El Deseo by Hermann Sudermann - HTML preview

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—Sí, profundamente—respondió él pensativo, con los ojos fijos en elagua que corría a sus pies.

Mi corazón latía tan precipitadamente, que apenas podía respirar. ¡Así,pues, él me tomaba por confidente, me convertía en su aliada! Habríaquerido saltarle al cuello, inmediatamente, tan agradecida me sentíahacia él.

—Y... ¿ella lo sabe?

—Debe saberlo... es una cosa que no se puede ocultar...

—¿Cómo?...—balbucí.—¿Tú no... no... se lo has dicho?

Roberto sacudió tristemente la cabeza.

Yo caí desde lo alto de las nubes. ¡De modo que los bosquecillos denuestro jardín nunca habían prestado su abrigo a dos enamorados; laluna, que brillaba por entre las ramas, nunca había sido testigo debesos clandestinos! ¡Puras quimeras todas mis imaginaciones!

Pero, en medio de mi desilusión, sentía una profunda compasión por esegigante, que, sin más fuerzas que un niño, buscaba amparo en mí. Me juréque su confianza en mí no sería vana.

—¿Y por qué has guardado silencio?—insistí.

Pareció que consideraba mi extrema juventud con un poco de desconfianza;sin embargo, dijo con un profundo suspiro:

—En aquel tiempo, yo era un muchacho tímido y no encontraba el valornecesario para hablar. ¡En esos primeros años de locura se siente unotan transportado, si obtiene siquiera un apretón de manos a hurtadillas!Se figura uno que el mismo matrimonio no podrá ofrecer un deleite mayor.Pero en realidad tú no puedes comprender eso.

—¿Quién sabe?—repliqué en mi inocencia.—Mucho he leído ya sobre eso.

—En resumen—prosiguió él,—yo era entonces más o menos tan ingenuocomo tú ahora. Y hoy, ¿sabes? hoy, si hablo, la menor palabra me vinculaa ella, con cadena indisoluble, y para siempre.

—¿Entonces, no quieres vincularte?—le pregunté con sorpresa.

—No tengo derecho para ello—gritó,—no tengo derecho. No sé si podréhacerla feliz.

—¡Oh! ¡Francamente... si no lo sabes!...

Encogí el labio con desprecio y dentro de mí, llegué a esta conclusión:«¡Entonces, no la ama!»

Pero él, con los ojos chispeantes, se animó más:

—Compréndeme, niña. Si eso dependiera de mí, no pediría más quellevarla toda mi vida en mis brazos, para que su pie nunca tropezara conlas piedras del camino. Pero... ¡oh! ¡esta miseria, esta miseria!

Y se mesaba los cabellos de tal modo, que yo me sentía realmenteturbada. Nunca habría creído posible que ese hombre tan tranquilo ygrave pudiera volverse tan apasionado.

—Confíame tus tormentos, Roberto—dije, poniéndole la mano en elhombro.—No soy más que una chica, muy sencilla, pero eso desahogará tucorazón.

—¡No puedo!—gimió,—¡no puedo!

—¿Y por qué?

—Porque sería mortificante... hasta para ti. No puedo decirte más queuna cosa: Marta es una criatura delicada, tierna e impresionable; jamáspodría resistir al torrente de penas y de tormentos que caería sobreella: se doblaría como una frágil caña al primer soplo de la tormenta.¿De qué me serviría tener que llevarla al cementerio pocos años despuésde nuestro matrimonio?

Un helado calofrío me pasa por todo el cuerpo cuando pienso en lahorrible manera en que debía realizarse esa frase, llena depresentimiento, pero en aquel momento nada vino a advertírmelo: sóloexperimentaba un vivo deseo de dar a ese amor, por demás prosaico parami gusto, un giro tan romántico como fuera posible. Desgraciadamente nohabía gran cosa que hacer. Por lo menos asumí una expresión capaz ybusqué en mi memoria algunas de las frases que las venerables sibilas olos confesores

dan

ordinariamente

como

viático

a

los

amantesdesgraciados.

