Dona Luz by Juan Valera - HTML preview

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Don Jaime, cabalgando en medio de D. Acisclo y Pepe Güeto, precedido deuna turba de muchachos y de hombres a pie, y seguido de buen golpe degente a caballo y aun de más gente pedestre, se mostró al cabo a losojos de nuestra heroína.

La fama no había mentido. Era D. Jaime todo un galán caballero. Montabacon gracia y firmeza. Aunque tenía cerca de cuarenta años, parecía queapenas tenía treinta. Su traje sencillo dejaba ver, en los pormenorestodos, la elegancia y el buen gusto.

La cabalgata se paró a la puerta de D. Acisclo, y éste, seguido de suahijado y huésped, se halló pronto en la sala, donde aguardaban doña Luzy doña Manolita.

—Aquí tiene V. a nuestro diputado el Sr. D. Jaime—dijo D. Acisclo,presentándole a doña Luz—; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime:

—La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.

El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luzno había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de unmedio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados dedamas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cualesella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar,obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todoacudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D. Jaime Pimentel,al notar la soltura y naturalidad de sus distinguidos modales, y al oírsu acento y las pocas y atinadas palabras que le dirigió, las cuales nipecaron de frías y secas, ni se extremaron por lo galantes, sino que seencerraron dentro de los límites de la más respetuosa discreción. Porqueno era el inferior quien sintió doña Luz que le hablaba, ni el cortesanoinsolente tampoco, cuya superioridad se revela al través de su fingidacortesía, sino el hombre de la misma clase que ella, que habla comoigual, pero con las atenciones delicadas que a una señora principal sedeben siempre. Doña Luz lo comprendió así, se complació en ello, y loagradeció todo. Harto advirtió el tono diverso que empleó don Jaime, alhablar con doña Manolita, no bien a ella también le presentaron.

Dos días estuvo D. Jaime en Villafría, al cabo de los cuales fuemenester proseguir la comenzada tarea de visitar todos los lugares deldistrito.

Durante estos dos días, D. Acisclo desplegó la más prodigiosamagnificencia. Tuvo, por decirlo así, mesa de Estado. Toda su parentela,el médico, su hija y su yerno, y el cura D. Miguel, almorzaron, comierony hasta cenaron con él y con el agasajado D. Jaime. Éste se sentósiempre a la derecha de doña Luz, y tuvo siempre a doña Manolita delotro lado.

Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos dos días. ¿Qué pavosrellenos, qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones, quétortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitoria, quémenestras de cardos, morrillas y guisantes, qué jamón con huevoshilados, qué tortas maimones, y qué deliciosas alboronías, picantessalmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes yalmíbares, no condimentó o presentó en la mesa de su amo?

Los cinco mejores músicos del lugar vinieron por la noche con susacordes y sonoros instrumentos, y se bailó en la cuadra alta, porque labaja estaba como santificada por la Santa Cena.

Don Jaime bailó rigodón con doña Manolita y con una de las hijas de D.Acisclo; y con doña Luz, no sólo bailó rigodón, sino también valsó.

Con doña Luz estuvo muy fino y amable, y doña Luz asimismo lo estuvo conél.

Los chistes urbanos, las anecdotillas picantes, sin rayar en libres, laspinturas de las intrigas y lances de Madrid, referidos con ligereza yprimor por don Jaime, divirtieron mucho a doña Luz y la hicieron reír;cosa que le agradó y pasmó, porque no era fácil para la risa. Siempreque la conversación era general, cuanto decía D. Jaime encantaba alauditorio, y todos le aplaudían. Y

doña Luz notaba que D. Jaime, sin servulgar, tenía el arte de hacerse comprender de los que lo eran, y quecon sus discursos nadie se quedaba en ayunas, como con las reconditecesy los encumbramientos del Padre, el cual no dejó de asistir a todo esto,pero muy eclipsado y confundido entre la turba multa.

