Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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El señor de Avrigny no se equivocaba al decir que estaba mejor laenferma. Gracias a los cuidados del padre y a la ciencia del sabio sehabía operado el milagro, y por aquella vez la muerte había sidovencida.

Con todo, el doctor, a pesar de toda su ciencia o tal vez a causa deella, que le descubría todos los misterios del organismo humano, habíavislumbrado interpuesta entre él y la enfermedad, una tercerainfluencia que él se consideraba impotente para combatir y que tanpronto venía en auxilio del mal con en el del médico. Esta tercerainfluencia la representaba Amaury; por eso había estampado en su diarioque en manos de él estaba la vida de Magdalena.

Así, obrando en consecuencia, al día siguiente a aquél en que habíaescrito esta triste confesión envió a Amaury un recado diciéndole que leaguardaba, pues necesitaba hablarle. El joven, que aún no se habíaacostado, acudió inmediatamente al despacho del doctor.

El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza ocultaentre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no looyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta queAmaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento deinquietud:

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?

—No, hijo mío, no—respondió el doctor.—Precisamente porque está muchomejor he querido hablar contigo. Siéntate, pues, y hablaremos.

Obedeció Amaury sin replicar, mas no libre de inquietud, porque elacento del doctor, por lo solemne, le revelaba que iba a tratarse allíde algún asunto muy serio.

Efectivamente, tan pronto como Amaury se acomodó en un asiento, le tomóel doctor la mano y mirándole fijamente, le dijo:

—Escúchame, Amaury: tú y yo somos como dos soldados que han peleadojuntos en el campo de batalla; nos conocemos mutuamente, tenemosperfecta idea de nuestro valor y de nuestras fuerzas, y así podemoshablarnos con toda sinceridad, con absoluta franqueza.

—¡Ay!—repuso el joven.—Desgraciadamente, en esta larga lucha en laque todos aguardamos que usted triunfe, le he servido de muy poco; hatenido usted en mí un mal auxiliar. Cierto es que si la intensidad delamor y el fervor de la oración constituyesen méritos a los ojos de Diosy sirviesen de ayuda a la ciencia, yo también podría atribuirme encierto modo la gloria de haber contribuido a que Magdalena hoy estéconvaleciente.

—Lo sé, Amaury, lo sé. Por eso, porque sé hasta qué punto la quieres,espero de ti, en bien de ella, un ligero sacrificio.

—Hable usted. Estoy dispuesto a todo, menos a renunciar a ser suesposo.

—No temas, hijo mío. Magdalena es tuya, o mejor dicho, no perteneceránunca a otro hombre.

—¿Qué quiere usted decir?

—Oye, Amaury; escucha en mis palabras la observación del médico y no elreproche de un padre. Yo comencé a temer por la salud de mi hija elmismo día en que nació; pero las dos veces en que más seriamente me haalarmado desde que está en el mundo han sido: una, cuando le declarastetu amor, y la otra...

—No me la recuerde usted, padre mío. ¡Cuántas noches, mientras ustedvelaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto, me ha asaltado eserecuerdo, causándome la tristeza propia del remordimiento! Pero porfuerza tendrá usted que perdonarme, porque junto a Magdalena pierdo larazón, todo lo olvido, el amor me trastorna...

—De todo corazón te perdono, hijo mío, porque si así no fuera no laquerrías. ¿Ves? En eso consiste la diferencia que hay entre tu amor y elmío; yo presiento las desgracias futuras y tú olvidas las pasadas. Poreso me parece conveniente y hasta juzgo que es preciso que apartes deella, siquiera sea temporalmente, tu amor ciego y egoísta, para que porsu salud pueda velar tan sólo el cariño previsor y desinteresado de supadre.

—¿Qué dice usted? ¿Que abandone a Magdalena? ¡Imposible!

—Por unos cuantos meses solamente.

—Pero considere usted que Magdalena me quiere tanto como yo a ella; no,tanto no, porque eso no puede ser. (Estas palabras de Amaury hicieronsonreír al doctor.) ¿No teme usted que esa ausencia le perjudique aúnmás que mi presencia?

