Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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¿Qué otra cosa le quedaba porhacer?

»Dijo que había pensado en apelar a un remedio que luego le pareciódemasiado fuerte, y lo desechó, para recurrir a otro, que más tarde lepareció insuficiente. Por eso pedía la ayuda de sus colegas, confesandoque se veía reducido a la impotencia, detenido ante la insuperable vallaque constituye el límite de la ciencia humana, imposible de salvar.

»Los doctos consejeros estuvieron callados un momento, mientras lafrente del doctor se iluminaba con un rayo de esperanza. ¡Pobre padre!Quizás se vanagloriaba de haberse engañado, y creía que sus sabioscolegas, ilustrados por sus preciosos análisis, antes de hablar callabany se recogían para proponer al fin algún remedio capaz de salvar a suhija.

»Pero, ¡ay! aquel silencio motivábalo únicamente la admiración,demostrada bien pronto por los elogios de que todos aquellos hombreshicieron objeto al doctor Avrigny, a quien consideraban como honra y pazde la Francia médica.

»Todos convinieron en que él, en aquella guerra admirable del hombrecontra la Naturaleza, había probado todo cuanto humanamente podía probarla ciencia, cuyos recursos quedaban ya agotados. Si la enfermedad nohubiese sido esencialmente mortal, el enfermo habría curado, gracias alos medios usados por el doctor; pero, aunque éste hiciese nuevosmilagros, no había remedio; el paciente no podía vivir más allá dequince días.

»Cuando oyó esta sentencia el doctor Avrigny palideció; faltáronle lasfuerzas y rompiendo en sollozos cayó en su asiento.

»—¿Qué interés le inspira a usted la enferma?—le preguntaron suscolegas.

»—Ahora ya pueden saberlo ustedes: ¡esa enferma—contestó el pobrepadre,—es mi hija!

»No pude resistir más, y entrando en el despacho fui a arrojarme en susbrazos.

»Todos se retiraron entonces silenciosamente, salvo uno que se acercó alpadre de Magdalena, cuando éste alzó la cabeza. Era un médicopresuntuoso y exclusivista, un hombre engreído que hasta entonces habíacombatido al doctor Avrigny y pasaba por ser gran detractor suyo. Aquelhombre, con amistosa y respetuosa expresión le dijo:

»—Yo también tengo a mi madre moribunda como usted tiene a su hija.También yo, como usted, he hecho cuanto era posible hacer paradevolverle la salud. Al entrar en esta casa estaba yo convencido de quepara ella no había ningún remedio; pero aquí, al oírle a usted, hevariado de opinión: Le confío a usted, señor de Avrigny, la vida de mimadre: usted la salvará.

»El doctor estrechó la mano a su colega lanzando un suspiro de tristeza.

»Después de esta escena fuimos los dos al cuarto de Magdalena, que nosrecibió alegre y sonriente. ¡Estaba bien lejos de imaginarse quenosotros la considerábamos ya desde entonces como un cadáver, puesacabábamos de oír su sentencia de muerte!»

XXVIII

AMAURY A ANTONIA

«Anoche, Antoñita, tenía que velar su tío; pero, aunque a mí no metocaba hacerlo, no pude conciliar el sueño ni por un instante.

»Creo que en cinco semanas no habré dormido en junto unas cuarenta yocho horas. ¡Gracias a que muy pronto descansaré por toda una eternidad!

»Hoy, cualquiera que viese mi rostro demacrado y mi frente rugosa, noreconocería en mí, a aquel joven apasionado, alegre, lleno de vida yhenchido de esperanza hace dos meses. Estoy aniquilado, envejecido; encuarenta días he vivido cuarenta años.

»Viendo que no podía dormir, esta mañana me he levantado a las siete yhe bajado cuando el doctor salía del cuarto de su hija.

Casi no me havisto. Parece dominado por una idea fija y en seis semanas no ha añadidouna palabra al diario en que siempre ha apuntado los sucesos culminantesde su vida.

