El Deseo by Hermann Sudermann - HTML preview

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—¡Aquí está, Roberto!—exclamó triunfante.—Vámonos.

El joven meneó silenciosamente la cabeza.

El anciano insistió de nuevo y entonces Roberto dijo:

—Aquí es donde vamos a leerlo, tío; aquí, donde ella lo ha escrito.

—¿Y si alguien nos sorprendiera?—observó el doctor, atemorizado.

Roberto se encogió de hombros y con el dedo señaló el piso.

En elsilencio, un ruido confuso de voces subía hasta ellos, con risasmoderadas, ahogadas, como lo requieren las conveniencias en una casa enque hay un muerto.

El doctor cedió de buen grado; entonces acercaron suavemente sus sillasal círculo luminoso de la lámpara, y ya no se oyó más que el silbido delviento de invierno que agitaba las peladas copas de los tilos y la vozmonótona y velada del lector acompañada por el coro de invitados alvelorio, que por momentos se elevaba hasta un sordo estruendo paraextinguirse en seguida en un murmullo.

VI

Perdóname, querida hermana, si evoco tu sombra que ha transfigurado lamuerte, y sufre que en memoria del amor que tuviste por mí y delardiente afecto que hacía palpitar mi corazón por ti, trate de expiar lafalta que gravita pesadamente sobre mí y cuya carga tendré sin embargoque soportar hasta el fin de mi existencia. Déjame revivir una vez mástodo lo que me diste de ternura y de bondad, y olvidar con este recuerdoel frío de la soledad que hiela mis miembros como un soplo exhalado detu tumba.

¡Qué loca era y qué impía, en sentirme sola mientras tú viviste! Tu amorera la atmósfera que me envolvía, la sonrisa de tus ojos el rayo de solque me daba la vida, y tu palabra, que consolaba y exhortaba, era esavoz divina que todos llevamos en nosotros, esa voz sublime queescuchamos sin comprenderla.

¿Y cómo te he agradecido todo eso, hermana querida? He llegado a ser unaextraña para ti. Me veo reducida a pensar en ti con angustia, contortura, y la conciencia de mi falta me hace palidecer cuando elmurmurio del viento trae tu nombre a mis oídos. Entre nosotras se alzaun espectro feroz, de miradas ardientes, horroroso y grotesco a la vez,con serpientes entrelazadas en sus cabellos, y que extiende hacia mí susmanos armadas de garras para separarme eternamente de ti.

Si en vez de ser un fantasma fuera un ser de carne y de sangre, si loque he cometido fuera una falta, un crimen, lucharía contra él, loderribaría con las últimas fuerzas de mi voluntad desfalleciente, o medejaría ahogar por sus manos sangrientas, pero es algo inasible que sedesvanece en el vacío: es un demonio que se burla de mí, un vapor que merodea... y cuyo veneno sin embargo me mata lentamente.

Es un deseo...

Un simple deseo, ¡nada más!

¿Lo notaste? ¿Se reflejó en tus ojos moribundos? ¿Viste el espectroalzarse a tu cabecera, cuando, santa y buena criatura, exhalabas elúltimo aliento de una existencia que no fue más que amor, a ese espectroque habían engendrado la Envidia y la Ingratitud, y que habíaintroducido, yo, desdichada, en tu apacible interior?

Si tuviera todavía la fe del niño que balbucía, confiaría la angustia demi alma al Dios Todopoderoso, al buen Dios—pero a nadie tengo en elCielo ni en la tierra que pueda compadecerse de mí, a nadie más que a tuimagen transfigurada.

¡Pobre de mí! Ella también se aparta de mí, ella también se ocultallorando cuando este demonio se presenta a mi alma.

Y, sin embargo, no era muy humano lo que sentí. ¿Por qué no somos unosseres de luz, sin deseos y puros como el éter? ¿Por qué no somos más quepolvo, ligados al polvo, viviendo del polvo y volviendo al polvo cuandonos desprendemos de esta gran falta que es la existencia? Es la granfalta de mi vida la que quiero contar aquí, la falta de la cual hemossido víctimas, tú, yo y también un tercero, que es puro y bueno, y quesin embargo ha sido la causa de todo.

