Cuentos de Amor de Locura y de Muerte by Horacio Quiroga - HTML preview

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—Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar.

Abajo… podés morirte. Curate aquí, y arreglás tu cuenta en seguida.

¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, porcierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomoprefería hombre muerto a deudor lejano.

Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que sepermite ante su patrón un mensú de talla.

—¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir!—replicó elmayordomo.—¡Pagá tu cuenta primero, y después veremos!

Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo dedesquite. Fué a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, yambos decidieron escaparse el próximo domingo.

Pero al día siguiente, viernes, hubo en el obraje inusitadomovimiento.

—¡Ahí tenés!—gritó el mayordomo, tropezando con Podeley.—Anoche sehan escapado tres… ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos también erancumplidores! ¡Como vos! Pero antes vas a reventar aquí, que salir dela planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo!¡Ya saben!

La decisión de huir, y sus peligros, para los que el mensú necesitatodas sus fuerzas, es capaz de contener algo más que una fiebreperniciosa. El domingo, por lo demás, había ya llegado; y con falsasmaniobras de lavaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de talo cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé seencontraron de pronto a mil metros de la comisaría.

Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada; Podeley caminaba mal. Y aún así…

La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca:

—¡A la cabeza! ¡A los dos!

Y un momento después surgían de un recodo de la picada, el capataz ytres peones corriendo. La cacería comenzaba.

Cayé amartilló su revólver sin dejar de avanzar.

—¡Entregáte, añá!—gritóles el capataz.

—Entremos en el monte—dijo Podeley.—Yo no tengo fuerza para mimachete.

—¡Volvé o te tiro!—llegó otra voz.

—Cuando estén más cerca…—comenzó Cayé.—Una bala de winchesterpasó silbando por la picada.

—¡Entrá!—gritó Cayé a su compañero.—Y parapetándose tras un árbol,descargó hacia allá los cinco tiros de su revólver.

Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchesterhacía saltar la corteza del árbol.

—¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza…!

—¡Andá no más!—instó Cayé a Podeley.—Yo voy a…

Y tras nueva descarga, entró en el monte.

Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones,lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe dewinchester, el derrotero probable de los fugitivos.

A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley sealejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Losperseguidores lo presumían; pero como dentro del monte, el que atacatiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala enmitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchestery aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habíanhecho lindo blanco la noche del jueves…

El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeleyse envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero,sufrió con dos terribles horas de chucho, el contragolpe deaquel esfuerzo.

Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando lanoche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeleyencendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde,fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz,sin contar los hombres.

El sol estaba muy alto ya, cuando a la mañana siguiente encontraron alriacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó docetacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzasfueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerloantes de enroscarse a tiritar.

Cayé, pues, construyó solo la jangada—diez tacuaras atadaslongitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.

A los diez segundos de concluída se embarcaron. Y la hangadilla,arrastrada a la deriva, entró en el Paraná.

Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, conlos pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. Lacorriente del Paraná que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcíala jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente losnudos de isipó.

En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto deprovisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por lostambús se hundían, y al caer la tarde, la jangada había descendido auna cuarta del nivel del agua.

Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque,desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta larodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momentoinmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenassobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en unanoche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados.

El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? Nosabían… un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles,tendidos de espaldas.

Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendíaveinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. Amedia cuadra al sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuandohubieran recuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamentecomo era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara sontardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia transformó alParaná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida. Todoimposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándoseen el revólver para levantarse, y apuntó. Volaba de fiebre.

—¡Pasá, añá!…

Cayé vió que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinódisimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero elotro insistió:

—¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!

Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.

Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente, y desapareció tras elpajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo.

Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero, recogiendo el revólvercaído; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillasrecogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarseCayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, cegados por elagua, murmuró:

—Cayé… caray… Frío muy grande…

Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sordade los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedóinmóvil para siempre en su tumba de agua.

Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y lalluvia, el mensú agotó las raíces y gusanos posible; perdió poco apoco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre,con los ojos fijos en el Paraná.

El

Silex

, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casimoribundo. Su felicidad transformóse en terror, al darse cuenta al díasiguiente de que el vapor remontaba el río.

