Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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He puesto un cuartito en la calle de Belén, 78, entresuelo.

Allíte aguardo mañana y pasado, desde la una de la tarde hasta el anochecer.Si no me contestas dentro de cuarenta y ocho horas, será señal de quenada puedo esperar, y esta misma semana saldré de Madrid para no volvernunca. Adiós, Cristeta de mis ojos. Medita bien lo que resuelves, que vade veras, y acuérdate de tu desgraciado

JUAN.»

Al expirar el plazo, cuyo término caía en lunes, don Juan recibiórespuesta con estas palabras, de mano de Cristeta:

«Estoy malucha, y además no puedo ni debo aceptar eso quepropones; el domingo que biene toma un palco alto, para por la tarde, encualquier teatro, y enbiamelo: de otro modo, nada.

C.»

¡Qué semana! Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para veral primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñócastamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas deser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre demarino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie seimpacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.

Llegó el sábado; fijáronse en las esquinas los carteles teatrales,leyolos, calculó cuál sería la función más larga, y vio que en laZarzuela representaban un melodrama en cinco actos, seguido de sainete;es decir, cinco entreactos, que era lo que a él le interesaba. Tomó parasí una butaca, escogió un buen palco y se lo mandó a Cristeta. «¿Quiénla acompañará?—pensó—.

Cuando lo ha pedido para por la tarde, es quelleva al chico.» Y

al recordar al niño se le puso carne de gallina.

El domingo amaneció sereno, hermosísimo. Con el temor de que sesuspendiera la función, se puso don Juan más nervioso que mujer entienda de sedas. Por fortuna, al medio día se nubló el cielo y comenzó allover. Su primera impresión fue de alegría; pero luego se dijo: «¿A queno va porque no coja humedad el chiquillo?»

Hasta la hora del espectáculo permaneció encerrado en casa y, según sucostumbre, quiso distraerse leyendo; pero todo fue inútil. Tal estaba suánimo, que no le hizo gracia Don Quijote. Si llega a hojear La divinacomedia se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el relojdel despacho, púsose el gabán y salió.

Madrid estaba convertido en un lodazal; soplaba norte pulmoníaco, y lalluvia, por lo terca y violenta, se burlaba de toda prenda impermeable;pero a don Juan le pareció que caminaba por las secas alamedas de unjardín donde corría suavísimo céfiro y que del cielo caía tibio rocíoperfumado, como aquel que un alarife cordobés hizo llover en el serrallodel califa.

Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante élesperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos depapás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y lapuerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantoscodazos como don Juan.

Otros llevaban al niño de la mano: él llevaba dentro al niño Amor, que,aposentado en su corazón y su pensamiento, lugares donde antes jamásentró, corría de uno para otro.

La sala estaba a media luz: don Juan, que llevaba tres horasdiciéndose:— «Principal, número nueve», miró al palco.

Los violines, mal afinados, gruñían como cochinillos hambrientos, oíasealgún quejido gangoso de clarinete y rasgaban el aire alegres carcajadasinfantiles.

Don Juan, de pie en el callejón central de las butacas, tenía fija lamirada en el palco. De pronto, levantose la cortina, apareció Julia conel niño en brazos, y tras ella, destacando por claro sobre el fondooscuro del palco, se dibujó la encantadora figura de Cristeta, enactitud de alzar las manos para quitarse un precioso sombrerillo. ¡Quésemblante y qué talle! A no estar trastornado

por

sus

preocupaciones,don

Juan

hubiese

comprendido mirándola, que la esbeltez de aquella mujerera incompatible con la maternidad. Lo de llevar al teatro un niño dedos años, le pareció insensato...; pero era el pretexto: y además, lospadres llevan a sus hijos demasiado pronto al teatro, porque se hacen lailusión de que entienden lo que ven.

Cuando aumentó repentinamente la intensidad del alumbrado, Julia y elchico lanzaron a dúo un ¡aah! formidable. Cristeta se sonrió, y a donJuan le pareció que de aquella sonrisa había brotado la claridad.

