El Intruso by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—A ver, ¿dónde está ese ingenierete?...

Lo primero que vió Sanabre al levantar la cabeza fué el brillo de unoslentes, y al reconocer al doctor Aresti, abandonó su sillón confuso éindeciso, dudando entre salir al encuentro de aquél ú ocultar la carta.

Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal,volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavíaatolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á laventana.

El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamadopor la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto.Inconvenientes de la popularidad. Aquellas buenas señoras, aunque setrasladasen á Bilbao ó fueran á vivir al otro extremo del mundo, noquerían otro médico que el doctor Aresti, obligándolo á ir de un lado áotro como un comisionista de la salud. ¡Maldito carácter que no lepermitía negarse á nada! Y

mientras venía la hora de coger el últimotren de las minas, se había dicho: «Vamos á echar un párrafo con elingenierito y de paso veré el gran feudo industrial de mi primo....»

Acariciando con amistosas palmadas á Sanabre, le decía con tonomalicioso:

—Desde el día del santo de Pepe que no te había visto.

Cuántas cosashan pasado desde entonces ¿eh?... Parece que todo va bien.

Aresti tuteaba al ingeniero, sin conseguir que éste le tratase con igualconfianza, pues el doctor le inspiraba cierto respeto, á pesar de sucarácter comunicativo. Los escudriñadores ojos de Aresti, habituados alexamen rápido de todo cuanto le rodeaba, iban rectos á aquella cartaque Sanabre pretendía ocultar.

—Eso no será ningún trabajo de ingeniería—dijo en voz baja y consonrisa burlona.—Me da en la nariz cierto tufillo de noviazgo.... ¡Vayaun modo de velar por los intereses de mi primo, señor ingeniero! Y deseguro que en esos cajones hay algo más que planos y estudios. Cartitasde amor, con fina letra inglesa y alguna que otra falta de ortografía:tal vez flores secas y amados cintajos. Muy bien, señor ingeniero. Esoes muy propio de la seriedad de una oficina como esta.

Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvíala mirada hacia los cajones de un secretaire inmediato, desconcertadopor la certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre quesus subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allícuanto antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De verasque no había visto nunca los altos hornos? Pues aquella tarde era de lasmejores: había cuela de mineral. Y salió de la oficina seguido por eldoctor.

Abajo, en la inmensa llanura de las fundiciones, surcada por víasférreas y cubierta de polvo de carbón, el médico detuvo á su guía, comosi le interesase más hablar con él, que contemplar la riqueza industrialde su primo.

—Vamos á ver, Fernandito—dijo cogiéndolo por un botón de laamericana.—Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tugente: ¿cómo van esos amores?...

Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero ledesconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidadinsolente de los miopes.

—¡Pero ingeniero del demonio! No niegues. ¡Si lo sé todo!...

Vaya pordescubierta, para que seas franco conmigo. La semana pasada me lo dijoel Capi cuando vino á cazar chimbos á la montaña. Ya sabes que él eshombre que calla y lo ve todo. Nada se le escapa de lo que ocurre encasa de Pepe. Conque dime,

¿cuándo piensas ser mi sobrino?

Sanabre se entregó: con aquel hombre no valían disimulos.

Además, eldoctor le había inspirado una gran confianza y sentía el anhelo de todoenamorado por comunicar su felicidad. ¿A quién mejor que al bondadosoAresti, que además aparecía ante sus ojos engrandecido por su parentescocon Pepita?... La reserva vergonzosa del ingeniero, se convirtió en unaverbosidad atropellada. Quería contar de un golpe toda la historia desus amores: se extrañaba de que Aresti no sintiera el mismo entusiasmoque él y le escuchase con gesto irónico, que daba á su cara unaexpresión de Mefistófeles bondadoso.

