Dona Luz by Juan Valera - HTML preview

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El atleta en la fuga de los más briosos ejercicios, el guerrero mientrasriñe la más brava batalla, sostenidos por el entusiasmo y por laexcitación nerviosa, no sienten su cansancio ni llegan a postrarse. Lapostración no sobreviene sino después del triunfo. El soldado de Maratónno cayó muerto hasta que dio a los atenienses la nueva de la victoria.No de otra suerte el P. Enrique sostenía maravillosamente su papel,mientras que estaba en presencia de doña Luz o en presencia de otrapersona cualquiera. Pero en el retiro de su cuarto, como si se aflojasenlos resortes que tenían sus nervios en perpetua tensión, solía caerdesfallecido. Mal ahogados suspiros brotaban de su pecho, en el cualsentía opresión dolorosa; tenía vértigos, la vista se le nublaba, se ledormían los dedos o notaba en ellos calambres e insólito frío; lasimágenes y especies que guardaba su memoria se revolvían en confusión;le dolía la cabeza y hasta se le trababa la lengua y tartamudeaba cuandohablaba con Ramón, su criado.

Repetidos ataques de este género tuvo el P. Enrique, siempre en lasoledad de su estancia. El Padre tenía algunos conocimientos médicos, yél mismo se curaba con auxilio de su criado. Ya se hacía ponersinapismos, ya dar fuertes fricciones, ya se aplicaba a la nariz ciertahierba, por cuya virtud provocaba una ligera emisión de sangre, ya secubría la cabeza con un lienzo mojado en agua fría.

Cuando se aliviaba de su mal no dejaba nunca de decir a Ramón:

—Esto no ha sido nada. Cállate y no digas a nadie que he estadoenfermo.

—Bien está, mi amo; contestaba el criado.

Así las cosas, en una mañana, que era la del día décimo después de lapartida de D. Jaime, el Padre Enrique tuvo un ataque más fuerte que losanteriores.

Aquella noche, según contó después Ramón, el padre no había podidodormir: había estado agitadísimo. Ramón le había sentido andar a grandespasos por el cuarto. Había acudido de puntillas para que no se enojasede que le espiara, y le había visto escribir. Después había vuelto anotar que andaba en el cuarto. El padre se durmió, por último, pero conun sueño que asustó bastante a su fiel criado; sueño fatigoso,acompañado de un ronquido o silbo a manera de estertor.

Su rostro estabademudado y más pálido y ojeroso que ordinariamente.

Ramón, con todo, tal respeto tenía a las órdenes que su amo le daba, queno se atrevió a llamar al médico. Tampoco se atrevió a despertar alPadre.

Este despertó por sí, pero su despertar fue tremendo. Tenía inmóvileslos músculos de la cara; paralizada la lengua que no podía pronunciarpalabra alguna; la mirada incierta, y las extremidades del cuerporígidas y frías como el mármol.

Ramón, desolado y lleno de terror, acudió en busca de D. Anselmo y llamóa D. Acisclo para que acompañase a su sobrino.

Don Anselmo vino pronto, y apenas vio e inspeccionó al enfermo, mostróen su semblante consternado el cuidado que le inspiraba.

—Sea V. franco, D. Anselmo—dijo don Acisclo—: ¿qué tiene mi sobrino?

—Es un caso muy grave—contestó tristemente el doctor.

—¿Cómo es posible? ¿Quién lo creyera—replicó don Acisclo—, cuandoayer estaba tan bueno?

—Usted no lo creyó porque no veía el mal que interiormente le mataba.Su sobrino de V. es harto sufrido y sabe disimular. ¡Ojalá no hubieradisimulado tanto y hubiéramos podido llegar a tiempo!

—¿Qué, entiende V. que no es tiempo ya?

—Señor D. Acisclo, usted quiere de corazón a su sobrino; pero usted esvaleroso y entero de alma. ¿Para qué rodeos? Menester es que lo sepa V.todo. El Padre se halla en el mayor peligro.

