Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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—¡No sueñes! Nuestras relaciones fueron antes un juego peligroso en queyo salí perdiendo. Hoy, en cuanto a mí, serían un crimen, y por partetuya una vileza. Concluiríamos aborreciéndonos.

—Bueno, como quieras, puede que tengas razón; pero yo no me conformo.¡Qué impresión me causó encontrarte! ¡Cuánto me has hecho soñar! Ahora,ahora es cuando te adoro. ¡Idea, imagina, propón un medio, un recurso!Soy capaz...

—¿De qué? No hables más, que me ofendes.

Don Juan miró rápidamente a todos lados, vio que nadie podíasorprenderles, y alargando los brazos, intentó coger las manos aCristeta; mas ella, echándose hacia atrás, las esquivó temblorosa,exclamando:

—¡No! ¡No me toques!... Adiós, adiós.

Y al decir esto, se apartó muy despacio.

Entonces, envalentonado él por la soledad y aún mas por la emoción queel semblante de Cristeta revelaba, la alcanzó, cogiéndola por una mangadel abrigo, al mismo tiempo que con voz trémula e intención resuelta,decía:

—¡No te irás! Tú no puedes ser de nadie más que mía.

¿Entiendes? ¡Mía ode nadie!

—Te digo que me dejes. ¡No eres caballero!

—Aquí no hay caballero que valga; no hay más que un hombre que tequiere, que tiene derecho...

—¡Calla, o me marcho!

—¡Me oirás! ¿Conque has tenido valor de engañar a un pobre hombre yahora quieres sentar plaza de virtud arisca? ¡Es tarde!

Aun pareciéndole a Cristeta dura y grosera la frase, se alegró de oírla,porque la energía con que don Juan la dijo denotaba sinceridad. Ningúnhalago de los que recibiera en otro tiempo fue tan de su gusto comoaquel espontáneo arranque de despecho.

—Me abandonaste—replicó—, y lo que se tira por la ventana es de quienprimero lo recoge.

—Eso será si yo lo consiento. ¡Buscaré a ese hombre...!

—¡No, por Dios!

—Pues prométeme que...—y no siguió.

—¿Ves? No puedes decirlo. ¿Qué he de prometer?

—Quiero verte..., nada más que verte alguna vez. ¡Mira que estoydispuesto a todo!

Deseando ella cortar la entrevista, fingió ceder, y dirigiéndose haciael sitio donde el coche la esperaba, echó a andar diciendo:

—Bueno..., ahora déjame..., procuraré que nos veamos, cuando puedaser..., pero tú mismo te persuadirás de que no debemos..., sería indignode nosotros...; por piedad, déjame marchar, que es tarde.

Don Juan insistió:

—Pues dime que nos veremos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Cristeta, tú no sabes cómoestoy!

—Una vez..., te lo prometo...; quédate aquí, no me acompañes más..., yluego ten prudencia y no me sigas.

—Te obedeceré..., lo que tú quieras...; pero júrame que nos veremospronto, que no me has olvidado por completo.—Y con mezcla de solemnidady enternecimiento, añadió, clavando en ella sus expresivos ojos—:¡Cristeta..., júramelo..., por tu hijo!

—Bien; te lo juro por el niño, y ten prudencia, por la Virgen delCarmen.

Corrió hacia el coche, y don Juan se quedó mirándola embelesado.

Al arrancar la berlina se asomó a la ventanilla fingiendo que seincorporaba para acomodarse en el asiento. Un instante después, mientrasel carruaje corría camino de Madrid, no pudo contener la risa pensando:«Pobrecito niño... ¡jurar en falso!

¡Válgame María Santísima!... aunqueno es mío, no quisiera que le sucediese cosa mala. ¡Angelito de sumadre!»

Don Juan, loco de contento, dio la vuelta hacia San Antonio, diciéndosementalmente: «Es indudable que se ha casado por despecho; todavía mequiere..., ha consentido en que nos veamos, lo ha jurado por su hijo,¡pobrecilla!, y después ha dicho

'prudencia', es decir, todo searreglará. El arreglo corre de mi cuenta. La cosa no es tan fácil comoparece. Vamos a cuentas.

