Cuentos de Amor de Locura y de Muerte by Horacio Quiroga - HTML preview

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Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caerde nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo laspiernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y lasmanos le hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro!—se repitió estúpidamenteBenincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Comosi tuviera hormigas… la corrección—concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe de ser la miel!… ¡Es venenosa!… ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello deterror; no había podido ni aún moverse.

Ahora la sensación de plomo yel hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror demorir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, lecohibió todo medio de defensa.

—¡Voy a morir ahora!… ¡De aquí a un rato voy a morir!… ¡Ya nopuedo mover la mano!…

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor degarganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Suangustia cambió de forma.

—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!…

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba.Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitabavertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de lacorrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, laposibilidad de que eso negro que invadía el suelo…

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de prontolanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobrala tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitadorío de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradoraoscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, elrío de hormigas carnívoras que subían.

* * * * *

Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula decarne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección quemerodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaronsuficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas oparalizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundanen el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de loscasos su condición—tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentirBenincasa.

#NUESTRO PRIMER CIGARRO#

Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y amí, nuestra tía con su muerte.

Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche,cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:

—¡Qué extraño!… Tengo las cejas hinchadas.

Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un ratocontestó:

—Es cierto… ¿No sientes nada?

—No… sueño.

Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerteagitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogoscortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela,y de cierta especie hemorrágica que vivía en Buenos Aires.

Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Lascriaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas nopasen en su casa. Esta vez nuestra tía—¡casualmente nuestratía!—¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullola amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso quesaltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el granacontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo alprimer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya enmis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa porprimera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.

Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimoshallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Unahermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó allado de Inés.

Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sushijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros,convertidos en furiosos Robinsones, no teníamos tiempo para acordarnosde nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombríoy húmedo sosiego.

Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajadosen la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higuerasrastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarascaque ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.

Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicosRobinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia defamilia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después decomenzar nuestra exploración.

Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que lashigueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozotambién suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste unviejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorcemetros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre losculantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menesterexplorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzosllevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba ocultotras un macizo de cañas, nos fué permitida esta maniobra sin que mamáse enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primósiempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hastaque una gran lluvia, llenando el pozo, nos proporcionara satisfacciónartística, a la par que científica.

Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fué elcañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debidoaquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales,varas dobladas, atravesadas, rotas hacia tierra. Las hojas secas,detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire depolvo y briznas al menor contacto.

Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en lasombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en lasemioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.

Fué allí donde una tarde, avengonzados de nuestra poca iniciativa,inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmentedos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente elque había venido con Inés de Buenos Aires.

Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíaseatribuído sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgustoactual y su falta de carácter, fomentaba.

María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía alpadrastrillo.

—Te aseguro—decía él a mamá, señalándonos con el mentón—quedesearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a darmucho trabajo.

—¡Déjalos!—respondía mamá cansada.

Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato desopa.

A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete decigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la virilvirtud, esperamos el artefacto. Este consistía en una pipa que yohabía fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla decortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio reciéncolocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.

En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo conreligiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro;y sentándonos entonces con las rodillas altas, encendí la pipa yaspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos secubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa, más abominable.Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.

—¿Rico?—me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.

—Rico—le contesté pasándole la horrible máquina.

María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente,noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios,lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fué mayor que el mío.

—Es rico—dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y sellevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.

Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo aaquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo queme había hecho alabarle la nausebunda fogata.

—¡Psht!—dije bruscamente, prestando oído;—me parece el gargantilladel otro día… debe de tener nido aquí…

María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento ylos ojos escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentementede ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquelhonorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente deltabaco, sin que nuestro orgullo sufriera.

Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muydistinto resultado.

Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos yalevantado la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mihermana y yo. Nos quejamos a mamá.

—¡Bah!, no hagan caso—nos respondió, sin oirnos casi;—él es así.

—¡Es que nos va a pegar un día!—gimoteó María.

—Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho?—añadiódirigiéndose a mí.

—Nada, mamá… Pero yo no quiero que me toque!—objeté a mi vez.

En este momento entró nuestro tío.

—¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canaseste hijo, ya verás!

—Se quejan de que quieres pegarles.

—¿Yo?—exclamó el padrastrillo midiéndome.—No lo he pensado aún.

Pero en cuanto me faltes al respeto…

—Y harás bien—asintió mamá.

—¡Yo no quiero que me toque!—repetí enfurruñado y rojo.—¡El no espapá!

—Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenmetranquila!—concluyó apartándonos.

Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en losojos.

—¡Nadie me va a pegar a mí!—asenté.

—¡No… ni a mí tampoco!—apoyó ella, por la cuenta que le iba.