*

* *

Yo era una niña pacífica y predispuesta a la soledad.

Quien se ha visto siempre rodeado de amor y nunca ha conocido otra cosaque el amor, aprende a menudo más fácilmente que nadie, a bastarse a símismo; y, sin embargo, yo llevaba en el corazón una inagotable reservade amor. Lo prodigaba a los animales, acariciando a los perros, besandoa los gatos y ahogando a los gansos por cariño. Una de mis pasiones erajugar en la caballeriza. Me sentía a mi gusto en la litera elástica yflexible, entre los cascos de mis caballos predilectos, que nunca mehacían daño; o bien me trepaba al pesebre donde permanecía horas enterasmirándome en los ojos pardos de mis queridos amigos.

Pero el nicho del perro era el lugar donde mejor me hallaba.

Allí meencontraba dormida con frecuencia a eso del mediodía, y no era cosafácil sacarme del nicho, pues Nerón, que por lo demás era un perro tanbueno y tan cariñoso, enseñaba los dientes a cualquiera que franqueabael círculo que su cadena le permitía recorrer, aun cuando éste fuera suamo.

Mi cariño se extendía hasta las plantas. Las rosas me hacían el efectode princesas cautivas, y exhalaba quejas para que las libertaran, losgirasoles eran sacerdotes revestidos con sus hábitos sacerdotales, y lasdalias, jóvenes polacas con papalinas rojas. Sabía reunir así en miderredor en el jardín a la humanidad entera, y encontraba la copia másbella que el original, pues se mantenía muy quieta cuando yo desempeñabael papel del Destino ante ella.

La propiedad que mi padre había arrendado, antiguo feudo de un magnatepolaco, estaba inmediata a la frontera prusiana, en una montaña, uno decuyos lados descendía en suave declive por un parque inculto, hacia unoscampos desnudos, mientras que el otro caía a pico en una pequeñacorriente de agua, en cuya orilla opuesta se hallaba una miserable aldeapolaca.

Cuando uno se colocaba al borde de la pendiente, la mirada caía sobrelos ruinosos techos de bardas cuyas grietas dejaban pasar el humo; seveía claramente el movimiento de la sucia callejuela, donde los niñosmedio desnudos chapoteaban en los charcos cenagosos, y las mujerespermanecían perezosamente agachadas en el umbral de sus casas, mientrasque los hombres cubiertos de harapos se dirigían, con la pala en elhombro, hacia el despacho de bebidas.

En verdad, nada tenía de muy seductor aquel pequeño agujero, y la chusmade cosacos de fronteras, que trotaban de acá para allá amodorrados sobresus rocines extenuados, no era como para realzar su prestigio. Y, sinembargo, para mis ojos de niña, aquel lugar estaba cubierto de unencanto indecible, cuya sensación experimento aún, cuando me vuelvo aver fascinada por esos cuadros maravillosos, sentada durante horasenteras en la hierba, inmóvil, contemplando de lo alto aquel hormiguerocuyas formas no eran más grandes que los hombrecillos de madera de miscajas de juguetes.

Bajar allí me estaba prohibido, y tampoco tenía deseos de ello, desdeque, en la baraúnda de un día de mercado en que mi padre me habíallevado, me vi casi aplastada entre las ruedas de un carro.

Pero era muy hermoso cuando, desde arriba y muy por encima de lasinmundicias y del tumulto, se sumergía la mirada en ese mundo dehormigas, que parecía tan ínfimo, que se podía, como el mismo Dios,abarcarlo de una ojeada, pero que crecía cada vez más hasta tomarproporciones gigantescas e inquietantes, a medida que se trataba depenetrarlo.