—¡Por favor te pido!—lloriqueó ante el capitán—¡No me bajen en Puerto X! ¡Me van a matar!… ¡Te lo pido de veras!…

El

Silex

volvió a Posadas, llevando con él al mensú empapado aún enpesadillas nocturnas.

Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, connueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.

#YAGUAÍ#

Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra—unsólido bloque de mineral de hierro—y dió una cautelosa vuelta entorno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre elnegro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox-terrier. Allí abajo,sin embargo, estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor, resoplóen un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante elbloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que noimpedía un sistemático olfateo a ambos lados.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, frescorefugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra laopinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a ladepresión de la atmósfera acompaña la falta de aire, tornábaseimposible en un día de viento norte. Era éste un flamante conocimientodel fox-terrier, en quien luchaba aún la herencia del paístemplado—Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—donde sucedeprecisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentóbajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitabainmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco,Yaguaí apreciaba cuanto es debido el viento evaporizador sobre lalengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a 40°. Pero los fox-terriers debuena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietudse refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánicaque la roja arena tornaba aún más calcinante, había lagartijas.

Con la boca ahora cerrada, Yaguaí transpuso el tejido de alambre y sehalló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado otraocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro de las pocasque quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fué entonces a bañar.

A cien metros de la casa, en la base de la meseta y a orillas delbananal, existía un pozo en piedra viva de factura y forma originales,pues siendo comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluídoun aficionado con pala de punta. Verdad es que no media sino dosmetros de hondura, tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo detajamar. Su fuente, bien que superficial, resistía a secas de dosmeses, lo que es bien meritorio en Misiones.

Allí se bañaba el fox-terrier, primero la lengua, después el vientresentado en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvíaluego a la casa, siempre que algún rastro no se atravesara en sucamino. Al caer el sol, tornaba al pozo; de aquí que Yaguaí sufrieravagamente de pulgas, y con bastante facilidad el calor tropical parael que su raza no había sido creada.

El instinto combativo del fox-terrier se manifestó normalmente contralas hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijópor fin en las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaquea todas las ratas de la casa, su gran encanto eran los saurios. Lospeones que por a o b llegaban a la siesta, admiraron siempre laobstinación del perro, resoplando en cuevitas bajo un sol de fuego, sibien la admiración de aquellos no pasaba del cuadro de caza.

—Eso—dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta decabeza,—no sirve más que para bichitos…

El dueño de Yaguaí lo oyó:

—Tal vez—repuso,—pero ninguno de los famosos perros de ustedessería capaz de hacer lo que hace ese.

Los hombres se sonrieron sin contestar.

Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte, y sumaravillosa aptitud para la caza a la carera, que su fox-terrierignoraba. ¿Enseñarle? Acaso; pero él no tenía cómo hacerlo.

Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper de los venadosque estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunqueél tenía un perro, no podía sino a veces

alcanzarlos de un palo…

Cooper prestó la escopeta, y aún propuso ir esa noche al rozado.

—No hay luna—objetó el peón.

—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.

Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro, y el animal selanzó en seguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro.

Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano forzar la barrerade caraguatá. Logrólo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a losdos minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna.Eso sí, no quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda.

Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durarmuy bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. Elperro del peón halló una pista, muy lejos, que perdió en seguida. Unahora después volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa.

La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper. Se olvidó luego deello, mientras el fox-terrier continuaba cazando ratas, algún lagartoo zorro en su cueva, y lagartijas.

Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes,pesados, en una obstinación de viento norte que doblaba las verdurasen lacios colgajos, bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. Eltermómetro se mantenía a 38-40, sin la más remota esperanza de lluvia.Durante cuatro días el tiempo se cargó; con asfixiante calma y aumentode calor. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que el surdevolviera en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido unmes entero del norte, la gente se resignó a una desastrosa sequía.

El fox-terrier vivió desde entonces sentado bajo su naranjo, porquecuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros norespiran bien, echados. Con la lengua de fuera y los ojos entornados,asistió a la muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. Lahuerta se perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro a unablancura amarillenta, y a fines de Noviembre sólo quedaban de élcolumnitas truncas sobre la negrura desolada del rozado. La mandioca,heroica entre todas, resistía bien.