—No, porque aguardará tu vuelta y para las heridas del alma no haybálsamo más eficaz que la esperanza.

—Pero, ¿adonde iré? ¿Y con qué pretexto?

—Por pretexto no te apures no hace falta, porque existe una razónjustísima. Yo conseguí para ti una misión que debías cumplir en la cortede Nápoles, y en su virtud tú dirás o, aun mejor, lo diré yo, y asíquedas exento de responsabilidad, que en provecho de tu carrera tienesque desempeñar esa comisión inmediatamente. Si mi hija se queja, yo lediré que calle, que iremos a recibirte cuando regreses y, en vez de tresmeses, la separación no llegará a seis semanas.

—¿De veras? ¿Lo hará usted así?

—Sí, hijo mío; ya lo verás. A Magdalena le conviene el clima de Italia,con su hermoso cielo y su aire tibio y suave. La llevaré a Niza, porqueese viaje es poco costoso y puede hacerse sin gran fatiga, remontandoel Sena, siguiendo el canal de Briare y bajando luego el Saona y elRódano. Desde allí te escribiré que aceleres o dilates tu regreso, segúncomo esté mi hija. De este modo la ausencia es, y así lo debescomprender, bastante soportable, endulzada por la esperanza de unareunión próxima, y yo veré a Magdalena libre de esas fuertes emociones yde esas terribles sacudidas debidas a tu presencia, que la postran y lamatan. Fija bien en tu memoria, lo que ahora voy a decirte y tenlosiempre muy en cuenta: La he salvado ya dos veces; pero a la terceracrisis no habrá remedio para ella y sucumbirá forzosamente. Esa crisistiene que sobrevenir con tu presencia.

—¡Oh! ¡Es horrible! ¡Qué situación, Dios mío!

—Te lo pido, pues, no ya por ti ni por mí, sino por ella. Te pido queme ayudes a salvarla y lo harás si comparas esa separación tan corta conla separación eterna, impuesta por la muerte.

—¡Qué remedio!... Haré lo que usted quiera, padre mío.

—No esperaba menos de ti, Amaury. ¡Gracias, hijo mío, gracias!—exclamóel doctor sonriendo por primera vez desde hacía quince días.—Ahora escuando a modo de recompensa por tu abnegación puedo decirte: Esperemos.

XXI

Al otro día, el doctor, seguro ya de que Magdalena no sufriría por elmomento ninguna recaída, comenzó a salir de casa para dedicarse a susquehaceres habituales. Tenía que ir a palacio para explicar al rey suconducta y debía también visitar al ministro de Negocios Extranjerospara recordarle su promesa relativa a la misión que se encargaría aAmaury.

Con sobrada razón podía haber dicho el doctor que el enfermo era él,pues en aquellos quince días había envejecido quince años, y aunque nopasaba de los cincuenta y cinco, había encanecido su cabeza porcompleto.

Cuando regresó a su casa llevaba la seguridad de que el día que quisiesetendría a su disposición la carta diplomática.

Al entrar se encontró con Felipe en el umbral.

Desde la noche del baile, Auvray había ido todos los días, sin faltaruno, a informarse del estado de Magdalena. Solía recibirle Antoñita, ydespués que ésta partió, era José quien le daba las noticias. No quisopreguntarle nada a Amaury, porque, según su modo de ver las cosas,exigíale su dignidad que le pusiera mala cara; pero Leoville no advirtiónada de esto, porque no se acordaba ya de la existencia de su antiguoamigo.

El señor de Avrigny, que estaba enterado de las atenciones o interés deFelipe, le dio las gracias mientras le estrechaba la mano cariñosamente.Después se dirigió al cuarto de su hija.