En los apartes, D. Jaime hizo mil cumplimientos a doña Luz. Comovulgarmente se dice, le echó muchísimas flores; pero, con tal arte, quela más presumida no hubiera creído al oírlas que eran nacidas de amor,ni negado tampoco resueltamente que de amor naciesen, porque ibanenlazadas con miramientos tales que acaso se hubiera podido interpretarpor temor de ofender lo que las contenía dentro de ciertos límites. Lafranqueza graciosa con que don Jaime decía piropos a doña Manolita,hacía resaltar todo el mérito y todo el lisonjero significado de aquellacircunspección con que celebraba la hermosura y demás excelencias de laaristocrática hija del marqués de Villafría. En suma, los dos díaspasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D.Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes,acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P.Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.

Cuando doña Manolita se vio a solas con su amiga, recordando que labroma de unos supuestos amores con D. Jaime no la había ofendido, nopudo resistir a embromarla de nuevo sobre el mismo tema. Y así,hallándose las dos, con todo sosiego, en la salita de doña Luz, lamañana misma de la partida de D. Jaime, dijo la hija del médico a lahija del marqués:

—Vamos, confiesa que nuestro diputado no te parece saco de paja.

—No me parece sino muy bien—respondió doña Luz—. Decir otra cosasería hipócrita falsedad. Es elegante, discreto, buen mozo y muy amable.

—Si tan buena es la impresión que en ti ha hecho—repuso doñaManolita—, creo que debes lisonjearte y estar muy contenta, porque élno apartaba un punto los ojos de ti y se conocía que te miraba yadmiraba con entusiasmo.

—No te burles, Manuela.

—No me burlo. Tengo por cierto lo que te digo.

—Tu deseo de que yo haga conquistas y la buena opinión que de mí tieneste llevan a soñar con todo eso.

—Y las dulzuras y los requiebros que te ha dicho en voz baja, pues porel gesto y el ademán y el brillo de los ojos se mostraba que te losdecía, ¿son sueños míos también?

—No; no son sueños. ¿Cómo negarte que D. Jaime me ha requebrado? Pero,si bien lo ha hecho con un respeto y un tino que le honran (y no de otrasuerte lo hubiera sufrido yo), no ha dejado ver verdadero interés pormí, ni un solo momento. Sus palabras expresaban estimación, denotabaningenio cortesano, estaban llenas de lisonja, pero no había en ellas unátomo de sentimiento. Ni podía haberle. Pues qué, ¿el amor brota derepente, en la vida real? Eso se queda para los dramas, donde esmenester que la acción corra a todo correr y que los hechos se condenseny acumulen en pocas horas y palabras.

—Hija mía, en la vida real, lo mismo que en los dramas, no es taninverosímil dar flechazo. En mujer de tus rarísimas prendas es menosinverosímil todavía. Yo estoy segura de ello: tú has dado flechazo a D.Jaime.

Dar flechazo tiene tan indeterminada significación que no sé quéresponderte. Si por dar flechazo quieres significar que he parecidobien a D. Jaime, y que hasta se ha sorprendido un poco (y perdona quehaga patente contigo mi vanidad) de hallar en esta villa a una mujerque, trasladada de súbito a un salón de la corte, estaría en él como ensu centro, no disto mucho de creer que le he dado flechazo. Pero desdeesto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y nime alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas milleguas en cuarenta y ocho horas, que hace sólo desde que me conoce ytrata.

—¿Y por qué no ha de andar o por qué no ha de haber andado ya esas milleguas?

—Porque es harto difícil y porque a nada conduciría. Mira, Manuela,¿qué no te declararé yo?

Confieso que he pensado en la posibilidad deese amor; pero le he desechado como locura. D.

Jaime es ambicioso, yapenas tiene para él sólo con su sueldo y sus rentas. En mí no podríaponer la voluntad sino para casarse conmigo. ¿Y qué puedo yo llevarle?Mis bienes, cuidados por mí, estando yo aquí sobre ellos, producen20.000 rs. el año que más: si me fuese de aquí, no me producirían 10.000rs., o administrados o en arrendamiento. Mi boda con D. Jaime sería comogrillos con que él ataría sus pies; sería para él una carga muy pesada.Claro es, pues, que D.

Jaime, aunque por acaso se sintiese inclinado aamarme, que lo dudo, desecharía de sí el amor como una tentación insana;como un disparate funesto.