¡Ay, qué tarde aquélla, en la que Pepita, paseando por su jardín de LasArenas, y aprovechando una corta ausencia de su madre, le habíacontestado afirmativamente! Era la única vez que Sanabre creía haberestado ebrio: ebrio de sol, de azul celeste, de verde de los árboles, deaquella luz opalina que derramaban sobre el suelo unos ojos bajos y comoavergonzados, al pronunciar el mágico monosílabo. Lo cierto era que alanochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durantela comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundíaSánchez Morueta. Junto al puente de Vizcaya había vaciado sus bolsillos,derramando un puñado de pesetas entre la chiquillería que miraba concierto asombro á un señorito, con el sombrero echado atrás, andando ágrandes pasos, como un loco.

En Portugalete, al tomar el tren, iba de unlado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba ciertainquietud á los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdosmusicales que tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que eltenor, con la mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Quénoche, doctor!... Después se había serenado; su felicidad adquiriócierto sosiego, pero aun así, cada día le traía nuevas y profundasemociones. Llegaba á Las Arenas y temblaba al entrar en casa de SánchezMorueta, como si éste fuese á presentarse iracundo é imponente,señalándole con gesto mudo la puerta.

Tenían que librarse de lavigilancia de doña Cristina, para cambiar la carta que llevaba escritacon la que le entregaba Pepita en un rincón del hotel, ó en una revueltadel jardín: y gracias que contaban con el auxilio de Nicanora, la aña de su novia, la ama seca que, después de criar á la niña, se habíaquedado á su lado disputando su influencia, primero á la institutriz, yahora á las doncellas y demás servidumbre femenina de la casa.

Sanabre hablaba conmovido de la ansiedad con que aguardaba las cartas dePepita; cómo las leía y releía; cuántas veces en mitad de su visita álos talleres, acometía su recuerdo la duda de una palabra, la sospechade que tal párrafo envolvía cierta frialdad, y volaba de nuevo á sudespacho, para deshacer el paquete amoroso, examinando atentamente laletra amada, como un jeroglífico que ocultaba su felicidad. Él no habíacreído nunca que pudiera amarse tan intensamente. Había conocido áPepita con la falda corta y el pelo suelto, cuando jugaba en el jardín,bajo la mirada de acero de una inglesa huesuda, que al más leve descuidogritaba como un loro arisco: «¡Miss!...»

¿Quién le hubiera dichoentonces que se había de enamorar de aquella chiquilla? ¡Porque élestaba loco por Pepita, realmente loco, querido doctor!

Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles queconstituyen

los

grandes

acontecimientos

para

los

enamorados, ante lasinquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de unasonrisa, cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existenciavulgar.

—Es esta tu primera novia, ¿verdad?—dijo Aresti.—Ya se conoce: todoshemos pasado por eso. Es el sarampión de la juventud. Un signo de fuerzay de vida. El que no lo sufre es que lleva el alma muerta. Sigue, hijo,sigue.

La única tristeza de Sanabre era la consideración de la gran desigualdadde fortuna entre él y su novia. ¿Qué diría su principal cuando seenterase? Le creería un aventurero que intentaba apoderarse de suinmensa riqueza. En aquella tierra donde se casaban las fortunas y erapara muchos la única carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de uningeniero pobre que ponía los ojos nada menos que en la hija de SánchezMorueta?...

Fernando miraba al doctor como si quisiera adivinar su pensamiento. ¿Nocreería él también que le guiaba el deseo de conquistar de un golpe lariqueza? Esta duda le entristecía. Él amaba á Pepita... porque sí.¿Quién sabe por qué se quiere?... Tal vez, porque en aquella vida deBilbao, huraña y de escaso trato social, en la que hombrea y mujeresvivían separados, era Pepita la única joven con la que había tenidoalgún trato, y el amor, que no piensa en diferencias sociales, ni conoceotros obstáculos que los de la naturaleza, le había sorprendido,inflamando sus treinta años, la edad de las grandes pasiones. ¡Ay! ¡Cómodeseaba que ella fuese una pobre que al entregarse á él, le agradecierano sólo su amor sino su trabajo! ¡Qué! ¿no le creía el doctor?...

