Al Primer Vuelo by José María de Pereda - HTML preview

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Nieves no se hizo esperar mucho; y cuando apareció a la puerta delcomedor poniéndose los guantes y con el sombrerillo algo caído sobre losojos, muy ajustadito el talle y con un clavel en la boca, su padre lavio un instante con el mismo ojo suspicaz y alarmista que en lamemorable ocasión de presentársele en Sevilla, recién vestida para ir aretratarse. Pero ¡qué diferencia de escenario, por más que las dosescenas fueran semejantes, casi idénticas! Allá, la atmósfera viciada ycorruptora de una gran capital; en Peleches, los horizontes sin límites;el aire puro y saludable del campo y de la mar; las tentaciones declaudicar, en la

ciudad

a

cada

vuelta

de

esquina;

en

aquellas

soledadesgrandiosas, ni aunque se buscaran con un candil... Y

no lo pudo remediarel buen Bermúdez: poseído de su tema y encantado de verse donde se veía,el mejor punto de la tierra para ponerle en ejecución y dormir tranquiloal amparo de su milagrosa virtud, tomando pretexto del rumor y el aromade la brisa que circulaba por todos los ámbitos y rincones de la casa,cantó un himno de admiración a la augusta Naturaleza, y largó por finalde él el sorites de costumbre al comandante y al boticario, mientrasLeto daba el brazo a Nieves para bajar la escalera.

El camino elegido para ir al muelle fue el del Miradorio; y por éltomaron los cinco en el mismo orden en que habían salido de casa: Nievesy Leto delante, e inmediatamente después los tres señores graves: el dePeleches en medio. Desde lo más alto del sendero, contempló Nieves lamar y cuanto se abarcaba con la vista hacia la izquierda; y se leocurrieron algunas cosas buenas, particularmente sobre la mar. A Leto nodejaba de ocurrírsele algo también; pero temiendo que fueran majaderías,se limitó a glosar un poco las ocurrencias de Nieves; la cual, en una deéstas y por apretarle demasiado con los dientes mientras hablaba, cortóel rabillo del clavel. Leto le recogió del suelo tan pronto como cayó, yse lo quiso devolver a Nieves...

—No sirve ya—díjole ésta después de mirarle un momento—; puede ustedtirarle, si quiere.

Y Leto, sin más ni más, le tiró, por pura obediencia.

—Ya se ve el balandro—dijo al mismo tiempo.

—¿Cuál es?—preguntó Nieves.

—La única embarcación de aquellas cuatro, que está aparejada.

—¡Cuánta vela tiene!

—Cuantas hay en casa. Cornias no se ha andado en chiquitas: todos lostrapitos ha echado al sol... ¡Qué hermoso día de mar!

—Oiga usted, Leto—le dijo Nieves muy en reserva y después de notar conel rabillo del ojo que no la oían los que venían detrás—: cuandoestemos en el balandro y le hayamos visto, proponga usted a mi padre quedemos un paseo por la bahía.

—Ya estaba yo en eso—respondió Leto muy ufano.

—Y si papá consiente en ello, que sí consentirá—continuó Nieves máspor lo bajo todavía—, así, como a la descuidada, se va usted echandohacia la mar... ¿eh?

—Perfectamente—respondió Leto—, y de ese modo iremos poniendo aprueba, poco a poco, la resistencia de usted para el mareo...

—¡Oh! por ese lado, yo respondo desde luego—dijo Nieves con granconfianza—. Tengo hechas buenas pruebas en Bonanza y en Cádiz, y no hayforma de que yo me maree.

—Pues tanto mejor entonces.

El muelle de aquel ignorado puerto se componía de un gran tablerorectangular, sobre una docena de pilotes achacosos que ya no podían conla carga cuando los ingleses de la mina los repararon convenientemente.Todo este artificio grosero estaba arrimado a un andén muy espacioso yfirme, construido por la naturaleza, al cual venían a parar en uno solo,desde la anteúltima revuelta de la bajada, el camino de la mina, casiparalelo a la costa, y el sendero del Miradorio que desde el punto deempalme se dirigía hacia el sur.