Por una rareza singular, no he conservado de esa época más que unrecuerdo vago de las personas cuya vida ha estado más estrechamenteasociada a la mía; sin duda porque las impresiones siguientes hanborrado las primeras. Mi padre era un hombre pequeño, robusto yrechoncho, de barba y cabellos negros y cortos, calzado con altas botaslucientes y vestido de una hopalanda de basto paño verdoso. Me sonreíadesde que me veía, me daba una palmadita amistosa en el cuello, o mepellizcaba los brazos, y en seguida desaparecía. Estaba siempre ocupado,el pobre papá; mientras vivió, no lo vi reposar un solo instante.

Mamá era desde aquella época muy corpulenta, comía continuamenteconfituras y era devota de la siesta. Pero eso no le impedía estar enactiva ocupación de la noche a la mañana, aunque se arrastrara de malagana de un lado a otro y no le gustara que anduvieran detrás de ella yla abrumaran a preguntas.

Entre la familia estaba, en aquel tiempo, el primo Roberto, a quiennuestros parientes de Prusia habían enviado para que aprendiera con papáa dirigir una granja. Era un mozo alto, de anchas espaldas y vigorosocuello, con unas barbas rubias que me gustaba tirar cuando me ponía ensus rodillas para meterme en la cabeza el A, B, C, con gran esfuerzo detrozos de regaliz.

Creo que siempre fui su buena amiga, aunque él nohaya debido quererme más que a los otros discípulos, pues la cara quetenía entonces ha desaparecido en la niebla como todas las demás.

No recuerdo exactamente más que una escena: una tarde de verano Robertohabía cogido a Marta por sus rubias trenzas, y riéndose y gritandocorría tras de ella por el patio, por la casa y por el jardín.

—¿Qué es lo que le haces a Marta, bribonzuelo?—le gritó papá.

—Me ha hecho una travesura—respondió él, sin soltarla, mientras ellacontinuaba gritando.

—Cuando yo tenía tu edad, sabía vengarme de una muchacha mejor quetú—dijo riéndose papá, quien nunca desperdiciaba la ocasión de deciruna broma.

—¿Y cómo se hace?—preguntó mi primo.

—¡Bah! ¡Si no lo sabes!—replicó papá.

—Se le da un beso, señor Roberto—dijo un viejo jardinero que pasabajustamente con sus regaderas.

Todavía lo veo delante de mis ojos quedarse de repente inmóvil, rojo derubor, y dejar caer de sus manos las trenzas sin saber dónde dirigir susmiradas. Papá se moría de risa; en cuanto a Marta, se escapó a lacarrera.

Cuando fui a sacudir su puerta, se había encerrado: no volvió a aparecersino a la hora de la cena. Bajo los cabellos que le caían sobre lafrente, en desorden, parecía perdida en sus pensamientos y muyintimidada.

Cuando comparo hoy el rostro pálido, flaco y resignado que me llena elalma entera, con esa cara pícara, de mejillas llenas y sonrosadas, que aveces se me aparece, resplandeciente, desde el fondo de mi pequeñainfancia, me cuesta trabajo concebir que hayan realmente pertenecido auna sola y misma persona.

—¡Cómo le flotaban sobre las espaldas sus largas trenzas rubias! ¡Conqué expresión atenta de precoz ama de casa, recorrían sus ojos laextensión de la gran mesa, en torno de la cual todos juntos,condiscípulos y celadores—una galería de mandíbulashambrientas—esperábamos impacientes la comida!

¡Y, con qué alegríaextendía la mano cada uno, cuando, con una sonrisa maliciosa, ellaalcanzaba los platos!

Sólo hoy comprendo qué camino doloroso tenía que recorrer, hoy que mepreparo yo misma para el largo y penoso viaje al cabo del cual se abrepara mí una tumba solitaria, más triste aún que la suya.

Entonces yo no era más que una niña y alzaba los ojos, sin sospecharnada, hacia la que vino a ser mi maestra, casi antes de haber abandonadoella misma los vestidos cortos.

Efectivamente, fue en aquella época cuando nuestros negocios comenzarona declinar. Papá tenía que hacer frente a sus deudas; malas cosechas einundaciones, tres años consecutivos, le quitaron toda esperanza devolver a levantarse, y las penas se amontonaron cada vez más sobrenuestra casa.