»Transcurren

ahora

los

días

lentos

y

tristes,

sin

acontecimientos quevengan a romper la monotonía del dolor. Al día siguiente de la recaídade Magdalena, escribió su padre:

»¡Ha recaído!

»Y nada más... ¡Oh! ¡De sobra sé lo que tendrá que escribir después deesas dos palabras!

»Le detuve al pasar y le pregunté por Magdalena.

»—No está mejor, pero ahora duerme—contestó con aire distraído, casisin mirarme.—La señora Braun está haciéndole compañía; yo voy apreparar el medicamento.

»Desde la noche del baile, el doctor ha convertido su habitación enfarmacia, y todas las medicinas las prepara él por sí mismo.

»Quise dirigirme al cuarto de Magdalena, pero él me detuvo diciéndomeestas palabras:

»—No entres: se despertaría.

»Y siguió su camino sin preocuparse más de mí, con la frente baja, lamirada fija y un dedo sobre los labios, absorbido su pensamiento por unaidea exclusiva.

»Yo, no sabiendo qué hacer hasta que Magdalena despertase, ensillé a Sturm y salí a dar un paseo. Llevaba un mes confinado en la casa ynecesitaba respirar el aire libre.

»Al llegar al bosque y cruzar la Avenida de Madrid, vino a mi mente elrecuerdo de un paseo que hace tres meses hice en circunstancias biendistintas. Pisaba yo aquel día el umbral de la felicidad, mientras quehoy me encuentro al borde de la desesperación más profunda.

»Aún no ha entrado el otoño, y ya empiezan a desprenderse las hojas. Elestío ha sido muy riguroso, cálido y seco, sin brisas templadas nirefrescantes lluvias, y la próxima estación parece anticiparse como sidesease marchitar y aniquilar las flores de Magdalena.

»Eran poco más de las diez, hacía una mañana fría y nebulosa, y aun asíme pareció que había en aquellos sitios excesiva concurrencia. Fuimehacia Marly y a las once volví a casa, rendido por el cansancio y lapena. Sin embargo, pude observar que la fatiga corporal es casi siempreun alivio para los dolores del alma.

»A la sazón acababa de despertar Magdalena.

»¡Pobre amor mío! Ella no sufre: se muere poco a poco, sin advertirlosiquiera.

»Me ha reñido por mi prolongada ausencia, diciéndome que ha pasado muchainquietud, mientras yo falté de casa. Pero de usted nunca me habla.¿Cómo se explica ese silencio, Antoñita?

»Me acerqué a su cabecera y procuré excusarme diciéndole que habíasalido porque creí que dormía.

»Interrumpiéndome, me dio a besar su mano abrasadora y luego me suplicóque le leyese algunas páginas de Pablo y Virginia.

»Precisamente fui a abrir el libro por el pasaje donde se describe ladespedida de los dos niños. Mientras leía costábame gran trabajo elreprimir los sollozos que me ahogaban.

»De vez en cuando entraba el doctor a ver a su hija y en seguida

semarchaba,

con

aire

preocupado.

Reñíale

cariñosamente Magdalena, al verletan cabizbajo; pero él no la escuchaba ni le contestaba. No parece sinoque a fuerza de estudiar la enfermedad ha acabado por no ver ya a laenferma. A última hora ha vuelto a entrar para administrarle uncalmante, y después de recomendarle un reposo absoluto, me ha hechosalir con él para dejarla descansar un rato.

XXIX

»Por la noche me tocaba a mí velar.

»El doctor, la señora Braun y yo, nos relevamos por turno en compañía deuna enfermera que nos ayuda a cuidar a Magdalena.

A pesar de sentirmerendido de pena y de cansancio, reclamé mi derecho y el señor deAvrigny, se retiró sin hacer la menor observación.

»Poco después, Magdalena se ha dormido con un sueño tan tranquilo comosi sus días no estuviesen ya contados. Yo estaba despierto; el sueñohuía ante los negros pensamientos que me dominaban. No obstante, a medianoche sentí nublarse mis ojos y aletargarse mi cabeza que después deluchar un instante con el sueño dejé caer sobre el borde del lecho de miamada.