El pozo del fox-terrier—agotada su fuente—perdió día a día su aguaverdosa, y tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si bienahora hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía delmonte forzaba hasta aquél.

En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo, viendo aumentarpoco a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a 15 alamanecer, llegaba a 41 a las dos de la tarde. La sequedad del airellevaba a beber al fox-terrier cada media hora, debiendo entoncesluchar con las avispas y abejas que invadían los baldes, muertas desed. Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban tendidas a latriple sombra de los bananos, la glorieta y la enredadera de florroja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena abrasada, y bajo unsol que mataba instantáneamente a las hormigas rubias.

Alrededor, cuanto abarcaba los ojos del fox-terrier, los bloques dehierro, el pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado decalor. Al oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en ladepresión de la doble sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en suagua de cinc, esperando la caída de la tarde para revivir. Laatmósfera, entonces, ligeramente ahumada hasta esa hora, se velaba alhorizonte en denso vapor, tras el cual el sol, cayendo sobre el río,sosteníase asfixiado en perfecto círculo de sangre. Y mientras elviento cesaba por completo y en el aire aún abrasado Yaguaí arrastrabapor la meseta su diminuta mancha blanca, las palmeras, recortándoseinmóviles sobre el río cuajado en rubí, infundían en el paisaje unasensación de lujoso y sombrío oasis.

Los días se sucedían iguales. El pozo del fox-terrier se secó, y lasasperezas de la vida, que hasta entonces evitaran a Yaguaí, comenzaronpara él esa misma tarde.

Desde tiempo atrás, el perrito blanco había sido muy solicitado por unamigo de Cooper, hombre de selva cuyos muchos ratos perdidos sepasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficospara esta caza, aunque muy inclinados a rastrear coatíes, lo queenvolviendo una pérdida de tiempo para el cazador, constituye tambiénla posibilidad de un desastre, pues la dentellada de un coatí degüellasistemáticamente al perro que no supo cogerlo.

Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox-terrier en un asunto deirara, que Yaguaí forzó a estarse definitivamente quieta, dedujo queun perrito que tenía ese talento especial para moder justamente entrecruz y pescuezo, no era un perro cualquiera, por más corta que tuvierala cola. Por lo que instó repetidas veces a Cooper a que le prestaraa Yaguaí.

—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón—le decía.

—Tiene tiempo—respondía Cooper.

Pero en esos días abrumadores—la visita de Fragoso avivando elrecuerdo de aquello—Cooper le entregó su perro a fin de que leenseñara a correr.

Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper.

Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y había plantado enoctubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de maíz yporotos, totalmente perdida. Esto último, específico para el cazador,tenía para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio lanueva alimentación. El, que en casa de Cooper coleaba ante la mandiocasimplemente cocida, para no ofender a su amo, y olfateaba por tres ocuatro lados el locro, para no quebrar del todo con la cocinera,conoció la angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come,para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulidoya, esperando ansiosamente el puñado de maíz sancochado que lesdaban cada día.

Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta—maniobra éstaque entraba en el sistema educacional del cazador;—pero el hambre,que llevaba a aquellos naturalmente al monte a rastrear para comer,inmovilizaba al fox-terrier en el rancho, único lugar del mundo dondepodía hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán siempremalos cazadores; y justamente la raza a que pertenecía Yaguaí, cazadesde su creación por simple sport.

Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox-terrier. Pero siendoYaguaí mucho más perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sustres perros, lo relegó desde entonces en el rancho a espera de mejorestiempos para esa enseñanza.

Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba a concluirse, lasúltimas espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano,y el hambre, ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó lasentrañas de Yaguaí. En aquella nueva vida había adquirido con pasmosarapidez el aspecto humillado, servil y traicionero de los perros delpaís. Aprendió entonces a merodear de noche en los ranchos vecinos,avanzando con cautela, las piernas dobladas y elásticas, hundiéndoselentamente al pie de una mata de espartillo, al menor rumor hostil.Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera, y a gruñir deun modo particularmente sordo, cuando el cuzco de un rancho defendía aéste del pillaje. Aprendió a visitar los gallineros, a separar dosplatos encimados con el hocico, y a llevarse en la boca una lata congrasa, a fin de vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció el gustode las guascas ensebadas, de los zapatones untados de grasa, delhollín pegoteado de una olla, y—alguna vez—de la miel recogida yguardada en un trozo de tacuara. Adquirió la prudencia necesaria paraapartarse del camino cuando un pasajero avanzaba, siguiéndolo con losojos, aguachado entre el pasto. Y a fines de enero, de la miradaencendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto yprovocador del fox-terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso,de orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotabafurtivamente por los caminos.