—Luego tú—interrumpió doña Manolita—, no concibes que te quieran sinopor cálculo. No te entiendo. Lo que lisonjea y enamora es que la quierana una, aunque sea pobre, y no por ser rica.

—De acuerdo—contestó doña Luz—. Yo no sé si amaría a D. Jaime, si élme amase; pero de seguro que no le amaría, si yo fuese rica y llegase yoa sospechar que por hacer un negocio él me amaba. Ve ahí por qué no mecasaré nunca. Rica yo, recelaría siempre que no me amaban por mí, ypobre, recelo que no me amen hasta el extremo de que se sacrifiquenamándome. Como no me case con algún señorito de estos lugares, paraquien sólo puedo ser un partido proporcionado, en que ni él sesacrifique, ni yo sea para él un dote y no una amada compañera de todala vida, no veo novio adecuado para mí en el mundo. Mi único amor seráeste....

Y alzándose de su asiento, en uno de aquellos arrebatos ascéticos que devez en cuando tenía, abrió doña Luz su famoso cuadro del admirableCristo muerto y puso sus rojos y frescos labios sobre los labios lívidosde la tremenda imagen.

Doña Manolita había ya visto el cuadro otras varias veces, pero nunca lehizo más honda impresión que en aquel momento; cuando se unieron lalozanía de la mocedad, la exuberancia de la vida y la hermosura briosade doña Luz con tal fiel trasunto del dolor y de la muerte.

Esta y otras conversaciones que tuvo doña Luz con su amiga, y lospropios monólogos y los constantes pensamientos que la asaltaban, fueronacrecentando en el alma de la soberbia dama un recelo que sublevaba suorgullo, y contra el cual trató de armarse de todos los bríos de supecho.

Don Jaime iba a volver. Don Jaime, después de la visita a todos loslugares, iba a pasar otros tres días en aquel pueblo. ¿Incurriría doñaLuz en la debilidad de prendarse algo, de inclinarse un poco, y enbalde, al diputado? Sólo de imaginarlo, de presentar en su mente laremota hipótesis, doña Luz se ponía encendida como la grana y se llenabade vergüenza como si la ultrajasen con el desprecio.

Propuso, pues, en su corazón estar serena y fría a los halagos de D.Jaime cuando volviese; y olvidando, con este nuevo peligro, el que podíahaber en los diálogos íntimos, en las disertaciones sabias y en laatención y en la emoción con que oía al P. Enrique, volvió con másternura amistosa que nunca a buscar la conversación del Padre, adeleitarse en ella, y a dar señales inequívocas de la predilección conque le miraba.

Pronto se pasó de este modo una semana entera, al cabo de la cual, conno menor pompa y estruendo, volvió a Villafría el ilustre diputado D.Jaime, acompañado de D. Acisclo y de Pepe Güeto.

En la casa de D. Acisclo se renovaron las comilonas, las fiestasespléndidas y todo el lujo de que ya se había hecho gala la primera vez.

-XIV-

Solución de la crisis

Seguía D. Jaime observando siempre la misma conducta respecto a doñaLuz. Sus atenciones no podían ser más delicadas ni más respetuosos susrequiebros. En alguna ocasión creyó advertir doña Luz que D. Jaime seanimaba demasiado, pero el orgullo de ella acudía al punto a refrenar lalengua del galanteador, para lo cual bastaba un leve gesto deimpaciencia o de disgusto o una mirada severa.

Así se pasaron dos días de los tres que D. Jaime tenía que estar enVillafría, y amaneció el día tercero y último. A la madrugada siguienteD. Jaime debía salir para Madrid. Eran las ocho y doña Luz estaba yalevantada y vestida como para ir a la calle. Aquel día, con mássentimientos religiosos que de ordinario, antes de ir a la iglesiaadonde pensaba ir y oír misa, abrió el cuadro del Cristo, se arrodillódelante de él y se puso a rezar con devoción grandísima.

Había dicho a su doncella que no entrase hasta que ella llamara. DoñaLuz se creía completamente sola.