Hubo que economizar en nuestros gastos, todo aquello de que fueraposible privarse; las relaciones con los propietarios vecinos fueronlimitadas, el personal reducido, y la anciana institutriz que habíaeducado a Marta, y que debía terminar su tarea conmigo, tuvo también quedejarnos.

Marta, que era siete años mayor que yo, y se disponía a estrenar suprimer vestido largo, tomó su lugar.

De este modo las relaciones que se establecieron entre nosotras nopodían ser puramente las de hermana a hermana; ella fue la protectora yyo la protegida, hasta que cambiamos nuestros papeles.

Podía yo tener once años, cuando advertí por primera vez que Marta habíacambiado singularmente de modales y de aspecto.

Habría debido notarloantes, pues tenía la costumbre de mirar en mi derredor con los ojos muyabiertos; pero en la monotonía de los días que se deslizan uno trasotro, las alteraciones que producen en torno nuestro el tiempo y laspenas, se escapan fácilmente.

Pero entonces puse atención, y vi adelgazarse su rostro cada vez más, dedía en día borrarse los colores de sus mejillas, y hundírsele los ojosmás profundamente.

Ya no cantaba, y su risa tenía una entonación de cansancio y velada, tanparticular que me hacía sufrir al oírla, y más de una vez estuve a puntode gritarle: «¡No te rías!»

Hacia la misma época, se puso enfermiza; se quejaba de dolores decabeza, de calambres en el estómago, y le costaba trabajo ir de un ladoa otro por la casa. Naturalmente, papá y mamá no podían dejar de notarsu estado. Un día la envolvieron en gruesas mantas, y no obstante suresistencia, la llevaron a Prusia a consultar a un médico; éste seencogió de hombros, prescribió píldoras de hierro y aconsejó un cambiode aire.

Debía haber aconsejado algo más, que preocupaba mucho a nuestros padres,al menos a papá, pues ya hacía mucho tiempo que nada podía sacar a mamáde su apatía.

A menudo, cuando Marta, meditabunda, miraba fijamente frente a ella, élla observaba de reojo, meneaba la cabeza, exhalaba un suspiro, salía delcuarto cerrando la puerta con estrépito.

Pero cualesquiera que fuesen los sufrimientos que padecía, su trabajo nose resentía de ello; de tan lejos como la recuerde, jamás la vi unsegundo desocupada. Muy niña aún, permanecía al lado del fogón con sulibro de lecciones o vigilaba la lejía al mismo tiempo que hacía susredacciones. Desde que fue mujer, agregó todos los deberes que leimponía mi instrucción a las preocupaciones sin número que da una grancasa a la que la dirige. Mamá se había retirado por completo y la dejabaordenar y dirigir a su antojo, con tal que las compotas y otrasgolosinas obtuvieran su aprobación.

Yo, que era horriblemente mimada por toda la casa, tenía vergüenza de miinacción y trataba de aliviarla en parte de sus trabajos, pero ella merechazaba suavemente y me despedía.

—Deja, queridita—me decía acariciándome las mejillas,—eres laprincesa de la familia; continúa.

Eso me ofendía. Habría soportado todo salvo que me despidiera cuandoiba a ofrecerme con el corazón desbordante de ternura.

Una noche la vi llorar. Me deslicé afuera, al jardín, y sostuve un rudocombate. El deseo de ir en su ayuda me ahogaba; pero no me atrevía aacercármele y echarle los brazos al cuello para consolarla. Cuandoestuve en cama, la necesidad de brindarle mi ternura se apoderó de mícon nuevas fuerzas: me levanté, y en camisa, como estaba, me aventurépor el corredor obscuro.

Permanecí largo rato delante de su puerta, temblando de frío y de miedo,con la mano sobre el botón. Al fin me armé de valor y entré muysuavemente en su cuarto.

La encontré arrodillada junto a la cama, con el rostro oculto en laalmohada, y parecía orar.

Me quedé inmóvil en el umbral, pues no me atrevía a perturbarla.

Al fin, se volvió y al verme se levantó estremeciéndose.

—¿Qué quieres?—balbució.