Transcurría a la sazón el mes de junio, y hacía un hermoso día, digno deservir de despedida a la primavera, próxima ya a dejar paso al estío. Eldoctor había permitido que al mediodía, por ser aquélla la hora de máscalor y no ofrecer peligro para la enferma, se abriesen por primera vezlas ventanas del aposento de Magdalena; de modo que encontró a éstasentada en su cama con el deseo retratado en el semblante de respiraraquel aire que le estaba vedado todavía y contemplar de cerca aquelfrondoso verdor del parque, bajo cuya sombra no podía correr aún; peroen cambio ya que nada de esto le estaba permitido, había hecho cubrir sucama de flores, como se hace con los palios en la poética fiesta delCorpus.

Amaury se había prestado a ello y le llevaba del jardín al lecho lasflores que ella quería.

—¡Papá!—exclamó al ver al doctor.—¡No puede usted imaginarse cuántole agradezco la sorpresa que Amaury, con el permiso de usted, me ha dadoal devolverme el aire y las flores!

Me parece que respiro con máslibertad y me comparo con aquel pobre pajarillo que usted puso con unrosal en el interior de la campana neumática. ¿Recuerda usted? Cuando sele retiraba el rosal parecía pronto a morirse, y cuando se le devolvíaparecía también que se le restituía la vida. Diga usted, papá: Cuando amí me falta aire y me ahogo, como aquella infeliz avecilla, ¿no se mepodría también devolver la vida rodeándome de flores?

—Sí, Magdalena; sí, hija mía; ya lo haremos así—asintió el doctor.—Nopases pena: yo te llevaré a un país en que no mueren jamás ni lasflores, ni las niñas y allí vivirás tú entre rosas como una abeja o unpájaro.

—¿Adónde me llevará usted, papá? ¿A Nápoles?

—No, hija mía, porque a Nápoles está demasiado lejos para ir allá de untirón sin hacer ni un descanso. Además, Nápoles ofrece el inconvenientedel sirocco, que agosta las flores, y la tenue ceniza del Vesubio, queabrasa los pulmones de las niñas.

No llegaremos allí; nos detendremos enNiza...

Antes de proseguir, el doctor pareció titubear, consultando a su hijacon la mirada.

—¿Y qué?...—preguntó Magdalena, mientras su novio bajaba la cabeza.

—Amaury seguirá su viaje hasta Nápoles.

—¿Cómo es eso? ¿Nos deja?—exclamó Magdalena.

—No, hija mía, porque eso no es dejarnos—repuso el doctor, con viveza.

Y muy despacio y adoptando toda suerte de precauciones oratorias, diocuenta a Magdalena de su plan, que, como ya sabemos, consistía en llegarhasta Niza y aguardar la vuelta de Amaury en aquel invernadero deEuropa, en la estación de invierno más espléndida del mundo.

Escuchole Magdalena con la cabeza baja y como absorbida por unpensamiento fijo, y cuando acabó de hablar le preguntó:

—¿Vendrá también con nosotros Antoñita?

—Siento en el alma, hija mía—respondió el doctor,—verme obligado asepararte de tu amiga, de tu hermana; pero fácilmente se te alcanzaráque no puedo dejar a cargo de personas extrañas la vigilancia y elcuidado de mis casas de París y de Ville d'Avray. Tu prima, por lotanto, tendrá que quedarse aquí.

En los ojos de Magdalena brilló un rayo de júbilo: sentíase consolada dela ausencia de su novio con la ausencia de Antoñita.

—¿Y cuándo partiremos?—preguntó con cierta impaciencia.

Al oír esta pregunta, alzó Amaury la frente y la miró sorprendido...Como su pasión egoísta y ciega no le había dejado adivinar los misteriosque el cariño paternal del doctor había logrado descubrir, todo era paraél, motivo de asombro, porque todo lo ignoraba.

—La fecha de la partida, depende de ti, hija mía—respondió el señor deAvrigny,—tan pronto como puedas soportar el traqueteo del coche,después que hayas probado tus fuerzas, dando algunos paseos por eljardín apoyada en mi brazo o en el de Amaury, emprenderemos el viaje.

—Pues no tengas cuidado, papá. Haré lo que me mandes y pronto estarédispuesta para la marcha.