En aquella soledad y excitada por el rezo, quién sabe qué ideasmelancólicas atravesaron por su mente, ni qué amarga ternura hirió sucorazón; ello es que exhaló un profundo suspiro y dos gruesas lágrimasbrotaron de sus hermosos ojos y se deslizaron por sus frescas ysonrosadas mejillas.

La hija del médico, única persona que podía penetrar hasta allí sinpermiso de nadie, había entrado, sin que doña Luz, embebecida en susdevociones, notase su presencia.

Doña Manolita contempló, pues, a todo su sabor el ferviente rezo de suamiga y la efusión de suspiros y de lágrimas con que hubo de terminarle.Entonces, sin detenerse más, se arrojó en sus brazos y enjugó con besoslas lágrimas que humedecían su rostro.

—¿Qué es esto? ¿Por qué lloras así?—dijo doña Manolita.

Y sin contestar a la pregunta, preguntó a su vez doña Luz.

—¿Cómo te has entrado hasta aquí? ¿Qué te trae a verme tan de mañana?¿Por qué me has sorprendido?

—Perdona que te haya sorprendido; perdona que haya interrumpido tusoraciones. Ya sabes tú que yo no madrugo para ti sino cuando tengo quecomunicar contigo algo de muy importante.

Quizá desde el día en que tedi parte de mi proyectada boda con Pepe Güeto, no he usado hasta hoy dela licencia que tengo de venir aquí de mañana.

—Así es la verdad, pero yo no me quejo de que vengas. Yo me alegro deque hayas venido. Lo que hago es extrañarlo, por lo mismo que de mañanano vienes nunca. ¿Qué nueva, pues, no menos importante que el anuncio detu boda, puede hoy moverte a visitarme tan temprano?

—Vengo aquí de embajadora: te traigo un recado que arde en un candil.

—¿De quién es el recado?

—Del Sr. D. Jaime Pimentel—dijo doña Manolita.

—El rubor coloró el semblante de doña Luz, quien no acertó a disimularcon su amiga íntima el contento y la satisfacción de amor propio queaquello le causaba.

—¿Qué recado, qué embajada me traes? ¿Es alguna burla tuya, o de D.Jaime Pimentel?

—Nada de burla. Esto va de veras y muy de veras. Don Jaime te idolatra.

—¿Y por qué no me lo ha declarado? ¿Tan tímidos son en el día loscaballeros cortesanos que no se atreven a declararse ellos mismos?

—No le culpes. Don Jaime no peca ciertamente por timidez. Él lo explicatodo de un modo satisfactorio. Dice que una declaración directa de suparte requería mucho más tiempo; no podía ser tan brusca y repentina.Era menester espiar la ocasión, preparar tu ánimo sin valerse deprecipitados galanteos que tu severidad rechaza, y en tres días, porbien que él los aprovechara, no cabían tantos trámites y preparaciones.Por esto me ha buscado a mí. Anoche, al salir de tu casa, me acompañóhasta la mía, y tuvo conmigo una larga conferencia. Bien te lo había yopronosticado. Le diste flechazo. Está loco de amor por ti, y me pide quepor él interceda.

—¿Qué delirio es ese?—exclamó doña Luz—. ¿Lo ha reflexionado D.Jaime? ¿Sabe que con un corazón como el mío no se juega? ¿Ha pensadobien que yo no puedo ser objeto de un capricho efímero, sino de unapasión que decida del porvenir de la vida toda?

—Si D. Jaime no lo supiera, no hubiera acudido a mí. Si no hubieseformado un propósito para toda la vida, propósito cuya realización de tisólo depende, no vendría yo a hablarte en su nombre.

—¿Sabe D. Jaime que soy pobrísima?

—Conoce con exactitud los bienes que posees.

—Es singular—dijo doña Luz—. Te lo confieso: yo tenía de mí misma yde los hombres mucha peor opinión. No me sentía capaz de inspirar amortan desinteresado a quien la ambición seduce y sonríe, halaga lafortuna, y quieren y miman en Madrid, a lo que aseguran, las más altivasy bellas mujeres. No pensaba yo tampoco que así, de repente, pudieseenamorarse un hombre con tal desinterés.

—Pues no lo dudes: don Jaime te ama de esa manera. Dime tú si lecorrespondes.