—Te creo, muchacho—dijo Aresti—Claro es que no te sabrá mal ser yernode un millonario; pero esto es miel sobre hojuelas y aquí las hojuelasson tu amor. Tú eres de otra raza; tú vienes de abajo, del Sur, de unpaís de sol y de cielo azul, donde la dulzura de la vida hace pensarmenos en el dinero, y se mata por amor, y, se quiere tanto á la mujer...¡tanto! que á veces se la da de puñaladas para tirarse luego del peloante su cadáver. Sois unos animales más vehementes, más complicados éinteresantes que los de aquí. Tengo la certeza de que si esto sigue, aúnte verán alguna

noche

con

una

guitarra,

en

Las

Arenas,

cantandoserenatas ante la ventana de mi sobrina.

Aresti, por no molestar al ingeniero, cambió de tono y le habló congravedad. Podía prepararse á sufrir disgustos. Aquello no sabía él cómopodía acabar; lo más probable era que terminase de mal modo.

—Lo sé—dijo Sanabre con tristeza.—Temo al principal cuando se entere.Se indignará, sin que le falte razón para ello.

—Mi primo es el menos temible. No tiene opinión formada sobre elporvenir de su hija. Tal vez le parezca excelente la idea de que tú, queeres un trabajador, continúes su obra. Hay que esperar siempre algobueno de su carácter.... ¡Otros son los que debes temer!

Y hablaban de su prima, la «antipáticamente virtuosa» como él lallamaba: aquella Cristina que se creía postergada por haberse unido áSánchez Morueta á pesar de que éste le trajo la fortuna.

¿Qué iba ádecir ahora, en plena riqueza, ante la posibilidad de emparentar con unempleado de su casa? Ella sólo apreciaba dos cualidades, como las únicasrespetables en el mundo: una gran fortuna ó un nombre histórico,relacionado con las glorias del país vasco y de la religión....

—Además, ingeniero de Dios—continuó el doctor:—tienes que luchar conFermín Urquiola, que también parece que anda tras de la chica, no sé sipor impulso propio ó empujado por la madre.

Aquí se irguió Sanabre con el orgullo del hombre que sabe es preferido.A ese no le tenía miedo. Estaba seguro de que inspiraba á Pepita unaaversión irresistible: bastaba ver con qué despego le trataba. Aquellasniñas criadas junto á las faldas de sus madres, conocían todo lo quepasaba en la villa. Al estar juntas, chismorreaban como novicias enasueto, que se enteran con curiosidad femenil de lo que ocurre más alláde las rejas.

Pepita conocía la vida de aquel señorito, mezcla de matónclerical y de calavera rústico, que pasaba las noches en las casas delbarrio de San Francisco y había sido conducido varias veces al juzgadopor borracheras tumultuosas. No, á ese no podía quererlo Pepita: lodespreciaba á pesar de que la perseguía en las visitas, extremando conella su cortesía empalagosa copiada de los padres de la Compañía. Seretiraba de él con cierta impresión de asco: como si la pudiera mancharcon impuros contagios, á los que ella, en su inocencia, daba formasmonstruosas.

—Y de mi sobrina ¿estás muy seguro?—preguntó el doctor fríamente, conforzada indiferencia, como si no quisiera alarmar al joven.

Sanabre sentía la ciega convicción de todo amante. Sí: estaba seguro deque le amaba: ¿Por qué le había de engañar, halagando sus ilusiones? Elingeniero no comprendía la pregunta del doctor.

—Es que sois de diversa raza—continuó Aresti—Tal vez me engañe, pero¡qué quieres!; desde aquí, sin haber leído vuestras cartas, sin haberosescuchado, apostaría algo á que, de los dos, tú eres el que quieres másy mejor.

