Adriana Zumarán by Carlos Alberto Leumann - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—¡Pero no haces otra cosa, Charito! exclamó Lucía.

—¡No! No hablo mal de ella, digo lo que es, sin censurarla.

Yo tampocosoy una santa.

—Entonces no exageres así. Si nos pusiéramos a comparar

¿qué dirías demí?

—Es muy distinto. No hay maldad en las cosas tuyas y en ella sí.

—Tampoco en Adriana. Una engaña como la pueden engañar a una. Laspalabras de amor se aceptan sin calcular, sin exigir demasiado nireclamar apasionamientos, y sin saber, muchas veces, si a una la quiereno si una quiere. Hay un claroscuro del sentimiento que tú no conoces, ydonde pueden ocultarse el júbilo y las lágrimas. Porque en todo estejuego, los ratos felices y las horas desdichadas se compensan; ysabiendo jugar, hasta la misma pena suele dejar en la memoria unadulzura...

El continuo velo de malicia había caído de su cara y hablaba con unaseriedad graciosísima. Iba a seguir, pero advirtiendo de pronto queCharito y Muñoz tenían los ojos fijos en ella, escuchándola, se ruborizócomo una criatura; y echándose a reír, volvió a recatarse bajo su amableexpresión habitual.

—Ya les estaba dando toda una conferencia sobre el amor, pero fue porAdriana, por disculparla y por disculparme yo también. Creo que Charitoes con ella demasiado severa... Fuera de Muñoz, (agregó para halagar aéste), a nadie hace caso, estoy segura, porque su "flirt" con Castillano tuvo importancia. Y

Julio parece un simple amigo.

—¡Ah, sin importancia, su "flirt" con Castilla! Yo no queríamencionarlo a Castilla, pero en realidad cuando se piensa que élfestejaba a Raquel y que Adriana no tuvo escrúpulos para hacersefestejar por él...

—No creo, Charito.

—Porque no la conoces.

—Al contrario. Y la imagino hasta mejor que yo, más idealista y quetodo lo hace por exceso de idealismo...

—No sabes lo que dices, Lucía. Adriana es muy farsante, y yo le habloasí a Muñoz por la primera vez, para despertarlo, porque sufre de unaalucinación. ¡Ah, si él supiera cómo se desvanecen después todas lasapariencias con que la mujer sabe cubrirse, para interesar a loshombres, para desconcertarlos, y para hacer que poco a poco se engañencompletamente! Y esto lo he pensado, Muñoz, no solamente ahora, sinohasta cuando ella se moría por usted.

—Nunca me pareció que se moría por mí, repuso Muñoz. Al contrario,Charito, ni cuando decía quererme.

—¡Porque ella todo lo calcula! Y en su afán de rarezas, hasta sueledisimular su cariño, ese cariño que ella empieza a sentir porcualquiera, pero que se le va con la misma facilidad. Hace poco tiempousted era el único que realmente había sabido, según ella, despertarleamor. Es cierto que lo mismo le oí decir en ocasión de otro festejo...

Ahora Charito inventaba, atribuía a su amiga palabras que no le habíaoído nunca, o transformaba las cosas en el sentido que mejor convenía asu demostración. Sus escrúpulos desaparecían por la idea de consultar elinterés de Muñoz.

—Yo creo, concluyó, que usted mismo se ha fomentado esta pasión. Porqueni siquiera la comprendería si usted se hubiese dejado seducir yalucinar por la simple belleza física.

Muñoz miró a Charito atentamente.

—Y ella ¿está enamorada de Julio, ahora?

—No lo creo, no puede Adriana enamorarse, no es capaz de enamorarse.

Él insistió.

—¿Pero le demuestra algo, al menos?

—¡Ah, seguramente! No se concibe que ella converse con un mozo sincoquetearle.

Una expresión de sufrimiento alteró las facciones de Muñoz.

—¡Cómo debe quererla, el pobre! murmuró Lucía al oído de Charito. Ydirigiéndose a él:—Adriana puede volver a quererlo, y en todo caso, deno quererlo Adriana, no ha de faltarle otra.

