La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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La tertulia se deshizo tarde. Algunos criados entraron a buscar a susseñoras y aguardaron largo rato allá dentro, en la cocina. A las doce ymedia vino el conde viudo del Padul a recoger a su hija, y ésta fue laseñal del desfile. Llegaba del Círculo de Labradores, donde, según medijo uno, iba dejando ya, sobre el tapete verde de la mesa de juego, unafortuna. Era hombre de media edad aún, vigoroso, en quien los excesos desu vida disipada no se reconocían más que en la mirada vaga y perezosa.Reconocíase en él a un mismo tiempo al caballero y al calavera.

Sevillaentera recordaba todavía sus aventuras galantes, sus orgías, sus duelossingulares y temerosos, la barbarie inconcebible de algunos actosejecutados en el frenesí de la embriaguez. Saludó con amabilidadcaballeresca, no exenta de

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protección, a todo el mundo, y se llevó a suhija. En pos de él nos marchamos todos.

Las de Anguita salieron hasta elmedio de la calle a despedir a sus amigas. Pepita me preguntó sivolvería al día siguiente, y como le respondiese que no sabía si mesería posible, dijo haciendo un mohín de enfado que yo era «tanchinchoso y tan apestoso»

como mi amigo Villa. Salimos formando grupos,que se fueron dispersando por las laberínticas encrucijadas de lascalles. Villa iba delante dando vaya a unas muchachas, alegre otra vez ydespreocupado. Yo le seguía, llevando a mi lado al humorista D.

Acisclo.No sabiendo cómo entablar conversación con él, le dije:

—Es muy amena la tertulia de estas señoritas... y muy original... Sepasa bien el rato.

—Usted es forastero, ¿verdad?—me preguntó gravemente.

—Sí, señor; hasta ahora no había estado en Andalucía.

—Pues ha hecho usted bien en venir, porque en Sevilla sólo hay trescosas dignas de verse: la catedral, el alcázar y el patio de las deAnguita—repuso con graciosa solemnidad.

VII

Preparativos para el bloqueo.

ATILDITA, como he dicho antes, debía de sospechar el deplorableresultado de mi entrevista con el capellán del colegio del Corazón deMaría. No hacía más que dar vueltas en torno mío y tirarme cuanto podíade la lengua, a fin de cerciorarse de la verdad del caso, o por venturapara meter su naricita en mis negocios y satisfacer el inmoderado afánde dar consejos que la atormentaba. Como no tenía gran interés enocultar la derrota, pues ya se había disipado en parte la vergüenza queme produjera, concluí por confesarlo todo. Fuertes aspavientos de lachiquilla. No cabía en sí de indignación. Me hizo repetir varias vecesla repugnante grosería usada por el clérigo conmigo, y me dijo que ellano la hubiera sufrido. Esto no me pareció bien. Pero le hice ver enseguida los inconvenientes que habría traído consigo cualquierresolución violenta en tal momento, y concluyó por convenir en que mejorhabía sido «el despresiarle». Después de quedar unos instantessilenciosa en actitud reflexiva, abrió la llave de los consejos. En suopinión, lo que yo debía hacer ahora era presentarme a la madre deGloria, pintarle mi pasión por su hija, echarme a sus pies y suplicarleque la sacase del convento y nos permitiese casarnos y ser felices. Elconsejo era poco práctico, y me convenció de que los amores delaspirante a telégrafos habían dejado en el espíritu de Matildita unahuella indeleble de romanticismo.

Mejor lo tenía yo pensado. En esto de ver las cosas como son y conseguirlo que nos proponemos, me parece que nadie saca ventaja a los que hemosnacido en los valles pintorescos de Galicia. Ya diré más adelante lo quemi mente, apretada por la necesidad, urdió para alcanzar lo queapetecía.

Por aquellos días se había marchado el alcalde Cueto a su pueblo y habíallegado un matrimonio de Écija. Sentábase, pues, a la mesa, a las horasde almorzar y comer, una señora, lo cual había hecho variar un poco eltono de la conversación. Esta dama se llamaba Raquel. No pasaría de lostreinta años y era mujer hermosa como pocas, de arrogante figura, alta,mórbida, de tez morena, nariz aguileña, labios gruesos y ojos negros ygrandes, tal vez demasiado grandes. Sus facciones, pronunciadas endemasía, su figura voluminosa, hacían que pareciese más hermosa de lejosque de cerca.