—¿Qué enfermedad es la suya?

—Una enfermedad más rara que en los robustos y sanguíneos, en losflacos y entecos, y, por lo mismo, en éstos mucho más peligrosa. Quizásasiduos trabajos intelectuales, atroces disgustos, prolongadas vigilias,la agitación del alma duramente refrenada y el fuego comprimido de laspasiones, obran misteriosamente en nuestro organismo y promueven estaexplosión: el corazón se hincha, adquiere una fuerza enfermiza eirregular, y de repente inunda el cerebro de sangre.

—¿Qué quiere V. significar con todo eso?

—Quiero significar que su sobrino de usted tiene una apoplegíafulminante.

Don Acisclo, que amaba a su sobrino, que le consideraba como elcomplemento de la gloria de su familia, de la que él era el otrocomplemento, tuvo un sincero y hondo dolor, y estimuló con súplicas ylamentos el celo del médico.

No necesitaba éste de estímulos. Deseaba volver la salud al Padre; peroconocía que su situación era desesperada, que sólo un milagro podíasalvarle, y él no creía en milagros.

Humanamente, entre tanto, hizocuanto pudo y supo. No quiso sangrar al enfermo porque le encontrabadébil en demasía, pero le dio los medicamentos más enérgicos y conocidospara estos casos.

A fin de evitar o hacer que cediese la inflamación de las membranas dela cabeza, le puso un cáustico en la espalda junto a la nuca, y se valióde revulsivos para llamar la sangre y el calor a las extremidades.

Todo, no obstante, fue en vano.

La noticia de la enfermedad del Padre corrió en seguida por el lugar yllegó a los oídos de doña Luz, quien vino al instante a verle.

¿Quién sabe los extraños y tristes pensamientos que atormentaban a doñaLuz, cuando entró en el cuarto donde el padre estaba en cama; en elcuarto mismo que ella había ocupado hasta que se casó y donde habíadormido durante más de doce años?

Silenciosa y grave llegó doña Luz hasta la cabecera. Allí, con la cabezalevantada y sostenida por varias almohadas, estaba el Padre sin darseñal alguna de conocimiento. Los ojos como dormidos, entornados lospárpados, muda la lengua. Tal vez sentía, veía y comprendía aún; pero notenía medio de comunicar sus impresiones por carencia de fuerzamuscular.

Largo rato le miró doña Luz sin pronunciar palabra. Al fin rompió enamargo lloro. Se sentó luego en una silla en el más oscuro rincón de laalcoba, y permaneció callada y llorando, y procuró que olvidasen supresencia allí.

Con la agitación de los tres asistentes del enfermo, hubo un momento enque dejaron sola con él a doña Luz.

Ella se alzó entonces de su asiento, y volvió a mirarle con fijeza, conobstinación, con atracción invencible, como el viajero cuando va por elborde de un precipicio mira el abismo que le atrae, y ansía ver lo quehay en lo más hondo y tenebroso de su seno.

Las lágrimas de doña Luz brotaron con mayor abundancia entonces. Creyó,como nunca, con más vehemencia que nunca, que aquel hombre y su Cristomuerto se parecían. Imaginó, o vio en efecto, que el Padre, inmóvil,sentía y comprendía allá en su interior, y que la miraba haciendo unesfuerzo para dominar aún, con el brío de la voluntad, los nervios ymúsculos inertes que ya no le obedecían. Entendió, por último, que lamirada del enfermo era suplicante, amorosa, tristemente dulce. Por unimpulso irresistible, hondamente conmovida, casi sin darse cuenta, sinreflexionar y sin vacilar también, como no vacila ni reflexiona lo quese mueve impulsado por una fuerza fatal, doña Luz acercó suavemente elrostro al del Padre, y puso los labios en su frente macilenta, y luegoen sus dormidos párpados, y luego en su boca, ya contraída, y los besócon devoción fervorosa, como quien besa reliquias.