»Entonces soñé, y mi ensueño fue tan delicioso, que me desquitó concreces de las terribles vigilias que acababa de pasar... Era una nochedel mes de julio, plácida y serena, y a la luz de la luna, Magdalena yyo nos paseábamos en un país extraño, pero que a mí me era desconocido.Conversábamos a orilla del mar, siguiendo la ondulada línea de unapreciosa bahía, y admirando desde la playa, los espléndidos efectos deluz que el astro de la noche prestaba a las argentadas ondas. Yo le dabael nombre de esposa y ella repetía el mío con voz suave, angelical.

»Desperté de pronto y la visión desapareció en el acto, volviendo acontemplar mis atónitos ojos el aposento a media luz, el blanco techo,la triste lamparilla y a mi lado el doctor, que silencioso y grave, consemblante impasible, pero con mirada terriblemente profunda, contemplabaa Magdalena dormida.

»—Ya ves que has hecho mal en reclamar tu turno—me dijo fríamente.—Nome extraña, porque a los veintitrés años hay que dormir mucho más que alos sesenta. Vete a descansar, Amaury; ya quedaré yo velando.

»Sus palabras no eran de acritud ni burla; antes al contrario, las dijocon acento de compasión paternal por mi poca fortaleza.

Pero al oírlesentí, sin saber por qué, una sorda irritación semejante a unsentimiento de celos o de envidia.

»Es que ese hombre tiene algo de sobrehumano, viene a ser un espírituintermedio entre el hombre y la divinidad, en quien no hacen mella lasemociones terrestres ni las necesidades de la materia parecen existir.Ni siquiera le han hecho un día la cama durante el mes que acaba detranscurrir; él vela incesantemente, siempre

meditabundo

y

siemprebuscando

un

remedio

imaginario. Es un hombre de hierro.

»En vez de subir a mi cuarto, he preferido bajar al jardín para sentarmeen el mismo banco donde estuvimos juntos la otra noche. Allí volví arecordar aquella escena con todos sus pormenores... Sólo a través de laventana de su cuarto se veía una débil claridad, y yo, contemplandoaquella luz vacilante, la comparaba instintivamente con el resto de vidaque aun anima a mi pobre Magdalena, cuando se extinguió de pronto...

»No pude menos de temblar, sugestionado por aquella fatal coincidenciaen la que creí ver la imagen de mi propio destino.

De igual modo vaapagándose el único rayo de luz que ha rasgado las tinieblas de mívida... Me volví a mi cuarto llorando como un niño.»

AMAURY A ANTONIA

«No estaba yo en lo cierto, Antoñita; también su tío tiene momentos dedesesperación y abatimiento profundos. Cuando entré esta mañana en sudespacho estaba con los brazos apoyados en la mesa y el rostro ocultoentre ellos. Creyendo yo que le había sorprendido durmiendo sentíaamenguarse mi pasada humillación y veía al doctor depender como todos desu condición humana, cuando me dí cuenta de que me había engañado,porque al oír mis pasos alzó la cabeza y volvió hacia mí su rostrobañado en llanto.

»Sentí entonces que el corazón se me oprimía y me quedé sin aliento. Eraaquélla la primera vez que le veía llorar, y esto me revelaba que ya nohabía esperanza.

»—¡Estamos, pues, perdidos!—exclamé.—¿No conoce usted ningún recurso?¿No puede inventar ningún remedio?

»—Todo es inútil ya—me respondió.—Ayer preparé un nuevo medicamentoque resultó también ineficaz como los otros. ¡Oh!

¡Luego dicen que laciencia!... ¡La ciencia! ¿Qué es la ciencia?—

continuó abandonando elasiento para pasear, agitado, por la estancia.—¡Ja! ¡ja! No es más queuna sombra vana, una palabra huera y vacía de sentido... ¡Secomprenderla su impotencia para vencer la naturaleza si se tratase dedevolver la vida a una vejez gastada, de reanimar una sangre empobrecidapor la edad; pero se trata de una criatura que entra ahora en la vida,de una existencia joven y fresca a quien queremos salvar de las garrasde la muerte y... y ya lo estás viendo: tan imposible es eso en estecaso como lo es en el primero!