¡Qué hermosa estaba la antigua comiquilla! Lo que descubría del trajepor cima del antepecho del palco, era un primor. Vestía una chaquetillade paño gris perla, bien ceñida y sin adornos, luciendo, al quitársela,el cuerpo del vestido, liso y rojo muy oscuro, con muchos botoncitos deplata; al cuello una gola de piel negrísima, sobre la cual brillaba,como enroscada sierpe de oro, el moño de pelo sedoso y rubio. Nada dejoyas, ni siquiera un brazalete; pero, en cambio, sus movimientos,ademanes y posturas estaban impregnados de aristocrática gentileza.

Don Juan enderezó hacia ella los gemelos, y viéndola tan hermosa creyóno haberla poseído nunca. No parecía muchacha plebeya elegantizada derepente, sino hija de grandes, hecha desde niña a todos losrefinamientos del lujo.

Lo poco que don Juan oyó del acto primero, se le hizo interminable. ¡Yqué malo! Arte para la galería, espectáculo propio de pueblos atrasados;lo de siempre: la dama perseguida, el traidor eterno, el vulgargracioso. Por supuesto, que Lope o Alarcón no le hubieran aquel díaparecido mejores. Miró hacia el palco muchas veces, y en dos notó queella le correspondía con amables sonrisas. Terminado el acto, repitiólas miradas con gran insistencia, moviendo hacia arriba la cabeza,indicando que quería subir: ella, disimuladamente, extendió el brazo yabrió la mano,

moviéndola

hacia

abajo,

lo

cual,

con

toda

claridad,significaba: «Espera.» Don Juan puso cara de pariente desheredado. En elsegundo, tercero y penúltimo entreacto, que por fortuna no fueronlargos, ocurrió exactamente lo mismo, con lo cual el disgusto delenamorado arreció tanto, que comenzó a retorcerse en la butaca comodiablo que se ahogase en agua bendita. ¿Si habría pensado aquella mujerque iba él a contentarse con una ración de vista?

Por fin, al caer el telón tras el último acto del melodrama, cuando noquedaban más que un intermedio y el sainete, don Juan, ya tan impacienteque aun sin permiso ni consentimiento subiera, repitió la seña delevantar la cabeza como preguntando:

«¿Voy?» Entonces Cristeta ledirigió una mirada cariñosa, haciendo al mismo tiempo un gesto deconformidad, que quería decir: «Ven.»

Salió de la platea, y echando escaleras arriba, medio derribó a unchico, pisó a una señora y tropezó con un caballero, a quien tiró elcigarro. Le pareció oír insultos a su espalda, pero no hizo caso. Elcorazón le latía como a chico en examen.

Antes de que acudiese el acomodador ya tenía Cristeta entornada lapuerta del palco, cuyas cortinas caían rectas, dejando sólo entre sí unaestrecha abertura por donde penetraban el resplandor y los rumores de lasala. Juan cerró con tiento; y no por estudiada osadía, como en otrostiempos, sino por sincero e irresistible impulso, cogiendo con fuerzalas manos de Cristeta, la empujó hacia atrás, sentándola en la banquetadel antepalco; y en seguida, alzando hasta su boca las manos deseadas,despacio, tembloroso, casi con respeto, se las besó, seguro de que nopodían ser vistos, mientras ella, al través de la cabritilla, sintióalgo que la quemaba dulcemente.

Pasaron unos segundos sin que ninguno de ambos profanase aquel silencio,que lo decía todo. Por fin habló Juan en voz baja:

—Tú mandas y yo obedezco; pero mía ¡para siempre!

La respuesta fue un suspiro salido de muy hondo, y un movimiento decabeza triste y negativo.

Estaban en sombra, nadie podía verles, y por entre la separación delcortinaje penetraba una faja de luz que Cristeta procuraba esquivarechando el cuerpo hacia atrás. Al moverse creyó dar con la espalda en elmuro; pero Juan había sabiamente deslizado una de sus manos entre lapared y el cuerpo de ella, de modo que al querer recostarse quedóaprisionada por el talle.