Aunque no se parece a ninguna otra, al fin esmujer. Está casada, y, sin embargo, ha consentido en que nos viéramos...luego es mía... en espíritu. El tiempo hará lo demás. Lo imposible,inútil y absurdo, dadas las circunstancias, sería repetir las citas alaire libre. Una vez, pase, por lo que tiene de poético. ¡Ya lo creo quetiene poesía! La mañana, la niebla, el miedo, el misterio,

¡hasta elsitio...! Aquí venían con sus amantes las damas de tiempo de Carlos IV;en este palacio de la Moncloa debían de tener sus citas Godoy y MaríaLuisa. ¡Cuántas picardías habrán visto esos merenderos! ¡Si pudiesehablar esa ropa que hay tendida! ¡Pobre Manzanares, cuánta burla le hanhecho!; arroyo aprendiz de río, dijo Quevedo; río con mal de piedra,le llamó Lope... ¡Si hubiese por aquí una casita decente! Pero ¡quiá!,no es mujer que se deje llevar a cualquier parte. De amigas no querráfiarse, y hará bien. Tengo observado que cuando una mujer le presta aotra su casa, concluye por robarle el amante. Si consintiera en venir ami casa, sería lo mejor. ¿Qué tiene de particular que una señora entre acualquier hora del día en un portal de la calle de las Infantas? Nada.¡Si fuese en sitio apartado, en barrio sospechoso! Cuanto más céntrica yfrecuentada es una calle menos se escama la gente de ver a un hombreparado con una señora o acompañándola; lo que huele a pecado esencontrarse una pareja fuera de puertas o por calles extraviadas. Sóloel hecho de haberme citado en la Moncloa demuestra que esta pobre chicano tiene experiencia ni pizca de malicia. ¡Está monísima! Ahora, ahoraque no está en Madrid el bestia de su marido, es cuando tengo quedomesticarla. Y ha de ser en mi casita. ¡Venus a domicilio! ¡Vaya sivendrá! La verdad es que lo más cómodo es que ellas vengan a verle auno. ¡Y

cómo les gusta! Se hacen la ilusión de que se truecan los sexosy arrostran el peligro con más valor que nosotros... Me acuerdo deaquella que me decía sentada en el sillón de mí despacho:

«Un día vas aponer en el balcón una muestra con un letrero que diga MODAS, para queyo me asome impunemente o para que me traiga mi marido hasta la puerta.»Cristeta no es capaz de semejante desvergüenza, pero vendrá. Esto es loprimero que hay que procurar. Si no quiere, buscaremos otro medio.»

*

* *

Aquel mismo día por la noche Cristeta mandó recado a don Quintínrogándole que fuese a verla. Obedeció el vejete, y hablaron largo ytendido. La sobrina dio encargos e instrucciones; el tío, por la cuentaque le tenía, prometió obedecer.

Fue conferencia importantísima, pero secreta; semejante a esos consejosde ministros en que se tratan cosas graves, que sólo andando el tiempose descubren.

Capítulo XVII

Donde el zorro se forja la ilusión de que la gallina puede venir aentregársele

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en laMoncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la cartasiguiente:

«Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugarseguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particularque una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en micasa te aguardo mañana a las tres. No hay ni puede haber lugar másseguro. En lo porvenir acaso esto fuese imprudente: ahora no. Ven sinmiedo. No tendrás necesidad de llamar porque estaré solo y al cuidadopara recibirte, y al salir hallarás en la puerta un coche que te llevaráhasta donde quieras. ¿Vendrás? Me dice el corazón que sí, y porsupuesto, te doy palabra de honor de que no haré nada, absolutamentenada que pueda enojarte. Vienes a casa de un caballero. Te he querido,te quiero, y haré los imposibles por demostrarte que estoy resuelto aponer remedio a tan dolorosa y difícil situación. Piensa que vas adecidir de los dos para siempre y ven sin miedo y quema este papel. PorDios, no faltes.

Tuyo siempre,

Juan

Infantas, 80 duplicado, entresuelo.»

Luego de enviada la carta, cayó en la cuenta de que tal vez fuesedemasiado expresiva y comprometedora; pero tal era la exaltación de suánimo, que se dijo: «No importa; hoy por hoy no hay peligro y aunqueestuviese aquí el marido, haría lo mismo. Lo esencial es que ella venga,y vendrá.»

Aquella noche durmió mal, tras madrugar mucho, almorzó sin gana y sevistió como quien pretende agradar.