Y él, como un gran niño que era, bebió esas tontas palabras de consuelocon la avidez de un hombre que se muere de sed.

—¿Pero tendrá paciencia ella también?—me preguntó, y parecía perdernuevamente el valor.

—¡Sí, la tendrá! ¡Confía plenamente!—grité con arrebato.—

Puesto queespera desde hace tanto tiempo, podrá muy bien tener paciencia uno o dosaños más. Ya verás cómo se somete de buen grado.

—¡Y si, aun más tarde, ese casamiento no pudiera realizarse!—objetóRoberto.—¡Si yo defraudara su esperanza, si hubiera jugado con sucorazón! ¡No, no hablaré; antes me arrancarán la lengua, no hablaré!

—Si no querías hablar, ¿para qué viniste entonces?

Dios sabe cómo ese pensamiento de doble filo vino a mi espíritu de jovenaturdida. Sentí confusamente que al pronunciar esas palabras cometía unacto de crueldad, pero... ya era tarde.

Vi palidecer su rostro, sentí que su respiración ardiente se exhalaba enun suspiro.

—Soy un hombre de honor, Olga—murmuró entre dientes;—

¿para quéatormentarme? Pero, ya que has hecho la pregunta, tendrás una respuesta.He venido porque ya no podía vivir sin ella, porque quería beber en susojos el consuelo y la fuerza necesarios para las tristezas venideras, yporque... porque, en el fondo, acariciaba siempre la secreta esperanzade que las cosas aquí pudieran tomar otro giro, que todo pudieraarreglarse para que yo me la llevara conmigo.

—¿Y las cosas no se arreglan?

—¡No!... No preguntes por qué. Conténtate con esta respuesta:

¡no!

De repente se inclinó hacia mí, se apoderó de mis manos y me dijo desdeel fondo del corazón:

—Ves, Olga, cómo nuestro compañerismo ha tenido mejor resultado que elque podíamos esperar uno y otro hace media hora. ¿Querrías asistirmefielmente, y ayudarme en cuanto estuviera en tu poder?

—Sí, te ayudaré—respondí, y al decir esto me sentí penetrada de lasolemnidad de mi promesa.

—Veo que ya no eres una niña—continuó él,—eres una joven enérgica einteligente, y si emprendes algo, no flaquearás.

¿Quieres velar porella, para que no se desaliente, si todavía esta vez me voy sin haberhablado? ¿Lo quieres?

—Sí, velaré—repetí.

—¿Y quieres escribirme de cuando en cuando para decirme cómo está, sise siente bien, si sigue animosa? ¿Quieres?

—Te escribiré—volví a contestar.

—Entonces, ven, dame un beso, y seamos buenos amigos en lo sucesivo ypara siempre.

Y me besó en los labios...

Cinco minutos después estábamos a caballo, y trotábamos rápidamentehacia la casa, pues ya comenzaba a obscurecer.

—¡Cuánto han tardado!—dijo Marta que estaba en el terrado, con sudelantal blanco, y nos sonreía desde lejos.

Cuando la vi, experimenté el sentimiento de que toda la ternura que yopudiera prodigarle, sería poca. Me precipité hacia ella y la beséimpetuosamente. Pero, al mismo tiempo tuve pena, pues me parecía que asíborraba de mis labios el beso de Roberto. Me desprendí de sus brazos,con el corazón oprimido, y me alejé. En la mesa, esa misma noche, nocesé de mirar a mi primo, pues me imaginaba que me recordaría con unaseña nuestro convenio secreto. Pero él no pensó en ello; sólo cuandotodos se levantaron deseándose «buena digestión,» me estrechó la mano deun modo muy particular, como nunca lo había hecho antes.

Esto me hizo tan feliz como si hubiera recibido un magnífico presente.