Cualquiera que ustedfesteje lo querrá... Nadie podría ser feliz si tomara las cosas comousted las toma y si no pudiera, en ocasiones, cambiar de cariño, cuandono hay otro remedio. Sea razonable, Muñoz.

Hubiera sido difícil decir si era ternura o simple piedad lo quetemblaba en la caricia de su actitud insinuante, dulce. Acaso se habíaya desvanecido su repentina veleidad por Julio, ante este muchachoabatido por desdicha de amor, y que parecía necesitar tanto de un finoconsuelo.

—Y no hay otro remedio, efectivamente,—murmuró él sumido ahora en unavaguedad de inconsciencia.—Pero no me resigno. ¿Qué puedo hacer, Lucía?¿Qué puedo hacer?

Lucía, sin contestar en seguida, le sugirió con naturalidad:

—Y... quiérame a mí...

XV

Siguió atormentando a Muñoz el ansia de volverla a ver. Todo lo demáseran ideas y sentimientos que se desvanecían sobre una gran sensación devacío. Recordó que había empezado la temporada de ópera y queposiblemente estaría Adriana esa noche en el teatro.

Se vistió apresuradamente. Había bajado a la calle, cuando advirtió elolvido de los guantes y el pañuelo. Después, cuando entró en la platea,tuvo conciencia tardía de que dos minutos antes, frente a la anchaescalera iluminada, se había cruzado distraído con un grupo de señoras yque una de ellas le había mirado sonriendo, para saludarle. "Bah, notiene importancia", se dijo.

Terminaba el primer acto de "La Walkiria", cayó el telón, y yaencendidas las luces de la sala, buscó el sitio en que debía estarAdriana. Pero apenas creyó distinguirla, el exceso de la emoción le hizoapartar la vista, y se puso a pasearla por todo el teatro, por las milcaras rosadas, los blancos hombros desnudos y los peinados espléndidoscuajados de pedrería. Sobre el rumoreo de las conversaciones, vibrabaalguna fina risa femenina y él volvía los ojos para reconocer a la quehabía reído. A la sola idea de que Adriana estaba allí, tan cerca de él,un desfallecimiento corría por todo su ser. El aire de la sala, tibio,sensual, y el deslumbramiento de las luces, contribuían para enervarle.

Pero al fin se acercó resueltamente al grupo donde había creído verla.No era ella, sino Raquel, y la acompañaban Fernando y una amiga a quienél conocía poco. Después de vacilar un segundo, confuso, frente a ellos,saludó y siguió andando. En ese momento vio a Castilla venir endirección contraria a la suya. Para rehuirle volvió la cara.

Pero no le vio Castilla. Cruzaba la platea con su elegante desembarazode costumbre, dominando la sala. Saludó a Raquel con cierta afectacióndigna y luego, de la misma manera, a varias muchachas reunidas en unpalco, quienes le contestaron graciosamente, agitando hacia él las manosenguantadas. Una, muy bonita, le llamó con un signo, pero él fingió noadvertirlo, y fue a colocarse en el mismo sitio que había dejado Muñoz,apoyándose también en la barandilla de la orquesta.

Muñoz se arrepintió de no haberse detenido para preguntar a Raquel porAdriana. Vio a Fernando levantarse. Las dos muchachas quedaron solas. Apesar de comprender que su indecisión no dejaba de ser algo ridícula,se llegó hasta ellas.

Ambas, muy serias, le tendieron apenas la mano.

—¿Adriana no está?

Raquel miró a su compañera y respondió enrojeciendo:

—Creo que no... esta noche le fue imposible venir.

Su rubor provenía no sólo de mentir, sabiendo que Adriana estaba en lacazuela, sino también a causa de sus hombros y brazos desnudos; aquelaño venía por primera vez a la platea del Colón y no podía sacarse lapreocupación de que todo el teatro podía verla tan escotada. Ni seatrevía a mirar a Muñoz. Este creyó que la grave carita enrojecida deRaquel era un reproche a la inoportunidad de pararse a conversar conellas, y se retiró en seguida.

Al llegar al segundo entreacto iba a marcharse, descorazonado, cuandosaliendo de la platea se dio de manos a boca con Castilla.