»Y el desolado padre, cuya agitación iba en aumento, se retorcía lasmanos con dolor, mientras yo le contemplaba mudo y aterrado.

»Y, sin embargo—continuó como hablando consigo mismo,—

¡si todoscuantos cultivaron la Medicina hubieran cumplido con su deber trabajandocon el mismo ahinco que yo, algo más adelantada estaría hoy estaciencia! ¡Ah, miserables! ¿Para qué me sirve el estado en que hoy seencuentra? Solamente para hacerme saber que le restan a mi hija ocho odiez días de vida.

»Al oírle proferir estas palabras no fui dueño de mí mismo, y se meescapó un grito de dolor, al cual respondió él con rabiosa excitación:

»—¡Oh! ¡Pero no, no! Yo he de salvarla: yo encontraré un filtro, unelixir, el secreto de prolongarle la vida, así haya de componerlo con lasangre de mis venas. ¡Yo le encontraré, sí, y mi hija vivirá!

»Le sostuve con mis brazos porque temí que se desplomase.

»—Oye, Amaury—me dijo.—dos ideas atenacean mi cerebro y amenazanvolverme loco. La primera es la de que si en un instante con elpensamiento pudiese trasladar a mi hija a un clima más benigno, a Niza,a Madera o a Palma, tal vez se salvaría. ¡Oh! ¿Por qué Dios no me hadado un poder igual a mi amor, el poder de disponer del tiempo, desuprimir el espacio, de trastornar el mundo?... ¡Oh, rabia!... La otraidea es que en cuanto se muera mi hija se descubrirá tal vez, o acasodescubriré yo mismo el remedio que con tanto afán buscamos. Si asíocurriera y fuese yo quien lo hallara, juro por mi nombre no revelarlo anadie en este mundo. ¿Qué me importan a mí las hijas de los demás?¿Vienen acaso sus padres a salvar ahora a la mía?

»Cuando el doctor se expresaba de este modo, entró la señora Braun adecirnos que había despertado Magdalena. Entonces, Antoñita, he tenidoocasión de ver el maravilloso dominio que tiene ese hombre sobre suvoluntad. Gracias a un vigoroso esfuerzo de esta facultad supo revestirsu trastornada fisonomía con la expresión seria y grave que le eshabitual.

»Pero esa aparente calma va siendo más sombría cada vez.

»Me preguntó si le acompañaba; pero yo no poseo su energía ni suestoicismo admirable; y necesitando mucho más tiempo que él para cubrircon la máscara mi rostro, pasé más de media hora en esta triste labor.

»Esa media hora es la que le dedico a usted escribiéndole, Antoñita.»

AMAURY A ANTONIA

«¡Qué ángel va a abandonar este mundo!

»Al contemplar yo esta mañana a Magdalena adornada de esa supremabelleza que los últimos fulgores de la vida prestan a los moribundos,pensaba:

»—¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amorprofundo, todo eso, ¿no es el alma?... ¿Y acaso puede morir el alma?

»Y no obstante, Magdalena morirá.

»¡Y dejará esta vida y se eclipsará sin haberme pertenecido!

¡Y el díadel Juicio, el arcángel que ha de llamar a Magdalena para convertirla enun serafín como él no le dará mi nombre!...

»¡Desventurada Magdalena! Ya va viendo acercarse a su ocaso el sol de suexistencia y empiezan a asaltarla tristes presentimientos. Hoy, antes deentrar en su cuarto, me detuve un momento en el umbral, según suelohacerlo, para reunir mis energías, y oí que le decía a su padre con vozinfantil, llena de ternura:

»—¡Estoy muy mala!... ¿Pero usted, papá, me salvará? Porque si yomuriera—añadió en voz baja,—moriría él también.

»—Sí, Magdalena mía, sí: si tú mueres, también yo moriré.