Sobre la chimenea del despacho colocó dos jarroncillos llenos de flores;en seguida, por si era curiosa y le revolvía los papeles, como habíanhecho otras, escondió varias cartas en una sombrerera vieja, arrojándolaencima de un armario, y quitó de la vista dos retratos de antiguasconocidas y otro de una cómica fotografiada en ademán provocativo. En unveladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas,imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con sucaperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco,pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar encontradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangrefría, solamente dejó el perfume y las flores.

Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó arecapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto.

Nada ni nadie podríaturbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la porteraadvertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a lastres.

Comenzó don Juan a dar paseos por el cuarto, y cada vez que llegabahasta la puerta de la escalera, aguzaba el oído, esforzándose endistinguir y diferenciar los pasos de las gentes que subían... Lospeldaños crujen... ¡no es ella!; debe de ser una mujer muy gorda; luegoun chico que baja de estampía; después la pausada y ruidosa ascensióndel... De pronto sonó un campanillazo; tornó de puntillas hasta lapuerta, descorrió con gran tiento el ventanillo, y por una rendijaimperceptible, conteniendo la respiración, miró. Era un amigo: laportera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a ladesesperada, mucho más fuerte... y el inoportuno bajó lentamente laescalera como quien da tiempo a que abran y le llamen.

Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros,caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silenciocompleto. De repente don Juan se dirige hacia la alcoba, porque más alládel hueco que la separa del despacho, se ve la cama cubierta de un ricopaño japonés.

«Esto está mal; no debe verse tanto» pensó, y desplegando un biombo detelas antiguas, ocultó el lecho, del cual sólo quedaron visibles lasalmohadas, blancas, limpísimas, aún cuadriculadas por los dobleces delplanchado.

Al pasar ante un espejo se miró un instante y sonrió satisfecho.

Teníala barba sedosa y muy cuidada; los ojos algo tristes, como de quienespera una dicha, desconfiando lograrla porque no cree merecerla... Elgozo, la alegría, serán luego, cuando ella entre, porque no ha defaltar. El marido no está en Madrid, el sitio es seguro, la impunidadcompleta. Por otra parte, él se ha resignado de antemano a portarse comocaballero, a estar casi platónico para inspirar confianza. Lo demásvendrá con el tiempo.

De cuatro miradas examinó el cuarto y le pareció que no estaba mal.Alejando toda sospecha de ocio y frivolidad, había sobre una mesa varioslibros con señales interpoladas entre las hojas, y páginas dobladas. Enun testero de pared, llenando un hueco entre dos cuadros, se veíanbrillar dos espadas de duelo que representaban la dignidad y el valor.La alfombra no tenía motas, ni manchas de ceniza de cigarro; ni un átomode polvo empañaba los muebles.

¡Menos cinco! Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra elvidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ellaprobablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muylargo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se habíamovido el minutero.

«Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse!»

Quiso distraerse leyendo periódicos; pero su imaginación tomó rumbohacia Cristeta y comenzó a fingírsela presente deleitándose en ellaigual que si la tuviese ante los ojos.

Ensimismado y desprendido decuanto le rodeaba, creyó verla mientras en su casa se vestía, desazonaday trémula, engalanándose con premeditación para venir a rendírsele.

¡Ohportentosa fuerza de abstracción! ¡Oh bienhechora potencia imaginativa!,¡sed benditas, porque dais al hombre la visión de la dicha deseadacuando aún la tiene lejos... cuando acaso jamás ha de llegar!...

*

* *

No, no es visión, es realidad; no imagina verla, sino que la estámirando.

Su tocador, ni grande ni lujoso, respira limpieza y elegancia.

Cristeta,en pie, frente al espejo, pincha en el rodete rubio la última horquilla,y con la yema de los dedos se arregla los ensortijados ricillos de lanuca. Estremecida de pudor y de frío, se quita la bata y la tira sobreun sofá. Las ropas interiores son finísimas; están adornadas deestrechas cintas de tonos pálidos, y trascienden suavemente a verbena.Las medias son negras, como exige la impúdica perversión de la moda; lasligas, de color de rosa. Ya se calza los bien formados pies. Ahora sepone el corsé, lleno de vistosos pespuntes, y encima el cuerpo de suavebatista para no ensuciarlo. En seguida el vestido que, arrugando elcanesú de la camisa, oculta el nacimiento del pecho y los hermososbrazos. La falda cae, resbalando a lo largo de la enagua; se abrocha deprisa; busca entre varias horquillas un alfiler largo para sujetar elsombrero, y se lo prende, dejando que el velo caiga, sombreándola elrostro dulcemente. Los guantes..., una pulsera..., la lisa de plata,nada que tenga pedrería. Se acabó.