No pudo más doña Luz. Exhaló un ¡ay! agudo y cayó desmayada en el suelo.El padre siguió inmóvil como estaba antes.

Don Anselmo, D. Acisclo y Ramón acudieron en seguida.

—¡Qué disparate!—dijo don Anselmo—. ¿Cómo hemos dejado aquí sola aesta señora? Esta señora es muy vehemente, y no conviene que esté aquí.Además, el enfermo necesita soledad.

Doña Luz se recobró a poco, y sin resistirse a las últimas palabras deD. Anselmo, que pudo oír y entendió bien, salió del cuarto del Padre.

Tres horas después el P. Enrique había dejado de existir.

Raro es el ser humano cuya memoria sobrevive largos años a la muerte. Eltiempo acaba con el duelo, la tierra consume el cadáver y el olvidodevora los recuerdos. Pero siempre o casi siempre, a poco de morir,sobreviene para todo hombre el momento de mayor indulgencia, afecto yestimación que le concede el mundo. Los que no se percataban del vivopor insignificante, piensan en él cuando muerto, pues con morir hace lomás digno de conmemoración de su vida; realiza su esencia, como dicenlos filósofos a la moda: los que le envidiaban deponen la envidia; losque le odiaban el odio; los que estaban hartos de verle se alegraninteriormente con que ya no le verán, y para desagraviarle de estaalegría, y evitar que venga por la noche, en pena, a tirarles de lospies, hacen de él los mayores encomios; todos sus defectos desaparecenpor lo pronto, como si se hundiesen en el sepulcro, y sólo se ven susperfecciones; en resolución, el muerto se reconcilia muriéndose con casitodo el género humano, por lo mismo que se va y deja siempre algo queheredar: cuando no quintas y palacios, un puesto al sol para pedirlimosna.

Sea como sea, con la muerte del Padre, de quien, salvo la tertulia,nadie hacía ya caso en Villafría, hubo en todo el lugar unarecrudescencia de cariño y de entusiasmo hacia él. Se dieron a admirarley a celebrarle mil veces más que en el día de su llegada. Por lo mismoque apenas le habían tratado, la imaginación vulgar pudo inventar yfantasear a su antojo. Se ponderaron sus virtudes. Se sacaron a relucirmuchas obras de misericordia que en efecto había hecho. Se bordó lasencilla historia de su muerte con mil pormenores que tocaban en lomaravilloso. Hubo beatas que supusieron que el mismo Padre habíaanunciado con exactitud el día y la hora de su glorioso tránsito, y nopocas acreditaron que había muerto en olor de santidad y que don Acisclodebía tratar de canonizarle, enviando a Roma con este fin un expedientebien claveteado.

Algunas personas incrédulas del lugar querían dar a entender que todoesto se decía para adular a don Acisclo, el cual lamentó de verdad lamuerte del sobrino y le elogió en todos los tonos que él podía emplear.

Por lo demás, incrédulos y crédulos, ora por hacer coro a D. Acisclo,ora porque así lo sintiesen, todos convenían en que el muerto había sidolo que se llama un bello sujeto, lleno de discreción y de bondad, yhasta santo, entendiendo cada cual la santidad a su manera.

Nadie, sin embargo, lloró con más ternura, tuvo más honda pena por lamuerte del P. Enrique que la persona que tenía o creía tener indicios deque él no había sido santo del todo. Doña Luz durante los primeros díasestuvo desolada.

Acrecentaban su pena singulares cavilaciones. Por una parte ciertoorgullo, cuando volvía a creer que ella le había infundido una pasiónhomicida, y luego el horror que le causaba dicho orgullo; por otra partela confusa sospecha y el vago remordimiento de que ella por instintoabominable, aunque sin reflexión, había provocado y hecho nacer aquelextravío en alma antes tan tranquila y dichosa; y por último la duda deque todo fuese sueño de su vanidad. ¿No podía doña Luz haberse forjadouna novela? ¿Qué le había dicho el Padre para que le creyese enamorado?¿Se había muerto de amor o de apoplejía? La romántica, la sentimentalera ella, que le había besado locamente cuando expiraba.