»Entonces entré y me senté a su cabecera. Iba a contestarle su padre,pero ella con un ademán le suplicó que callase; cree la infeliz que a míse me oculta su estado y no quiere darme a conocer sus presentimientos ysus temores. Al poco rato me ha rogado que saliese del saloncito y quevolviese a tocar aquel vals de Weber a que tanta afición muestra.

»Yo no me decidía a hacerlo; pero el doctor me indicó con una seña queaccediese a su súplica y entonces obedecí.

»Pero, ¡ay! esta vez no se levantó mi pobre Magdalena para venir haciamí sostenida por el mágico poder de esa sugestiva melodía. Casi no logróincorporarse en el lecho, y al extinguirse la última nota lanzó unsuspiro y con los ojos cerrados se desplomó sobre la almohada.

»Asaltáronle luego pensamientos más graves y rogó a su padre que llamaseal cura párroco de Ville d'Avray que le administró la primera comunión,y al cual, según dijo, vería con mucho gusto.

Entonces el doctor setrasladó a su despacho para escribir al cura y yo quedó acompañando a miamada.

»¡Oh! ¡Qué tristeza causa todo esto, Dios mío! Hay momentos en que sedesea la muerte más que la vida.

»Pero, ¿cómo se explica, querida Antoñita, que no hable de usted jamás,y que tampoco su padre le recuerde que existe usted en el mundo?

»A no ser por la prohibición que usted me hizo de pronunciar su nombreen presencia de ella, ya sabría a estas horas cuál es el motivo de unsilencio tan extraño.»

EL DOCTOR AVRIGNY AL CURA PÁRROCO DE VILLE D'AVRAY

«Señor cura:

»Mi hija va a morir, y antes de comparecer en la presencia de Dios,desearía ver al sacerdote que inculcó en su alma inocente la sagradadoctrina de Cristo. Le suplico, padre mío, que venga lo antes posible.Le conozco a usted lo bastante para saber que no tengo que añadir ni unapalabra más, porque cuando el afligido acude a usted en demanda deauxilio jamás necesita hacerlo más que una sola vez.

»Aún espero de su bondad, otro favor. No le sorprenda mi petición, padremío: olvídese de que se la hace un hombre a quien inmerecidamente tienetodo el mundo por una lumbrera médica de los tiempos actuales.

»El favor que quiero pedir a usted, consiste en esto:

»Creo recordar que en Ville d'Avray hay un pobre pastor, llamado Andrés,que posee recetas maravillosas y que, a creer lo que dicen los aldeanos,ha devuelto la salud a muchos enfermos que la Facultad habíadesahuciado. Tengo una idea vaga de todo esto, y estoy seguro de que yono lo he soñado. Oí referir esas curas maravillosas en una época en queyo era feliz y por lo tanto incrédulo.

»Tráigame, pues, a ese hombre, se lo suplico.

» Leopoldo de Avrigny. »

XXX

El padre de Magdalena encargó de llevar esta carta a un criado montadoen buen caballo, y aquella misma tarde cerca del anochecer llegaron elcura y el pastor, quienes al recibir el mensaje se apresuraron acudir alllamamiento.

Era el tal Andrés un aldeano tosco, sin instrucción y reconocíase en suaspecto esta circunstancia de modo tal que si el doctor había llegado aabrigar alguna esperanza en los recursos de aquel hombre, a las primeraspalabras hubo de convencerse de que tal ilusión no era más que unaquimera. Sin embargo, le acompañó al cuarto de su hija, so pretexto deque venía a avisarle que el cura no tardaría en llegar. Magdalena que ensu niñez había visto con frecuencia a aquel pastor en la quinta, sealegró mucho al verle.

Cuando salió de la estancia después de ver a la enferma le pidió eldoctor su opinión sobre el estado de Magdalena.