Yo me colgué de ella y mis sollozos habrían enternecido a un corazón depiedra.

—¡En nombre del Cielo, querida! ¿Qué tienes?—gritó.

No me hallaba en estado de proferir una palabra. Pero ella, con unmovimiento maternal, tomó una gruesa manta de lana, me envolvió en ellay me colocó en su regazo, aunque yo ya era más grande que ella.

—Vamos, confiésate, tesoro mío. ¿Qué ocurre?—me preguntó acariciándomelas mejillas.

Reuní todo mi valor, y con la cara oculta en su cuello, le dije en unsollozo:

—Marta, quiero ayudarte.

Siguió un largo silencio, y cuando alcé los ojos, vi vagar por suslabios una sonrisa indeciblemente amarga y triste. Entonces me tomó lacabeza entre sus manos, me besó en la frente y me dijo:

—Ven, voy a acostarte, querida. Yo nada tengo, pero tú, me parece quetienes fiebre.

De un salto me puse en pie.

—¡Oh! ¡Haces mal, Marta!—exclamé.—No me dejaré despedir así. No estoyenferma y tampoco soy tan tonta para no ver que te estás consumiendo yque, cada día, encierras en ti nuevos pesares. Si no tienes ningunaconfianza en mí, acabaré por creer que nada quieres tener de comúnconmigo, y que todo ha concluido entre nosotras.

Ella juntó las manos mirándome con sorpresa.

—¿Qué te pasa, querida? Ya no te reconozco... Ven, ven, voy aacostarte—repitió.

—Es inútil, puedo ir sola—dije.

Entonces ella vio que era necesario acordar a la niña una palabra deexplicación.

—Mira, Olga—dijo atrayéndome hacia sí,—tienes razón.

Tengo muchaspenas, y si tuvieras más edad y pudieras comprenderlas, seguramenteserías la primera a quien se las confiaría. Pero antes es necesario queaprendas también a conocer la vida.

—¿Y en qué conoces la vida mejor que yo?—exclamé, siempre conaltanería.

Ella se contentó con sonreír, y esa sonrisa de una tristeza tan dulce,me dio un golpe en el corazón. Tuve un vago presentimiento, apenasperceptible, como el que se podría experimentar al ver un templo cerradoo islas lejanas rodeadas de palmeras. Y Marta continuó:

—Pero de aquí allá, y para eso falta mucho todavía, debo llevar sola elpeso que me oprime. Te agradezco mucho, hermanita, tu buena voluntad, yte amaré aún más por ello si esto es posible. Ahora, vete, y duermebien, tenemos mucho que estudiar mañana...

Y dicho esto, me empujó afuera.

Me quedé en el corredor, como una réproba, contemplando la puerta queacababa de cerrarse tan duramente tras de mí.

Después apoyé la cabeza enla pared y lloré silenciosa y amargamente. A partir de ese día, Martaredobló su cariño y su bondad hacia mí, pero yo no quería verlo;permanecía impenetrable para ella como ella lo había sido para mí, y enmi alma se arraigó, cada vez más profundamente, el sentimiento penoso deque el mundo no necesitaba de mi amor.

Es evidente que un incidente como éste, por sí solo, no podía tener unainfluencia decisiva sobre mi carácter. Una niña tan joven como yo lo eraentonces, se deja arrastrar con demasiada facilidad por la corriente deimpresiones nuevas para que unos minutos de este género puedan producirsobre ella un efecto durable, y el hecho es que no necesité mucho tiempopara olvidar aquella noche. Pero lo que no olvidaba, era la idea de quenadie había en la tierra que estuviera dispuesto a compartir sus penasconmigo y que estaba reducida a mí misma y a mis libros, hasta el día enque se me encontrara bastante madura para participar de la existencia delos vivos.

Y más y más, me sumergía en los tesoros de los poetas, ninguno de loscuales me rechazaba de su más íntimo santuario.

Aprendía con Tasso asentirme miserable y sublime; sabía lo que Manfredo iba a buscar a lasheladas cimas de los Alpes; me lamentaba con Tecla de la felicidadterrestre de la cual yo había gozado, de la vida y del amor, que habíanconcluido para mí.