Sanabre quedó silencioso un momento. Parecía asombrado, como si derepente se abriese en su pensamiento una gran ventana por la que veíaalgo nuevo. Acudían de golpe á su memoria hechos olvidados, palabras enlas que no había puesto atención, mil insignificancias que parecíanremovidas por las palabras del doctor. Tal vez estaba éste en lo cierto.Pepita no parecía tomar el amor con el mismo apasionamiento que él.

Eraun incidente que alegraba su vida dándole nuevos deseos, pero sin llegará turbarla profundamente. Mas el ansia de ser amado, de engañarse condulces ilusiones, el egoísmo varonil, inclinado siempre á creer en unapredilección en favor suyo, se sublevaron en Fernando.

—No, doctor: me quiere. Tengo pruebas.

Y las pruebas eran el fajo de cartas que estaba arriba, entre planos ycuadernos de cálculos; hojas de papel satinado, de suave color de rosa,en las que Pepita juraba quererlo «más que á su vida» y terminabainvariablemente «tuya hasta la muerte.» Para Sanabre, estos juramentoseran más solemnes é inconmovibles que las sentencias de un tribunal.

—Pues si ella te quiere—dijo el doctor—¡adelante, muchacho!

y á vercuándo te llamo sobrino.

Sintiendo cierta conmiseración por su optimismo, intentó animarle,disminuyendo los obstáculos ante los cuales se aterraba Fernando. Alpadre, á pesar de sus barbazas y su entrecejo de gigante, no había quetenerle gran miedo. Era cuestión de que el descubrimiento le pillase debuen talante. Aún pasaría tiempo antes de que se enterase, preocupadocomo estaba por los nuevos negocios que le obligaban á trasladarse áMadrid todos los meses. Además: él sabía lo que era el amor (¡vaya si losabía!) y no era hombre que de buenas á primeras se indignase contra unjoven, porque no había sabido resistirse á las inclinaciones de sucorazón. Quedaban otros enemigos, y además la malicia de la gente, quecreería cálculo lo que era amor.... Pero ¡qué demonio!

un ingeniero noera una cosa cualquiera. Justamente, figuraba como eterno personaje,desde hacía años, en las novelas y los dramas. Al salir sobre las tablasó en el primer capítulo un protagonista joven, noble, arrogante, quesólo abría la boca para decir cosas hermosas y profundas, ya se sabía,era un ingeniero.

—Lo malo—añadió Aresti, recobrado su tono irónico—es que en esteBilbao todo es diferente del resto del mundo. El ingeniero priva enotros países como un primer galán del porvenir; pero aquí, ¡hijo mío!,el héroe de moda, el que arrambla con todo, es el abogado salido deDeusto.

Y antes de que Sanabre volviera á hablar de su amor, el médico añadió,cogiéndole de un brazo:

—Vaya; enséñame todo eso. Piensa que aún tengo que ir á Gallarta.

Avanzaron por la llanura negra y rojiza, cubierta de polvo de hulla y deresiduos de mineral. A cada paso tropezaban con rieles que formaban unacomplicada telaraña de vías férreas. Sanabre enumeraba todos los mediosde comunicación que convertían el establecimiento en una red complicada,con numerosas agujas y plataformas movibles, para los cambios de vía.Tenían un ferrocarril directo á las minas; otro para las mercancías, queempalmaba con la vecina estación; vías para los embarcaderos, vías paracomunicar unos talleres con otros: total, muchos kilómetros de rielesque se entrecruzaban en un espacio relativamente reducido. En algunospuntos, al encontrarse las vías, se tendían unas sobre terraplenes yotras pasaban por debajo, al través de pequeños túneles. El espacioestaba cruzado por los hilos del alumbrado y los teléfonos, y loscables de los tranvías aéreos. Entre esta red de acero alzábansenumerosos postes, con sus faros eléctricos semejantes á lunas apagadas.Los guardas paseaban por las vías con la carabina pendiente del hombro yel paraguas cerrado bajo del brazo, vigilando las vallas ó las orillasde la ría por donde se colaban los merodeadores en busca de la chatarra, acero viejo, piezas de máquinas desmontadas ó rollos dealambre, que vendían en los baratillos de Bilbao. La ría—según decía elcapitán Iriondo—era peor que una carretera antigua. Así que cerraba lanoche, una turba de merodeadores saqueaba las orillas, llevándose todolo que estaba suelto en barcas y edificios.