Aquellos ojos cristalinos, abombados, de ternera, aquellanariz enérgica, borbónica, aquellos labios rojos abultados, a ciertadistancia formaban un conjunto armónico, maravilloso. No obstante, aunde cerca se la podía diputar por un buen modelo de escultura femenina.Estaba casada con un viejo, D. José Torres, que, a pesar de la peluca yllevar teñido el bigote, nadie le haría bajar de los ochenta. Era unhacendado rico, según supe pronto, porque en las casas de huéspedes nosuelen ignorarse mucho tiempo las circunstancias de cada cual. Habíatenido el capricho de casarse con aquella joven, a quien había dotado encuarenta mil duros al tiempo de hacerlo. Para ella, que era unadesgraciada sin recurso alguno, fue gran fortuna, sobre todo teniendo encuenta que el viejo no tardaría en dejarla libre. Tuve ocasión deconvencerme muy pronto de que la hermosa no correspondía conagradecimiento a la generosidad y a las atenciones que constantementeguardaba con ella su marido. Tocome sentarme a su lado en la mesa, y notardamos en trabar conversación y entrar en confianza. Raquel hablabasiempre con énfasis, hablaba mucho, y según avanzaba en el discurso seiba animando, yo no sé si natural o artificialmente, al punto de quesiempre concluía en el diapasón más alto y muchas veces con el rostroenrojecido. Si esto era afectación, había concluido, por el hábito, enconnaturalizarse con ella. Mostraba poseer gran presunción y un caráctersusceptible y despótico. No tenía reparo en dirigir a su marido, delantede todos nosotros, frases irrespetuosas cargadas de desprecio. El señorTorres era un anciano suave, conciliador, discreto, que veía muy bien elridículo que su esposa hacía caer sobre él a cada instante, y padecía yprocuraba evitarlo templándola, cuando se enojaba, con frases cariñosaso con inocentes burlas. Recuerdo que una noche se trataba de sobremesa,entre bromas y veras, el problema del matrimonio, qué circunstanciasdebía reunir la mujer para ser buena esposa, etc. Todos habíamos emitidonuestra opinión, incluso Eduardito, cuyo parecer, favorable a lasmujeres hechas ya y experimentadas, fue acogido con una salva deaplausos y carcajadas. Faltaba únicamente el señor Torres, a quien,según Villa, correspondía hacer el resumen de la discusión. Don José,después de excusarse un poco, manifestó, con los ojos bajos, quizá porno tropezarse con los de su mujer, que se fijaban en él nada halagüeños,que la mejor esposa era la más humilde, la que conocía sus deberes ysabía cumplirlos, haciendo del hogar doméstico un paraíso. Observécierta contracción nerviosa en el rostro de Raquel, que no anunciabacosa buena. Y, en efecto, con sonrisa forzada, que dejaba traslucir suirritación, principió a combatir las aserciones de su marido,sosteniendo que la humildad es una cualidad de las esclavas, no de lasmujeres; que lo que les hace falta a éstas en la mayor parte de loscasos es dignidad, y que si la tuvieran no se verían tantos desastres enlos matrimonios. Según su costumbre, a medida que hablaba se ibaenardeciendo con sus propias palabras.

Esta vez concluyó de un modo tanviolento, dirigiendo frases tan agresivas e inconvenientes a su marido,que lo mismo Villa que yo intervinimos para calmarla.

—Me irrito, porque sé bien por dónde viene el agua al molino. A mí megusta que se hable con franqueza. El herir a una persona solapadamentees una cobardía, ¡sí, señor, una cobardía!

—Pero mujer—decía el pobre anciano con sonrisa tímida,—si nadie hatratado de herirte aquí. No he hecho más que sentar una apreciacióngeneral, que nada tiene que ver contigo.

—Repito que es una cobardía, y permíteme que te diga que hacerlodelante de gente es aún otra cosa peor.

A todos nos causó mal efecto aquella escena, y hubo una pausa. Villaentabló otra conversación para que cesase el embarazo.

