La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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En la entonación de la pregunta y en la sonrisa con que la acompañócomprendí que algo sabía, y me puse colorado.

—Vamos, hombre, no se ruborice usted. ¿Le trae a usted dislocado algunasevillana? Pues adelante... Eso les pasa a todos los que llegan.

Después de negar por fórmula dos o tres veces, le manifesté, primero confrases ambiguas, después, según me iba animando, con toda claridad, elnegocio que a Sevilla me traía. Por cierto que lo halló muy gracioso yoriginal. «¡Una monja! ¡Eso es sabrosísimo, compadre! Choque usted esoscinco.» Mas apenas le había dado cuenta sucinta de mis amores, y cuandoempezaba, con verdadera sed de confidencias, a narrar los para míinteresantísimos pormenores, observé que se quedaba distraído, con lamirada perdida en el vacío, y que una sonrisa de bienaventurado ibailuminando poco a poco su rostro varonil.

—Hombre... no es usted sólo el chiflado—me atajó de repente,ruborizándose un poco.—Si a usted le ha vuelto el juicio una sevillana,a mi me tiene muerto una sanluqueña.

Me sorprendió la emoción que advertí en él, porque no estaba ya en laedad en que el amor impresiona tan vivamente.

—Una sanluqueña rubia, doradita como una doblilla, con unos ojosnegros, grandes, de macarena, que hay que comérselos. ¿He dicho algo,compare?

Y sin más preámbulos, me confió prolijamente sus secretos amorosos conla emoción ansiosa de un adolescente. La hermosa que le tenía sorbido elseso era una dama principal de Andalucía, la condesita del Padul, jovende diez y nueve años, heredera de una inmensa fortuna. La amaba y secreía correspondido; no porque ella hubiera soltado aún el sí apetecido,sino porque había dado de ello tales muestras tácitas que Villa no podíaresistirse más tiempo a creerlo. No sólo le distinguía muchísimo en laconversación, y eso que tenía por docenas los adoradores, no sólo setimaba con él en el teatro y el paseo, sino que aceptaba las flores quea menudo le enviaba, y muchas veces se las ponía en el cabello o en elpecho. Un día, en cierta excursión de campo, bebiendo por el mismo vasoque la dama acababa de dejar, le dio la vuelta para poner los labiosdonde ella los posara. La condesita lo advirtió y le dirigió una sonrisamuy significativa. En otra ocasión, habiéndole ofrecido el brazo variosjóvenes, se había cogido al de él, diciendo: «El brazo de un militar esmás seguro». Otra vez, pasando por debajo de sus balcones, le habíadejado caer una rosa deshojada sobre su cabeza. Y aunque no le habíadeclarado explícitamente su amor, no obstante, en una ocasión le habíadicho que estaba enamorado, y ella, alejándose riendo, exclamó:

—¡No me diga usted de quién, que ya lo sé!

Por más que estas señales y otras más por el estilo que me refirió no meparecieron tan evidentes como a él, no tuve inconveniente en creer en subuena fortuna, y le felicité por ella. No se trataba, después de todo,de un cadete inexperto. Era un comandante que frisaba en los cuarenta,cuando no los hubiera cumplido ya, hombre, al parecer, avezado al tratode mujeres y muy metido en sociedad. La plática le embriagaba. Con losojos medio cerrados y aspirando voluptuosamente el humo del cigarro,iluminado su rostro siempre por la misma sonrisa beata, iba amontonandonoticia sobre noticia, todas ellas de tan poco momento que concluí pordistraerme y pensar en mi cara monja. Unas veces fijaba la vista en lafisonomía varonil y correcta del comandante, cuya barba recortadacomenzaba a blanquear por algunos sitios; otras la entornaba hacia lacalle, por donde cruzaban sin cesar transeúntes que cambiaban connosotros rápidas miradas. Cerca de nosotros, en la otra vidriera, habíaunos jóvenes que hacían muecas expresivas a cuantas mujeres bonitas ofeas pasaban. Cuando no miraban, atraían su atención dando golpecitosal cristal.