Esa noche, me costó mucho trabajo esperar el momento en que meencontraría en mi cama, con la vela apagada. Me gustaba quedarme así,una hora por lo menos, con los ojos bien abiertos en la obscuridad, ysoñando: tenía la facultad de poder quedarme despierta todo el tiempoque quería, y de dormirme tan pronto como me parecía conveniente; paraello no tenía más que hundir la nariz en la almohada, y era cosa hecha.Esta vez me estiré en mi cama con un sentimiento de bienestar que nuncahabía conocido en mi vida. Todos los deseos de mi existencia me parecíancolmados. Mis mejillas ardían y en mis labios tenía, todavía sensible,la picazón ligera del primer beso con que un hombre—papá, naturalmente,no contaba,—los hubiera rozado.

Y si, contemplándolo de cerca, ese beso se dirigía también a otra, ¿quéme importaba? Era tan joven todavía, que no podía pretender semejantecosa para mí sola.

Volví una vez más a mi idea predilecta: ¿Qué haría yo si estuviera en ellugar de Marta? De esta suerte, no necesitaba desgarrar el tejido deimaginaciones, que no eran más que puras quimeras—ese día me lo habíaprobado bien,—pero podía trabajar en él con toda tranquilidad, y fue loque hice en mi desvelo o en mis sueños, hasta la mañana siguiente.

Dos días después, Roberto partió. Algunas horas antes de marcharse tuvouna larga conversación con Marta en el jardín.

Los vi internarse en él sin sentir celos, y fue para mí un placerindecible el guardar la puerta para que nadie los sorprendiera.

Cuando reaparecieron, estaban silenciosos y fijaban en el suelo susmiradas serias y tristes.

No, no se había declarado, bien lo vi a la primera ojeada, pero habíahablado del porvenir e insinuado sin duda algunas palabritas de tímidaesperanza.

En el momento en que iba a subir al carruaje se encontró por casualidadsolo conmigo algunos segundos. Me tomó la mano y murmuró:

—¿No revelarás una sola palabra? ¿Puedo contar con ello?

Hice un signo de afirmación enérgica.

—¿Y me escribirás pronto?

—Seguramente.

—¿Adónde debo dirigirte la respuesta?

Me quedé azorada: no había pensado en ello. Pero, como los minutos erancontados, nombré al azar a un viejo mayordomo que me había demostradosiempre más afecto que nadie.

VIII

El tiempo transcurría. Lo mismo que antes, los días sucedían a los días,y sin embargo, ¡cuán nuevo y particular se había vuelto el mundo paramí!

Ya no necesitaba estudiar el amor en los libros, ni mirarlo de lejos;había penetrado en persona en todo mi ser, sus dulces enigmas meenvolvían por todas partes y podía—¡oh deleite!—

divertirme con ellos:estaba sumergida hasta la cabeza en la intriga que debía asegurar lafelicidad de mi hermana.

Era maravilla ver, después de esa visita de Roberto, cómo Marta volvía ala vida y recuperaba a la vez fuerzas, colores y salud. Esos pocos díasde existencia en común con él habían obrado sobre ella como un bañofortificante, y más aun la milagrosa fuente de la esperanza, de la cualhabía bebido furtivamente a grandes tragos.

Sin duda, no había recobrado su brillante alegría de otros tiempos, queesos siete años de ansiosa espera parecían haberse llevadoirrevocablemente; ni cantos ni risas se escapaban ya de sus labios,pero un brillo suave y cálido animaba sus facciones como si una luzsalida del alma, las iluminara. Ya no se arrastraba por la casa a pasoslentos y cansados, y cuando alguien se le acercaba, ella lo acogía conuna sonrisa amistosa.

Como su dicha necesitaba desahogarse en afecto, se me acercaba más y másy procuraba penetrar en mi pensamiento taciturno y solitario. Eso nohacía más que aumentar mi cariño e impulsarme a rogar a Dios para quederramara sus bendiciones sobre ella, pero no le daba mi confianza.

Mientras no me abriera su corazón ella misma, no podía ni queríaconfesarle cuán profundamente mis ojos habían penetrado ya en él.

Más de una vez me sorprendí contemplándola con un sentimiento maternal,si puedo decirlo, pues desde que estaba en correspondencia seguida conRoberto, me figuraba que verdaderamente tenía la felicidad de ambos enmis manos.