Este le abriólos brazos con alegría, sin dejarle ir.

—Tengo que darte una explicación, le dijo, y pedirte otra. Yo no estabaen antecedentes de nada, ¿sabes? Lo supe ayer, por casualidad. Perovamos, no tomes las cosas por el lado heroico.

Se interrumpió un instante, porque mientras hablaba buscaba atraer laatención de una niña que le había mirado de soslayo, desde un palcopróximo, llamativamente vestida de verde y con un gran "aigrette" blancoen la cabeza.—Es decir, continuó, no pude imaginarme que daríasimportancia a la cosa. Tú comprendes que Adriana...

—Sí, ya sé, otro día hablaremos, le interrumpió Muñoz, herido no tantopor el tema que abordaba Castilla, sino por oírle pronunciar el nombrede Adriana. Experimentó una impresión casi tan desagradable como en casade Charito cuando le vio cortejarla y tan atrevidamente acariciarle lamano. Un odio físico le sublevó.

—¡Qué cara has puesto, Muñoz! Si te ofendí te pido me disculpes... Perono negarás que ella es coqueta. Sería una lástima, realmente, que tedejaras envolver por Adriana.

Indudablemente es un lindo tipo de mujer,pero no pierdas la cabeza. A propósito, la vi en la primera función dela temporada; desde entonces no ha vuelto a venir.

Muñoz, a punto de contestarle despectivamente, se retuvo al oír lanoticia; y por la sola posibilidad de que aquella charla de Castillapudiera revelarle cualquier circunstancia referente a ella, le siguióescuchando.

—A mí, en realidad, no me gustan las muchachas como Adriana, prosiguióCastilla.

Con todos sus desdeñosos alardes, debía quedarle un resquemor, porqueacompañó dicha frase con un brusco movimiento de hombros y cierto gestoque le contraía los labios y daba a su rostro una expresióndesagradable. Habitualmente perdía así la elegancia de la actitud y ladistinción del rostro en cuanto le dominaba un estado de pasión; laverdadera mezquindad de su ser se traslucía.

Pero habiéndose vuelto hacia el palco próximo, encontró puestos en éllos ojos de la niña: su rostro se dulcificó instantáneamente, a tiempoque se rehacía toda la elegancia de su apostura. Al notar que ahoraMuñoz le escuchaba con atención, prosiguió su charla.

—Lo que es al casamiento no iría uno con Adriana ni a cañón, esto loconvendrás conmigo. Aunque en realidad, hoy por hoy, con la libertad quese deja a nuestras niñas y con tanta perversión como hay en lascostumbres, las peores suelen ser esas que más apariencia tienen deingenuas y de buenas. Oye: hoy no podemos estar seguros ni de la virtudde nuestras hermanas. Es deplorable lo que pasa en lo referente al nuevocriterio moral de la sociedad porteña... No te extrañe oírme filosofaracerca de los vicios sociales. Muchos me tienen por un tarambana, ya sé,pero precisamente si tengo veintiocho años y no he concluido todavía laFacultad, es porque me atrae y me interesa, más que los libros, más quelos Códigos, la vida misma. ¡Lo que yo veo, lo que yo aprendo en laobservación del mundo! Tal vez un día escriba algo... No creas, tengopensado un estudio sobre la evolución de la sociedad argentina; será ungolpe de maza. ¿Sabes lo que me propongo demostrar? Que si no se poneremedio al avance de los vicios y a la inmoralidad que están creciendo,la sociedad argentina se va al hoyo. ¡Al hoyo! ¡Si hay niñas que yatienen

"garçonnière"!

Nuevamente asomó a su cara una expresión violenta y desagradable.

—La sociedad se irá al hoyo, murmuró Muñoz, cuando todo el mundoproceda con tu falta de escrúpulos y con tu falta de honor.

Castilla le miró sorprendido, como quien recibe de improviso una injuriacompletamente inmotivada.

—Hijo, repuso, la inmoralidad mía nada tiene que ver con la inmoralidadsocial. Y pasando a cosas menos serias, ¿no sabes que la tonadillera seha casado? Tú fuiste muy tonto.