Al llegar al muelle los cinco comensales de Peleches, Cornias quisoatracar el balandro, que estaba separado cosa de dos o tres brazas, a laescalera de embarque, bien corta entonces porque la marea estaba muyalta; pero Leto le hizo señas para que no le moviera de allí. Tenía elbalandro la bandera con corona real, en el pico, y un grimpolón azul conuna F blanca en el tope. Con todo el trapo desplegado y las escotas enbanda, flameaban las velas al recibir el viento, y se oían desde elmuelle sus restallidos o gualdrapazos. Cornias se había excedido algode las órdenes recibidas: bien que el balandro tuviera en aquellaocasión cada cosa en su sitio, pero no tan a la vista; entre otrasrazones, porque el gualdrapeo de las velas desplegadas, tras de producirbalances al barco, hacía trabajar al palo inútilmente. Pero Cornias, quetenía el entusiasmo de todo ello en conjunto, pensó acertar mejorostentándolo de una vez en hora tan señalada. Error del pobre muchacho.El corcel de buena sangre, para lucir su gallardía, o en pelo y enlibertad, o bien arrendado por su jinete.

Entendiéndolo así Leto, a unaseñal muy expresiva y cuatro palabras enérgicas enderezadas a Cornias,fue el balandro recogiendo todas sus lonas, como la gaviota sus alas alposarse blandamente sobre la onda marina.

—Ahora se ve mejor el casco en toda la pureza de sus líneas—

dijo Letoa los que le rodeaban, pero particularmente a Nieves que parecía la másatenta a la explicación que había comenzado a hacer.

Según aquella explicación, de cuanto se veía desde el muelle e iba élseñalando en el barquito, por iniciativa propia o respondiendo apreguntas que se le hacían, el casco de su Flash (Centella) tenía laproa y la popa muy lanzadas, o salientes, y era chupado de amuras (lacara de proa) y robado de codaste (pieza en que se articula el timón),es decir, en viaje hacia proa; casco, en fin, de los llamados de cuña,a la moda inglesa, de mucho calado. La ventaja de tener muy lanzadas lapopa y la proa, consistía en que cuando la embarcación escoraba, esdecir, se inclinaba a una banda, los lanzamientos tocaban en el agua yaumentaban la longitud del casco, dándole mayor estabilidad, razón porla que los de esta clase ceñían mucho y viraban facilísimamente. Para ladebida compensación de la finura y estrechez del vaso con la alturaexcesiva de su aparejo, el Flash tenía una zapata o quilla postiza deplomo, sujeta a la verdadera con unas cabillas pasantes. Seguridadcompleta, absoluta, de no dar, escorando, quilla al sol.

Aquel espacio hueco, a modo de escotilla, que se veía en el últimotercio de la cubierta, hacia popa, con bancos alrededor y reborde algosaliente que formaba el respaldo, técnicamente brazola, era el sitiopara el que gobernara y personas que fueran con él. El agujero sellamaba el pozo; y el templete que se alzaba entre el emplazamientodel palo y el lado del pozo de hacia proa, con lumbreras a los costadosy barritas de metal para protegerlas, era el tambucho, o cúpula de lacámara que estaba debajo, bastante cómoda según iba a verse enseguida,porque ya no había en el balandro cosa que mereciera ser explicada nivista desde el muelle.

Atracole a la escalerilla el diligente Cornias a una señal de Leto, ybajaron todos: Nieves de la mano del desconocido Leto; Bermúdez y elboticario muy a pulso, y don Claudio Fuertes protestando de que hastaallí y nada más. Cornias, según Leto le había pintado en la mesa, perocon pantalón blanco y camisa con lunares, si no nueva, recién estirada,aguantaba el balandro atracado a la zanca de la escalera, con las uñashincadas en los tablones.