El ingeniero mostraba con orgullo la gran sala de los motores, queaprovechaban el gas de la hulla, al que antes no se daba aplicación.Aquello era obra suya y proporcionaba á la casa, sin nuevos gastos, unafuerza de más de dos mil caballos. Después venían los hornos para hacerel cok, que extraían del carbón, el alquitrán y el amoníaco.

Luego pasaron por el desembarcadero de la hulla. Un vapor de la casaestaba atracado á la riba, tan hondo por el descenso de la marea, quesólo se le veían la chimenea y los mástiles. En aquélla destacábansepintadas de rojo las enormes iniciales entrelazadas de Sánchez Morueta.La grúa del descargador avanzaba su inmenso brazo de hierro sobre elagua. El tanque, que contenía una tonelada de combustible, salía de lasentrañas del barco, se remontaba hasta la punta del puente aéreo y,deslizándose con incesante chirrido, entraba tierra adentro para vomitarsu contenido en una de las varias montañas de hulla que se interponíanentre aquella parte del establecimiento y la ría. Otro vapor con banderainglesa, estaba inmóvil, un poco más allá, hundido hasta la línea deflotación, esperando su turno para descargar.

—Consumimos mil toneladas diarias—decía el ingeniero conorgullo.—Necesitamos más de un barco cada veinticuatro horas.

Después, enseñó al doctor el triturador del carbón, donde trabajaban lasmujeres entre una nube de polvillo que las cubría la cara, dándolas unaspecto de grotesca miseria, con la boca llorosa y los ojos enrojecidos,en medio de su máscara negra.

Los grandes talleres, para la reparación de las maquinarias de la casa yconstrucción de máquinas nuevas, puentes y hasta barcos, no atrajeron lacuriosidad del doctor.

—Conozco esto—dijo Aresti.—Lo he visto muchas veces fuera de aquí. Loque á mí me interesa es la especialidad de la casa, la base de vuestraindustria: ver como se convierte el mineral en acero. Y señalaba losaltos hornos, las robustas torres gemelas, unidas por el ascensor quesubía hasta sus bocas las cargas de mineral y de combustible. Un calorde volcán envolvió á los dos hombres al aproximarse á los altos hornos.Marchaban por

plataformas

de

tierra

refractaria,

surcadas

con

unaregularidad geométrica por pequeñas zanjas que servían de moldes almineral en fusión. Por este cuadriculado del suelo corría el hierrolíquido al salir de los hornos, tomando la forma de lingotes. La tierraardía, obligando al doctor á mover continuamente los pies. Los gruesosmuros de los hornos irradiaban un calor sofocante que abrasaba la piel.El ingeniero, habituado á esta temperatura, describía con gran calma lafunción de los altos hornos.

Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, milquinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba enlos tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas,formábase el metal que descendía por su peso hasta salir por la base delas torres. Día y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era sumuerte. Calentarlos y ponerlos en disposición de funcionar, costaba unafortuna. Si se apagaban había que derribarlos y hacerlos nuevos: asuntode medio millón.

Un descuido en el trabajo, una huelga, podía costar la existencia áaquellos gigantes de la industria, que sólo vivían ardiendo y tragandocombustible á todas horas. Cuando surgía una huelga en la montaña y losferrocarriles paralizados no acarreaban mineral, había que echarlescarbón lo mismo que si funcionasen. Aquellos enormes tubos de piedra,con su aspecto de grosera pesadez, eran delicados como juguetes de laindustria, y podían inutilizarse al menor descuido.