Desde que el matrimonio había llegado, Olóriz, el estudiante de Derechoque con nosotros vivía, se acicalaba aún más el pelo y la barba, cosaque parecía ya punto menos que imposible, pues estos dos aditamentoscapilares eran objeto de preferente atención y de asiduos cuidados parael jurista. El pelo era rubio, lustroso, ondeado, y lo llevabaesmeradamente partido por el medio, dejando caer dos bucles primorosossobre la frente. La barba rubia también, rizosa, larga, y la llevabaigualmente partida por la mitad. Felicia, la criada, nos decía queempleaba media hora larga en atusársela, untándola con perfumadosaceites; que nunca dejaba, al llegar o salir de casa, de contemplarse alespejo con delectación, alejándose y aproximándose para gozar de sufigura a distintos puntos de vista, y que el colocar el sombrero alsalir a la calle era negocio largo. Por lo demás, parecía un infeliz,silencioso, sonriendo a todo lo que se decía, dejando escapar de vez encuando alguna frase insignificante. Pues este mancebo delicado, segúnmis observaciones, abrigaba proyectos de seducción sobre la bíblicaseñora de Torres. Sentábase frente a nosotros, y mientras duraba elalmuerzo y la comida no dejaba de envolverla en una red espesísima derayos visuales. Y, confesando la verdad, debo añadir que Raquel noparecía hallarse mal prisionera dentro de ella; antes correspondía conotra, si no tan espesa, lo suficiente pura que el joven pensase conrazón que sus notabilísimos cabellos y barba eran apreciados en su justovalor por la hermosa dama. En la mesa apenas cruzaban la palabra; peroles vi en diferentes ocasiones departir amigablemente, apoyados en labarandilla del corredor, mirando con ojos extáticos los azulejos delpatio. También observé, una vez que fui a misa de nueve en San Isidoro,que Olóriz, situado en posición estratégica, cambiaba con la dama,arrodillada cerca de una capilla, sonrisas y miradas. No sé si el señorTorres habría hecho las mismas observaciones que yo. Presumo que sí,porque no era tonto, y se necesitaba serlo para no advertir lasinsistentes miradas del joven.

Fueme simpático el anciano, y le compadecía sinceramente. Entramospronto en confianza, y en ocasión en que quedamos solos de sobremesa,tuve con él una conversación bastante íntima. Se quejaba del calor quehacía, al cual nunca se había podido acostumbrar a pesar de vivir enÉcija, llamada la sartén de Andalucía, y decíame que le molestabaextremadamente la peluca.

—Nunca la he gastado hasta hace poco, y eso que he quedado sin pelohace más de cuarenta años...¡Phs! Ha sido un capricho de Raquel—añadiósonriendo dulcemente.—Dice que sin ella y con la barba blanca que antestraía aparento tantos años que le da vergüenza ir conmigo por lacalle...¡Como si a pesar de estos adimentos ridículos no se conocieseque paso de los ochenta!... Yo bien comprendo que a ella le avergüenzaestar casada con un ochentón, y usted mismo se habrá dicho al vernos:«¡Vaya un matrimonio estrafalario!... ¿Cómo se le habrá ocurrido a esteviejo decrépito casarse con una joven tan linda?...» Nada; no me digausted nada; quien dice usted, dice todos los demás que nos conocen. Hasido una falta, lo reconozco; pero crea usted que hay algunas cosas quela atenúan un poco. En primer lugar, Raquel es hija de un antiguo amigomío. Hace cuatro años se quedó huérfana y sin recurso alguno. Necesitóirse a vivir en compañía de una hermana que tiene casada. Yo, quefrecuentaba la casa, me convencí pronto de que allí no la trataban comodebían, y ella misma se me quejó con lágrimas muchas veces de que encasa de su hermana no era más que una criada sin sueldo. Entre vestir ylavar a los niños, hacer las camas, asear la casa, aplanchar la ropa,etc., no tenía un momento libre. Mientras tanto la hermana, comoprincesa, pasaba el tiempo columpiándose en una mecedora, reprendiéndolecualquier falta severamente... En fin, ya puede usted suponer lo quepasaría allí. Compadecía mucho su situación, y pensando en los medios dealiviarla, se me ocurrió traerla a casa. Mas esto ofrecía dificultades.¿En qué concepto iba a venir a mi casa? Por muchas vueltas que le diese,sólo podía venir de dos maneras: o como esposa, o como criada.Proporcionarle dinero para que viviese aparte, era factible; pero ¿nosería herir su susceptibilidad que, como usted ha visto, es grande?Entonces se me ocurrió casarme con ella. Le hablé con toda franqueza.«Hija mía, soy un trasto viejo, tendrás que aguantarme un poco detiempo. En cambio, a mi muerte quedarás libre y con una fortunaconsiderable. Por mucho que viva, tiene que ser muy poco. Mira si laperspectiva de una posición independiente y desahogada compensa para tilas molestias que yo te pueda ocasionar.» Ella aceptó dando muestras deagradecimiento, y desde entonces, que fue hace tres años, he procuradoserle lo menos incómodo posible y que viva no sólo con desahogo, sinocon lujo, para que su situación sea más llevadera. Así y todo, pareceque algunas veces se impacienta... Es natural. La pobre se ve joven,hermosa y adulada por los hombres. El pensar que se encuentra amarrada aun tronco tan viejo y carcomido le hace padecer.