Saltaron a bordo de él los visitantes por la cabeza del último escalóndescubierto; y al ver lo descarado que estaba el suelo aquel, queoscilaba además, todos, menos Nieves y Leto, se colaron en el pozo.

—Desengáñense ustedes—decía Fuertes sentándose—, que esto no tieneseñal de juicio... ni los que andan en ello tampoco...

¡Ah! pues dejenustedes que se inflen todos esos trapos y empiece el viento a enredarseentre ellos... ¡Ni san Pablo para aquí entonces sin romperse la crismacon algo, o echar los hígados por la boca!...

—Verdaderamente—replicaba don Adrián guardando el equilibrio con loshombros, aunque era bien insignificante el balanceo—, que no se explicauno fácilmente, ¡caray! tanto entusiasmo y tanta... eso es... como tieneese muchacho... y como tenía su amigo por estas diversiones... Por decontado, señores míos, que esta es la primera vez en mi vida que me veoaquí... y tan a nuevo me sabe, eso es, lo que voy viendo, como austedes.

Desde tierra he visto el barquichuelo este varias veces, unasquieto y otras andando... ¡y qué andar, caray! Vamos, ocasión hubo devolver la cabeza... por no verlo... Es la verdad, sí, señor, ¡caray!

—¡Digo, y eso usted, que es pez de la mar!... Pues ¡qué me pasará a míque soy de los secanos de Astorga?

—¡Canástoles—saltó aquí don Alejandro—, con los valentones estos!...Yo no me trago a los hombres crudos, ni mucho menos; pero tampoco se mearrugan las narices por echar una cataplera por esas aguas allá.

—Por de pronto, mi señor don Alejandro—contestole Fuertes con ciertasocarronería—, ha sido usted uno de los tres valientes que nos hemoscolado en el pozo por entrar en el balandro; y después, mire usted, yome he visto cara a cara con los moritos en Monte Negrón y en losCastillejos, y hasta en lo de Wad—

Ras, que fue más agrio que lo que austedes se les figuró; y sin echármelas de valiente al decirlo, ni perdíla serenidad, ni el coraje... ni las ganas de pegar; porque aquello eraotra cosa: había siquiera suelo firme en que pisar... y en que morir, siera preciso, defendiendo la vida honradamente; pero esto es entregarse ala muerte atado de pies y manos y metido ya en el ataúd...

Leto, mientras los del pozo hablaban de esta suerte, explicaba a Nieveslas ventajas de un palo, como el del Flash, compuesto de dos piezas(la mayor, o palo macho, y la menor, o mastelero, con su tamborete ycruceta entre ambas), sobre el palo enterizo, o de una sola pieza;cómo se fijaba el palo en el fondo del casco, encajando su espigainferior en una mortaja llamada carlinga, y se afirmaba después pormedio de las cuerdas que iba señalando y se llamaban obenques y estays: los obenques bajaban desde la encapilladura, junto a lacruceta, y los estays desde la suya en el arranque del galopillo, oremate superior del palo; cuál era la botavara, cuál el pico decangreja, y cómo se manejaba y con qué cuerdas o drizas, cada vela delas cuatro que tenia el yacht ( mayor, trinquetilla, escandalosa paralos buenos tiempos, y foque volante para las empopadas). El agujeroque había a media cubierta, entre el pozo y el costado de estribor, erael de la bomba de achique, muy usada, porque en las arfadas, ciñendoel balandro, embarcaba en el pozo bastante agua: rociones y garranchos, según el estado de la mar; tal pieza era el cabillero para las drizas de maniobra; cuáles otras, las cornamusas para afirmarlas escotas del foque y las de la trinquetilla; otra en el suelo mismojunto al agujero del pañol de cadenas, el guindaste, en el cual sehacía firme la coz de botalón, etc., etc. Muchos, muchísimos detallesdio Leto a Nieves, llamando a cada cosa con su nombre técnico, porqueasí lo quería la animosa sevillana.