Respondiole el patán conla osadía y la necedad de su ignorancia que a su juicio estaba en verdadmuy grave; pero con el auxilio de las hierbas que traía ex profeso habíatriunfado no pocas veces en casos más extremos aún que aquél. Y alhablar así puso de manifiesto los hierbajos en cuestión cuya virtud,según él, debía reduplicarse por razón de las épocas del año en quehabía buscado en el campo aquellas plantas.

El padre de Magdalena las examinó con rápida mirada, y quedó convencidoque el efecto que de ellas esperaba no sería otro que el de una tisanaordinaria; pero, como al fin y al cabo no podían perjudicar a laenferma, dejó que el pastor las preparase y él fue a reunirse con elcura.

—El remedio de Andrés—dijo al párroco—es pueril y ridículo, pero ledejo hacer porque eso no envuelve ningún peligro, ni influirá para nadaen la hora de la muerte de mi hija, que ocurrirá en la noche del juevesal viernes, o a lo sumo en la mañana del viernes. Tengo bastanteexperiencia profesional—

añadió con amargura—para estar bien seguro deque no me equivoco en mis tristes augurios. Ya ve usted, señor cura, queninguna esperanza me resta ya en este mundo.

—Espere usted en Dios; confíe en El—repuso el cura.

—A eso quería yo venir a parar—dijo el doctor con ciertavacilación.—Yo siempre he creído en Dios, siempre he confiado en El,sobre todo desde que su bondad infinita me concedió una hija; y a pesarde ello he de confesarle a usted que con sobrada frecuencia ha venido laduda a turbar mi contristado espíritu. Todo aquél que analiza tiene queser escéptico por necesidad; a fuerza de ver materia, y nada más quemateria, se llega a dudar de que pueda existir un alma y quien duda delalma está a dos pasos de dudar del Creador... Cuando se niega la sombrase niega también el sol. En algunas ocasiones mi miserable vanidadhumana ha osado someter a su impío examen, a su análisis, hasta el mismoDios. ¡Oh! No se escandalice usted, padre mío, porque bien arrepentidoestoy al presente de mis necias rebeldías que ahora juzgo culpables yodiosas. Hoy creo...

—Crea usted, amigo mío, y se salvará—dijo el cura.

—En esa promesa del Evangelio confío, padre mío. Sí, creo en Diosomnipotente y en su bondad y misericordia infinitas; creo que elEvangelio no sólo encierra símbolos sino también hechos ciertos; creoque las parábolas de Lázaro y de la hija de Jairo no aluden a laresurrección de las sociedades sino que refieren sucesos de ordenindividual, reales y verdaderos; creo por último en el poder que elDivino Redentor legó a los apóstoles, y por lo tanto, en los milagrosobrados por su intercesión divina.

—Entonces es usted feliz, hijo mío.

—¡Sí, lo soy!—exclamó el doctor cayendo de hinojos,—

porque poseyendoesa fe ciega puedo postrarme a sus pies y decirle: «Padre mío, nadiemejor que usted merece que rodee su cabeza la aureola de los santos,puesto que ha consagrado a curar a los enfermos y a socorrer a lospobres su existencia entera.

Todas sus acciones son puras y benditas alos ojos de Dios. Es un santo, y pues lo es, haga un milagro: devuélvalea mi hija la vida y la salud...» Pero ¿qué hace, padre mío?

El cura se había levantado, con la tristeza retratada en el semblante.

—¡Ay!—exclamó.—Me apena muy de veras su dolor; le compadezco y sientoen el alma no poseer la virtud que me atribuye, pues no me es dable otracosa que elevar mis preces a Aquel que dispone de los destinos humanos.

—Así, pues, todo es inútil—dijo el señor de Avrigny, levantándosetambién.—Dios dejará morir a mi hija del mismo modo que dejó morir a mihijo.

Y salió detrás del cura, que horrorizado al oírle blasfemar de aquelmodo, abandonó el despacho precipitadamente.

Como era de esperar, ningún efecto produjo el brebaje de Andrés.Magdalena durmió con sueño febril e inquieto, viéndose en su pesadillabien a las claras el influjo de la agonía que se avecinaba ya. Al rayarel alba se despertó, lanzó un grito y extendiendo los brazos hacia supadre, exclamó:

—¡Papá! ¡papá! ¿Verdad que no moriré?