—No sé qué contestar. Mi gratitud es inmensa. Antes de la gratitud,antes de que hubiese motivo para tenerla, ¿por qué ocultártelo? laelegancia de don Jaime, su discreción, su fama de valeroso soldado, lanoble gallardía de su persona, todo me inclinaba a quererle bien ymucho; pero el recelo de no ser amada sublevaba mi orgullo, y mi orgulloha hecho cuanto es posible para ahogar esta inclinación naciente.

—Y ahora que sabes ya lo bien pagada que es tu inclinación, ¿quésientes?, ¿qué piensas de D.

Jaime?

—Siento y pienso... que no debo dar en seguida un sí de que tal vez nohaga él mucho aprecio si con tal facilidad le obtiene. Además, no bastaser amada. Es menester pensar en el término de estos amores.

—¡Hija mía! ¿Qué otro término pueden tener sino el de que os case elcura?

—Es cierto; y eso precisamente me obliga a meditar mucho. Yo soy muyrara de carácter. No quiero que nadie me ame por conveniencia, y merepugna también que alguien imagine que la conveniencia influye en elamor mío. Si yo me casase con D. Jaime, pobre como soy, ¿no podríaalguien imaginar que me excitaban a este enlace el afán de salir deVillafría e ir a Madrid, la posición del novio, sus grandes esperanzas,y hasta las mismas ventajas materiales de que ya goza? Él, por otraparte, no es rico para nuestra clase, y preveo los apuros, lasdificultades económicas, la horrible prosa del hogar doméstico, sinrecursos suficientes. Esto me arredra. Y

no me arredra por mí, siatiendo sólo al bienestar material, sino porque me sonrojo de pensar quepueda yo ser causa de que un hombre viva lleno de ahogos. Si él sequedase conmigo aquí, me sacrificaría su ambición, su carrera, suporvenir. Si él me llevase a Madrid en su compañía, viviríamos muy mal,haría yo acaso muy triste figura en las sociedades que él frecuenta, y¿quién sabe si esto le movería a que dejase de amarme? ¿quién sabe sicansado de mí acabaría hasta por cobrarme odio?

—Veo que alambicas demasiado y te complaces en atormentarte y en crearobstáculos para lo que más deseas.

—¿Y quién te afirma que lo deseo? Yo misma lo ignoro; tengo mis dudas:no veo claro en el fondo de mi alma. ¿Será la vanidad satisfecha, seráel pueril contento de verme querida de persona de tanto valer, lo que meinduce a pensar que yo también la quiero? ¿Qué es amor? ¿Es amor estoque siento en mi alma y que me lleva hacia ese hombre? Mira, Manuela,¿por qué no decírtelo todo? Todo esto es tenebroso y confuso. Hay otrohombre de cuyos labios estoy pendiente cuando habla, cuyo talento measombra, cuya superioridad intelectual me subyuga, cuyas virtudes mellenan de maravilla y de entusiasmo, cuyo fondo de bondad altísimapercibo claramente allá en las profundidades de su corazón, y ya sabesmi enojo, mi repugnancia a que se piense que ni un solo instante puedanconfundirse con algo parecido al amor los sentimientos que ese hombre meinspira y que yo le inspiro sin duda. Con D. Jaime ocurre lo contrario;apenas le conozco; no sé si es bueno o si es malo; su entendimiento meparece de menos quilates, y sin embargo, me siento arrastrada hacia él.¿Amo acaso en él el amor que muestra y que tanto me lisonjea? ¿Lo que enel otro me repugna, lo que mata el amor es sólo el respeto a las leyesque le prohíben?

—No te comprendo—interrumpió doña Manolita—. Ya no eres tan criaturaque no sepas lo que es amor, ni atines a descubrirle en tu pecho. ¿No esbrioso, bello, valiente, pulcro y discretísimo D. Jaime? ¿No es libre?¿No te ama? ¿No te da pruebas de amor, decidido, como está y como me hadicho, a casarse contigo? ¿No es un caballero bien nacido y honrado?Pues entonces ¿a qué todas esas quintaesencias y marañas sutiles con quete devanas los sesos? Dile que sí; ámale; cásate con él y verás cuándichosa eres. Da esperanzas al menos de que le amarás, si no quieres darun sí completo y redondo desde el principio. Con estas esperanzas, él lopromete, no se irá a Madrid y permanecerá en Villafría. Buscará unpretexto plausible para no irse. Dirá que se queda para comprar quincearanzadas de olivar, que lindan con las suyas, y para cuya compra estáya en tratos.