Cuando ya no tuvo nada que explicarla sobre cubierta, la dijo:

—Vamos ahora, si usted quiere, a ver la cámara.

A la cámara se entraba por el pozo, en cuyo lado de hacia proa estaba lapuerta, de dos hojas, con un cuartel de corredera. Abrió Leto y entraronlas cinco personas, teniendo que descubrirse don Adrián, porque para unsombrero como el suyo, puesto sobre la cabeza, no había allí bastantealtura de techo. Por lo demás, sobraba sitio en que revolverse losvisitantes con desahogo.

Nieves se admiró de ello y del primor con queestaba dispuesto y hecho todo en aquel microscópico salón, que resultabahasta lujoso. A cada lado de la puerta había un armarito, y otro másancho enfrente de ella; a cada lado de los otros dos de la cámara, uncómodo diván, y en el centro una mesita atornillada en el suelo, con lasalas dispuestas de modo que podía servir para una docena de comensales.Retirando Leto uno de los almohadones, levantó la tabla sobre la cualestaba tendido; y la tabla resultó ser tapadera de un largo cajón bienprovisto ciertamente, pues fue sacando de él el hijo del boticario dosamplios y superiores impermeables; un vestido completo de mar; mediadocena de hermosas toallas y dos sábanas de baño, y algunos objetos máspor el estilo; todo ello puesto allí por el precavido y rumboso inglés,lo mismo que los objetos de aseo y los útiles de pesca, licoresexquisitos y confortantes, y libros (en inglés desgraciadamente paraLeto) que trataban, con excelentes dibujos, de materias pertinentes atodos los destinos imaginables del barco, que se guardaban en losarmarios. Todo lo conservaba Leto donde y como el inglés lo habíadejado, por respeto cariñoso a la memoria de su amigo. En el centro delcopete del más grande de los armarios, había una chapa de metal bruñido,con dos nombres grabados sobre una fecha. Señalando a los nombres, dijoLeto:

—Este es el blasón de nobleza del balandro: Mr. Watson y Mr.

Fife:el ingeniero y el constructor de yachts más afamados de Inglaterra.¡Deberé yo estar agradecido a un hombre que me dejó tan rica prenda desu amistad? ¡Y se extraña mi padre algunas veces del mimo con que latrato!... Pues hay que ver ahora, prácticamente, sus condicionesmarineras que tanto les he ponderado, si no le molesta a Nieves y loconsiente el señor don Alejandro...

—Caballeros—dijo al oírlo don Claudio, levantándose de golpe y andandohacia la puerta—: aquí sobra uno, y ese soy yo.

—¡Pero, don Claudio!...—exclamaba Nieves, riéndose del arranque de suamigo.

—Nada, nada: cada uno es cada uno, y yo sé bien lo que me hago... Ytambién usted lo sabe al venirse conmigo, señor don Adrián—añadióFuertes volviéndose un momento hacia el boticario—. Porque yo doy porsupuesto que usted tampoco se queda, aunque le aspen.

—Verdaderamente—contestó el aludido, que estaba algo inquieto porfalta de franqueza, moviéndose un poco hacia la puerta—, que no soy delo más apto para este género... eso es...

de diversiones... Por otrolado, ¡caray! la edad... eso es. De manera que, si no se tomara a mal...

—¡Qué ha de tomarse, hombre!—díjole don Claudio, volviendo paracogerle por un brazo.

—Y aunque se tomara... Véngase, véngase, don Adrián; y verá usted quéguapamente estudiamos las condiciones marineras del Flash... desdetierra firme.

—Conste, señor matamoros—dijo Bermúdez desde la puerta de la cámaracuando ya salía del pozo el comandante llevándose a remolque alboticario—, que no solamente doy el permiso que me ha pedido Leto, sinoque me quedo, y con gusto... ¡con mucho gusto, canástoles! mientras queusted se larga.