Empezaba la orquesta el preludio del tercer acto y apagaron las luces.Castilla miró una vez más, con atrevimiento, a la niña del palco. Perocomo Muñoz se retiraba, sin saludarle, le retuvo en el pasillo.

—Oye, tú sabes que con todos mis defectos una cualidad no me falta: lafranqueza. Yo quisiera darte un consejo bien sincero sobre Adriana. Nolo tomes a mal ni supongas que pueda guardarle rencor... Al contrario,me ha hecho pasar buenos momentos, me ha mirado con ojos dulces... enfin, yo no podría quejarme...

—¿No puedes quejarte?—dijo Muñoz, los ojos llameantes y un impulso deecharle las manos al cuello. Sentía que Castilla estaba groseramentemintiendo.

—Pero precisamente, continuó Castilla titubeando sobre lo que iba adecir,—precisamente no pretendo que abandones el campo, de ningún modo.Ya te dije que Adriana me parece un soberbio tipo de mujer. Ha de seruna niña de aventuras, como hay tantas ahora, en nuestra sociedad. Miconsejo tiende sólo a prevenirte contra la posibilidad de que pudierasmeterte de tal modo en este lío...

No pudo proseguir, porque Muñoz, en voz baja, descompuesta por la rabiacontenida, le interrumpió:

—¡Óyeme! Ella será lo que quieras, pero tú has de empezar a decirvilezas sobre Adriana, ¿me oyes?... cuando te hayas hecho digno, como unperro...

Quiso agregar algún insulto atroz, pero la misma sobreexcitación leimpidió proferir otra palabra. Su amigo, más admirado que ofendido, lemiró alejarse y rehusar al salir, con un gesto violento, la contraseñaque un empleado intentó entregarle.

Encogiéndose de hombros, Castilla entró en la sala. Pasó junto al palcode la niña del traje verde, caminando lentamente; luego de pasar sevolvió hacia ella y la miró atentamente, con una imperceptible sonrisa.

XVI

Pasaban los días sin que Charito le diera noticia alguna.

Ladesesperación le hubiese consumido, pero le alimentaba el ensueño.Adriana se le aparecía con todos los esplendores que sus largos deseosle atribuían: a veces le miraba, de pronto, con inusitada expresión decariño, lánguida, como en la realidad no le había mirado nunca, los ojoshúmedos, el beso en los labios, tendidas hacia él sus manos llenas devagas caricias. La imagen misma era ya una caricia, y se le acercaba,dulcemente; sentía en la cara el calor de su cara, la misteriosablancura de un seno pequeño emergía, en la sombra... Y Muñoz seaterraba, tenía la sensación de cometer en su pensamiento unaprofanación. Pero al mismo tiempo todos los desdenes, todas lashumillaciones pasadas, le parecían insignificantes ante la idea de lafelicidad prohibida, que imaginaba oculta en aquel soñado esplendor delos bellos hechizos.

No había muerto del todo su esperanza. Aguardaba la entrevista.

Volvió a pedir una licencia en la secretaría del Juzgado, una licenciamás larga que la anterior, para poder abandonarse completamente a lamelancolía de su preocupación. En los domingos, por la mañana, estabaseguro de encontrarla. Ella iba a la iglesia del Socorro, siempre a lamisma misa de las once, vestida con sencillez. Muñoz se disimulaba en lanave izquierda, y aguardaba con el corazón palpitante. Aguardándola, suimagen empezaba a representársele, traída por el deseo, en tanto que laiglesia, su bóveda, los altares llenos de cirios, oscilaban para susojos como un confuso sueño. Al fin Adriana misma aparecía, mojaba losdedos en la pila del agua bendita, se persignaba; su semblante no perdíala dulce naturalidad de la expresión. Su andar era suave, su siluetapasaba entre la silenciosa concurrencia

arrodillada.