Ambos

se

estremecieron,

pareciéndoles

que

nohabía

transcurrido tiempo desde la última caricia. Aquello fue larepetición del bien pasado; acaso la dicha más grata que da el amor.¡Qué recuerdos! Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza deánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinisteis a tierra fundidos poraquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegabapor los nervios al centro de las almas!

—¡Vida mía!

—¡Juan, por piedad!

Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema. Sinembargo, Cristeta, que todo lo arriesgaba en la partida, se rehizo, ydominando su primera impresión, se aprestó a la lucha. Era llegado elinstante de lo que ella, a solas con su pensamiento, llamaba el últimoacto de su comedia. Sin apartar el cuerpo del brazo de Juan ni retirarla mano que le tenía abandonada, pero mostrándose fría y serena (laprocesión andaba por dentro), dijo:

—¿Por qué no me dejas vivir tranquila? ¿Qué quieres? ¿No comprendes quetodo debe ser inútil?

—Lo veremos. Hay mucho que hablar. Un hombre que se ve en mi situación,tiene derecho a...

—A nada.

—Te equivocas. No queda tiempo, ni éste es sitio para explicarse; perocomo tú no has querido nunca venir a terreno mío...

—¿Era decoroso?

—En fin, aprovechemos los instantes. ¿Cuál ha sido tu conducta desde queme fui a París?

—¿Desde que me abandonaste en la fonda de Santurroriaga?

—Bueno, como quieras, te abandoné; de eso luego se tratará.

¿Quéhiciste?

—¿Y no se te ha ocurrido preguntártelo a ti mismo hasta que has vuelto averme?

—¡Responde!

—¿Y por qué has de ser tú y no yo quien interrogue? ¿Porque eres hombre?Ten calma.

—No puedo, la tendré cuando hayas vuelto a mi poder.

—¡Ah! Me quieres ahora porque no puedo ser tuya.

—Más de lo que te figuras. Estoy dispuesto a todo.

—Y yo a nada.

—¡Parece mentira que se te hayan olvidado ciertas cosas!

—¿Cómo he de olvidar lo que hiciste conmigo?

—Bueno..., ¿qué buscas, qué pretendes? ¿La satisfacción de oírme quehice mal? ¿que te diga que me arrepiento? ¿que ni siquiera me porté comocaballero? Corriente; no merezco ni lástima...; humíllame, véngatecuanto quieras; pero, ¡por Dios, Cristeta, vida mía! ¿a quién hasquerido, de quién eres...? ¡yo no puedo vivir así!

Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiesedejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse suplan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo:

—¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que tú estabasacostumbrado a tratar?

—Es que no puedo callártelo.... esa criatura—y extendió el brazo haciadonde estaba el niño—esa criatura me tiene loco...

Cuando yo me marchéde Santurroriaga..., porque..., la verdad...,

¿al cabo de cuánto tiempote casaste? Aun suponiendo que hallases un hombre tonto o... pocoescrupuloso, en fin, uno que pasara por todo, ¿no tenía yo algún derechoa saber la resolución que ibas a tomar?

Cristeta, sorprendida, le dejó concluir. Ignoraba las insidiosas frasespronunciadas por su tío el día del almuerzo para herir a don Juan, y noesperaba semejante ataque. Cierto que había, desde un principio, ideadoacompañarse del niño para dar más viso de verdad a su condición decasada; pero, a pesar de su travesura, jamás imaginó, ni entró en suscálculos, excitar a Juan martirizándole con la creencia de que el chicopudiera ser suyo; y en aquel momento comprendió, por fortuna, que elrecurso que a las

manos

se

le

venía

era

efímero

y

de

muy

peligrosoaprovechamiento. Además, su orgullo legítimo de mujer amante le inspiróel recelo de que si don Juan aceptase aquella paternidad, ya no seríaella misma quien venciera, sino el niño, y por último pensó también quecomo al fin y a la postre habría de descubrirse la mentira, sería fatalpara ella que su ingenio de enamorada pudiese ser calificado comoambiciosa tramoya y conspiración de aventurera.

Juan estaba pendiente de sus labios.