—Con gusto, ¿eh?—respondió Fuertes sin volver la cara—.

¡Ay! mi señordon Alejandro... ¡si hubiera espejos para ver a los hombres por susadentros en determinadas ocasiones!... Cornias, arrima un poco más elbarco, hijo... Así... ¡Ajá! Cuidado, don Adrián... Venga la mano... Esoes... ¡Divertirse, caballeros!

¡Cómo le pusieron entre Nieves y su padre desde el yacht!

—A la faena ahora—dijo Leto a su edecán, sin oír a los unos ni a losotros, porque ya estaba con la fiebre de sus glorias—.

Usted, Nieves, asentarse aquí; y usted, don Alejandro, a su lado... Perfectamente...¡Cornias!... desatraca, y a franquearnos con el foque... Bueno... Yava... ¡Lista la driza de pico!... Yo a la de boca... ¡Iza!

Hecha la maniobra en regla, hinchóse la extensa lona, y cayó el barco allado opuesto, navegando ya.

—No hay que asustarse, Nieves—dijo Leto sonriendo al notar en ella, yparticularmente en su padre, cierto movimiento de desagrado—: es elsaludo del Flash a la llegada del viento.

—Bien me parece esa cortesía—respondió Bermúdez agarrándose

a

labrazola

mientras

Nieves

se

sonreía

despreocupada—; pero en todaspartes, después del saludo al aire libre, vuelven las gentes a cubrirsey a enderezarse, y aquí observo que pasan las cosas de otro modo: el Flash, después de saludar, continúa inclinándose y andando a más ymejor.

—Es de necesidad, señor don Alejandro: como que vamos casi de proa alviento. Mucho más ha de inclinarse todavía.

—¡Buen consuelo, hombre!

—Ya le va tomando el gusto al agua... ¿Oyen ustedes cómo la paladea?

—Y también veo—respondió Bermúdez—, que la destina a otros usos.¡Mira, mira, Nieves, cómo se tumba el condenado, para fregotearse lascostillas con ella! ¿Qué te parece de esto, hija?

—¡Muy bien!—respondió Nieves, fascinada por el lance, con los ojosvoraces, la boquita entreabierta y palpitantes las rosadas ventanillasde la nariz.

El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y ciñendosiempre para ganar terreno hacia fuera, no cesaba de inclinarse.Bermúdez lo notaba intranquilo, y oía el borboteo del agua debajo dellanzamiento de la popa; el crujir de la perchería del aparejo y elcrepitar de las lonas, y hasta comenzó a ver una faja de espumillahervorosa a todo lo largo del carel inclinado, como si pugnara porcolarse adentro. Leyóle estos cuidados en la cara Leto, y le dijo paratranquilizar de paso a Nieves, que, ciertamente, no lo necesitaba:

—Repare usted que vamos solamente con el foque y la mayor, y que la marestá como una balsa de aceite. ¡Qué diría usted si izáramos laescandalosa allá arriba, como la hubiera izado yendo solo?... ¡Si estoes navegar en una palangana! De todas maneras, hasta acostumbrarse más aestas posturas violentas, no dejen ustedes de agarrarse al respaldo.

—Ya, ya—respondió Bermúdez que no podía agarrarse más de lo queestaba—; pero lo que veo yo es que el agua anda si entra o no entra poreste costado, y que vamos echando demonios.

—Y aunque entrara, ¿qué?

—¡Pues digo! ¡como si fuera lo más usual y corriente!

—Y lo es, señor don Alejandro; y va el Flash tan guapamente con unpar de tablas de la cubierta debajo del agua.

—¡Canástoles!

—¿Quiere usted verlo?... ¿Se atrevería usted, Nieves?

—¡Pues no he de atreverme?—respondió ésta como extrañada de que Letolo pusiera en duda.

—Por visto, señores, por visto—dijo resueltamente Bermúdez—.¡Canástoles! para prueba sobra con esto, que no es poco, sin necesidadde que tentemos a Dios.