Muñoz

aspirabalargamente

la

impresión

que

recibía

en

el

alma;

y

era

como

undesvanecimiento de su ser, una blandura para todos sus sentidos.Adriana, sin apartar su mirada del altar, por medio de la nave pasaba, yel fino perfil de la cara se iba ocultando, a los ojos de Muñoz, bajo elala del sombrero de fieltro. Su silueta se anegaba en la ligera penumbradel templo; llegando cerca del coro se hincaba de rodillas, ponía losbrazos juntos en el asiento delantero y abría el libro de oraciones.Muñoz, aproximándose, no perdía un detalle. Contemplándola así, en lamedia luz, bajo el grave silencio, durante una larga hora y sin que ellani nadie lo advirtiesen, le parecía en cierto modo poseerla. Era suyacada una de sus actitudes y de sus gestos, era suya la humildad llena degracia con que rezaba, era suya la cara que se apoyaba sobre las manosjuntas, cuando el sacerdote levantaba el cáliz y todo el mundo caía derodillas.

La atmósfera de la iglesia, con el olor del incienso y el cuchicheoinquieto de las oraciones, penetraba sutilmente los sentidos de Muñoz yse confundía con la vaguedad de su sentimiento. Su pena de amor parecíacomunicarse con la inmovilidad de los fieles, con la tristeza mística delos santos inmóviles, con el súbito tintineo de la campanilla ritual, ysubía por el humo del incienso, que anublando en el altar la figura dela Virgen, la dejaba reaparecer luego al resplandor escaso de loscirios.

Cuando un domingo, por primera vez, Adriana no acudió, un sufrimientocasi físico le traspasó. Durante toda la misa, que le parecióprolongarse extraordinariamente, lo pasó arrodillado, junto a lapilastra donde se ponía siempre, bajo el púlpito. El tintineo de lacampanilla le hizo daño. La misa terminó, algunas señoras se pararon,persignándose; en seguida, con un sofocado rumoreo, todo el elegantegentío se levantó también, y lentamente, formando hilera, comenzó asalir. Los bancos quedaron vacíos. Apagados los cirios, una penumbra enel silencio fue amortiguando el brillo de los altares, y las estatuasvestidas de los santos se anegaban de sombra en sus nichos.

Durante algunos minutos, apoyado en la pilastra, Muñoz aguardó todavía,con la esperanza pueril de que Adriana por un milagro apareciera. Porquese había acostumbrado a esa secreta hora de voluptuosa alucinación, comose habitúa el fumador de opio a la caricia fantástica que se le deslizaen los sentidos con el veneno de la droga.

Al fin se decidió a marcharse. Sus pasos resonaron en el templo vacío.Afuera, el sol de mediodía iluminaba el espacioso atrio y la fachada delos edificios vecinos. Todavía formaban corrillos los mozos que acudenpara ver salir de misa a las muchachas.

Uno

de

ellos,

viéndole

pasar,

lepalmeó

amigablemente. Muñoz, abrumado, ni siquiera le miró.

Ese día experimentó contra ella un rencor profundo, como si Adrianahubiese faltado al compromiso de una cita. Recordó todas sus pasadasinconsecuencias, la perversidad con que le había retenido, en losprimeros tiempos, la inexplicable ternura de las cartas que le escribíapara luego mostrarse ante él fría, implacablemente fría; recordó tambiénla escena con Castilla y la extraña presencia de Julio en casa deCharito.

Sin embargo, aunque sus reflexiones le llevaban a considerarlalógicamente un ser lleno de falsía y de crueldad, tenía bien luego lasensación de padecer un error profundo. Le asaltaba el pensamiento deque su rencor era vil. Y entonces la imagen de Adriana, transfigurada,resplandecía para él desde una portentosa lejanía.

XVII

Avisada un día por Carmen de que José Luis Aguirre, llegado de Europa,les había hecho una visita, Adriana fue a casa de las Aliaga con la granansiedad de saber si reanudaría Laura con él su antigua relación.Ardientemente lo deseaba. Su actitud, cuando se anunció la vuelta deJosé Luis, permitía abrigar pocas esperanzas. Sin embargo, podíasuponerse que la tenacidad de su silencio no significara una realindiferencia para el bello pasado romántico, sino que persistiendosecretamente en ella la memoria del idilio interrumpido, la frialdadfuera más bien pura apariencia y reproche tácito a Zoraida.