—¡Es un zonzo!

Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, confuribunda risa y marcha triunfal:

—¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!

Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por sumirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia delCigarro Pateador, epíteto éste a la mayor gloria de la mula Maud.

El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un coheteque rodeado de papel de fumar, fué colocado en el atado de cigarrillosque tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos ala siesta.

Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectaraexcesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas habíabastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío,adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de sucigarrillo.

Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo nialiento para contarlas. Sólo sé que una siesta el padrastrillo saliócomo una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.

—¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez sevan a acordar de mí!

—¡Alfonso!

—¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!… ¡Si no sabes educar a tushijos, yo lo voy a hacer!

Al oir la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mihermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hastaentrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás demamá.

El padrastrillo me vió entonces y se lanzó sobre mí.

—¡Yo no hice nada!—grité.

—¡Espérate!—rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.

—¡Alfonso, déjalo!

—¡Después te lo dejaré!

—¡Yo no quiero que me toque!

—¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!

Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó unjuramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, queestuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante salía yo como deuna honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mitío detrás.

En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, losnaranjos y los perales, y fué en este momento cuando la idea del pozo,y su piedra, surgió terriblemente nítida.

—¡No quiero que me toque!—grité aún.

—¡Espérate!

En ese instante llegamos al cañaveral.

—¡Me voy a tirar al pozo!—aullé para que mamá me oyera.

—¡Yo soy el que te voy a tirar!

Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre,di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y saltéde costado, hundiéndome bajo la hojarasca.

Tío desembocó en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía alláen el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que seaplastaba.

El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partessus ojos dilatados, y se aproximó al pozo.

Trató de mirar adentro,pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar,y después de una atenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzóa buscarme.

Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tíoAlfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpocon sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategiassubsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacerpara hallarme.

Descubrió en seguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él conadmirable olfato; pero fuera de que la hojarasca diluviana me ocultabadel todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, queno buscaba bien, en consecuencia.

Fué pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dandoentonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El casoera bien claro: ¿con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me habíasuicidado para evitar que él me pegara?

Pasaron diez minutos.

—¡Alfonso!—sonó de pronto la voz de mamá en el patio.

—¿Mercedes?—respondió aquél tras una brusca sacudida.

Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo,alterada.

—¿Y Eduardo? ¿Dónde está?—agregó avanzando.

—¡Aquí, conmigo!—contestó riendo.—Ya hemos hecho las paces.

Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que élpretendía ser beatífica sonrisa, todo fué bien.

—¿No le pegaste, no?—insistió aún mamá.

—No. ¡Si fué una broma!

Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para elpadrastrillo.

Celia, mi tía mayor, que había concluído de dormir la siesta, cruzó elpatio y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos despuésCelia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.

—¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!

Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme,con vida aún?… El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Talvez, quién sabe… Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres;y Mercedes…

—¡Pobre, pobre madre!—repetía mi tía.

Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidadcorporal, no hubo una sola lágrima.

Mamá acaparaba todos losentusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remotaprobabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual,hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sedde venganza.

Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndoleCelia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo en seguida la seguridadde una catástrofe.

—¡Eduardo, mi hijo!—clamó arrancándose de las manos de su hermanaque pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.

—¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!

—¡Mi hijo! ¡mi hijo! ¡Alfonso!

Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía alpozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gestohorrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una horaantes, y lanzó un espantoso alarido.

—¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso!

¡Me lo has muerto!

Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimola desesperación de mamá, puesto que yo—motivo de aquella—estaba enverdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con laemoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresassemi-trágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!

Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.

—¡Hum!… ¡Pegarme!—rezongaba yo, aún bajo la hojarasca.Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil yrecogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquel era elmomento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.

El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecarinfinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, soluciónCoirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez.Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el ceño contraídoy los dientes crispados sobre la boquilla.

Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final elcañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos demis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron adestrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca,aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.

* * * * *

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lohorriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuardormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamásacudiéndome.

—¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca teperdonaré el dolor que me has causado!

—¡Pero, vamos!—decíale mi tía mayor—¡no seas loca, Mercedes! ¡Yaves que no tiene nada!

—¡Ah!—repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmensosuspiro.—¡Sí, ya pasó!… Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no habersehecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío!…

El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente dedesmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayorcalma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba dela horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.

Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada yprofundamente.

Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.

—¿Qué merecerías que te hiciera?—me dijo con sibilante rencor.—¡Loque es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo queson gracias!

Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómagocontinuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:

—¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!

¿Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, expresanacaso desesperado valor?

Es posible. De todos modos, el padrastrillo, después de mirarmefijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábanaun poco caída.

—Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio—murmuró.

—Creo lo mismo—le respondí.

Y me dormí.

#LA MENINGITIS Y SU SOMBRA#

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta deFunes, y luego la charla del médico?

Confieso no entender una palabrade todo esto.

He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo unatarjeta de Funes, que dice así: _Estimado amigo:

Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo

Luis María Funes_.

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, alas siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sinun motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él esbastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Porcierto que tiene dos hermanas bastante monas.

Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí queuna hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctorAyestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegionacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos quecon Funes.

Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:

—Veamos, Durán: Vd. comprende de sobra que no he venido a verlo aesta hora para hablarle de pavadas;

¿no es cierto?

—Me parece que sí—no pude menos que responderle.

—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todolo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?

—Todo lo que quiera—le respondí francamente, aunque poniéndome almismo tiempo en guardia.

Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombresentre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:

—¿Qué clase de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?

¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes,hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía aesa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien miraa un loco.

—¿María Elvira Funes?—repetí.—Ningún grado ni ninguna inclinación.

La conozco apenas. Y ahora…

—No, permítame—me interrumpió.—Le aseguro que es una cosa bastanteseria… ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nadaentre Vds. dos?

—¡Pero está loco!—le dije al fin.—¡Nada, absolutamente nada! Apenasla conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde dehaberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres,en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito pordécima vez, inclinación particular hacia ella.

—Es raro, profundamente raro…—murmuró el hombre, mirándomefijamente.

Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese—y loera,—pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.

—Creo que tengo ahora el derecho…

Pero me interrumpió de nuevo:

—Sí, tiene derecho de sobra… ¿Quiere esperar hasta esta noche? Condos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos debroma… La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi ala muerte… ¿Entiende algo?—concluyó mirándome bien a los ojos.

Yo hice lo mismo con él durante un rato.

—Ni una palabra—le contesté.

—Ni yo tampoco—apoyó encogiéndose de hombros.—Por eso le he dichoque el asunto es bien serio… Por fin esta noche sabremos algo. ¿Iráallá? Es indispensable.

—Iré—le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.

Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiotaqué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de unahermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.

* * * * *

Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto enmi vida. Metempsícosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos delmundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdoen que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverseloco. Véase: Fuí a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos unrato, esforzándonos como dos zonzos, puesto que comprendiéndolo asíevitábamos mirarnos, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entróAyestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete decigarrillos, pues se me habían concluído. Mi ex condiscípulo me contóentonces lo que en resumen es esto: Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa,María Elvira se había sentido mal—

cuestión de un baño demasiado fríoesa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado lanoche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente,mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo sucortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir.Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Lasproyecciones sicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron ygiraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo,pero que absorbe su vida entera. Es una obsesión—prosiguióAyestarain,—una sencilla obsesión a 42°.

Tiene constantemente fijoslos ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso seresiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemospensado con mis colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y sabeVd.—concluyó—a quién nombra cuando el sopor la aplasta?

—No sé…—le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamentede ritmo.

—A Vd.—me dijo, pidiéndome fuego.

Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.

—¿No entiende todavía?—dijo al fin.

—Ni una palabra…—murmuré aturdido, tan aturdido, como puedeestarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera granactriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él laportezuela…

Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté almédico qué explicación razonable se podía dar de eso.

—¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere Vd. que se sepade eso? Ah, bueno… Si quiere una a toda costa, supóngase que en unatierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como encualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio eso,tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o delfondo, lo mismo da. Una planta magnífica… ¿Le basta eso? No podríadecirle una palabra más. ¿Por qué Vd., precisamente, que apenas laconoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en sucerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepade esto?

—Sin duda…—repuso a su mirada siempre interrogante, sintiéndome almismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuitode divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.

En ese momento entró Luis María.

—Mamá lo llama—dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisaforzada:

—¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?… Sería cosa de volverse lococon otra persona…

Esto de

otra persona

merece una explicación. Los Funes, y enparticular la familia de que comenzaba a formar tan ridícula parte,tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por sufortuna, que me parece lo más cierto. Siendo así, se daban porpasablemente satisfechos con que las fantasías amorosas del hermosoretoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez demariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social.Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacíahonor el joven patricio.

—Es extraordinario…—recomenzó Luis María, haciendo correr condisgusto los fósforos sobre la mesa. Y

un momento después, con unanueva sonrisa forzada:

—¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no?

Creo que vuelve Ayestarain.

En efecto, éste entraba.

—Empieza otra vez…—sacudió la cabeza, mirando únicamente a LuisMaría. Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisaforzada de esa noche:

—¿Quiere que vayamos?

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