«¿Si habré sido yo la liviana, la sandia y la extravagante? ¿Si habréestado enamorada del fraile, que no pensaba en mí sino con inocente ysencillo afecto paternal?».

Al cavilar así doña Luz se llenaba de vergüenza y temblaba como unaazogada y se enojaba contra sí misma, juzgándose delincuente, loca yhasta infiel.

Mientras pasaba esto en el ánimo de doña Luz, don Acisclo repartió entresus hijos o guardó para sí los pocos y pobres objetos que el Padre habíadejado, y que más habían de conservar como sagrada memoria que por elescaso valer que tuviesen.

En esta partición reservó D. Acisclo para doña Luz los pocos libros queel fraile poseía.

No ignoraba D. Acisclo que el padre estaba escribiendo una obra y hastapensó en que podría él darla a la estampa, aunque hubiese quedadoincompleta. Buscó, pues, el manuscrito, le halló, y considerando que lasdos únicas personas capaces de entender en el lugar aquello que élllamaba una monserga eran D. Anselmo y doña Luz, y que D. Anselmo porser impío no apreciaría tan bien la monserga como doña Luz, que eracreyente, no titubeó en llevar el manuscrito a doña Luz, sin abrirsiquiera sus páginas, porque le estorbaba lo negro, como no fuesencuentas en que él saliera ganando y con alcances a su favor.

Doña Luz recibió con veneración el manuscrito del Padre, y no bien D.Acisclo la dejó sola, le abrió con ansiosa curiosidad y se puso aleerle. En su impaciencia hojeaba y recorría todas las páginas,devorando al vuelo su contenido, procurando comprender el conjunto, ydejando para después el leerlo todo con detenimiento.

A poco de hojear, dio doña Luz con las hojas sueltas. Su vista se fijóen ellas. El corazón le dijo que algo de muy interesante encerraban.

Entonces las leyó con pausa, con interrupciones, con muy frecuentesinterrupciones, porque el llanto se agolpaba en sus ojos y la cegaba yno le consentía que leyese.

En cada una de estas inevitables interrupciones, en voz baja como sitemiera ser oída, con las palabras entrecortadas por los sollozos,exclamaba doña Luz:

—Era cierto. Era cierto. ¡Me amaba, Dios mío! ¡Cuánto, cuánto me amaba!

A lo último, más allá y después de lo que conocemos, la víspera de sumuerte, el P. Enrique había escrito lo que sigue, que también leyó doñaLuz:

«Estas páginas, si no las rasgo o las quemo, irán indefectiblemente,después de morir yo, a las hermosas manos de ella. Ya entonces no meavergonzaré de que ella sepa mi amor. Perdona, Dios mío, mi nueva culpa.Quiero que ella le sepa. ¿En qué el saberlo podrá turbar la dicha y lapaz de su noble vida? Ella me ha amado, ella me ama como un ángel ama aun santo, y yo la he amado como un hombre ama a una mujer. Sería yohipócrita si no le revelase que no merezco su amor angelical; que yo laamaba como ama un pecador. Es menester para mi eterno reposo que ella meperdone por haber convertido en veneno el bálsamo y su afecto inocenteen incentivo vicioso; por haber alimentado con la purísima luz de susojos este fuego del infierno que me abrasa y que mancha lo limpio de suimagen que llevo grabada en el alma. A pesar tuyo, Dios mío, a pesartuyo y en contra tuya, la llevo grabada con rasgos indelebles. Todo elbrío de mi voluntad, toda la fuerza del cielo, todas las penas delinfierno no podrán arrancarla de allí. Doña Luz y el amor de doña Luzviven vida inmortal en mi espíritu».