El señor de Avrigny no se había equivocado en sus presunciones: de Villed'Avray a París, había aún poca distancia.

AMAURY A ANTONIA

«Me ruega usted, Antoñita, que la entere de todos los pormenoresrelativos a la convalecencia de Magdalena, y me explico su curiosidad:no le basta saber que está mejor, sino que quiere saber cómo harecobrado la salud. A decir verdad no podría usted encontrar un narradormás apropiado que yo, porque, no estando usted aquí para poder hablar deella, los dos, me conceptúo dichoso al escribirle. ¡Cosa extraña! Con supadre, que la quiere tanto como yo, me siento, no sé por qué, sin esaconfianza que usted me inspira. No sé si será la diferencia de edad o lagravedad de su carácter la causa de ello; pero el hecho es que con ustedno me ocurre nada de eso; con usted, Antoñita, hablaría yo sin cesartoda la vida.

»Una semana después de marcharse usted aún seguía yo preguntándome todaslas noches: ¿Viviré o moriré? porque entonces estaba en peligroMagdalena. Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porquele puedo anunciar que vivirá.

»Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar nipasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, nisiquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: meunía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morirtambién con ella.

»La misericordia de Dios no lo ha querido, ¡Gracias, Dios mío!

»Su padre no ha podido responder de su vida hasta anteayer, y aun esocon una condición muy extraña; con la condición de que yo me separe deMagdalena siquiera temporalmente.

»Al pronto yo temí que esta noticia envolviese nuevos peligros paraMagdalena; pero, indudablemente, a la pobre ya no le quedan fuerzas paraexperimentar sensaciones muy vivas, porque al saber que nos reuniríamosen Niza, donde ella me aguardaría, casi manifestó prisa por partir, cosaque me causó gran extrañeza, acrecentada por la circunstancia de haberledicho su padre que usted no podría acompañarla.

»Hay que reconocer que los enfermos parecen niños grandes.

Desde ayer espara ella ese viaje un motivo de extraordinaria alegría.

»Cierto es que ella se imagina que partiremos juntos, siendo así que seengaña porque su padre acaba de anunciarme que debo yo ponerme en caminodentro de una semana, y aun dando por sentado que siga la mejoría, no esde esperar que Magdalena esté en disposición de emprender el viaje antesde tres semanas o de un mes, tal vez.

»No sé cómo hará su padre para lograr que ella me deje marchar; pero élme ha dicho que eso corre de su cuenta, y ya debe tener su plantrazado.

»Hoy ha sido el primer día en que Magdalena, ha podido al fin abandonarel lecho; su padre la ha trasladado desde su cama a un sillón preparadoex profeso junto a la ventana, y tan débil está aún que se habríadesmayado en el camino si la señora Braun no le hubiera dado a respirarun frasco de esencias. A mí me dejaron entrar cuando ya estuvo sentada,y entonces ¡oh Dios mío! sólo entonces me fue dable apreciar losestragos que la terrible enfermedad ha causado a mi pobre Magdalena.

»Aun así está hermosa, más hermosa que nunca, pues con su larga bataabrochada hasta el cuello, se asemeja a uno de esos ángeles tan bellos,de diáfana cabeza y cuerpo inmaterial del Beato Angélico. Pero esosángeles tan hermosos están ya en el Cielo, mientras que Magdalena (y aDios le damos gracias por ello), está aún con nosotros. Así resulta quelo que en ellos es una belleza divina, en Magdalena es un belleza quecasi espanta.

»¡Y qué dichosa se sentía, de estar allí tan cerca de la ventana!Hubiera dicho cualquiera que veía el cielo por primera vez, que porprimera vez, también, aspiraba aquel aire tan puro y respiraba el aromade aquellas flores. Al través de su cutis blanco y transparente veíamoscómo volvía a la vida. ¡Dios eterno! No sé si sucumbirá a los goces y alos pesares humanos, sin poderlos resistir. También su padre parecetemer lo mismo, porque a cada momento se le acerca y, so pretexto deestrecharle la mano, le toma el pulso.