La sencillez y franqueza del anciano me conmovieron. Desde entonces letributé aún más respeto y consideración, y fuimos amigos. Por eso meatreví a decirle a Raquel un día en que ponderaba el sacrificio quehabía hecho casándose con él, y la tristeza de consagrar su juventud acuidar a un anciano achacoso:

—Vamos, tenga usted paciencia, que eso no durará mucho. Al fin seencontrará usted joven y con una buena fortuna.

—Sí, sí, eso me decían mis amigas al casarme; pero va durandodemasiado.

Aquella cínica respuesta nos dejó fríos a todos. Desde entonces me fueprofundamente repulsiva a pesar de su belleza.

Pues volviendo a mis asuntos, digo que comenzó a germinar en mi menteuna idea, y fue la de acometer de nuevo la vía del capellán del colegiopara llegar hasta mi adorada Gloria. El genio astuto de la raza galaica,que late en el fondo de mi ser lírico, me suministró una traza apropiadaal caso. Yo tengo en Madrid un tío carnal, hermano de mi madre, que esalto empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia desde hace años.Goza allí de gran consideración, y ha repartido en su vida no pocascanonjías y hasta ha influido poderosamente en la elección de algúnobispo. A este le escribí rogándole me enviase una tarjeta derecomendación para algún dignatario de la catedral. Mientras llegaba larespuesta, seguí asistiendo a la tertulia de las de Anguita.

Y, cierto,no lo pasaba mal. A los tres o cuatro días, según me había anunciadoVilla, era íntimo de la casa. Pepita me llamaba chinchoso y mal gallegoa cada instante; Ramoncita me trataba con la misma gravedad campechanaque a los amigos antiguos, y Joaquinita celebraba conmigo numerosasconferencias de quince minutos cada una.

Éste era el punto negro de latertulia. La asiduidad de aquella señorita me iba siendo cada vez másempalagosa.

A pesar de que le tenía muy recomendado a Villa el secreto de misamores, imagino que le molestaba dentro del cuerpo, o que no pudoresistir a la tentación de informar a su adorada condesa de todo, porqueobservé que una noche ésta, mientras hablaba con él, fijaba sus hermososojos en mi con curiosidad y benevolencia. Poco después se acercó elcomandante y me dijo risueño:

—Vaya usted con Isabel, que desea hablarle.

Me apresuré a cumplimentar la orden de la dama, quien me acogió conextremada amabilidad.

—Siéntese aquí, que tengo mucho que hablar con usted... Ya sé que estáusted enamorado...

—¡Ese Villa!—exclamé con enojo.

—No se enfade con él, porque su indiscreción quizá redunde en beneficiode usted.

Ha de saber usted que la monjita por quien pena es prima mía.

—¿De veras?—pregunté estupefacto y con poca galantería.

—No muy próxima, pero sí lo bastante para que pueda llamarla así. Sumadre es prima segunda de papá.