Al terminar la lectura, el dolor de doña Luz se hizo más agudo; laslágrimas acudieron más abundantes a sus ojos; los sollozos parecía queiban a ahogarla; pero, como luce el iris entre las nubes negras, unadulce sonrisa de triunfo y de gratitud por aquel amor, que sólo perdónsolicitaba, brilló en los rojos y frescos labios de la gentil señora.

-XIX-

La embajada de D. Gregorio

La tristeza de doña Luz, pasados algunos días, tuvo más de dulce que deamarga: aunque no dejaba de ser tristeza, estaba mitigada por lasatisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía;por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sidocoqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacerun examen de conciencia muy rigoroso.

Doña Luz no tenía la culpa de aquel amor que agradecía, ni de aquellamuerte que lamentaba.

Su amistad, admiración y veneración al Padre no podían haber sidomayores.

Si el Padre le hubiera inspirado otro más vivo sentimiento, ella hubierapecado contra Dios, contra el mundo, contra su honra y contra su decoro.

En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a laclase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menospoéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito,hubiera ella podido sentir.

A fin de fortalecer y magnificar las causas poéticas del amor que teníaa D. Jaime, doña Luz estimó muy alto el de D. Jaime hacia ella. Sudesinterés era evidente. Él hubiera hallado a cientos los partidosmejores en Madrid. Hubiera tenido con facilidad mujer con título y conrentas, a poco que la hubiera buscado. Don Jaime había sin dudadesdeñado por ella las más brillantes bodas.

Luego la adoraba don Jaime.Y D. Jaime, elegantísimo, de noble familia, lleno de porvenir, honrado yrespetado ya como hábil capitán y soldado valeroso, podía enorgullecer acualquiera mujer a quien diese su nombre y su mano. D. Jaime, además,era joven aún, gallardo y arrogante de figura, discreto y ameno. Lascartas que escribía doña Luz desde Madrid mostraban bien su amor por lotiernas y cariñosas, y su ingenio y su chiste, por lo bien escritas ypor las gracias y lances que contenían.

Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma enque estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo ypara haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre ylas lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le habíadado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban,ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazoamoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.

Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había éltomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado eltítulo. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D.Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.

Doña Luz estaba en su cuarto, acababa de volver de misa, y había rezadocon fervor por el alma del P. Enrique, en quien de continuo y tierna ymelancólicamente pensaba, cuando entró Juana, la doncella, y dijo:

—Señora, un forastero quiere hablar con usía.

—¿Su nombre?

—Don Gregorio Salinas.

—No le conozco. ¿Qué facha tiene?

—Más bien buena que mala. Viene muy decentemente vestido, aunque deviaje. Se conoce que acaba de llegar. Es chiquitín, regordete, coloradocomo una remolacha, y se sonríe como si estuviese contento. Está, sinembargo, de luto.

—Mira, Juana, yo no tengo gana de recibir visitas. Dile que me duele lacabeza, que vuelva otra vez si tiene algo importante que decirme, quehoy no recibo.

Juana salió a dar el recado, y volvió en seguida con una carta que pusoen manos de doña Luz.

—Don Gregorio Salinas—dijo Juana—, me acaba de entregar esta carta,asegurando que será admitido en cuanto usía la lea. Dice que la carta essu credencial.

Doña Luz, no bien tomó la carta y miró el sobrescrito, se quedómaravillada. Reconoció la letra de su padre.

La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también.

Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más dequince años.

La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras:

«Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas,escribano de Madrid, persona de toda mi confianza. Da entero crédito acuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menorescrúpulo lo que te ofrezca y entregue».

—Que pase adelante ese caballero—dijo doña Luz.

Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luzestaba.