Mientras el ingeniero detallaba sus explicaciones, el médico, asombradopor la enorme mole de las dos torres ardientes que parecían servir depilares al firmamento, pensaba en el culto del fuego, en la adoración delas razas antiguas al gran elemento creador y destructor, en los ídolosígneos que cocían dentro de su vientre, en repugnante holocausto, lasvíctimas humanas.

—Ahora van á sangrar—dijo Sanabre, señalando á un obrero viejo quehurgaba con una palanca en la boca del horno cubierta de tierrarefractaria.

Se abrió un pequeño agujero en la base de una de las torres y aparecióun punto de luz deslumbradora, una estrella roja de agudos rayos queherían la vista. Se fué agrandando, y un arroyo rojo obscuro, como desangre de toro, corrió por la tierra con un chisporroteo ruidoso.

—¿Eso es el hierro?—preguntó Aresti.

—No: es escoria. El hierro vendrá después.

El médico respiraba con dificultad. La tarde de primavera era calurosa.Al lado de aquellos infiernos de la industria, la vida era imposible. Seenrojecían los ojos; parecía que las pestañas iban á consumirse,secábase la piel sintiéndose en cada poro una aguja ardiente, y los piesmovíanse inquietos, agitando las caldeadas suelas de los zapatos.

Aresti admiraba á los trabajadores, que estaban allí como en su casa,habituados á una temperatura asfixiante, moviéndose como salamandrasentre arroyos de fuego, enjutos, ennegrecidos cual momias, como si elincendio hubiese absorbido sus músculos, dejándoles el esqueleto y lapiel. Iban casi desnudos, con largos mandiles de cuero sobre el cuerpocobrizo, como esclavos egipcios ocupados en un rito misterioso. El calorles hacía exponer sus miembros al chisporroteo del hierro, que volaba enpartículas de ardiente arañazo. Algunos mostraban las cicatrices dehorrorosas quemaduras.

Sanabre señaló la boca del horno. Iba á comenzar la colada.

No era unaestrella lo que se abría en la tierra refractaria: era una gran hostiade fuego, un sol de color de cereza, con ondulaciones verdes, queabrasaba los ojos hasta cegarlos. El hierro descendía por la canal,esparciéndose en espesa ondulación en las cuadrículas del suelo. Aresticreyó morir de asfixia. El chisporroteo del metal al ponerse en contactocon la atmósfera, poblaba el espacio de puntos de luz, de llamas rotasen infinitos fragmentos. Eran mariposas azules y doradas querevoloteaban vertiginosamente

con

alas

de

vibrantes

puntas;

mosquitosverdosos que zumbaban un instante, desvaneciéndose para dejar paso áotros y otros, en interminable enjambre. El hierro era de un rosaintenso al salir del horno con ruidosas gárgaras; rodaba por las canalescon la torpeza del barro, enrojeciéndose como sangre coagulada, y alquedar inmóvil en los moldes, se cubría de un polvo blanco, la escarchadel enfriamiento.

El médico no podía seguir junto al horno, y tiraba de Sanabre.

—Vámonos, ingeniero del demonio. Esto es para morir.

Aun vieron como, cambiando de dirección la canal del horno, arrojaba suchorro de fuego sobre un gran tanque montado en una vagoneta. Era elcaldo para los convertidores. Aquel mineral iba directamente átransformarse en acero. Silbó la locomotora, pequeña como un juguete,salió á toda velocidad por debajo de los cobertizos inmediatos,arrastrando el enorme tanque, en cuyos bordes se agitaba el líquidorojo, siguiendo el traqueteo de las ruedas.

Aresti, casi cegado por tanto resplandor, tomó la mano del ingeniero.

—¡Guíame, Virgilio!—dijo riendo.—Yo voy como el poeta de losinfiernos: cuida de que no nos quememos.