Algo falta: pudorosa, aunque nadiepuede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.

«¡Qué hermosa es! ¡Cuánta cosa bonita y elegante se ha puesto! ¡Y pensarque tal vez yo se lo vaya quitando todo poco a poco, con mimo,lentamente, lazo a lazo, botón a botón, broche a broche, sin que opongaresistencia ni enfado! Pero sabe Dios lo que sucederá, porque es unamujer excepcional, capaz, aunque venga, de no dejarse besar ni las yemasde los dedos. Sería desesperante y ridículo que sólo viniese para quetuviéramos una escena romántica... con lágrimas.»

El reloj marca las tres en punto, la máquina produce un quejido metálicoy el timbre suena pausadamente. ¡Qué espacio tan largo entre una y otracampanada! Hasta los objetos parece que aguardan impacientes. Don Juanvuelve de nuevo a pasear, atento el oído hacía la puerta y fruncido elentrecejo por el enojo.

Empieza a desconfiar.

«¡No viene! ¿Qué ridículo miedo, qué recelo se le habrá metido en elalma? ¡Virtud de última hora!»

Torna al balcón, apoya la cabeza en la vidriera, que se empaña con elvaho de su aliento, y exclama, hablando solo:

—¡Gracias a Dios! ¡Allí está!

Cristeta viene por lo alto de la calle, vestida como él la soñó.

Susenguantadas manos oprimen un grueso devocionario, sujeto con un elásticorojo, y bajo el tul del velo brillan sus rizos de oro.

A cada instantevuelve la cabeza hacia atrás. Entonces, don Juan sonríe con orgullo y sedirige lentamente a la puerta.

Al cruzar el despacho, lo inspecciona todo por última vez.

Nada falta.Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción yel miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado porotra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que éltomará para sí, cogiéndola como al descuido, procurando tener la presaal alcance de la mano.

Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente dela falda.

«¿Qué será esto?»

Vuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la aceraopuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplaraen su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha eizquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprimesu hermosísimo pecho, Don Juan piensa:

«Esta es la última vacilación.»

De pronto, Cristeta se vuelve, avanza en dirección al portal...

sedetiene para dejar paso a un hombre que va cargado, y en seguida,obedeciendo a un impulso inesperado, con un movimiento nervioso, sevuelve de espaldas y echa a andar muy de prisa, calle arriba, por dondevino. Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, siguedespacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber... Por finacelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de lacalle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan,humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo delbalcón:

—¡Cobarde! ¡Bribona!

Si la coge en aquel momento, la mata.

*

* *

Al anochecer se presentó en la casa un mozo de cuerda, mostrando talempeño por entregar al señor una carta en propia mano, que para tomarlade la suya don Juan, todavía mohíno, salió al recibimiento.

Rasgó el sobre: lo que dentro venía era una tarjeta: el nombrelitografiado decía: Cristeta Moreruela de Martínez, y encima, escritascon lápiz y mano temblorosa, estas palabras:

«He ido asta la puerta de tu casa, y me a faltado balor.

Nopidas lo imposible. Perdona a esta pobre mujer que sufre mucho, yholbídame adiós para sienpre.

CRISTA.»

Al releer aquellas cuatro líneas, luego de ido el mozo, don Juan sonriócomo si contemplara un billete de lotería premiado.