—Lo que me aconsejas es vulgar; perdona mi crudeza de expresión: esfeo. Yo no debo dar esperanzas de una cosa de que yo misma no estésegura. Y si estoy ya segura de ello, es artificio ridículo ocultarlo ydar esperanzas, e ir descubriendo poco a poco mi corazón. Si no amo a D.Jaime, no debo engañarle con esperanzas inciertas. Preténdame él y tratede conquistar mi voluntad y de rendirme, sin que yo le aliente conesperanzas. Y si le amo, debo ser franca y decírselo luego, ya que meama él. Aunque dé poca estimación a un sí tan fácil y tan pronto, debodarle ese sí.

—Soy en todo de tu opinión. Dale ese sí: que le oiga de tu boca y seráel más feliz de los mortales.

—¿Y cuándo? ¿Y de qué suerte? No: no le digas nada. Tengo vergüenza.Cállate; cállate por piedad. Que se vaya y me deje tranquila en miretiro.

—Ea, mujer, no seas desatinada. ¿Cómo se ha de ir sin contestación,después del paso que ha dado?

—¿Y qué le contesto, si no sé qué contestarle? ¿No crees tú que va aarrepentirse no bien le diga que sí? ¿Crees tú que me ama de veras, contodo el ser de su vida como yo necesito ser amada; como yo le amaría sime amase?

—Vaya si lo creo. Sus palabras infunden la creencia en el entendimientomás inclinado a dudar. Óyele, y quedarás convencida. Quiero atreverme adecírtelo. Por Dios, Luz, no te enojes.

No he sabido resistir a susruegos. Le he traído en mi compañía. Está aguardando en la cuadra alta.Voy a llamarle volando.

Antes de que doña Luz consintiese, su amiga, ligera como una corza,había salido en busca del diputado brigadier.

Doña Luz no sabía lo que le pasaba. Estaba agitadísima. Era la primeravez que se iba a ver a solas con un joven enamorado, en aquel púdicoretiro, donde había vivido los más floridos años de su juventud. Todoslos vagos ensueños de amor, todas las palabras dulces, todos los regalosdel alma se ofrecieron de repente a su fantasía, no ya cifrados en unser ideal y aéreo, creación imaginaria, sino aplicados y consagrados alamor de una persona real y llena de vida, cuyas excelentes prendas secomplacía en reconocer y cuyo afecto hacia ella adulaba su orgullo.

La sombra melancólica del P. Enrique cruzó por su mente,entristeciéndola. Miró la imagen del Cristo muerto y se le antojó que separecía al P. Enrique. Era de día claro. Entraba el sol por la ventana,y sin embargo, sintió cierto temblor al mirar el Cristo. Acudió a élprecipitadamente y le cubrió con el otro cuadro.

Como para apartar de sí toda imagen tétrica se miró entonces al espejo.Se vio hermosa, gallarda, toda lozanía, juventud y elegancia, y hallónatural, casi forzoso, que D. Jaime la amase.

Después pensó de nuevo en el P. Enrique, pero de otra manera. El mismoamor de ella hacia D.

Jaime aclararía lo que en su inclinación hacia elPadre podía haber de ocasionado a dudosas interpretaciones. Esto laimpulsaba a creerse y a sentirse enamorada de D. Jaime. Amando a D.Jaime desaparecería a sus ojos todo lo que hubiera podido tener de rarosu amistad con el misionero. Lo ridículo que en aquellas relacioneshabía creído entrever a veces desaparecía ya, y todo se explicaba.

Esta serie de pensamientos pasó en un instante por el alma de doña Luz.Un instante no más fue lo que tardó D. Jaime en aparecer a la puerta delsaloncito que doña Manolita había dejado abierta.