En mi presunción, me consideraba fácilmente como un buen genio, vestidode blanco, con una palma en la mano, y cuya sonrisa vertía bendiciones.Mientras tanto, contaba los días hasta la llegada de una carta deRoberto, y corría de acá para allá, con las mejillas encendidas, cuando,al fin, la llevaba sobre mi corazón.

Esas cartas se me habían hecho tan necesarias, que me era difícilconcebir cómo había podido vivir antes sin ellas. So pretexto decontarle los hechos y dichos de Marta, sabía muy bien ahuyentar laspenas de su corazón con mi charla, infantil y loca como gusta a loshombres, para poder sentirse superiores a nosotras, o seria y llena demadurez, como se había vuelto mi corazón. Le agradaba mi cháchara,cualquiera que fuera su tono, como se escucha con gusto el gorjeo de unpájaro cantor, y yo no pedía más. ¡Le estaba tan agradecida porque mehabía asociado a su grande y sincera pasión, a mí, a la chicuela a quientodavía hacían salir de la habitación cuando la gente grande queríahablar de cosas serias! Toda mi dignidad, toda la importancia que yotenía a mis propios ojos, me venían de ese papel de protectora.

Así crecía yo con ese amor, me alimentaba con esa pasión, de la quenunca la menor migaja debía caer para mí de la mesa.

Cuando llegó el otoño, noté que Marta manifestaba una agitaciónextraordinaria. Andaba con paso febril por su cuarto, permanecía a vecesla mitad de la noche en la ventana, hablaba en voz alta haciendoademanes cuando creía estar sola, y se estremecía violentamente cuandose veía sorprendida.

Informé fielmente a Roberto de lo que había observado y le preguntéademás si no había hecho quizá esperar su visita para aquella época,pues toda la manera de ser de Marta me parecía provocada por unasobreexcitación enfermiza de la espera.

Tuve ocasión de estar satisfecha de los conocimientos psicológicos demis diecisiete años, pues mis previsiones eran justas.

Profundamente abatido, me escribió que efectivamente, al separarse deella, había expresado la esperanza de poder volver en el otoño siguientecon cara más alegre; pero se había equivocado: estaba, más que nunca,sumergido en las penas y en las deudas, y trabajaba como un esclavo sinver brillar el menor fulgor de esperanza.

«Por lo menos—le contesté,—líbrala del tormento de la espera e informaa nuestros padres, con miramientos, de tu situación.»

Así lo hizo: dos días después, papá, muy apenado, trajo la carta que acausa de mi juventud, todavía demasiado irracional, yo no debía leer.

Esa carta tuvo sobre el ánimo de Marta una influencia que me asustó y meconmovió. La sobreexcitación de las últimas semanas desapareciórepentinamente, como barrida de golpe, y dejó el lugar a ese abatimientodesesperado que, ya una vez antes de la venida de Roberto, la habíaconvertido en una sombra: nuevamente se enflaqueció, y dos surcosprofundos se abrieron en torno de sus ojos, otra vez tuvo que recurrir alas gotas de valeriana en los momentos frecuentes en que se retorcía encrisis dolorosas, otra vez también le había vuelto ese perpetuo deseo dellorar que, a la menor ocasión, se daba curso en torrentes de lágrimas.

Esta vez, papá no mandó buscar al médico: podía fijar el dianóstico élmismo. Hasta mamá se compadeció de los sufrimientos de la desdichada,tanto como se lo permitía su apatía, y ésta no consentía que se alejasede la estufa para atender a su hija enferma.

En cuanto a mí, encontré entonces por primera vez la ocasión de mostrara los míos que ya no era una criatura y que mi voluntad tenía algúnvalor, aun cuando se tratara de cosas serias.

Asumí toda la dirección de la casa, y por más que todos sonrieronmaliciosamente y protestaron, y Marta me explicó repetidas veces quejamás consentiría que yo, la más joven, la suplantase, me las compusetan bien que al cabo de quince días yo era quien manejaba toda la casa.