Si algo pudiera faltar para que aquella hermosa y amable joven me fueradel todo simpática, fue este descubrimiento. La contemplé conembelesamiento, con un éxtasis religioso que no pasó inadvertido paraella.

—Así me gusta—dijo sonriendo.—Cuando se quiere a una mujer, ha de serde veras.

Yo me reí también, ruborizado.

—Nunca hemos tenido un trato muy íntimo—siguió,—porque yo me hecriado en Sanlúcar, y ella entró de interna en el colegio muy temprano.Sin embargo, recuerdo que cuando venía a pasar alguna temporada aSevilla, he jugado con ella en su casa y hemos paseado juntas confrecuencia. Después que entró en el colegio no la he vuelto a ver más detres o cuatro veces, que fui exprofeso a visitarla con una tía mía y deella también... Tiene usted buen gusto. Gloria es muy graciosa ysimpática. ¡Si viera qué bien bailaba de niña las seguidillas!

—Y ahora también.

—¿Cómo ahora?—preguntó con asombro.

Entonces le expliqué de qué manera la había visto bailar en Marmolejo,lo cual celebró vivamente.

—Siempre ha sido muy resuelta y un poco aturdida... Si no fuera por esecarácter alegre que Dios le ha dado, ya estaría muerta hace tiempo...

Quise saber pormenores de su vida. Los datos vagos que me habíasuministrado la madre Florentina habían excitado fuertemente micuriosidad, y las reticencias de ahora no eran a propósito paracalmarla. Isabel sabía poco, o no quiso decirlo. La tía Tula (madre deGloria) era una señora bastante rara, con un genio diametralmenteopuesto al de su hija. Parece que Gloria fue metida en el colegio contrasu voluntad y que luego se hizo monja por no avenirse con su madre. Deaquella insinuación que me había hecho Suárez en Marmolejo, referente aun señor que dirigía los asuntos de D.ª Tula y vivía con ellamaritalmente, no me dijo nada, ni yo me atreví a preguntarle. Después medijo mirándome a los ojos sonriente:

—Además, le prevengo a usted que mi prima es rica. Su padre pasaba portener una buena fortuna.

Yo (¡oh gran hipócrita!) hice un gesto de indiferencia.

—No quiero decir que eso aumente poco ni mucho su interés por ella—seapresuró a decir.—Pero... vamos, el dinero nunca daña...

Se informó también del estado de mis amores, y con ella fui más francoque con Matildita. No le dije más de lo que había pasado. Tuve lasatisfacción de escuchar que, en su concepto, era lo bastante para quepudiese imaginar, sin pecar de presumido, que no le era indiferente a suprima. De la entrevista con el clérigo no le hablé palabra, porque laverdad del caso la hubiera hecho reír a mi costa, y una mentira ningunautilidad me traía. Por supuesto, por hacer como todos los demás, tambiénme brindó protección.

—Estoy sumamente interesada en que logre usted lo que desea, tanto pormi prima, que es una lástima que consuma entre cuatro paredes sujuventud, no teniendo vocación para ello, como por usted. Creo que dealgo podré servirle en su campaña...

Discurra usted, y vea si puedeutilizarme, que tendré mucho gusto en ello.

Le di un millón de gracias, rebosando de gratitud, y le prometí quecuando llegase el caso la molestaría sin vacilar, pues me inspiraba unaconfianza absoluta. Desde la primera noche que la viera me había sidoextremadamente simpática. Sus ojos dulces y benévolos revelaban un buencorazón, el timbre de su voz inspiraba desde luego cariño y confianza,etc., etc.

Manejé el incensario de lo lindo, aunque loando sus prendas morales conpreferencia a las físicas, por parecerme de mejor gusto y no inspirarrecelos.

Cuando pasaban estas razones entre nosotros, apareció Joaquinita,diciéndonos con sonrisita forzada:

—Isabel, hija mía, tú nos acaparas todos los pollos. Déjanos siquieraalguno, por compasión.

—El señor me estaba informando de unas parientes que tengo enGalicia—

respondió la condesita rápidamente.