Nieves y Leto, y hasta Cornias que atendía a la escena medio sentadoarriba sobre el tejadillo del tambucho, se echaron a reír.

—Mira, papá—dijo de pronto aquélla—, qué bonita es esta costa de labahía. ¡Cuántas islillas verdes que apenas se alcanzan a ver desde casa!¿Y don Claudio y don Adrián? ¡Qué lejos quedan!... ¡Míralos!... Creo quesaludan.

—Hija mía—respondió Bermúdez sin volver hacia ella más que laintención, porque la visual del ojo útil se la estorbaba la nariz—,necesito ambos brazos para agarrarme, y toda la voluntad para guardar elequilibrio en esta postura. Contéstalos tú por mí, si te parece.

—Ya lo hago por todos—repuso Nieves volviendo el busto hacia el muelley agitando el pañuelo con la mano izquierda.

Después de unos instantesde silencio, añadió, con el oído muy atento hacia proa—: Fíjate bien,papá.

—¿En qué, hija?

—En el ruido que va haciendo el barco... Lo mismo que si fueraarrastrándose sobre papel de seda.

—Exactamente—confirmó Leto—; y si usted continúa fijando la atenciónen ese ruido, llegará a oír conversaciones, y cantos a la sordina... ytodo lo que usted quiera, hasta acabar por dormirse.

Tras esto callaron todos por un buen rato, como si se tratara de poner aprueba las afirmaciones de Leto, mientras el yacht continuódeslizándose al mismo andar. De pronto dijo Nieves dirigiéndose a Leto:

—Pues tiene usted razón: fijándose mucho en el ruido ese, se oye todolo que se quiere oír... ¿No crees tú lo mismo, papá?...

¡Mira qué llana,qué brillante y qué hermosa está la bahía!

Parece un espejo muy grande.

—Muy grande, muy hermosa y muy llana—respondió Bermúdez inmóvil yrígido—, y muy entretenidas esas cosas que decís que se oyen debajo delbarco: todo está muy bien, menos esta condenada postura que no me dejagozarlo. Esto es un despeñadero.

—Pues cuidadito ahora—le advirtió Leto sonriéndose—, porque va ainclinarse un poco más.

—¡Más todavía, hombre?—exclamó Bermúdez, queriendo clavar las uñas enla brazola—. Y ¿por qué?

—Porque voy a preparar la virada, dando mayor andar al barco.

Dicho esto, metió la caña a estribor; con lo cual, presentando el Flash mayor superficie al viento, recibió mayor impulso de él; y elfestón espumoso que andaba lamiendo por fuera el carel de babor, le echóunas cuantas lengüetadas por adentro. Entonces gritó Leto a su edecán:

—¡Cornias... a virar! ¡Salta escota foque!

Obedeció Cornias en el aire; orzó Leto vigorosamente, y el yacht fuevirando y enderezándose, hasta ponerse horizontal como le quería donAlejandro, y, según la lengua del oficio, a fil de roda, es decir,cara a cara con el viento.

En esta posición el barco, las velas, deshinchadas y lacias, comenzarona restallar, con tal estrépito, que asustó a Bermúdez y sorprendió a suhija.

—Pasen ustedes ahora a este otro lado—les dijo Leto, señalándoles elfrontero al que ocupaban en el pozo.

Así lo hicieron, y con mucho cuidado para no dar con la cabeza en labotavara. Tomó el viento al balandro por aquella banda, cayó el aparejohacia la opuesta; y henchidas de nuevo las velas, comenzó el Flash anavegar hacia la derecha de idéntico modo que lo había hecho hacia laizquierda.

—Notarán ustedes—dijo Leto—, que vamos caminando en ziszás. Con elviento por la proa, no hay otro modo de subir estas pendientes. Veanahora lo que vamos adelantando en la subida.

Ya cuesta trabajo conocer adon Claudio y a mi padre, que se van alejando hacia la villa.