Cristeta suspiró; luego guardó silencio en larga pausa, mirándolefríamente, mostrándole impávida el azul profundo de sus ojos; se pasó lalengua húmeda por los labios secos, y muy despacio, levantando una manoy posándosela en el hombro, le dijo con melancólica solemnidad, al mismotiempo que dejaba caer ruborosa los párpados de larguísimas pestañas.

—Vive tranquilo; te juro que ese niño no es tuyo.

Juan reprimió un suspiro de desahogo, y acentuando el fervor amoroso,por disimular la emoción, repuso a modo de acusador:

—Entonces, infame... sí, perdóname, infame, ¿qué cariño era el tuyo, quépasión era aquélla, si cuando apenas me fui te entregaste a otro y contal entusiasmo que... ¡ahí están las pruebas! (Y volvió a señalar alchico.) Yo pude ser falso, engañador, traidor, sobre todo, tonto,porque, al dejarte, en la culpa llevaba la pena; pero ¿qué nombre merecetu conducta?

—¿Es decir, que mi obligación era quedarme toda la vida esperando a quese te antojase volver a acordarte de mí, como se queda un libro en unestante, hasta que su dueño tenga capricho de volverlo a leer? Séfranco, mírame cara a cara y dime: si yo fuera libre, ¿hubieras vuelto apensar en mí? Dispensa la dureza, pero lo que ahora sientes no es amor,es envidia de otro.

—De ese otro a quien odio y aborrezco, también tenemos que hablar; peroquien me importa verdaderamente, eres tú. Ya lo estás viendo: me hasdicho que el niño nada tiene que ver conmigo, y sigo diciéndote que nopuedo vivir sin ti.

—¿Pues qué recurso sino conformarse?

—¡Si fuera en Francia!

—Sí, allí creo que se casan y se descasan como perros.

—¡Bendito país, donde la traición, el engaño y hasta el error tienenremedio!

—¿Y quién te dice que yo sea capaz de aceptar eso? ¿Acaso no puedoquererle?

—¿Al niño? Naturalmente; al fin, es hijo tuyo.

—No me has comprendido...—repuso sin atreverse a concluir.

—¡Calla, traidora! porque no respondo de mí.

Y alzó tanto la voz, que ella hizo ademán de taparle la boca con lamano.

—No pensemos en lo imposible—añadió Cristeta tristemente—¿Has queridoverme para que sufriéramos los dos?

Ya estarás satisfecho; pero basta...¡por la Virgen Santa!

Intentó incorporarse, Juan la contuvo oprimiéndola el talle, y aún máscon el suplicar de su mirada, al mismo tiempo que decía:

—No perdamos tiempo en recriminaciones inútiles. ¿Me he portado mal?,pues te pido perdón. ¿Has obrado por despecho?, te perdono. ¿Nos hemosequivocado los dos, yo al dejarte y tú al olvidarme?, pues venzamos a ladesgracia. Manda, ordena, dispón, decide lo que quieras; paso por todo,¡pero mía, mía para siempre!

—¿Y qué sabes tú lo que es siempre? ¿Cuánto tardarías en cansarte otravez de mí? Y, sobre todo, no reparas en lo que hablas... y me estásofendiendo. Óyelo bien; jamás engañaré a Martínez, lo juro. Lo hecho,hecho está.—Y al decir esto, sonrió ligeramente, como burlándose de suspropias palabras.

—¡Pues yo lo deshago!—replicó Juan en fogoso arranque.

—Eso se dice ahí, en el escenario, pero aquí en la vida... ¡ya nopodemos ser dichosos!

—¿Luego me quieres? ¡alma mía! ¿No eres feliz? ¿Qué hombre es ése? ¿Porqué te has enamorado? Cuéntamelo todo.

—No me atormentes más, que estoy sufriendo mucho...; mira, mira—añadiólevantando un poco la cortina—márchate, que ha comenzado el sainete.

No había comenzado, sino que faltaba poco para que concluyera.

—¡Quiá! ¡Qué he de irme! ¿Crees que he venido sólo para esto? Vuelves aser mía... y hoy te acompaño hasta tu casa.