Le agradecí el disimulo, en el cual me pareció más maestra de lo que yohabía imaginado, y me levanté para sufrir un rato el chorro de la deAnguita, que seguía cada vez con más ahínco interesándose por todo loque me atañía. Si no fuese porque es un poco ridículo, diría que seguíarequebrándome. Declaro que me iba aburriendo y que me distraía de unmodo lamentable. Muchas veces mis respuestas eran incongruentes.Bostezaba escandalosamente, y llegué en ocasiones a dar cabezadas desueño. Pero Joaquinita ni se enojaba ni cedía. Dirigiendo la miradahacia un grupo donde estaba D. Acisclo, observé que nos mirabansonrientes. Después supe que éste les había dicho:

—Miren ustedes a Joaquinita con la caña.

Por fin llegó la carta de mi tío, y dentro de ella otra muy expresivapara un prebendado de la catedral llamado D. Cosme de la Puente,recomendándome. Recibí un alegrón y casi no almorcé, con el afán de ir avisitarle y poner en ejecución mi proyecto. Tan luego como engullí elúltimo bocado y pasé por el cuarto para recoger el bastón y los guantes,abrí la cancela y me dispuse a salir a la calle. Mas al trasponer lapuerta exterior, una mujer del pueblo, que sin duda me aguardaba, vino ami encuentro, diciéndome con el acento exagerado de la plebe andaluza:

—Señorito, perdone su mersé. ¿No e su grasia don Seferino?

—Ceferino me llamo—respondí mirándola con sorpresa.

Era una mujer ajada, de buenos ojos, flaca, pálida y pobremente vestida,con un pañolito de seda blanco al cuello y la cabeza descubierta.Aparentaba bien cuarenta años; pero quedaba la duda de si sería másjoven. Su rostro ofrecía más claramente las huellas del trabajo y lamiseria que las del tiempo.

—¿Sanhurho?

—Sanjurjo.

—Pue tengo que darle a su mersé un recaíto...¿Quiere que entremo en elportal?

—Como usted guste—repuse, fuertemente excitada mi curiosidad.

Nos apartamos, en efecto, de la estrechísima acera, y ya dentro delportal, la mujer sacó del pecho una carta doblada y me la entregó.Rompí el sobre apresuradamente y fui derecho con los ojos a ver lafirma. No la tenía.

—¿De quién es la carta?

—De mi señorita.

—¿Y quién es su señorita?

—¡Toma! La señorita Gloria.

No pude reprimir un movimiento de susto, y me puse, no a leer, sino adevorar la carta, apretada la garganta y las manos trémulas. La buenamujer debió de observar mi turbación, porque al levantar los ojos vi unasonrisa en sus labios. La carta decía lo siguiente, en una magníficaletra inglesa de colegio: «Muy señor mío: Habiendo sido severamentecastigada por la superiora, hasta privarme por cinco días de todacomunicación con mis hermanas y con las educandas, después de rogarlocon muchas lágrimas, me han dicho que la razón del castigo era que unjoven cuyas señas coinciden con las de usted se había presentado al P.Sabino diciendo que era mi novio y que venía a sacarme del convento. Sifuera usted, como presumo, el autor de la gracia, merecía le tuviesentoda la vida encerrado en un calabozo como me han tenido a mí cincodías. Le ruego que no vuelva a ocuparse de una pobre mujer a quien haocasionado y puede aún ocasionar serios disgustos».

Entre confuso y dolorido, pregunté a la mensajera:

—Pero ¿es verdaderamente de la hermana San Sulpicio?

—Así creo que se yama en el convento. Para mí e y será la señoritaGloria.

—¿Se la puede contestar?

—¿Por qué no?

—Pero ¿quién es usted, y cómo puede llevar cartas a una monja?

Me lo explicó con la brevedad y el lenguaje espontáneo y pintoresco quecaracteriza a las menestralas sevillanas. Se llamaba Paca y «había sidosiempre mucho» de la casa de la señorita Gloria. Su madre había sidonodriza de ésta, y ella niñera, por más que no llevaba a la señorita másde doce años. Doña Tula la protegía y la llamaba para recados cuandohacía falta. Tenía una prima, criada de unas niñas que asistían alcolegio del Corazón de María, y por su mediación se comunicaba con laseñorita Gloria, a la cual también iba a ver de vez en cuando. Estaprima fue la que le diera la carta que ahora me entregaba.