Pero, por sobre todo, Ifigenia era mi heroína y miideal.

Con ella llenaba mi joven alma solitaria de toda la poesía que hay en noser comprendida; pasar por el mundo como ella, como sacerdotisabienhechora y en un renunciamiento sublime, me parecía la vocaciónclaramente designada para mi existencia. Si para realizarla hubierapodido llevar, yo también, los blancos velos de la virgen griega, cuyospliegues noblemente dispuestos habrían convenido tan bien a mi cuerpo deniña desarrollada antes de tiempo, mi felicidad habría sido completa.

A juzgar por las apariencias, yo era en aquellos años una criaturaintratable e imperiosa, que sin el menor empacho contestaba conimpertinencia y que gustaba levantarse de la mesa en plena comida cuandoalgo me desagradaba.

A pesar de todo eso, o quizá a causa de eso mismo, todos me mimaban, ymi voluntad, si esta palabra tiene un valor aplicable a un niño, teníafuerza de ley en toda la casa.

A los quince años era tan grande y tan fuerte como ahora, y no faltabade vez en cuando algún joven campesino galante que me dijera que yo eramuy bonita, mucho más bonita que todas las otras, y que Marta enparticular.

Eso me chocaba, pues todavía la vanidad no tenía cabida en mí.

En esa época soñé una noche que Marta había muerto. Cuando me desperté,mi almohada estaba inundada de lágrimas; en todo el día no hice más queir y venir en torno de mi hermana como una criminal: me parecía quetenía sobre la conciencia una falta grave cometida contra ella.

Después de la comida Marta se había recostado por un rato en el canapé,otra vez con su dolor de cabeza. Cuando entré en la habitación en esemomento, y vi sobre el brazo del sofá su rostro, pálido como la cera,con los ojos cerrados, quedé como si me hubiera herido un rayo.

Creí ver en realidad su cadáver ante mis ojos.

Caí de rodillas delante del canapé y le cubrí de besos la boca y lafrente. Su rostro se transfiguró, abrió los ojos y me contempló como siviera una visión; pero luego que volvió en sí, sus faccionesreadquirieron su expresión de gravedad y de tristeza.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tienes, hijita?—dijo.—Estas no son cosas que hacestodos los días.

Me rechazó suavemente, y también esta vez permanecí parada, abandonada amí misma, con el corazón desbordante. Sin embargo, cuando ya me iba, mellamó y murmuró:

—Te quiero mucho, hermanita.

La noche de ese mismo día noté en cierto momento que parecía sonreírseinteriormente. Papá también lo notó, porque aquello no era usual, y,tomándole la cabeza con las manos, le dijo:

—¿Qué te ha ocurrido, Martita? ¡Estás hoy fresca como una flor!

Marta se ruborizó hasta la raíz de los cabellos, pero yo le tomé la manoa hurtadillas por debajo de la mesa, diciéndome:

—¡Ya sabemos lo que nos hace tan felices!

Al día siguiente por la mañana, cuando tomábamos nuestro café, papáentró con una carta abierta en la mano.

—Una ave forastera viene a albergarse en nuestro nido—

dijoriéndose.—¡Adivinen cómo se llama!

Y dicho esto, miró a Marta de reojo con expresión un tanto cómica. Mepareció que ella se ponía más pálida que de costumbre y la taza quetenía en la mano tembló perceptiblemente.

—¿Esa ave ha venido ya alguna vez?—preguntó lentamente y en voz baja,sin alzar los ojos.

—¡Vaya si ha venido!—dijo papá sin dejar de reírse.

—Entonces, es... Roberto Hellinger—dijo.

Y exhaló un profundo suspiro como si le hubiera costado mucho deciraquello.

—¡Mil truenos! ¡Adivinas bien, chicuela!—dijo papá amenazándola con eldedo.

Ella nada contestó, y con su paso lento y cansado se dirigió hacia lapuerta; en toda la tarde nadie la volvió a ver.