«No me esperaba esta satisfacción, que casi es una promesa—

se decíapaseando desde la sala al despacho y viceversa—: nos acercamos almomento supremo de la crisis. Lo que me figuré: casada por despecho, yarrepentida. Me quiere... y le falta valor...

lo cual prueba que no esmala. Yo tengo la culpa de todo. ¡Qué lucha habrá sostenido la pobreconsigo misma! ¡Qué noche habrá pasado! Porque... vamos a cuentas: si seha casado, aunque me quiera, por fuerza ha de costarle trabajo hacertraición... traición, no; pero, en fin, engañar al otro. Lo que enrealidad no es más que la vuelta al primer amor, creerá ella que es unaliviandad imperdonable, y no le faltará razón, pero ¿a mí qué? Yo no soyel marido. Por supuesto que si no hay tal marido, si sólo se trata de unamante, y le deja por mí, ella tiene que considerarse como una mujer queva de hombre a hombre, como hueso de perro a perro, o baraja de mano enmano. En fin, me parece que está al caer. Lo cierto es que nosotrossomos responsables de todos los pecados, desórdenes y zorrerías quecometen las pobres mujeres. Ésta, por ejemplo, me gustó; preparé lascosas... y ¡mía! Luego la dejo plantada, y ella encuentra modo deremediarse o redimirse, y lo acepta: vuelvo a verla, me encapricho denuevo y ¡seamos justos!

¿qué derecho tengo para quejarme ni parallamarle las cuatro letras porque también ella vuelva a encapricharseconmigo?

Indudablemente ha experimentado al verme lo mismo que yo hesentido al mirarla... ¡Cómo se habrá acordado de las noches deSanturroriaga! Yo estaba enviciado con amores de otra clase.

La verdades que cuantas se me han entregado, lo han hecho por interés o por lootro: cuando no he sido pagano, he sido apagafuegos, casi un bomberodel amor. Con Crista, no. Esta tarde la hubiera matado... Y el caso esque ha venido, ha llegado hasta la puerta... después debió de darlemiedo, es decir, no precisamente de mí, sino de sí misma, de verseconmigo a solas.

No podríamos contenernos. Mientras nos veamos al airelibre, todo va bueno; pero como lleguemos a encontrarnos entre cuatroparedes ¡solos! del primer beso la dejo los labios descoloridos. Ella síque cuando me besaba, parecía que me sorbía el alma. Hablaba más con losojos que con los labios. Me sucedía respecto de ella una cosaenteramente nueva: con todas las mujeres, el verdadero encanto es antes;con ella, la verdadera delicia era después, porque cuando se le adormecela voluptuosidad, se le despierta la ternura. A pesar de lo cual, melargué por cobardía, pero sin hastío. Lo cierto es que si, uno pensaramucho en estas cosas, se volvería loco. En toda posesión hay un momentoterrible, un instante en que, al separarse las cabezas, cada uno quiererespirar solo, a gusto, como si no hubiera pasado nada: con Crista,no... jamás sentí a su lado el egoísmo del reposo. Los últimos besos mesabían mejor que los primeros. Entonces, ¿por qué hice la burrada demarcharme, humillándola y dejándola mil duros, es decir, lo que cuestaen ramos, palcos y dijes cualquier señora de las que no tienenvergüenza? Sin embargo, esa mujer ha venido hasta la puerta de mi casa.Por codicia no es; basta ver la elegancia con que viste para comprenderque no necesita nada: por lujuria tampoco, porque no es viciosa. ¡Puessi ha venido, señal de que sufre y me quiere! ¡Daría el alma porsaberlo! ¿Qué habrá hecho, qué habrá pensado antes de decidirse a venir?La chica, Julia, me dará detalles; ataré cabos, y por el hilo sacaré elovillo. Mañana lo sabré.»

Toda la noche se pasó en claro el pobre don Juan haciendo planes,ideando recursos y arrostrando mentalmente las consecuencias de cuantose le ocurría, que era gravísimo, porque en sus pensamientos, cálculos ytemores, ya no figuraba él solo frente a la irresoluta Cristeta, sinoque entre ambos se alzaba, misterioso y tremendo, un nuevo personaje: elseñor Martínez, propietario legítimo de aquel cuerpo adorable, dueñolegal de la mujer amada.

«¿Amada?—se decía—. No, esto no es amor, es obcecación, empeño, vanidad,capricho: tiene que ser mía veinticuatro horas o lo que me dé lagana...: si quiero, toda la vida: pero mía y remía como mis ideas, comomis pensamientos. ¿Qué puede suceder? ¿Que me encapriche seriamente? Asícomo así, ninguna vale lo que ella; y además, si ésta es buena, ¿voy apasar años y más años cambiando de mujeres?»