Ninguna se creía ofendida. Lo mismo las damas que veníanhaciendo girar su quitasol de seda sobre el hombro, ostentando losmenudos pies ceñidos por zapatos de tafilete, que las menestralas conblanco pañuelo de percal por la espalda y el clavel de rigor en el pelo,al levantar sus ojos negros, expresivos y encontrarse con las sonrisasde nuestros vecinos y los grotescos ademanes de admiración, sonreíantambién graciosamente. Algunas más atrevidas respondían con otra muecade burla que alborotaba a los maleantes jóvenes y les hacía prorrumpiren sonoras carcajadas.

Pasaban rozando los cristales. El relampagueo desus miradas, cándidas y maliciosas a la vez, alegraba el corazón einclinaba la mente a suaves y felices imaginaciones. No es fácil serpesimista en Sevilla. El pesar que me había producido la vergonzosaescena de la mañana se fue disipando poco a poco, haciendo hueco a unaesperanza, tan viva como infundada, de que a la postre todo searreglaría dichosamente. Las ideas risueñas y triunfadoras de Villa seme pegaron. Para dos enamorados no hay obstáculos invencibles. Los quetropezaba en mi camino hacían la empresa más grata y apetitosa.

Al cabo,mi compañero, o porque no tuviese ya que decir, o porque recordase queno estaba procediendo con sobrada cortesía, comenzó de nuevo a hablar demis asuntos en tono campechano y ligero, como quien quiere hacerseagradable sin importarle mucho por lo que está diciendo. Era tal, sinembargo, mi deseo de hablar de la hermana, que se lo agradecí. Cuandomás enfrascados estábamos en la conversación y el comandante se habíabrindado a protegerme con todas sus fuerzas, observo que se quedapálido, mirando a la calle con turbado rostro. Volví la cabeza y vi unaelegante joven, esbelta y rubia, acompañada de un caballero, la cual,mirando hacia nosotros, saludó doblando la mano repetidas veces conademán y sonrisa insinuantes. Miro otra vez a Villa y le veo contestandoal saludo con profunda reverencia y azucarada expresión, colorado hastalas orejas.

—Es ella—me dijo con voz temblorosa.

—Bonita—respondí yo por halagarle y porque así era.

—¡Divina!—replicó poniendo los ojos en blanco.—¡Y si viera usted quétalento!

Mire usted, el otro día tuvo una ocurrencia felicísima...

Y volvió a perderse en un mar de pormenores acerca de su novia. Yo losescuché en realidad con poquísimo interés, en apariencia con mucho,porque me lisonjeó la protección con que me había brindado, aunque nosabía a punto fijo en qué pudiera consistir.

—Esta noche probablemente la veré en casa de las de Anguita... Hombre,y a propósito, ¿quiere usted que le presente? No lo pasará usted mal:son unas chicas muy originales. A usted le conviene relacionarse, porquede algo puede servir para sus planes.

Respondí afirmativamente, pero expresé alguna duda de que pudierahacerse sin previo anuncio.

Villa soltó la carcajada.

—Aquí no se guardan esos tiquis miquis, compadre. Usted irá hoy conmigoy será recibido como si le hubiesen anunciado desde el día de sunacimiento. Mañana, a la hora de tomar el chocolate, puede ustedhacerles una visita, que de seguro no se sorprenderán. ¡Buenas son ellaspara asustarse!

Después de comer volvimos a tomar café a la Británica. Desde allí, a lasnueve poco más o menos, nos trasladamos a casa de las de Anguita.Estaba situada en la plaza del Duque; así que tardamos muy poco enllegar a ella. Por la cancela del portal percibimos ya bastantealgazara. Salió a abrirnos una linda criadita de ojos negros y pelorizoso, mas antes que corriese el cerrojo, una señorita delgada, pálida,de cabellos rubios cenicientos y ojos azules, llegó con presteza y seadelantó a hacerlo.

—Al señor Villa le abro yo, porque es un caballero muy fino que hacecariñitos a las porteras... Vamos, deme usted una palmadita en la cara,como hace usted con Carmen.