Y avanzaba por la plataforma inmediata á los altos hornos, saltando losarroyos de metal en ebullición. Cada vez que pasaba por encima de una delas zanjas, una bocanada de fuego subía por sus piernas hasta la cruz delos pantalones.

—¡Por fin!... Aquí se respira—dijo el doctor al descender de la mesetadonde sangraba el mineral, poniendo los pies en tierra firme.

Pasó un buen rato limpiándose el sudor y haciéndose aire con el pañuelo.

—Parece mentira, Fernandito—dijo con su acento zumbón—

que viviendoaquí tengas ánimo para pensar en amores. Yo soñaría con un botijogrande, inmenso cual una de esas torres, lleno de agua fresca como lanieve.

—Pues aún nos queda por ver otro infierno: sólo que este es más pintoresco.

Y el ingeniero guió al doctor hacia el taller de los convertidores. Eranenormes campanas colocadas casi al ras de la techumbre, en espaciosabiertos, para que esparciesen sus chorros de chispas. Los encargados devoltearlas cuando lo exigían las operaciones de la carga, llegaban hastaellas por unas pasarelas de acero.

Sanabre se entusiasmaba hablando del convertidor de Bessemer; el grandescubrimiento industrial que había abaratado el acero, enriqueciendo áBilbao al mismo tiempo, pues exigía minerales sin fósforo, como los delas montañas vizcaínas. Antes del invento, el acero se fabricaba en loshornos antiguos por medio del puldeo, un procedimiento más lento y máscaro; pero ahora todo el metal para vías férreas, que era el de mássalida, lo fabricaban con rapidez vertiginosa. Y el ingeniero describía,con un arrobamiento de devoto, las funciones del admirable convertidor,que simplificaba la industria. El hierro era purificado dentro de él poruna gigantesca corriente de aire que inutilizaba el carbono, el silicioy el manganeso: así se formaba el acero. No era de clase tan superiorcomo el Siemens, por ejemplo, pero servía perfectamente para los rielesde los caminos de hierro; la gran necesidad de la vida moderna.

Aresti apenas le oía, aturdido como estaba por la grandeza delespectáculo. Era un rugido inmenso que conmovía la techumbre del taller,y hacía temblar la tierra: un escape de fuerzas y de fuego por la bocadel convertidor, á impulsos de la corriente de aire comprimido que veníadel vecino edificio, donde estaban las grandes máquinas inyectadoras. Elmetal en ebullición arrojaba por la boca superior de la campana untorbellino de chispas, un ramillete de fuego. ¡Pero qué chispas!

¡quéfuego!

Era

aquello

tan

grande,

tan

inconmensurable, que Arestirecordaba, como un juego sin importancia, la salida del metal de losaltos hornos.

Soplaba la campana su ensordecedor rugido y subía recto por el espacioun surtidor que se abría en lo alto como una palmera roja, esparciendoplumas de luz, hojas azules, anaranjadas, de un rosa blanquecino,descendiendo después para apagarse antes de llegar al suelo. De vez encuando, la campana era volteada por ocultos obreros, y se cerraba suchorro luminoso; pero de nuevo tornaba el cono hacia arriba y surgía elchorro con mayor rugido, con tonos azulados que iban pasando por todoslos colores del iris. Fuera del taller aún era de día. El sol, en elocaso, iluminaba el suelo, más allá de los cobertizos; pero los ojos,deslumbrados por este resplandor de incendio, lo veían todo negro, comosi hubiese llegado la noche.

El acero líquido caía en moldes de forma cónica. Una grúa movía losmoldes, volteándolos cuando el acero se solidificaba; y aparecía ellingote cónico, en forma de pan de azúcar, de un blanco rosa, como sifuese de hielo con una luz interior, esparciéndose las cenizas de suenfriamiento al abandonar la envoltura. Cada lingote era deposita