—Pero ¿cómo sabía usted que era yo y dónde vivía?

—Verá uté, señorito. Su mersé da casi toíto lo día tre o cuatro paseítopor la caye de San José y mira mu encandilao hasia la parte delconvento, ¿verdá uté? Fue mi prima lo ha arreparao y se diho contra sí:«Ete e er señorito de la señorita», y le ha seguío lo paso hata da conla posá. Aluego me lo diho a mí... y aquí etamo.

—¿Y ha preguntado usted a alguien más?

—Uté e er primé señorito que sale de eta casa dende que aguardo.

—¿Y es usted criada ahora de la madre de la señorita?

—No señó; yo estoy casá y trabaho en la frábica.

—¿En qué fábrica?

—¡Toma! ¿En cuál ha de sé? En la de sigarro. ¿Quiere uté que vuerva porla repueta?

—Sí, venga usted al oscurecer.

Después que se despidió, yo, en vez de seguir hacia casa del canónigo,retireme a la mía poseído de fuerte turbación. La cosa no era paramenos. Aquella carta daba al traste con todos mis proyectos amorosos.Comencé a pasear agitadamente en sentido oblicuo por la estancia. Latristeza, la cólera y el despecho armaban un verdadero motín en micabeza. Por encima de todo, como sentimiento más vivo, asomaba el odioprofundo contra el miserable capellán y un deseo irresistible devengarme de él a toda costa. ¡Quién sabe los proyectos asesinos que enun instante cruzaron por mi imaginación! Ahora iba derecho a su casa yle metía una bala en los sesos; ahora le aguardaba traidoramente por lanoche y le daba con un palo de hierro en la cabeza, o bien le asestabauna puñalada con un puñalito cincelado que me regalaron la noche en queleí varias poesías en El Fomento de las Artes. De todos modos, aunque laforma variase, el fondo era siempre idéntico, ¡zas! y al cementerio. Porfortuna, después que murmuré ¡zas! ¡zas! algunas docenas de veces de unmodo fatídico, quedé más tranquilo y pude reflexionar. Al cabo de mediahora de paseos, se me ocurrió una idea que, a no estar perturbado, debióocurrírseme en cuanto leí la carta, a saber: que si bien en ésta se metrataba duramente y con cierto desprecio, el hecho positivo, tangible,era que la hermana me enviaba una carta y que para hacerlo necesitóexponerse mucho y buscar medios clandestinos. Si yo le fuese enteramenteindiferente, no correría semejante riesgo. Con manifestar francamente ala superiora y al capellán que ella no era responsable de que a un locose le ocurriera lo de la visita a aquél, ambos se darían por convencidosseguramente, y no tendría más que temer. Este pensamiento halagüeño fuecreciendo en mi espíritu hasta llenarlo todo. Cuanto más meditaba sobreél, más verosímil me parecía. Entonces, bailándome el corazón de gozo,me senté a la mesa, saqué papel y me puse a escribir. No me salían másque protestas exageradas, ternezas empalagosas que al leerlas después medisgustaron. Tanto que, rasgados tres o cuatro pliegos, me decidí aesperar que las ideas se me compusieran un poco en la cabeza. Lo mejorme pareció salir a la calle y hacer la visita al canónigo.

Según ibacaminando hacia su casa, situada en la calle de la Mar, cerca de lacatedral, me confirmaba más en la intriga proyectada, una vez adquiridoel convencimiento de que la hermana no me rechazaría.

El prebendado D. Cosme, leída la carta de mi tío, me recibiócordialísimamente, manifestándome que tendría gran placer en servirme entodo cuanto pudiese. Era un señor ya anciano, con los cabellosenteramente blancos y rosetas encarnadas en los pómulos, ojos vivos yfrancos y boca grande, sonriente. Habitaba una gran casa, y observé enlas habitaciones excesivo lujo, sobre todo para lo que estabaacostumbrado a ver en mi tierra en casa de los clérigos. Me declaró confranqueza que la prebenda se la debía a mi tío. Aunque sus ejercicioshabían sido los mejores, sin la recomendación poderosa de aquél, unopositor de Teruel se la hubiese birlado. «¡Figúrese si yo tendré gustoen servirle de cab