Muy de mañana, yerto de frío y nervioso de impaciencia, esperó a Juliaen la Plaza Mayor, viéndola llegar como el reo de muerte a quien le traeel indulto. La chica venía esperanzada en que sus palabras se trocaríanpronto en buena propina, y sin dar tiempo a que él desplegase loslabios, dijo:

—Hoy sí que tengo cosas que hablar con usted. Pero ¿qué le ha hechousted a mi señorita? Razón tenía yo pa maliciarme que iba usted ameternos en un lío gordo.

—Cuenta, cuenta. ¿Qué ha pasado? Dímelo todo; ya sabes que tu señoritosoy yo.

—¿Lo que ha pasado? La mar de lágrimas. Cuando el otro día golví acasa con la tarjeta de usted, me dije: «Suceda lo que quiera, no andocon tapujos»; y se la di como si fuera cosa corriente. Ni chistó: endispués de leerla se puso pálida, como amortajá, ¡y le entró untemblor! ¡Me daba una lástima! ¡Y

miusté que pa darme a mí lástimauna señorita! La noche... ¡ha tomao más tila! vez que una mujer tié que tomar tila, le debían dar rejalgar a un hombre. Al otro día,es decir, ayer, comenzó a vestirse a las doce: se puso maja de veras.

Enenaguas... un ángel. Pidió el coche pa las dos. Luego supe yo, por elcochero, que lo dejó esperando junto al oratorio de la calle deValverde, y se fue sola, y tardó... menos de media hora. Poco tiempo es pa cosa mala.

—Sigue, sigue.

—Yo creí, pues, que había ido enonde usted, a buscarle; pero me chocóque volviera demasiao pronto: y lo mismo fue entrar en casa, que ir ytirarse llorando encima de la cama. Y llora que te llora la tié usted.Esto acabará mú remal. En fin, que golvió hecha una Madalena. Sisigue así, se pone mala de verdad. Por supuesto, el día que venga elamo, no paro en la casa ni pa tomar dulces.

—De modo que tú crees que ella... está interesada.

—Ella está por usted, pero tiene un miedo atroz...; lo cual que elmiedo puede más que usted.

—Pues adelante con los faroles, y ya sabes que todos estos paseos yo telos pagaré bien.

—Es que... hay más, y gordo. Usted me dijo que averiguara aquello decuándo se había casao, y del treato, y de si tenía unos parientescon tienda.

—Todo ello importantísimo.

—Pues la cocinera m'a dicho que la señorita ha sío cómica, que unavez la vio de trabajar, pero que ahora está desconocía, porque estámuchísimo más guapa; y que fuera de Madrid tomó relaciones con un señory se casó; pero algunos dicen que no están casaos, y que por eso no la quién ver sus tíos, que son estanqueros; y otros dicen que ella es laque no le da la gana de ajuntarse con ellos, porque le da vergüenza deque son gente ordinaria; y me extraña, porque la señorita es buena.

—En resumen; seguro no sabes nada.

—¡Si quedrá usted que le traigan a la señorita ya mansa y conforme!...¿ Tié usted más que buscar a esos estanqueros, y ponerse al habla conellos y que desembuchen la verdad?

Don Juan, considerando inútil enterar a Julia de cuanto sabía relativo alos antecedentes de Cristeta y sus tíos, calló; y acordándose de donQuintín, se dijo que podría sacar de él gran partido.

—No andas descaminada: buscaré a los estanqueros.

Qué icir que si no está casada...; pero lo que yo me digo: si no loestá, si es dueña de hacer de su capa un sayo, ¿por qué llora tanto?

—Muchacha, eres un dije: toma—(la propina fue espléndida)—, y desdemañana vienes aquí, sin falta, todos los días a la misma hora, a recibirórdenes como un corneta.

—Es que la señorita se ha calao que yo salgo por hablar con usted. Sime regaña o me dice cualquier cosa, ¿qué contesto?

—Por ahora... dices que no te dejo a sol ni a sombra; que tú crees queyo ando loco por ella, sobre todo muy triste...

Pa triste, ella. ¡Si la viera usted de llorar! En fin, Dios nostenga de su mano. Mire usted que, según me han dicho, ¡el marido es másbruto! Una fiera. Si se plantase aquí de repente, salíamos en lospapeles.

El grupo que durante estos diálogos formaba la pareja de señorito yniñera, merecía tomarse como asunto de un buen romance castizo. Ella,traviesa y pícara, r