Fue aquella la única época en que tuviéramos todos que disputar conMarta; pero poco a poco fuerza le fue reconocer que lo que yo hacía erapor amor a ella, y finalmente concluyó por ser la primera enagradecérmelo. Por otra parte, se acostumbró a cederme en más de unpunto, aunque tratando de disimularse a sí misma mi influencia y dando aentender que había que dejar hacer su voluntad a los niños.

En mi correspondencia con Roberto, aprendí por primera vez que se puedementir por amor. Le disimulé el triste efecto que había producido sucarta; sí, no me ruborizaba de escribirle que todo marchabaperfectamente. Procedía así porque estaba persuadida de que la verdad lohabría sumido en una multitud de nuevos cuidados y pesares, que nodejarían de abatirlo, puesto que nada podía remediar. Pero entonces seme hacía terriblemente difícil conservar el tono de charla ligera, y muya menudo las bromas se helaban en la punta de mi pluma.

Y todo se ensombrecía de día en día en torno nuestro. Papá estabacabizbajo, porque las malas cosechas habían defraudado sus más bellasesperanzas; mamá murmuraba, porque nadie iba a distraerla, y Marta semarchitaba cada vez más.

Las fiestas de Navidad llegaron, tan tristes como nunca hasta entoncesnuestro apacible interior había visto otras.

En torno del flamante árbol de Navidad, que esta vez yo había adornado eiluminado en lugar de Marta, permanecíamos inmóviles sin saber quédecirnos, tan oprimido teníamos el corazón. Y, como nadie se decidía ahacerlo, tuve que esforzarme en reír y hacer lo posible para borrar lasarrugas de inquietud que surcaban todas las frentes. Pero casi noencontré eco y por último nos dimos la mano deseándonos buenas nochespara retirarnos cada uno a nuestro cuarto, puesto que no sabíamos cómoentrar en materia los unos con los otros.

Cuando llegué al lado de Marta, que estaba sentada en un rincón, con losojos fijos en las velas que comenzaban a apagarse, sentí que un dolorosoestremecimiento me atravesó el pecho, como si le hubiera hecho unagravio que debiera reparar; pero ignoraba cuál podía ser ese agravio.

Ella me dijo al besarme en la frente;

—¡Que Dios te conserve tu valiente corazón, Olguita! Te agradezco mucholas bromas que te has esforzado en decir hoy.

No supe qué contestar, pues ese sentimiento de culpabilidad que no podíadefinir, me desgarraba el corazón.

Cuando me encontré sola en mi cuarto, me dije: «¡Bueno, ahora vas afestejar la Navidad!» Saqué las cartas de Roberto de la gaveta en quelas tenía cuidadosamente escondidas y resolví leerlas hasta una horaavanzada de la noche.

La tempestad sacudía los postigos, la nieve, empujada por las ráfagasdel viento, barría los vidrios con un roce ligero y la lámpara depantalla verde suspendida del cielo raso, esparcía sobre mí su fulgorapacible.

En el momento en que colocaba cómodamente delante de mí el paquetito decartas, oí junto a mí, en el dormitorio de Marta, el ruido sordo de unacaída, y luego un murmullo indistinto que me pareció el de una oraciónmezclada con sollozos.

«¡He ahí cómo celebra la noche de Navidad!»—pensé juntandoinvoluntariamente las manos. Sentí otra vez un dolor en el corazón, comosi mi conducta hacia mi hermana fuera falsa y cruel. Y continuédevanándome los sesos hasta que vi claramente que sólo las cartas eranculpables.

«¿No es por su bien por lo que escribo y por lo que guardosilencio?»—me pregunté.

Pero mi conciencia no se dejó seducir. No. Aquello fue como si un rayome hiriera en la cara, pues sentí con qué delicias mi corazón acariciabaesas cartas.

«¿Qué no daría ella por una de estas hojas?»—me dije en seguida.—«Ellaque comienza a dudar del amor de Roberto, que lucha con la angustiosaidea de que, si no ha venido, es únicamente porque quiere arrancarla desu corazón.»