La sequía continuaba; el monte quedó poco a poco desierto, pues losanimales se concentraban en los hilos de agua que habían sido grandesarroyos. Los tres perros forzaban la distancia que los separaba delabrevadero de las bestias, con éxito mediano, pues siendo éste muyfrecuentado a su vez por los yaguareteí, la caza menor tornábasedesconfiada. Fragoso, preocupado con la ruina del rozado y disgustoscon el propietario de su tierra, no tenía humor para cazar, ni aún porhambre. Y la situación amenazaba así tornarse muy crítica, cuando unacircunstancia fortuita trajo un poco de aliento a la lamentable jauría.

Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros, que fueron conél, sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescuravegetal—vaguísima, si se quiere,—pero que acusaba un poco de vida enaquel infierno de calor y seca. En efecto, la región había sido menosazotada, resultas de lo cual algunos maizales, aunque miserables, sesostenían en pie.

No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, losperros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la nochesiguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilladel Yabebirí se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocicotrémulo a la otra costa. La luna salía entonces, con su amarillentaluz de menguante. Los perros avanzaron cautelosamente sobre el río aflor de piedra, saltando aquí, nadando allá, en un paso que en aguanormal no da fondo a tres metros.

Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y tenaz hacia elmaizal más cercano. Allí el fox-terrier vió cómo sus compañerosquebraban los tallos con los dientes, devorando en secos mordiscos queentraban hasta el marlo, las espigas en choclo. Hizo lo mismo; ydurante una hora, en el rozado negro de árboles quemados, que lafúnebre luz del menguante volvía más espectral, los perros se movieronde aquí para allá entre las cañas, gruñéndose mutuamente.

Volvieron tres veces más, hasta que la última noche un estampidodemasiado cercano los puso en guardia.

Mas coincidiendo esta aventuracon la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no sintieron mucho.

* * * * *

Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, en el fondo de lacolonia. El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba tierraexcelente; y aquellas inmensas madejas de bambú, tendidas en el suelocon el machete, debían de preparar magníficos rozados.

Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a secarse. Rozó yquemó rápidamente un cuarto de hectárea, confiando en algún milagro delluvia. El tiempo se descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornóplomo, y en las horas más calientes se transparentaban en el horizontelívidas orlas de cúmulos. El termómetro a 39 y el viento nortesoplando con furia, trajeron al fin doce milímetros de agua, queFragoso aprovechó para su maíz, muy contento. Lo vió nacer, lo viócrecer magníficamente hasta cinco centímetros, pero nada más.

En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus brotos, viveninfinidad de roedores. Cuando aquél se seca, sus huéspedes sedesbandan, el hambre los lleva forzosamente a las plantaciones; y deeste modo los tres perros de Fragoso, que salían una noche, volvieronen seguida restregándose el hocico mordido.

Fragoso mató esa mismanoche cuatro ratas que asaltaban su lata de grasa.

Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente, él y sus compañerosse internaban en el monte (aunque el fox-terrier no corría tras elrastro, sabía perfectamente desenfundar tatús y hallar nidos deurúes), cuando el primero se sorprendió del rodeo que efectuaban suscompañeros para no cruzar el rozado. Yaguaí avanzó por éste, noobstante; y un momento después lo mordian en una pata, mientrasrápidas sombras corrían a todos lados.

Yaguaí vió lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosquetropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto yduro, y la actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre,humillación, vicios adquiridos, todo se borró en un segundo ante lasratas que salían de todas partes. Y cuando volvió por fin a echarse,ensangrentado, muerto de fatiga, tuvo que saltar tras las ratashambrientas que invadían literalmente el rancho.

Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía de nervios ymúsculos que no recordaba más, y subió a su memoria el recuerdo delviejo combate con la irara; era la misma mordida sobre la cruz: ungolpe seco de mandíbula, y a otra rata.

Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta invasión, y conlarga serie de juramentos en voz alta, dió su maizal por perdido. ¿Quépodía hacer Yaguaí solo? Fué al rozado, acariciando al fox-terrier, ysilbó a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían losdientes de las ratas en el hocico, chillaban, restregándolo a dospatas. Fragoso y Yaguaí hicieron solos el gasto de la jornada, y si elprimero sacó de ella la muñeca dolorida, el segundo echaba al respirarburbujas sanguinolentas por la nariz.

En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y el fox-terrier parasalvarlo, el rozado estaba perdido. Las ratas, al igual de lasmartinetas, saben muy bien desenterrar el grano adherido aún a laplantita. El tiempo, otra vez de fuego, no permitía ni la sombra denueva plantación, y Fragoso se vió forzado a ir a San Ignacio en buscade trabajo, llevando al mismo tiempo su perro a Cooper, que él nopodía ya entretener poco ni mucho. Lo hacía con verdadera pena, pueslas últimas aventuras, colocando al fox-terrier en su verdadero teatrode caza, habían levantado muy alta la estima del cazador por elperrito blanco.

En el camino, el fox-terrier oyó, lejano, el ruido de carretería delos pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vió a la vera delbosque a las vacas que soportando la nube de tábanos, doblaban loscatiguás con el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueadohasta alcanzar las hojas. Vió al mismo monte subtropical secándose enlos pedregales, y sobre el brumoso horizonte de las tardes de 38-40,volvió a ver el sol cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.

Media hora después llegaban a San Ignacio, y siendo ya tarde parallegar hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente suvisita. Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraronmucho a merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al queel recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante delcaballo de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo.

* * * * *

Las circunstancias anormales porque pasaba el país con la sequía decuatro meses—y es preciso saber lo que esto supone en Misiones—hacíaque los perros de los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia,llevaran sus pillajes nocturnos a un grado intolerable. En pleno día,Cooper había tenido ocasión de perder tres gallinas, arrebatadas porlos perros hacia el monte. Y si se recuerda que el ingenio de unpoblador haragán llega a enseñar a sus cachorros esta maniobra paraaprovecharse ambos de la presa, se comprenderá que Cooper perdiera lapaciencia, descargando irremisiblemente su escopeta sobre todo ladrónnocturno. Aunque no usaba sino perdigones, la lección eraasimismo dura.

Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió su oídoalerta el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido dealambre. Con un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendoafuera vió una mancha blanca que avanzaba dentro del patio.Rápidamente hizo fuego, y a los aullidos transpasantes del animalarrastrándose sobre las patas traseras, tuvo un fugitivo sobresalto,que no pudo explicar y se desvaneció en seguida. Llegó hasta el lugar,pero el perro había desaparecido ya, y entró de nuevo.

—¿Qué fué, papá?—le preguntó desde la cama su hija.—¿Un perro?

—Sí—repuso Cooper colgando la escopeta.—Le tiré un poco decerca…

—¿Grande el perro, papá?

—No, chico.

Pasó un momento.

—¡Pobre Yaguaí!—prosiguió Julia.—¡Cómo estará!

Súbitamente Cooper recordó la impresión sufrida al oir aullar alperro: algo de su Yaguaí había allí… Pero pensando también en cuánremota era esa probabilidad, se durmió.

Fué a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper, siguiendo elrastro de sangre, halló a Yaguaí muerto al borde del pozo del bananal.

De pésimo humor volvió a casa, y la primer pregunta de Julia fué porel perro chico.

—¿Murió, papá?

—Sí, allá en el pozo… es Yaguaí.

Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados, fué al pozo.Julia, después de mirar un momento inmóvil, se acercó despacio asollozar junto al pantalón de Cooper.

—¡Qué hiciste, papá!

—No sabía, chiquita… Apártate un momento.

En el bananal enterró a su perro, apisonó la tierra encima, y regresóprofundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos, quelloraban despacio para que su padre no los sintiera.

#LOS PESCADORES DE VIGAS#

El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, ysu fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.

Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la

Yerba Company

, dondemíster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.

Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna,contentándose con detener su caballo un poco al través delante delchorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caídade la noche, en mangas de camisa por el calor, y con u