La criadita de los ojos negros escapó ruborizada. El comandante seenfadó o aparentó enfadarse.

—Oiga usted, señá Josefa, hable usted bien y no mienta, que yo no doypalmaditas a las criadas. ¿Qué concepto va a formar de mí este señor?

—El que usted merece, mal bicho. Le he guipao una vez dándolepalmaditas, otra cogiéndola por la barba, yo no quiero escándalos en micasa, ¿estamos? Parece que usted no perdona a ninguna, «desde laprincesa altiva, a la que pesca en ruin barca».

Pero aquí estoy paravelar por la moral.

—Ya

la

moral

huyó

de

Grecia,

ya no se baila el rigodón.

—empezó a cantar el comandante, repitiendo un pasaje de cierta zarzuelabufa muy popular. Al mismo tiempo tiraba por las narices a la joven,quien se apartó con furia.

—¡Déjeme usted, chinchoso, feo, patoso! Parece mentira que usted seade Cádiz.

Merecía usted ser gallego... ( Yo me puse colorado. ) Porsupuesto, que tengo la venganza en la mano. En cuantito venga Isabel, selo planto en el pico.

—No hará usted tal, salerosa, porque yo me encargaré de desmentirla.Vamos a ver, Sanjurjo ( dirigiéndose a mí), ¿sabe usted por qué es todoesto?... Pues porque la señorita está enamorada de mí.

—¡Yo de usted, desaborío! ¡Con esas patas tuertas y esos andares deaperador! Que se le quite, grandísimo gallego.

«¡Vuelta con la gallegada», dije para mi, cada vez más inquieto.

—Vamos, Pepita, no se ruborice usted, porque una debilidad la tienecualquiera. Si usted no está enamorada de mí, ¿por qué espera ustedtodas las noches a la ventana para verme pasar cuando me retiro adormir?

—¡Yo! Vaya, hoy se le ha subido San Telmo a la gavia. Este señor hatomado algunas cañitas, ¿verdad usted? ( Dirigiéndose a mí. ) Sonreí haciendo una mueca, por no saber qué responder. Ella, sinaguardar contestación, se alejó diciendo:

—¡Uf! ¡Cómo apesta usted a vino!

—Venga usted acá.

—¿Para que me siga usted dando el rato?—contestó desde lejos.

—No, para presentarle a usted este señor.

Pepita se acercó de nuevo, y el comandante, inclinándose profundamente yafectando una solemnidad cómica, dijo:

—Tengo el honor de presentar a usted a mi amigo D. Ceferino Sanjurjo,joven de relevantes prendas, enamorado, galán y notabilísimo poeta.

Pepita me alargó su mano flaca, diciendo:

—Si se parece usted a su amigo, no cuente usted con mi simpatía... Perono; tiene usted mejor cara.

—Pues es mucho más gallego que yo—dijo Villa soltando a reír.

—Verdad, señorita—manifesté con resolución.—Soy de la provincia deOrense.

—No importa—replicó ella con amabilidad.—Él merece ser gallego, yusted andaluz.

Pasamos al fin al patio, que aquel día se había transformado por primeravez en sala de recibo. Con esta mutación da comienzo el verano enSevilla. Se cubre con un toldo de lona, se bajan los muebles y comienzala vida verdaderamente andaluza. No era muy grande ni confortable el delas de Anguita, pero tenía, como todos, el encanto de las plantas yflores. De los arbustos pendían algunas jaulas con pájaros. El suelo, deazulejos rojos y amarillos. El piano estaba colocado debajo de losarcos, igual que la sillería de damasco azul, bastante usada. Fuera, allado de las macetas, no había más que sillas de rejilla y algunasmecedoras. Acomodadas en ellas estaban unas cuantas damas con trajesclaros y ligerísimos, que charlaban y reían de modo atronador. Era unaalgarabía insufrible, que no se apagó un punto a nuestra entrada. Nocausamos emoción de ninguna clase. Pepita se acercó a una joven rubiatambién y parecida a ella, que hablaba animadamente con otras, y lallamó varias veces antes que respondiese:

—Ramoncita... Ramoncita.