«Anoche se mostraba muy contento porque durante el día había acusado elpulso tres o cuatro pulsaciones menos por minuto que los díasanteriores.

»A media tarde, cuando ya el sol no daba en el jardín la ordenóacostarse, sin escuchar sus súplicas. El mismo la transportó al lecho,comprobando gozoso que ella soportaba mejor que la primera vez esetransporte. No hubo necesidad de hacerla respirar esencias, lo cual erabuena prueba de que el aire y el sol habían contribuido a devolvercierto vigor a su cuerpo.

«Cuando la acostaban, tocaba yo en el salón una melodía de Schubert. Yaestaba a punto de terminarla, cuando la señora Braun vino de su parte, apedirme que siguiese. Por primera vez volvía Magdalena a oír músicadesde la terrible noche en que la música pudo costarle la vida. Accedí asu ruego, y cuando al terminar entré en su cuarto, la encontré sumida enuna especie de arrobamiento.

»—¡Oh! No puedes imaginarte, Amaury—me dijo—los crueles encantos queyo encuentro en la terrible enfermedad que tanto alarma a todo el mundo,pues me parece que no sólo mis sentidos corporales han duplicado suvirtud de percibir, sino que en mí se han despertado nuevos sentidos quepudiéramos llamar sentidos del alma. Ahora mismo, en esa música queacabas de hacerme oír y que he escuchado tantas veces, he percibidonuevas melodías que no sospeché jamás y el aroma de mis flores meproduce sensaciones que nunca conocí y que quizá no vuelva ya a percibircuando haya recobrado la salud por completo. Cuando ayer... (no vayas aburlarte de mí, Amaury) una silvia cantaba en un arbolito, en el cualhabía un nido, ¿sabes lo que se me ocurrió pensar mientras la oíacantar? Que si así como estoy contigo y con mi padre, hubiera estadosola, habría concentrado mi espíritu en aquel canto, aplicando ainterpretar todas mis facultades, segura de llegar a comprender lo queaquel pájaro decía a su hembra y a sus hijuelos.

»Yo miraba al padre de Magdalena, y asustado de oír aquellas ideas queme parecían hijas del delirio, buscaba en sus ojos una respuesta a misdudas y a mis inquietudes; pero él, con un ademán procurótranquilizarme, y poco después abandonó el aposento.

»Entonces Magdalena se inclinó hacia mí y dijome al oído:

»—Amaury, ¿quieres tocar aquel vals de Weber que bailamos juntos?

»Yo me asusté ante la idea de hacerle oír la misma melodía que la habíacausado una crisis nerviosa tan terrible, y no hallé otro medio deexcusarme que decirle que no la sabía de memoria.

»—No importa. Mañana la enviarás a buscar y la tocarás.

¿Verdad que loharás así?

»Yo se lo prometí, sin saber lo que decía.

»¿Tendrá razón su padre al decir que las emociones más perjudiciales sonlas que más apetece?

»Al despedirme por la noche me hizo prometer de nuevo que al otro día lacomplacería tocando el famoso vals de Weber.

»Ha pasado bien la noche última, durmiendo con un sueño más tranquilo yreparador que el de costumbre. Tres veces, desde las diez de la noche alamanecer, ha entrado su padre en el dormitorio y siempre la haencontrado descansando. La señora Braun, que la velaba, ha asegurado queen toda la noche no se despertó más que dos veces, y después de tomarun calmante, dando muestras de sentirse muy aliviada, había vuelto adormirse.

»Cuando esta mañana me ha explicado el doctor cómo había pasado la nochesu hija, según suele hacerlo cotidianamente antes de entrar yo en sucuarto, le dí cuenta de la obstinación que mostraba Magdalena por oír elvals en cuestión. Reflexionó unos instantes, al cabo de los cuales,respondió:

»—¡Ya te lo decía yo! ¡Ya ves cómo eran ciertos mis temores!

Mientrastú no te vayas, siempre tendrá esa necesidad de emociones fuertes que meda tanto cuidado. No tomes a mal lo que te digo, Amaury; pero, he deconfesarte con noble sinceridad que daría yo algo bueno por verte yalejos de ella.