Después de los cumplimientos de costumbre, sentados doña Luz y su hastaentonces desconocido huésped en cómodas butacas, habló éste, con reposoy como quien tiene mucho que decir, de la manera siguiente:

—Ya sabe usía que me llamo Gregorio Salinas. Ahora soy escribano y noestoy mal de bienes de fortuna. Hace ventiocho años era yo un pobreestudiante, sin una peseta en el bolsillo; pero, en cambio, ni estabagordo, ni tenía canas, ni calva, ni arrugas, y las gentes afirmaban,perdone usía la inmodestia con que lo recuerdo, que era yo un bonitomuchacho, listo y gracioso. Nada tiene de extraño, por consiguiente, quese enamorase de mí una mujer del sobresaliente mérito de mi Joaquina.Esta Joaquina es mi esposa, para servir a usía. Quiere mucho a usía y lemanda conmigo mil respetuosas y cariñosas expresiones.

—Mil gracias—dijo doña Luz, interrumpiendo a don Gregorio—. Deje V.el tratamiento y llámeme de usted, y perdóneme además si le digo confranqueza que aligere su cuento porque me muero de curiosidad.

—Tenga V. calma, señora marquesa; tenga V. calma. Yo le prometo no serprolijo ni enojoso.

Iré al grano. No crea usted que nada de lo que digoes a humo de pajas. Todo se necesita para que V. se entere.

—Vamos, siga V., y le repito que perdone mi interrupción.

—Pues, como iba diciendo—prosiguió D. Gregorio—, mi esposa es ahorauna matronaza fresca y guapetona todavía, si bien los años no pasan enbalde. Cinco hijos me ha dado como cinco soles. Todos están a lasórdenes de V., señora marquesa. En aquel entonces, cuando el noviazgo,era mi Joaquina una moza de lo más selecto que se paseaba por Madrid, yservía de doncella a cierta dama de las más encopetadas, cuya privanzatenía por completo y todos cuyos secretos más íntimos poseía.

—¿Y cómo se llamaba esa dama?

—La Exma. Sra. Condesa de Fajalauza.

Doña Luz, como quien oye un nombre que por vez primera suena en susoídos, se encogió de hombros y se calló. D. Gregorio siguió hablando:

—Mucho debemos mi esposa y yo a esta señora. Ella nos casó, ella nosprotegió, y ella nos dio los medios conducentes para llegar al punto debienestar y prosperidad a que hemos llegado. Dios se lo pague y se loaumente de gloria. Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna faltacometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estabacasada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días.Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lancesde los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridassobre su conciencia. Tenía fama de tan diestro, que se le creía capaz dematar de un pistoletazo un mosquito que pasase volando a cincuenta varasde distancia, y de atravesar de una estocada al propio diablo que sepusiese a reñir con él. Añádase a esto que el Conde era celoso como unturco, y no porque amase mucho a la Condesa, sino por otros motivos. Lapobrecita Condesa no le había dado ninguno durante ocho años dematrimonio. Aquella señora era una santa; muy sufrida, muy prudente ymuy buena cristiana.

Doña Luz empezó a dar visibles muestras de interesarse en la narración.Don Gregorio siguió diciendo:

—La Condesa aportó al matrimonio cuantiosos bienes. Malas lenguas handado en propalar que el Conde, al casarse con ella, no tuvo en cuentasino su negocio. Nada de amor. La condesa se casó casi niña, excitada aello por su madre, y sin comprender toda la trascendencia de aquel paso.A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientespróximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, quemás debiera llamarse tal que no esposo y compañero.

No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; peroamaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptosmorales y religiosos. Nada, como he dicho, hubo que censurar en ella enlos primeros ocho años de matrimonio. Vivió resignada como una mártir.Ni siquiera tuvo el consuelo y el refugio que tienen otras mujeres,consagrando su corazón al amor maternal. El maldito enlace fue estéril.Los condes de Fajalauza no tuvieron hijos.

Un asunto de grande interés reclamó por aquel tiempo la presencia delConde en Lima. No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía yque importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muydelicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larganavegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo.Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.

Durante la ausencia del Conde no se presentó la Condesa en reuniones nien teatros; vivió bastante retirada, pero no faltaron galanes ypretendientes que procurasen hacerse amar de ella.