Volvió al fin la cabeza y me miró con ojos distraídos.

—Te presento al señor Sanjurjo, un amigo de Villa...

Ramoncita me alargó su mano, flaca y pálida también, y me preguntórápidamente cómo estaba. Después, sin aguardar siquiera mi contestación,se volvió hacia sus amigas, que me miraban con un poco más decuriosidad, y anudó con interés la conversación interrumpida. Las doshermanas guardaban bastante semejanza; los mismos ojos de un azul claro,nada bellos, el mismo color de tez y los mismos cabellos rubioscenicientos. Ramoncita, no obstante, estaba muy ajada y representababien unos treinta años, mientras Pepita no pasaría de veinte.

—Venga usted acá—me dijo ésta.—Voy a presentarle a mi otra hermana...¡Joaquinita!... ¡Joaquinita!—comenzó a llamar.

—¿Qué se te ocurre?—respondió otra joven, saliendo de uno de loscuartos del patio.

—El señor Sanjurjo, un amigo de Villa...

—¡Ah! Tengo mucho gusto...

Me pareció más amable y más bonita que las otras dos. Era también rubiay de ojos azules, un poco más rellena de carnes, y de fisonomía dulce ysimpática. Entabló conversación conmigo, informándose con interés decuándo había llegado, si me agradaba Sevilla, etc. Pepita nos dejó, yJoaquinita me invitó a sentarme a su lado en una mecedora, cerca de unnaranjo enano que crecía en tiesto de madera pintada de verde.

El patio no estaba bien alumbrado. La luz de dos quinqués que ardíansobre una mesa debajo de los arcos y las bujías del piano no llegaban aesclarecer enteramente el centro, donde las sombras se espesaban,gracias al follaje de los arbustos.

—Siéntese usted bien, Sanjurjo—me dijo, llamándome ya por mi nombre.

Yo, sin comprender por qué estaba mal sentado, hice un movimiento yseguí en la misma posición.

—Conque Sevilla le gusta a usted... ¡Milagro! La gente del Norte suelesufrir un desencanto al llegar aquí... La verdad es que las calles noson bonitas y anchas, como en Madrid y Barcelona, ni están biencuidadas... Las casas son bajitas y de poca apariencia... Pero, siéntesebien, Sanjurjo.

Hice otro movimiento más pronunciado, y sonriendo afectadamente exclamé:

—¡Oh! Pues así y todo, me gusta, ¡me encanta! ¡Es tan árabe todo esto!Parece que está uno viendo salir por estas cancelas las damas del tiempode los reyes moros de Sevilla rebujadas en sus alquiceles blancos.Ustedes son las hijas de ellas, y en verdad que no desmerecen.

—Bien se conoce que es usted poeta... Pero siéntese bien, criatura;échese hacia atrás.

¡Acabáramos! pensé, y puse en práctica inmediatamente lo que meordenaba, columpiándome sin miramiento alguno.

—Pues ya verá usted, Sevilla es muy golosa. En cuantito la tome ustedel gusto, no habrá quien le arranque de aquí.

—Ya se lo he tomado. Los hombres son amables y francos; ¡las mujerestan lindas!... Usted es una mezcla deliciosa del tipo inglés y elsevillano...

Y, lo que pasa cuando uno se ve atendido y festejado por una mujer nodesgraciada en casa desconocida, la cubrí de flores, celebrando suspartes en todos los tonos y formas posibles. Ella se mostrabafelicísima y me pagaba, en igual o parecida moneda.

Dijo que mipresencia era desde luego muy simpática, que bien se echaba de ver miesmerada educación, y que admiraba en mí un corazón de oro; que mis ojoseran muy dulces, aunque un poco pícaros... en fin, no estampo más porqueme ruborizo.

Fue la primera y última vez que hablé con una mujer que merequebrase. Ambos, pues, nos hallábamos contentísimos el uno del otro.Por un instante me olvidé de mi inolvidable monja, y estuve a punto decometer una repugnante infidelidad declarándome a Joaquinita, cuandovino a impedirlo y a sacarnos de nuestro embelesamiento el amigo Villa.