No tuvo D. Jaime que hablar palabra para obtener el permiso de entrar enel saloncito. Ella le aguardaba; ella le vio venir y le recibió sincumplimientos ni ceremonia.

Doña Manolita se quedó fuera y D. Jaime entró solo.

Llegó precipitadamente donde doña Luz estaba de pie; hincó en tierraambas rodillas, y dijo con acento conmovido:

—Ya lo sabe V. De V. depende mi dicha o mi desdicha. Aquí aguardo misentencia.

Todo discurso más prolijo hubiera sido absurdo en aquella ocasión; todaarte vana; toda precaución chocante.

La puerta del saloncito había quedado de par en par y D. Jaime estaba derodillas a los pies de doña Luz. Se diría que se acababa de entregar adiscreción, que todo por su parte estaba dicho, y que a ella tocaba sólohablar e imponer condiciones.

El orgullo de doña Luz se sentía vivamente lisonjeado. Aquel dandy,aquel valiente, aquel hombre de porvenir y de carrera, estaba allípostrado ante su hermosura, sin más resorte para tanto rendimiento queel repentino y ardiente amor que ella había sabido inspirarle.

Doña Luz enmudeció: no acertó a decir palabra alguna; pero en su rostro,donde no cabía el disimulo y donde se reflejaban todos sus sentimientos,se pintaban el júbilo, la emoción afectuosa y la agradable sorpresa.

Como tal vez las nieves detienen y con la misma detención prestan másbrío a la virtud germinal de la primavera, la cual aparece de súbito yda razón de sí cubriendo los árboles de verdura y los campos de flores,así el anhelo de amar y todo el ser apasionado del virgen corazón denuestra heroína despertaron de repente, reprimidos hasta entonces por laprudencia, y como dormidos hasta los veintiocho años. Doña Luz sintiónacer en su espíritu la primavera de la vida; oyó cantar las aves; vio,como en espejo mágico, el paraíso; aspiró el perfume embriagador derosas hadadas, y pensó que se extendían por su seno el calor suave y laluz dorada de un sol ideal, iluminando y vivificando un mundo bellísimo,recién creado y oculto en su alma.

Temió luego que tan rica creación se desvaneciese, que se disipase comosi fuera soñada, y exclamó al fin con extraño candor:

—¿No me engaña V.? ¿Es cierto? ¿V. me ama?

—Con todo mi corazón—contestó D. Jaime tomando la linda mano de doñaLuz y estampando en ella un beso.

—No sea V. loco. Levántese V.—dijo doña Luz, retirando con suavidad sumano de entre las de don Jaime.

—No me levantaré—replicó éste—, hasta saber si usted me corresponde.

—D. Jaime, por Dios, ¿qué quiere V. que yo le diga? Yo no sé si le amoa V.: pero si el contento que me causa el creerme amada y el temor deperder esta creencia son síntomas de amor, me parece que le amo.

Doña Luz se sonrojó como nunca al pronunciar tales palabras, y D. Jaimese levantó mostrando en su semblante la gratitud y la alegría que laconfesión de doña Luz le causaba.

Después dijo:

—Deseche V. todo temor, y conserve la creencia de que la amaré siempre,y de que mi amor hacia V. sólo puede compararse con el respeto y laprofunda admiración que V. merece.

Llegadas a ese punto las explicaciones, y yendo por camino tan llano,todo quedó tácitamente concertado en aquella entrevista, que durópoquísimo.

Doña Luz estaba turbada y confusa, pero la majestad severa de su rostroy ademanes hubiera contenido al amador más audaz.

Don Jaime se creyó amado, y ni siquiera con otro beso en la mano de doñaLuz se atrevió a manifestar que amaba a su vez, y que estaba agradecido.

En suma, dado el modo de ser de doña Luz, y después de declarado deambas partes el amor, no había trámite, ni coloquio tierno a solas, nidilación que valiera. Las bodas tenían que venir a escape.

Doña Luz era harto vehemente para hablar con serenidad y con frialdad deotro cualquiera asunto, y a solas, con el hombre a quien casi acababa dedecir: te amo; y era tan casta y