«Y tú oyes sus sollozos—continuaba una voz dentro de mí,—y la dejaspresa de sus torturas mientras que tú te deleitas pensando en que tienesun secreto con él, con él, que pertenece sólo a ella

Me escondí la cara entre las manos: la vergüenza se apoderaba de mí tanviolentamente, que tuve miedo de la luz que me alumbraba. «¡Dale esascartas!»—me gritó repentinamente una voz, y me lo gritó tan alto y contanta claridad, que me pareció que era la tempestad la que me habíalanzado esas palabras al oído.

Entonces tuve que sostener una lucha terrible. Sin embargo, cada vez quemi buena voluntad cedía, instada por el temor de faltar a la palabra quehabía dado a Roberto, y por el deseo de seguir todavía encorrespondencia secreta con él, el ruido de los sollozos y de la oraciónde Marta llegaba hasta mí más claro, y me trastornaba a tal punto lossentidos, que me parecía que iba a verme obligada a huir hasta el findel mundo, para no oírlo más.

Y concluí por cumplir conmigo misma. Tomé las cartas, las reuní en unelegante paquete que até con una cinta y me dispuse a llevárselas a sucuarto.

«¡Este será su regalo de Navidad!»—dije pensando en que ese año nohabía podido hacerle, como de costumbre, un bordado o un tejido; y, comosiempre agrada, cuando se hace un regalo, cierto aparato para ocultar laalegría que desborda del corazón, resolví representar todavía un poco lacomedia, antes de entregárselas.

Bajé a medio vestir, tal como estaba, a la sala del piso inferior, dondese encontraban nuestros regalos, bajo el árbol de Navidad.

Tanteando enla obscuridad, busqué su plato, recogí los objetos que estaban al ladode éste, y por encima de todo coloqué el paquete de cartas.

Cargada de esta manera, me acerqué a su puerta y toqué.

Oí un roce, el ruido que hace una persona que se levanta bruscamente, y,al cabo de un intervalo bastante largo—sin duda el tiempo necesariopara enjugarse los ojos,—su voz resonó muy cerca de la puerta,preguntando quién estaba allí y qué querían.

—Soy yo, Marta—dije.—Te traigo tu plato; lo habías dejado abajo.

—Llévalo a tu cuarto, iré a buscarlo mañana—respondió ella.

Y en la voz tenía sollozos que se esforzaba en disimular.

—Pero un nuevo regalo ha venido a agregarse a los demás—

dije.

Y también mis palabras estaban medio ahogadas por las lágrimas.

—¡Bien! Me lo darás mañana—replicó,—ya estoy desvestida.

—Pero ese regalo es mío—dije.

Y, como en la bondad de su corazón, temió ofenderme, no obstante suinmenso dolor, me abrió la puerta.

Me lancé hacia ella y lloré sobre su hombro, apretando convulsivamenteel plato con la mano izquierda.

—¿Qué tienes, querida?—me preguntó acariciándome.—En toda la casaeras la única que conservabas tu buen humor, y ahora...

Me armé de valor y, acercándola a la luz, le mostré el plato. A laprimera ojeada reconoció la letra; se puso blanca como el yeso quecubría las paredes, y, con sus ojos enrojecidos por las lágrimas, memiró fijamente como si hubiera perdido la razón.

—Tómalo, pues—dije,—tómalo.

Ella extendió la mano, pero la retiró con un ademán brusco: se hubieradicho que había tocado un hierro candente.

—Ves, Marta—dije, deseando vengarme de su silencio y para darme ciertaimportancia,—no has querido tener confianza en mí, me has tratadosiempre como a una criatura, pero todo lo he adivinado, y, mientras túte desesperabas, yo he obrado.

Ella continuaba mirándome fijamente, desconcertada, sin comprender.

—Crees que Roberto no se inquieta por ti—continué.—Sin embargo, hetenido que darle cuenta de tu vida, de tu salud, cada semanaregularmente.