»—Pero, ¿qué hago? ¿Toco o no toco el vals?

»—Tócalo. Yo estaré a tu lado. Haz caso de lo que yo te recomiende y noaccedas a los ruegos que ella pueda hacerte.

»Me dirigí al cuarto de Magdalena y encontré a ésta con el rostroradiante y haciendo gala de tener muy buen humor. La fiebre habíaseguido en su marcha descendente.

»—¡Ay, Amaury!—me dijo.—¡Si supieras qué bien he dormido y con quéfuerzas me siento! Tan bien estoy, que si consintiese en ello mitiranuelo (y al decir esto, envolvió a su padre en una mirada de amorinefable), creo que andaría, o más bien, sería capaz de volar, másligera que un pájaro. Pero él con su pretensión de conocerme mejor queyo misma, me tiene aquí sujeta a este maldito sillón.

»—Te has olvidado ya, Magdalena—le repliqué,—que hace dos díasreducíase toda tu ambición a sentarte en ese maldito sillón como túdices, y ahí, junto a la ventana, creías estar en un paraíso terrenal.Así pasaste ayer todo el día y te diste por muy contenta con ello.

»—Tienes razón, pero lo que ayer tenía yo por bueno no lo es ya hoy. Sihoy tú sólo me quisieras lo mismo que ayer no me daría por satisfecha;para mí, las sensaciones que no aumentan disminuyen. ¿A ver si adivinasen dónde querría yo estar ahora?

¿Quieres que te lo diga? Pues quisieraestar bajo un grupo de rosales, tendida sobre»el césped, que se mefigura suave como el terciopelo.

»—Me complace tu ambición por lo modesta—dijo el doctor.—De aquí atres días, podrás satisfacer tus deseos.

»—¡De veras!—exclamó Magdalena, palmoteando como un niño a quien se lepromete un juguete deseado con ansia mucho tiempo.

»Y aun hoy mismo te dejaré ir sin el auxilio de nadie a sentarte en el maldito sillón. Hay que ensayar las piernas antes que las alas. Laseñora Braun y yo marcharemos a tu lado por si acaso hubiera quesostenerte.

»—Tal vez sea acertada esa previsión, papá, porque si he de ser franca,he de confesar que soy como esos cobardes que alardean de su valor siestán lejos del peligro, y en cuanto se les presenta la ocasión dedemostrarlo cambian en el acto de lenguaje y de actitud. ¿Cuándo melevantaré hoy? ¿Habré de aguardar, como ayer, al mediodía? Eso es mucho,papá; considere usted que ahora son las diez escasas.

»—Bien, hija mía; hoy permitiré que te levantes una hora antes, y comohace muy buen día y la temperatura es agradable, abriremos la ventanapara que respires el aire puro del exterior.

»Mientras abrían la ventana, y el aire y el sol inundaban el aposento,inclinose a mi oído Magdalena para decirme:

»—¿Y el vals?...

»Le respondí con una seña afirmativa y con ella pareció quedar tranquilay satisfecha.

»Pronto entraron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Ya sabeusted, Antoñita, que antes su tío y yo hacíamos las comidas separados,para poder relevarnos a la cabecera de la enferma; pero desde que éstaconvalece, tal precaución es inútil, y hace unos cuantos días quecomemos juntos.

«Próximamente a las once se levantó de la mesa el padre de Magdalena,diciendo:

»Cuando se quiere que los niños y los enfermos, hagan lo que se lesmanda, no hay más remedio que cumplirles fielmente lo que se lespromete. Ahora la ayudaré a levantarse y tú podrás entrar dentro de unosdiez minutos.

«Efectivamente, poco después encontraba yo a Magdalena sentada junto ala ventana, y, al parecer, muy contenta, contemplando el jardín.