—¡Hola! ¿Ya forman ustedes rancho aparte?—dijo en un tono brutal queno me agradó, plantándose delante de nosotros.

—¿Y a usted qué le importa?—preguntó Joaquinita con acento picado yagresivo, del cual no la creyera capaz.

—Nada, hija, nada, que buen provecho les haga; pero no está bienmarearme tan pronto a un muchacho que acaba de llegar... Porque ya letiene usted flechado... Mire usted cómo está encendido.

—¡Qué guasoncillo! Bien se conoce que no está aquí aún Isabel paraponerle serio.

La saeta debía de ir envenenada, porque observé que Villa se inmutó unpoco. Las palabras de Joaquinita fueron pronunciadas en un tonillosarcástico que ocultaba gran irritación.

—Vaya, ya tenemos a la castañera picada. La dejo, no sea que memuerda.

Después que se alejó, la plática recayó sobre él. Joaquinita,dominándose sincera o disimuladamente, me hizo grandes elogios de sucarácter y corazón.

—Siempre estamos riñendo, como usted ha visto, y sin embargo, creo quees el mejor amigo que tenemos. No hay otro más servicial ni más cariñososi llega el caso.

Cuando la enfermedad de mi hermana Ramoncita, que haceseis meses estuvo a la muerte, no salía un momento de esta casa: hablabacon el médico, iba a buscar las medicinas, la velaba... en fin, unhermano no haría más. Si no fuera que se chifla con facilidad...

—Parece que ahora está enamorado—dije yo.

—¡Ahí le duele! ¡Pobre Villa!

—Qué, ¿no le corresponde su novia?

—¡Novia! Que Dios haga. Se ha ido a enamoricar el pobrecillo de unamujer que sólo goza teniendo a los hombres rendidos a sus pies...Además, aquí entre nosotros, y que no sea decir nada contra Villa, quees una excelente persona, ¿cree usted que es partido para la condesa delPadul un comandante de infantería?

Por no murmurar de un amigo ausente, me encogí de hombros. Joaquinita seextendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión delcomandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pudeadivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecersede su malandanza.

Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, quecolocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo másremedio que escucharla.

Lo notable es que la acompañaba un clérigo entraje de seglar y alzacuello, el cual entornaba la cabeza hacia atrás devez en cuando y le dirigía miradas lánguidas, moribundas, para alentarlaa dar sentimiento y expresión a las notas, o por ventura paraatestiguar que él, a pesar de su carácter sacerdotal, no era insensiblea aquella música tierna y amorosa. Tendría el presbítero unos treinta ycuatro o treinta y seis años de edad, de tez morena acentuada, ojosgrandes y negros y manos velludas.

Pregunté a Joaquinita quién era, ysupe que se llamaba D. Alejandro y que desempeñaba un destino en lacatedral. Cuando hubo cesado la señorita y la hubieron colmado deaplausos, del centro del patio salieron algunas voces diciendo:

—Ahora, que cante don Alejandro.

El clérigo se excusó diciendo que no tenía bien la garganta; pero,apremiado por el concurso, entonó al fin con voz engolada de tenor el Spirto gentile, arrastrando las notas y desfigurándolo hastaconvertirlo en empalagoso canto de iglesia. Por supuesto que nosrompimos las manos aplaudiendo. A todo esto habían llegado ya variospollastres, los cuales andaban entreverados con las damas, sentadostodos sin ceremonia, volviéndose unos a otros la espalda cuando así lesconvenía para hablar más a gusto a su pareja. Reinaba la alegría, ajuzgar por las sonoras carcajadas que se oían a cada instante y lasbromitas que se cambiaban en voz alta. De los más jaraneros y divertidosera mi amigo Villa, que por la confianza que tenía en la casa seautorizaba ciertas libertades, como pellizcar a las muchachas y hacerseabanicar por ellas. Alguna vez salía del patio y se metía por lashabitaciones interiores; pero al instante le seguía Pepita y le traíacogido por una oreja.