—Ni una palabra más. Accedí a oírte, porque supuse que tendrías juicio.Esto se acabó; yo no transigiré nunca con ciertas cosas.

—Ni yo con perderte.

—Entonces, ¿qué pretendes? ¿que sea de dos a un tiempo?

¿Quiénresultaría despreciable, nosotros o él? Figúrate lo absurdo, que él lo tolerase: ¿crees que yo podría tenerle al lado?

—Cuanto dices prueba que no has dejado de quererme: ¡eso es lo que yodeseaba saber! Ahora, la última pregunta, y ¡mira que hablas con unhombre resuelto a todo!: ¿estás realmente casada?

porque hay quien... nolo cree.

Cristeta vaciló un punto, sin atreverse a responder categóricamente.Hasta entonces había puesto especial empeño en no afirmarlo. Tampoco enaquel instante quiso decirlo, y en vez de contestar de palabra, como sicediese a una languidez incontrastable, dejó caer el dulce peso de sucuerpo sobre el hombro de Juan, al mismo tiempo que decía:

—¡Qué desgraciada soy! ¡Déjame, déjame!

Al sentir Juan acariciado el rostro por el cosquilleo del pelo deCristeta, dio al olvido la pregunta que hizo, la respuesta que esperaba,hubiera olvidado hasta la gloria si entonces se la hubiesen ofrecido, yestrechando contra el pecho la cabeza de su amada y pegando los labios asu oído, le dijo:

—Iremos donde quieras, solos... o con tu chico..., yo seré su..., lo quetú mandes, ¡alma mía!

Y la besó callada y blandamente entre el rizo y la oreja.

Cristeta levantó la cabeza, mostrando involuntariamente los ojos llenosde felicidad. Juan había pronunciado aquellas palabras con una expresiónnueva, desconocida para ella, y aquel beso fue más casto, más sincero,menos egoísta que los dados en otro tiempo por los mismos labios. No sesintió deseada, sino querida, y en lo más íntimo de su espíritu se alzóuna voz que le decía: «Es tan mío como yo suya.»

La función estaba concluyendo. Púsose Cristeta en pie sin que ya él loestorbase, esquivó sus miradas como aterrada, y le dijo:

—Vete. Quiero salir sola.

—¿No viene nadie, ni tu tío, para acompañarte?

—¡Ah!... A propósito de mi tío. Tengo que pedirte un favor.

A no estar tan ciego el pobre don Juan hubiera notado que no era propiode situación tan grave hablar del ridículo don Quintín; mas sin pensaren ello, repuso:

—¿Tú pedirme favores? Pon un bando, y hago que te obedezca... hasta elmismo Nuncio.

—No exageres. Lo que quiero es que no contribuyas a volver loco a esepobre hombre. En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad... Con que nole des ni un duro. ¿Me lo prometes?

—Pero, mujer...

—No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal.

—¿Por qué?

—Porque tiene... Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para encasa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía... y se pone malo.¿Lo harás?

—Te prometo no volver a darle ni una peseta. Adiós, y piensa que ya eresmía. Ahora cuando quieras nos veremos para convenir lo que más teagrade.

Cristeta, comprendiendo que había llegado uno de los momentos másamargos y difíciles de su empresa, hizo un esfuerzo, y arqueando congesto de desesperación los labios, alterada y sombría la voz, dijo,llenando de pesar a Juan:

—No nos hagamos ilusiones... Me despreciarías, y harías bien... Esto esun sueño... Me estás volviendo loca, ¡pobre de mí!... Perdóname...Imposible. ¡Adiós!

Las palabras salieron de sus labios saturadas de amargura; pero al mismotiempo, sin que pudiera evitarlo, brilló en sus ojos tal llamarada depasión, que aquella mezcla de negativa y de amor fue lo sumo de lacoquetería. Don Juan no sabía a qué santo encomendarse. La boca deCristeta decía: «Nunca»; los ojos gritaban: «Llévame.»