«Entre su padre y la señora Braun la habían ayudado a trasladarse desdeel lecho hasta el sillón. Cierto es que sin el apoyo que ambos leprestaron quizás se habría visto apurada para llegar hasta allí, pero,¡cuánta, diferencia no había entre aquel día y la víspera, cuando huboque llevarla en brazos! Me senté a su lado y a los pocos instantes diomuestras de sentir cierta impaciencia.

»El doctor, que parece leer por arte de magia en lo más hondo de sucorazón, la comprendió en el acto y levantándose dijo:

»—Amaury, permanecerás aquí con Magdalena sin separarte de ella,¿verdad? Yo tengo que ausentarme por un par de horas.

Prométeme noabandonarla hasta que yo vuelva.

»—Váyase usted confiado. No la dejaré.

»El señor de Avrigny dio un beso a su hija y salió del aposento.

»—¡Vamos! ¡Pronto! ¡Pronto, Amaury!—exclamó ésta, acto continuo.—Ve atocar el vals de Weber. Esta idea me obsesiona y no puedo desterrarla demi mente: toda la noche he estado oyendo ese vals.

»—Pero, ¡si no puedes acompañarme al salón, Magdalena!

»—Demasiado lo sé, pues, por desgracia, casi no puedo tenerme en pie;pero tú dejarás todas las puertas abiertas y así podré oírte bien.

»Recordé la recomendación de su padre, y seguro de que estaría muy cercavelando por su hija, me levanté para ir a sentarme al piano. Con laspuertas abiertas podía yo ver desde allí a Magdalena, que en medio delos cortinajes que servían de marco a su figura, parecía un cuadro deGreuze. Vi que me hacía una seña con la mano; púseme el papel delante yme preparé a tocar.

»—Empieza.—oí que decía una voz detrás de mí.

»—Volví la cabeza y vi al doctor.

»El vals, como usted ya sabe, Antoñita, era uno de esos enloquecedoresmotivos de melancólico ardor que nadie sabía desarrollar sino el autorde Freyschutz, con su poderoso genio.

»Yo no la sabía de memoria; tenía que ir, por lo tanto, descifrando lasnotas mientras tocaba. No obstante, creí ver, como a través de unaespesa niebla, que Magdalena se alzaba de su sillón, y al volverme vique no me había engañado. Quise entonces detenerme, pero su padre, quelo vio, me contuvo, diciendo:

»—Continúa.

»Y yo continué, sin que la interrupción fuese advertida por ella, cuyapoética naturaleza parecía animarse con la armonía e iba adquiriendofuerzas a medida que el compás se aceleraba.

»Permaneció un instante en pie e inmóvil, y echando a andar de pronto,aquella débil enferma, que para ir de la cama a la butaca habíanecesitado ayuda de dos personas, avanzó con paso seguro, deslizándosesobre el pavimento como una sombra, sin buscar apoyo ni en la pared nien los muebles. Yo me volví hacia el doctor y viéndole muy pálido ydemudado, quise parar otra vez; pero él volvió a prohibírmelo, diciendo:

»—Continúa. Acuérdate del violín de Cremona.

»Y continué de nuevo. El compás se aceleraba por momentos y cuanto másaumentaba la rapidez, más de prisa caminaba Magdalena, acercándose a mí,hasta llegar a poner sobre mi hombro su diestra. Entonces su padre, quehabía salido pocos momentos antes, volvió a entrar por una puertasituada a nuestra espalda y repitió por tercera vez:

»—Continúa, continúa. ¡Bravo, hija mía! ¿Pues no decías esta mañana queestabas tan extenuada y tan débil?...

»Y el pobre padre, lleno de mortal angustia, reía y temblaba a la vez.

»—Parece cosa de magia, papá—contestó Magdalena.—El efecto que mecausa la música es realmente maravilloso, tanto, que a mi juicio existenmelodías capaces de hacerme abandonar la sepultura. Así me explico cómocomprendía tan bien las escenas de las monjas de Roberto el Diablo ylas Willis de la Gisela.

»—Así lo creo; pero no conviene abusar de esa facultad—

replicó eldoctor.—Apóyate en mi brazo y tú, Amaury, continúa: esa música esadmirable. Pero