del templo. Era gótico, pero no tenía la crudeza blanca, lasobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival séconvertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nerviosde los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules conestrellas de oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan bonita,sólo podían imaginarla los Padres de la Compañía.

Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como siempreque había de indignarse contra alguna impiedad.

Recordaba sucomparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esosbaúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decirtal cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenadopara comodidad y suave placer de los fieles! El órgano desgarrador ytempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santosnegruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanseimágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cualcorresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luzeléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con suolor de cera daban mareos á las señoras.

Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentesarrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estabamuy concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía lainfluencia de la estación en la clase de público. Las señoras eran menosque en el invierno. La gente baja, menestrales acomodadas, y viejasbeatas de medios de vida problemáticos, se aprovechaban del veraneo delas señoras distinguidas, para apoderarse del templo bonito y de sussantos sacerdotes.

Pepita y su madre se arrodillaron cerca de un confesonario; el que másgente tenía formada ante sus rejillas. Tardaría mucho en llegarles elturno para la confesión.

Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto ycuriosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro ycon la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolassu puesto en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con lacabeza y abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.

Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menosconcurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesarde su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de larejilla percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisacon aquellas intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.

La madre y la hija, al verse cerca del confesonario, con sólo dospenitentas por delante, abrieron sus libros de oraciones, y descansandolas carnosidades de su cuerpo sobre las piernas dobladas, aguardaron concalma.

Doña Cristina experimentaba la emoción de la doncella que tiente laproximidad del hombre amado.

El Padre Paulí era un varón famoso. La buena señora admiraba su energía,su fuerza de voluntad, viendo en él algo de San Ignacio, que había sidomilitar antes que santo y guardaba bajo su sotana la audacia del hombrede guerra. No había más qué leer los papeles liberales, enterarse de losescándalos que habían provocado, hasta en Madrid, las palabras y losactos del Padre Paulí, para convencerse de que nadie trabajaba como élpor la causa de Dios. No iba con tapujos y miedos como muchos sacerdotesque sólo hablaban de piedad y perdón para los enemigos, y de la dulzurade Jesús. Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terrenofavorable, en aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe yde la sumisión ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todoslados. «A los enemigos de la religión, palo», decía con fieraarrogancia, que enardecía á su laico auxiliar Fermín Urquiola.

No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos.

Sus sermonesen las grandes romerías, en las fiestas de la Asociación de la VelaNocturna y otras corporaciones que le tenían por director, eran arengasde caudillo, hablando de matar ó morir como los paladines de lasCruzadas, por el sagrado Corazón de Jesús. Su celebro folleto «A lasseñoras católicas», publicado en vísperas de unas elecciones, había dadoque hablar hasta en el Congreso de los Diputados.

Era un hombre de lucha que iba recto á su fin, atropellando lasdoctrinas religiosas para defender la religión. En su folleto tronabacontra el lujo de las mujeres y el dinero que desperdiciaban en lacaridad. Nada de vestidos nuevos ni de limosnas; todo debían dedicarlo álas elecciones, á comprar votos, á corromper la voluntad de la gente,para sacar triunfante al candidato de Dios y deshonrar de paso aquellainstitución del sufragio, que borrando las clases y colocando el pequeñoal nivel del grande, trastornaba las leyes de la antigua sociedad.

Doña Cristina recordaba los incidentes de la lucha ruidosa, en la quefué victorioso caudillo el Padre Paulí. Las señoras, amenazando con nocomprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidatoliberal; el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno queenloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros;las damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables,arrogantes como amazonas,

con

el

bolso

abierto

y

el

paquete

de

papeletaselectorales. Y enfrente de este gran ejército manejado por el PadrePaulí, un candidato de una buena fe paradisíaca, que hacía discursossobre la regeneración material de la nación y la política hidráulica,pidiendo canales y pantanos, como si á un país cual Vizcaya, en el quellueve todo el año, pudiera interesarle lo que sólo importaba á los maketos, en sus llanuras de Castilla secas, bajo un sol de África.Hasta había comulgado solemnemente la víspera de la elección, en unaiglesia popular, para que su candidatura perdiera todo carácterantirreligioso.

¡Infeliz! ¡como si estas habilidades valiesen con laIglesia que es maestra en ellas! ¡cómo si no supiesen los buenos quequien no está á sus órdenes en cuerpo y alma, está contra ella!...

En esta lucha casi reciente, cuyo triunfo saborean envalentonadas lasgentes religiosas, y que esparcía en torno del enérgico jesuíta unprestigio de caudillo invencible, había roto doña Cristina los últimosrestos de la intimidad puramente amistosa que aún existía entra ella ysu marido. Los liberales buscaron el auxilio de Sánchez Morueta,recordándole que había peleado durante el sitio, y el millonario entregómil pesetas para la elección. El mismo día doña Cristina, con la amplialibertad de que gozaba en el manejo del dinero, dió dos mil duros alPadre Paulí. Al conocerse en Bilbao las dos ofrendas, cayó sobre SánchezMorueta el desprecio y la burla de ambos bandos. Doña Cristina tembló enel primer momento ante el silencio de su esposo. Le parecía escuchar larisa irónica del doctor Aresti, allá en las minas. Temía la explosiónruidosa del gigante que se veía ridiculizado por una mujer, que no erapara él más que una administradora del hogar. Pero transcurrieron losdías y siguió callando, como si pasada la primera impresión de cólera,sólo le inspirasen desprecio aquellas contrariedades, y no quisieraturbar con nuevas querellas el bienestar animal que encontraba en sucasa.

Doña Cristina también había perdido su primitiva inquietud altranscurrir el tiempo y se mostraba satisfecha, sonriendo modestamenteante las amigas que la felicitaban por este rasgo de independenciaconyugal, para mayor gloria de Dios. El elogio del Padre Paulí valíapor todos los terrores que le había hecho sufrir el gesto hosco de sumarido. El jesuíta la comparó en una reunión de señoras con las mujeresfuertes de la Biblia y con un sinnúmero de santas, todas princesas óconsejeras de reyes. «Con señoras tan valerosas, pronto volverá elreinado de Jesús sobre la tierra.» Urquiola era otro panegirista que enlas reuniones de jóvenes católicos ensalzaba, entre risas, la gran tretaque su tía había jugado á aquel marido gigantón con cara de vinagre.

Después del ruidoso triunfo, la piadosa señora entraba en aquellaiglesia como si fuese su casa, creyendo que el compañerismo de lavictoria y su tan comentado sacrificio, la unían á los buenos Padrescomo si fuese de su familia.

El confesor, después de despachar á varias penitentas, sacó la cabezapor delante del sagrado cajón, lanzando una rápida mirada á la fila deseñoras, mientras musitaba algunas oraciones.

—Me ha conocido—pensó doña Cristina con orgullo—No tardará endespedir á la que está delante.

Pensaba en la natural sorpresa del confesor al verla allí en verano. Laafluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba elservicio religioso en las iglesias de