La Condesa losdesdeñó a todos. Hubo uno, sin embargo, dotado de prendas tan raras ybrillantes, tan enamorado o fingiendo con tanto arte que lo estaba, tandiscreto, buen mozo y seductor, que acertó a cautivar el alma de ladesdichada Condesa. Contribuyó mucho a este resultado, como sucedesiempre, la fama de conquistador que ya tenía el galán. Nada puede tantocon las mujeres como el considerar que aquel que las pretende desdeñapor su amor el de otras mujeres a la moda, jóvenes, hermosas, ricas ydistinguidas.

En suma, y como quiera que ello sea, la Condesa amó al galán, y fue talsu pasión que se dejó vencer a pesar de sus severos principios.

Estas relaciones estuvieron envueltas en el misterio más impenetrable.Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujersingular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía asolas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominabade sí misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperabahasta de que Dios la perdonase.

En esta refriega espiritual, entre la culpa y el arrepentimiento, estuvoella hasta que volvió su marido.

El secreto había sido tal, que nadie había dicho ni sospechado lo másmínimo.

El Conde, a pesar de todo, era suspicaz y receloso, y sospechó algodesde el día de su vuelta.

Tal vez la agitación de su mujer; larepugnancia en que ella trocó la frialdad con que antes le recibía;algunas palabras, algunos suspiros, algún ¡ay! delator que le oyó ensueños, bastaron a ponerle sobre la pista.

Una noche, mientras dormía la condesa, su marido se apoderó de la llavedel escritorio de su mujer y registró detenidamente cuanto en élencerraba. La Condesa había cometido la imprudencia de conservar lasprimeras cartas que le escribió su amante y el Conde pudo leerlas.

Pordicha, estas cartas no probaban la completa complicidad de la Condesa.Hasta podía ella haberlas conservado, no por amor a quien las escribió,sino por vanidad y como testimonio de haber sido tan amada. Las cartasbastaron, no obstante, para que el Conde tuviera escenas espantosas consu mujer. Si las cartas le hubiesen probado su culpa, el Conde lahubiera asesinado. Como las cartas no eran más que un indicio, el Condese limitó a atormentar a su mujer y a desconfiar de ella y a vigilarla.Con un pretexto plausible se trajo a vivir en su casa a una hermanasolterona que tenía, la cual era una furia del infierno. Esta mujer fuedesde entonces la espía, la acompañante, la dueña, la negra sombra de laCondesa.

En cuanto al galán, cuyo nombre descubrió el conde por las cartas,también las cartas le costaron caras. El Conde, a fin de que nadie seenterase y procurase inquirir el motivo, buscó al galán y le obligó areñir con él a la espada, sin ninguno de los trámites y formalidades delduelo.

El galán quedó mortalmente herido en su propia casa, y sólo porun milagro de la cirugía pudo salvar la existencia.

—Sabía ese lance de mi padre—dijo doña Luz—, pero ignoraba quien fuesu adversario y la causa del lance. Prosiga V., Sr. D. Gregorio.

—Ya que sabe V. que el galán era el señor Marqués, su padre de V.,seguiré este relato designándole con su nombre. Si alguna frase se meescapa que pueda lastimar, aunque sea levemente, la memoria del señorMarqués, doy a V. desde luego un millón de excusas.

Doña Luz hizo un gesto y movió la cabeza como si quisiera indicar quelas excusas estaban aceptadas de antemano.

D. Gregorio continuó:

—El terror que le inspiraba su marido, la vigilancia del argos confaldas que tenía en su cuñada y su propio arrepentimiento, hicieron quela Condesa no volviese a ver en secreto al Marqués.

Este desechó de sualma, con el andar del tiempo, amor tan peligroso y ya imposible o casiimposible de satisfacer, y se distrajo con más fáciles amores.

Todo lazo se hubiera roto, toda relació