Abrazóla el doctor respondiéndole con las lágrimas que brotaban de susojos. Magdalena pareció tranquilizarse a costa de un gran esfuerzo ypreguntó por el cura.

—Ya ha venido—respondió el señor de Avrigny.

—Quiero verle en seguida—dijo Magdalena.

Entonces su padre envió a llamar al sacerdote, que no tardó enpresentarse.

—Señor cura—díjole Magdalena,—supliqué a papá que le llamase porquesiendo mi director espiritual de siempre, quiero confesarme con usted.¿Está dispuesto a escucharme?

El sacerdote hizo un signo afirmativo. Magdalena volviose hacia su padrey le dijo:

—Papá, déjeme usted sola un instante con este otro padre que es padrede todos.

El doctor obedeció y después de besarle la frente salió del aposento.

Junto a la puerta estaba Amaury. El padre de Magdalena, sin despegar loslabios le llevó de la mano al oratorio de su hija; allí se arrodillóante la cruz y obligando también al joven a arrodillarse le dijo:

—¡Oremos, hijo mío!

—¡Dios eterno! ¿Ha muerto ya Magdalena?—gritó Amaury.

—No. Tranquilízate; aún la tendremos veinticuatro horas en nuestracompañía y yo te prometo que tú estarás presente cuando muera.

Amaury dejó caer la cabeza sobre el reclinatorio, prorrumpiendo ensollozos.

Haría un cuarto de hora que allí estaban de ese modo cuando se abrió lapuerta del oratorio y entró el sacerdote. Al ruido de sus pasos volvióAmaury la cabeza y le preguntó:

—¿Qué hay?

—¡Es un ángel!—contestó el párroco de Ville d'Avray.

El señor de Avrigny alzó a su vez la cabeza y preguntó:

—¿A qué hora se le administrará la extremaunción?

—A las cinco de la tarde. Magdalena quiere que a esta última ceremoniapueda asistir Antoñita.

—¿Es decir, que mi hija sabe ya que va a morir?

Se levantó y salió para ordenar que fuesen en seguida a buscar a susobrina; después de dada esta orden volvió adonde la guardaban Amaury yel sacerdote y dirigiose con ellos al cuarto de Magdalena.

Hacia las cuatro de la tarde llegó Antoñita. A la sazón no podía darseespectáculo más triste que el que ofrecía la habitación de la enferma. Aun lado de la cama veíase al doctor con semblante abatido, desesperado,oprimiendo la mano de su hija, mirándola con la misma fijeza con que eljugador mira la carta en que arriesga su fortuna y buscando como él unpostrer recurso en lo más hondo de su inteligencia.

Al otro lado Amaury, tratando de sonreír no hacía en realidad otra cosaque llorar.

A los pies de la cama el sacerdote, con semblante noble y grave,contemplaba a la pobre moribunda elevando de vez en cuando sus ojoshacia el Cielo adonde su espíritu habría de volar pronto.

Súbitamente apareció Antoñita en el marco de la puerta, quedándose en lasombra que envolvía uno de los ángulos del cuarto.

—No intentes ocultarme tu llanto, Amaury—decía Magdalena con acentocariñoso.—Si no viese las lágrimas en tus ojos me avergonzaría yo delas que asoman a los míos. Si lloramos, no es nuestra la culpa: ¡Es quees muy triste separarse a nuestra edad, cuando la vida nos parecía tanbuena y veíamos el mundo tan hermoso! Pero lo más terrible, lo que másme horroriza, es dejar de verte, Amaury, no estrechar ya tu mano, noexpresarte mi agradecimiento por tu amor, no dormirme esperando que teme aparezcas en mis sueños. Déjame que te contemple por última vez parapoder acordarme de ti en la eterna noche de mi sepulcro.

—Hija mía—dijo el sacerdote.—En compensación de las cosas queabandona usted en este mundo, gozará la gloria del paraíso.

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