Marta retrocedió tambaleándose, se llevó las manos a la cabeza, y, deimproviso, una especie de calofrío la sacudió. Se adelantó hacia mí, metomó las manos y con voz singularmente velada, dijo:

—¡Mírame de frente, Olga! ¿Quién de los dos ha escrito la primeracarta?

—¡Yo!—dije asombrada, no sabiendo todavía adónde quería ir a parar.

—¿Y tú le has... le has revelado mi estado, me has... ofrecido...

Olga?

—¿Qué idea es esa?—dije.—El mismo fue quien me confesó todo, cuandoestaba aquí... ¡Oh! Me conocía mejor que tú—

agregué, no queriendo dejarescapar de mi juego ese ligero triunfo,—no se avergonzó de tomarme deconfidente.

—¡Alabado sea Dios!—murmuró ella con un profundo suspiro, juntando lasmanos.

—Pero ven, Marta—dije llevándola a la mesa.—Vamos a festejar laNavidad.

Entonces leímos juntas las cartas, una tras otra, y, en cada una deellas, en cada una de las frases sencillas y desmañadas, aparecía elcorazón afectuoso de Roberto, su corazón de oro; arrojaba en nuestrasalmas abrumadas por el dolor una llamarada ardiente que nos consolaba ynos devolvía la alegría. Reíamos y llorábamos, con las mejillas apoyadasuna contra otra, y nos estrechábamos con fuerza las manos, como paraprocurarnos recíprocamente la sensación de esas vivas y vigorosaspresiones, que prodigaba su tosca mano roja.

Y de pronto, estábamos en uno de esos párrafos en que él me rogabaencarecidamente que cuidara a Marta, que velara sobre ella, ésta sesintió abrumada bajo el peso de su felicidad, y, me ruborizo al decirlo,se dejó caer delante de mí y apoyó sus labios en mi mano.

Pero, por violenta que fuera mi emoción, ya no sentía trazas de esedolor punzante que, hacía poco todavía, junto al árbol de Navidad, meoprimía el corazón. Había cancelado mi deuda y fue en completa libertad,con el corazón aligerado, como me juré velar en lo sucesivo como unángel tutelar sobre mi hermana que, mucho más que yo, niña simple y sinexperiencia, necesitaba apoyo y protección.

Y ella lo sintió también, pues, aunque hasta entonces me hubiera tratadocomo a una criatura, se abandonó a mi dirección sin resistencia.

Al fin había conseguido lo que deseaba mi corazón. Existía un ser humanoa quien podía mimar y acariciar a mi gusto, y como entonces nada nosseparaba ya, dediqué a mi hermana toda la ternura que durante tantotiempo había dormido inactiva en el fondo de mi alma.

No fue poca la sorpresa de mi padre y de mi madre al ver en nuestrasrelaciones, que en los últimos tiempos sobre todo dejaban mucho quedesear, esa intimidad, esa cordialidad nuevas, y a la misma Marta le eradifícil acostumbrarse a ello.

Me miraba siempre con extrañeza y decía a menudo:

—¡Cómo habría podido adivinar nunca que había en ti tanto afecto!

Si hubiera sabido qué sacrificio había hecho revelando mi secreto,habría dado aún más valor a mi cariño.

En verdad, mis presentimientos no me habían engañado: desde el momentoen que Marta tuvo las cartas en sus manos, se acabó para siempre ladicha que me causaba ese convenio secreto con Roberto.

Ya no era para mí más que un extraño y, cuando me sentaba a escribirle,me parecía ser una simple máquina encargada de copiar los pensamientosde otros: así me sucedía a menudo entregar a Marta una carta sin haberlaleído, tal como acababa de recibirla de manos del mayordomo.

A veces sentía remordimientos al pensar que abusaba de la confianza deRoberto, pues él no sospechaba que Marta estuviera en el secreto; pero,cuando la miraba, cuando veía desplegarse su sonrisa, y brillar en susojos soñadores la paz y la felicidad, me decía que era imposible quehubiera procedido mal, y mis escrúpulos se acallaban.

Hasta entonces no había engañ