También ésta aspiraba, evidentemente, a que se produjese entre ambos lareconciliación; había dejado de ver en aquel amor una desdicha fatal. YAdriana, recordando con piedad la dolorosa relación que le hicieraCarmen dos meses atrás, se representaba de nuevo a la pobre Lauradormida, su cabeza reposando en el blanco almohadón y guardando, bajoel velo del sueño, la tristeza que le había dejado la inoportuna alusiónde Carmen.

"¡Qué extraña es la manía de Zoraida!—pensaba Adriana. ¿Por qué suponerque el amor ha de traer por fuerza la infelicidad?

Será sugestión que ledejó la muerte de papá... Y ahora ¿por qué consiente? ¿Por qué nosestimuló, la vez pasada, para que le diéramos bromas con José Luis?"

Y mientras discurría de esta suerte para sí, aumentaba su deseo ansiosode que se reconstruyera el idilio y se casaran.

Con la primera que se encontró fue con la misma Laura. Había adelgazadoen pocos días. Vestía un batón azul, ceñido con cinturón de seda negra,y en tan descuidado arreglo, sin embargo, una gracia suave la envolvía.

Adriana quedó helada. No eran aquellas, por cierto, las apariencias dequien ha recobrado una dicha perdida. Pero se sobrepuso a la impresiónpenosa y fingió no advertir el aspecto desmejorado de su amiga.

—Laurita, sé que José Luis ha estado aquí...

Pero ella la besó y llamó a sus hermanas. Era evidente que le dolíatocar este asunto. Iban todas a subir a la habitación de la abuelita,cuando sonó el timbre de calle y se anunció José Luis.

—¿Y piensas recibirle así?—dijo Carmen mirando a Laura de arribaabajo, sorprendida de su desaliño.

Ella le respondió con un ligero gesto de fastidio.

—Pero tú, Adriana, mientras ellas suben con él, vendrás a conversarconmigo. Luego subiremos también, si quieres, aunque no sé qué interéspodrías tener en conocerle, ahora...

Se sentaron juntas tomándose las manos, mientras oían la voz juvenil yexpansiva del visitante resonar en el vestíbulo.

—¿Estoy delgada, verdad? Es un principio de anemia.

—¿Y no te cuidas?

—Ellas y Eduardo quieren llevarme a la estancia. Pero no me decido air. Me moriría, te lo juro... Debe parecerte muy rara la indiferenciamía para con José Luis. Tú sabes toda la historia; no necesitopreguntarte si te la ha contado Camucha. Capaz la creo de habérselacontado también a Julio.

—¡Oh, no! No lo pienses, Laura.

—Es lo mismo... Quería decirte que él me hace ahora la impresión de unsimple extraño, precisamente la impresión que yo había imaginado, cuandodijeron que volvía de Europa.

—¿No te habrás sugestionado, entonces, con esa imaginación?

El amor serelaciona tanto con nuestras ideas, con nuestras fantasías...

—Sí, cuando no hay una sensibilidad más o menos afinada, o exagerada,que no engaña, y lleva en cambio a la fatalidad de la pasión real,profunda. Tú, como yo, estamos destinadas a una excesiva dicha o a unsufrimiento mortal. Por eso te quiero tanto, Adriana, como a unahermana, suceda lo que suceda. Nos parecemos por el modo de sentir, porla necesidad íntima del ideal, por la imposibilidad de ser felices amedias...

Pronunció con enternecimiento estas palabras y se levantó, como asustadade su propia sinceridad y de lo que todavía pudiera salir de sus labios.

Adriana quedó muda, alterado todo su ser por una emoción sin nombre.

En esto se oyó la voz de Carmen llamándola; sus gritos bajabanatravesando el vestíbulo y llenando toda la casa con la contagiosaalegría mundana que había traído José Luis.

—Subamos, lo conocerás, es un muchacho muy bien. Sí, eso, un muchachomuy bien. Entretiene, divierte, es oportuno y muy agradable.