—Aquí traigo a este hombre, que al menor descuido se me escapa a lacocina.

—No hagan ustedes caso. Esta mujer se empeña en no dejarme satisfacerciertas funciones apremiantes... No respondo de las consecuencias.

Ramoncita formaba tertulia aparte con otras damas que frisaban como ellaen los treinta, y no consentía que ningún pollo viniese ainterrumpirlas. Su conversación era siempre animada, y juzgando por laseriedad con que la tomaban, importantísima.

Ni faltaba tampoco el caballero obligado de buena sombra, que dicegracias en voz alta y anda de grupo en grupo «quedándose con todo MaríaSantísima». Era hombre de cincuenta años, poco más o menos, de medianaestatura, color cetrino, ojos saltones y bigote teñido, con las puntasengomadas. Se llamaba D. Acisclo. Un gran humorista.

La reputación quegozaba en este punto era tal, que no podía abrir la boca sin quesonrieran los circunstantes y tratasen de dar un giro malintencionado asus palabras, por claras y sencillas que fuesen. Si decía, verbigracia:«Elenita, ¿por qué no canta usted?» la interpelada le miraba la cara contemor, y en la de los demás empezaba a dibujarse una sonrisa que queríasignificar: «¿Qué coba se traerá este señor?» Si expresaba susentimiento por cualquier desgracia de un prójimo, aunque lo hiciese consinceridad, no faltaba alguno que exclamase riendo y poniéndole una manosobre el hombro: «¡Don Acisclo, usted no perdona a nadie!» Y D.

Acisclo,halagado en su talento humorístico, aunque no hubiese tenido intenciónde burlarse, comenzaba desde aquel punto a hacerlo. La base de suhumorismo era aquella forma del pensamiento que los retóricos llamanironía, y que consiste en expresar lo contrario de lo que se siente. Almismo tiempo sabía dar cierta inflexión solemne a sus palabras ymantener su rostro en equilibrio para que la frase obtuviera el éxitoapetecido. Gozaba en mofarse de todo el mundo, y principalmente de lospollastres enamorados. Por ello era odiado cordialmente de éstos en elfondo, aunque en la apariencia le bailasen el agua. Tenía, sin embargo,el instinto o buen sentido de no meterse con los que podían devolverlelas bromas, y buscaba casi siempre como víctima de ellas a algún pobremuchacho que pacientemente las tolerase.

—Ahora, que nos cante unas granadinas—dijo un pollo.

—Eso es, y después que baile «por panaderos»—añadió D. Acisclo.

—No

hay

inconveniente—respondió

D.

Alejandro

echándole

una

miradaambigua,—con tal que don Acisclo suene los palillos y me jalee.

Se trajo la guitarra, y el clérigo comenzó a cantar hondo y gorgoriteadopor lo flamenco una copla, que si mal no recuerdo decía así: Eres

como

la

avellana,

chiquita

y

llena

de

carne,

chiquita

y

apañadita

como te quiere tu amante.

D. Alejandro era alpujarreño, y a decir verdad, cantó ésta y otrascoplas por el estilo infinitamente mejor que el Spirto gentile. Hayque observar que las que siguieron eran cada vez más expresivas, por nodecir picantes, y que entre una y otra el beneficiado de la catedraldirigía por debajo de sus negras y largas pestañas miradas provocativasa la joven regordeta que había cantado el rondó de Lucía. Despuéssupe que era su maestro de música.

Aplaudimos esta vez más sinceramente.

—¡Olé el presbítero!—gritó D. Acisclo.

Tres o cuatro curiosos se habían parado a la puerta de la calle, y altravés de las rejas de la cancela nos miraban sin curiosidad alguna,atentos sólo a la música. Cuando ésta cesó, siguieron su camino.

—Ea, basta de coloquio—dijo Pepita, acercándose a su hermana y a mí,que aún continuábamos sentados.—Llevan ustedes media hora juntos, y elreglamento de la casa no permite más que quince minutos.

Levanté los ojos hacia ella, sorprendido.