Reclinada en la pared del antepalco, desordenadillo el rizoso pelo,acarminadas las mejillas y voluptuosa la mirada, estaba realmenteencantadora.

Don Juan, medio enloquecido, dijo:

—¿Eres Cristeta, o eres un tigre que está jugando con mi felicidad?

—¡Felicidad!—exclamó ella con acento melodramático, oportunareminiscencia de su carrera artística—¡Felicidad!...

Juan, no me hagasser mala... ¡No quiero!... Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos!

En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, learroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla,y salieron del palco. En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en vozbaja:

—¡Por caridad... vete!

—¿Hablaremos?—repuso él suplicante.

—No me hagas ser mala. No quiero. Vete...

El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no eraposible seguir hablando sin ponerse en ridículo.

Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera. Su propósito eraseguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche queestaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquelhidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro,como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina

Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosapor lo que acababa de hacer. El riesgo de su ventura la tenía muerta demiedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él arazonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobretodo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que suobjeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entresí, estaba perdida.

Ocurríasele

que

con

otro

hombre

habría

empleadorecursos diferentes; pero en seguida reflexionaba que a otro no lehubiera querido. En cuanto a Juan... él mismo, con su carácter,suministró idea del estímulo que había menester.

¿Estaba enviciado en lafacilidad, madre del hastío?, pues hacerse desear. ¿Eran sus amorespasajeros y compradizos?, pues demostrarle que ella no se vendía, ni erasu corazón tesoro para derrochado en unos días. ¿Lograría que Juan vieseclaro el sentimiento que la impulsó a tales aventuras? En casoafirmativo, el éxito sería doble: primero, porque adquiriría lapersuasión de que Juan la conocía a fondo, como debe ser conocida lamujer amada;

y

segundo,

porque

así

la

conquista

sería

definitiva.Hallando mujer tan encariñada y animosa, sólo un necio podía renunciar aella. En cambio, el fracaso no era únicamente la pérdida de la dicha,sino el descrédito a los ojos de Juan. ¡Adiós esperanza, amor..., todo!No se arredraba pensando en la vuelta al estanco y la pobreza; peroJuan, Juan... ¿Por qué se le habría metido aquel hombre tan adentro delalma? De todos modos, era imposible prolongar mucho la situación.

Y, sin embargo, faltaba el último cartucho por quemar.

Según costumbre, se apeó del coche en sitio apartado y volvió a casa apie, sola y dando rodeos.

Desnudose despacio, engolfada en sus ideas, entreteniéndose en guardarcon cuidado sus ropas, relativamente lujosas, como el guerrero cuida yguarda las armas. Luego dirigió una mirada a los pobres muebles yblancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando:

«¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!»

*

* *

Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela.

«¿Qué mujer es ésta?—se decía al entrar en su casa—. ¿La coqueta mástemible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y elamor? Porque, ¡vaya si me quiere! ¡Cómo temblaba cuando la besé... y quémodo de mirar!»

Ya no se le ocurría todo aquello de capricho, vanidad, lo que me dé lagana, un día, una hora... La quería por suya como se desea la felicidad,sin fijar término ni plazo, lo antes posible y para siempre: ya no erael temible Burlador de Sevilla, que seduce, logra y desprecia, sino elTenorio apasionado que se rinde a doña Inés.

Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frasesque Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables,palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡Noquiero!... Vete... ¡Nunca!»

Entonces el hombre insustancial y frívolo, que no había vertido unalágrima desde la muerte de su madre, se dejó caer en una butaca,cubriose el rostro temiendo que le hicieran burla las Venus de bronce,las fotografías de mujeres hermosas o los retratos de queridas olvidadasy se echó a llorar como un niño.

Capítulo XX

Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fuerongrandemente pagados sin que él lo sospechara Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidasaquellas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantesenviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil.Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada porrespuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversala fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juancomenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasadoera ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El malhumor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía.Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fuehasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienesvenció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco lecostaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino asu propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas,ex—vírgenes locas;

ya

mal

casadas,

ya

viudas

consumidas

en

forzosacontinencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos;pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendíaque cuanta fruta mordió era de la que se pudr