Al entrar en la habitación de la abuelita, su cara tomó cierto aire deindiferencia que nunca tenía. Tendió la mano a José Luis y como estabaAdriana junto a ella, se lo presentó.

Era un joven alto, vestido acaso con elegancia demasiado cuidada, segúnel juego perfecto que hacían la ancha corbata azul oscuro, la camisafinamente rayada de azul claro, el rosado rostro lleno de salud y losvivos ojos grises. La mirada de estos ojos era franca y tenía ciertaprotectora bondad cuando reía. Toda su persona demostraba cortesanía ydicha de vivir.

"¿Y este muchacho, pensaba Adriana, este muchacho tan elegantón y tanabsolutamente seguro de sí mismo escribía las cartas divinas que diceCamucha? ¿Es posible concebirle protagonista de la novela de amorinterrumpida por Zoraida?"

Echó involuntariamente una ojeada a Laura, y en el fondo de su dulce ynoble mirada, leyó en seguida: "¿Comprendes, ahora, que no podría volvera quererle?"

José Luis, que había interrumpido—intrigado por aquel mudolenguaje—una relación sobre costumbres típicas en el sur de España, lareanudó al momento. Su charla era chispeante, llena de comparacionespintorescas y de reflexiones chistosas que intercalaba con evidentepropósito de matizar más brillantemente su relación. Pero se advertíaque algún episodio de efecto lo contaba ya de memoria. Se dirigíaparticularmente a la abuelita, quien le escuchaba aprobándole con sugesto plácido de anciana. Carmen celebraba con alegre exageración lospasajes graciosos, y Zoraida, mucho más comunicativa que de ordinario,le interrogaba y tomaba parte activa en la conversación.

La presencia de José Luis había alterado el ambiente de la casa. Eranotras ahora las caras de Zoraida y de Carmen. Y era otra, también, lamisma abuelita. Los viejos muebles coloniales que la acompañaban desdeotros tiempos, parecían escuchar también, con un poco de asombro, laalegre charla, en aquella habitación impregnada de reminiscencias añosasy como poblada de vagos fantasmas.

Y galvanizada por la alegría de José Luis, la abuelita empezó a referir,con abundancia de detalles familiares, episodios sumidos en el largopasado, y cuyos protagonistas, evocados así, parecían comparecer anteella, adoptando un singular aire de personas resucitadas y sorprendidasde salir a la claridad del mundo. Seres que ya sólo en el recuerdo deesta anciana continuaban perdurando y que se desvanecerían para siemprecuando ella bajara a la tumba.

Y era un curioso contraste, después de la chispeante y sonoraconversación de José Luis, el modo apacible, lento, con que la abuelitacontaba las cosas de su tiempo.

Las Aliaga la escucharon con aquella misma atención recogida que Adrianahabía observado ya en ocasiones pasadas. Laura, sin embargo, atendía conmenos avidez que las otras, como si algo en su interior atrajera contenaz persistencia la preocupación más cara de su ser.

Hablaba la anciana, con muchos pormenores, de un festejante, EmilioMedrano, cuyos hijos, ya viejos, ni se acordarían de ella; un festejanteque, muy rendido a ella durante algún tiempo, cesó repentinamente en suempeño galante.

—Nunca supe yo por qué se retiró. Hoy estuve toda la mañana pensando sino serían intrigas de una amiga, una compañera que tuve en el colegio delas Salesas. Porque me pareció que también ella estaba enamorada deMedrano.

A José Luis no le interesaban gran cosa los relatos de la anciana. Seadvertía su atención distraída y la extrañeza que le causaba la evidentedespreocupación de su novia de la adolescencia. "Tenemos que hablar" ledecían de vez en cuando sus ojos, mientras con su aire cortesano fingíano perder palabra de la abuelita, que pronto calló para sumergirse en lacavilación de las causas que habían motivado el retiro de Medrano.

José Luis reanudó su charla. Se refirió a las veces que tuvo ocasión dedepartir con el rey de España, quien "era una monada" por su sencillez ypor la franqueza de su carácter. Y no dejó de mencionar, como cosaincidental, su amistad con tales o cuales personajes "cubiertos delantedel rey", y la gracia de una duquesita a qu