—La verdad es—respondió Bermúdez—, que con estas aventuras habíavuelto a echarlos de la memoria.

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De bordada en bordada llegó el Flash a la ancha boca del puerto. DonAlejandro, que no apartaba el ojo del carel de sotavento, lo conoció porlas cabezadas que daba el barco, a causa de la trapisonda que ya habíapor allí, y por cierto malestar de su estómago. Dio entonces por más quesuficiente la distancia recorrida; y con gran sentimiento de Nieves, quetenía los cinco sentidos puestos en los lances del paseo mar afuera,viró el balandro y se puso en rumbo al muelle. De esta manera ibaempopado y sin las contrariedades que tanto molestaban a don Alejandro.Teniéndolo en cuenta Leto, izó toda la lona; y navegando así como unaexhalación, pudieron estimar Nieves y su padre lo merecido que tenía elhermoso yacht el nombre de Centella que le habían puesto.

—Esto ya es cosa muy diferente—decía Bermúdez al llegar al muelle—.Así ya se puede navegar a pierna suelta.

—Pues a mí me gusta más del otro modo—contestó su hija—.

Tiene máslances.

—Esa es la verdad—añadió Leto saltando del balandro a la escalera paradar la mano a Nieves, porque habiendo bajado bastante la marea, eranmuchos y estaban muy resbaladizos los escalones descubiertos.

Ni don Adrián ni don Claudio andaban por allí rato hacía, ni secolumbraba alma viviente en diez cables a la redonda de aquelloshermosos sitios que, por lo solitarios y mudos, parecían encantados...

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—XII—

Después del paseo

OMO tenía un plan en la cabeza, en cuanto los señores de Peleches, quehabían elegido el camino de abajo para volver a su casa, mostrarondeseos de hacer un alto en la botica donde ya se hallaba el boticariodon Adrián, Leto se despidió de ellos pretextando ocupaciones urgentesen su balandro.

El boticario se había puesto ya su gorro de terciopelo, y estaba sentadoentre puertas viendo pasar a la gente elegante en dirección a laCostanilla para subir a la Glorieta. Sentáronse también los de Peleches;y después de saber por don Adrián que don Claudio Fuertes se habíaseparado de él para ir un rato al Casino, comenzaron a contarle lasperipecias del paseo, con grandes elogios del barco y otros mayores dela pericia náutica y extremada bondad de su hijo.

El cual, entre tanto, caminaba a todo andar hacia el muelle.

Cuandollegó a él, no pensó siquiera en meterse en el balandro que estaba a dosbrazas de la escalerilla: limitose a hacer a Cornias, ocupado en recogerel aparejo a toda prisa, algunas advertencias sobre el particular, yenseguida tomó el camino del Miradorio.

Le estaba preocupando a él la cosa aquella desde el momento mismo en quehabía sucedido. No importaba dos ardites, bien examinada; pero debióhaber pasado de otro modo muy diferente... Anduvo, anduvo, pensando yandando, sin mirar a un lado ni a otro, porque harto sabía que el mirarera innecesario hasta llegar al punto preciso, que estaba bien marcadoen su memoria... cosa de media vara a la derecha del camino...

subiendo;porque ello había sido bajando, y entonces quedó a la izquierda... Porallí, en tales días y a tales horas, no solía pasar gente; y aunquepasara, sería lo mismo para el caso. ¿Quién había de fijarse?... Yaunque se fijara, ¿valía ello para nadie, a la simple vista, el trabajode doblarse por la mitad?...

Anduvo otro buen pedazo del camino, y se detuvo de pronto.

—Aquí fue—se dijo—, y aquí debe de estar. Miró... y allí estaba:sobre un tapiz de apretado césped, y entre dos helechos y un guijarro.El mismo clavel, doble, reventón y encarnado, con el rabillo tronchadoal rape: el que se le había caído a Nieves de la boca y había recogidoél... para volverle a tirar porque a