—Sí, señor, quince minutos. Ninguno puede estar junto a una niña más deese tiempo, y yo soy la encargada de hacer cumplir la orden... ¡Uf! Sialzase la mano, esta casa se convertiría muy pronto en una gorrería. Conustedes he guardado consideración porque ésta es mi hermana... y porquese lo merece... y porque usted tiene buen aquel... ¡y porque me ha dadola gana, vamos!... ¿Verdá uté que apetece comérsela?—añadió tomando labarba de su hermanita con dos dedos y sacudiéndole la cabeza.—¿No seríauna pena que esta naranjita de la China se fuese a sentar en elpolletón?

—¡Qué tonta!—exclamó Joaquinita, pareciendo que se ruborizaba.

—Vaya, dígame con franqueza, ¿qué le parece a usted de la soirée deCachupín?—

me preguntó, cambiando con afectada volubilidad deconversación.

—¿Qué soirée?

—Esta en que usted se encuentra. ¿Ha estado usted en su vida en otramás cachupinesca?

—¡Oh!—exclamé apresuradamente.—¡Nada de eso! Es una tertulia muyagradable y distinguida.

—Con poca luz, ¿verdad?—dijo sonriendo maliciosamente.

—Así está mejor. La media luz en un patio de éstos hace muy bien; le daun carácter misterioso y poético.

—Pues mire usted, nosotras no hemos querido hacerlo más poético, sinogastar menos, ¿sabe usted?—repuso con desenfado, mirándome a los ojoscon tal expresión burlona que me inquietaba.—Antes teníamos cuatroquinqués encendidos; pero, hijo, se gastaba un Potosí, y nosotrasestamos más pobrecitas que las arañas. Nos hicimos partidarias delobscurantismo... Hay que tener mucho ojo, por supuesto, porque

¡vieneaquí cada gachó!... No paro de un lado a otro, como usted ve. Parezcouna maestra de escuela... ¿No ha pasado usted al buffet?

—No—dije sencillamente.

Soltó una carcajada.

—Pues allí lo tiene usted, en aquel rinconcito.

—¡Qué loca eres, Pepita!—exclamó Joaquinita, riendo también.

En el rincón que señalaba con la mano había una mesilla, y sobre ellauna botella de agua con algunos vasos.

—En nuestros buenos tiempos, poníamos azucarillos. Era el siglo de orode la casa de Anguita. Ahora, hijo mío, estamos en plena decadencia. Nila casa de Austria ha venido nunca tan a menos. Fuera los azucarillos,que gravan el presupuesto. Luego, no crea usted, había aquí muchos quese los comían secos por golosina. ¡Una ruina, hijo, una ruina! ¿Ve ustedaquel pollito que parece un lenguado gaditano en tartera, aquel que semete el dedo por la nariz en busca de los sesos? Pues ése se ha comidotrece una noche, y no le pasó nada. Por supuesto, yo le eché de casainmediatamente; pero volvió al día siguiente pidiendo perdón y que no loharía más. Le abrimos otra vez la puerta, y le guardamos lospanalitos... En fin, cuando se vuelva a Madrid, ya puede usted decir queha estado en una reunión cursi, ¡pero cursi de verdad! No le falta austed más que conocer a Cachupín. En seguidita va a salir... ¡Mire ustedqué mono!—

añadió dirigiendo los ojos al otro extremo del patio, dondeconversaban, al lado del piano, el cura y su discípula.—Allí está donAlejandro hecho un caramelo con Elena.

¡De todos los gorros, los que másme sublevan son éstos de iglesia! Voy allá ahora mismo.

Y partió como una saeta hacia ellos.

—Márchese usted—me dijo Joaquinita, dirigiéndome una mirada impregnadade simpatía.—Márchese usted, para que no digan. En cuanto estemosseparados un ratito, ya podemos juntarnos otra vez y disfrutar otrocuarto de hora de seguridad. Hasta luego.

Aparteme de ella y di una vuelta por el patio, observando la algazaraque reinaba.

Me llamó la atención una joven bastante linda que, mientrashablaba con d