Por mi parte, la visita del primo me dejaba bastante indiferente. Suimagen de otros tiempos, tal cual se me presentaba confusamente, no eracomo para llenar de ensueños ardientes una romántica cabeza de quinceaños.

Pero la actitud de Marta me había llamado la atención.

Al día siguiente, desde muy temprano, la oí ir y venir a pasosprecipitados, en el piso superior, por los cuartos de huéspedes.

Fui a buscarla, pues tenía curiosidad de ver lo que la ocupaba en esashabitaciones habitualmente cerradas.

Había abierto todas las ventanas, sacado las sobrecamas y las cortinas,y en chanclas, corría en medio del desorden, de un cuarto al otro. Secogía el rostro con ambas manos y se reía sola con una risa tan extraña,que no se sabía si era llanto.

Cuando le pregunté: «¿Qué haces ahí, Marta?» se estremeció, me miró muyconfusa y sólo entonces pareció darse cuenta del lugar en que seencontraba.

—Ya lo ves: preparo las camas—balbució al cabo de un instante.

—¿Para quién?—pregunté.

—¿Acaso no sabes que esperamos una visita?

—¿Y eso es lo que te regocija tan terriblemente?—

repliqué,encogiéndome ligeramente de hombros.

—¿Y por qué no había de regocijarme? Es nuestro primo.

—¿Y nada más?—dije yo amenazándola con el dedo, como lo había vistohacer la víspera a papá.

Entonces, de improviso, ella se puso muy grave y me dirigió con susgrandes ojos tristes una mirada tan llena de reproche, que sentí que lasangre me afluía, ardiente, al rostro. Volví la cara a un lado, y comoya no podía seguir representando el papel de mujer superior, me dirigí ala puerta.

A partir de ese instante, el primo Roberto me dio mucho qué pensar. Meparecía evidente que él y Marta se amaban, y sobrecogida por lavibración misteriosa con que la idea del gran desconocido llena a losseminiños de mi edad, comencé a representarme la manera cómo habíapodido nacer ese amor.

Corría a través de los bosquecillos silvestres del parque y me decía:

—Aquí es donde se han paseado secretamente.

Me deslizaba en la sombra de los follajes y me decía:

—Aquí es donde se han dado cita.

Me dejaba caer en los bancos de césped húmedo y me decía:

—Aquí es donde han cambiado dulces palabras.

El jardín entero, la casa, el patio y todo lo que conocía desde quehabía venido al mundo, se iluminaba de repente con una nueva luz que sedifundía por todas partes con un reflejo purpúreo. Una vida maravillosaparecía haber surgido allí. Me había sumergido de tal modo en esasimaginaciones, que concluía por creer que era yo quien había vivido eseamor.

Cuando volví a ver a Marta, no osaba alzar los ojos a ella, comosi yo hubiera llevado el secreto oculto en mi seno y ella fuera quien nodebiera adivinarlo.

Pero, cuando, a la mañana siguiente, me di exacta cuenta de que Martahabía realmente vivido todo lo que yo no hacía más que soñar, eso meturbó por completo, y desde un rincón obscuro, la examiné sininterrupción, con mirada temerosa y escrutadora, como a un ser queperteneciera a otro mundo.

Me fijé en que cada cinco minutos salía al terrado, desde donde se podíaver la puerta de entrada, pero entonces me guardé muy bien de dirigirlepreguntas indiscretas. Me imaginaba ser ya una confidente, una cómplice.

Era un día claro de septiembre, de una hermosura maravillosa.

Sobre elllano y en el bosque flotaban como velos rosados; hilos plateadostemblaban silenciosos en el aire; el río llevaba un manto de vapor, unapaz religiosa se cernía sobre todo el paisaje.

Me fui al bosque, puesjamás podía encontrar suficiente soledad para soñar a mis anchas. En lasramas de los álamos se oía ya el roce de las hojas amarillentas, y loshelechos dejaban caer sus tallos como criaturas heridas que apenaspueden tenerse en pie.

—Me entristecí: «La Naturaleza entera va a morir—dije;—

¡Ah! ¡Si sepudiera m