Adriana Zumarán by Carlos Alberto Leumann - HTML preview

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Flotaba sobre ella una influencia serena y pura.

Y Julio también era otro. Ya no tenía aquella vaga tristeza en elsemblante distraído, y su modo, sus palabras, eran dulzura y galantería,no solamente para con ella, sino también cuando se dirigía a Charito, aLucía o a la institutriz. Esta, considerando que tenía ante sí a uninterlocutor inteligente, quiso aprovecharlo.

Se refirió a la altaeducación que recibían las niñas en los liceos de París y criticó lodecorativo y superficial de la enseñanza en los colegios de BuenosAires.

—Et même le Sacré Cœur ici, et même le Sacré Cœur, m'a t-on dit.

Después se empeñó en comunicarle sus opiniones sobre el modernismo

en

elarte.

Julio

condescendía.

Entonces,

entusiasmada, pasó del modernismo aotros temas, requiriendo a cada paso la opinión de Julio con la mismapregunta:

—Ce n'est pas vraie, monsieur? Ce n'est pas vraie?

Y de vez en cuando se refería a Lucía, pero hablando en español parahacer notar el concepto inferior en que la tenía:

—¡Oh! si usted supiera el trabajo que ella me da, para interesarla enlos estudios serios. Y ella es inteligente, señor, pero aquí las niñasno tienen afición, porque están muy mal educadas. Ellas no tienen base,señor, no tienen base.

Sin embargo, la severidad de sus opiniones no reñía con cierta bondadosatransigencia en asuntos sentimentales. Y así, como Lucía le hicieracomprender el mutuo interés que tenían Adriana y Julio, desaparecióinstantáneamente todo su enfado. Con el pretexto de examinar otras obrasllamó con modo muy ostensible a Lucía y a Charito.

—Y el señor Lagos, agregó, puede acabar de explicar a la señoritaAdriana la escultura griega.

Ambos entraron en una de esas salitas que están a trasmano.

Había allí una luz atenuada, tranquilidad más íntima y sólo tres ocuatro cuadros de gran tamaño. Inquietud, dicha sobresaltada seapoderaron de Adriana. Una suavidad, que recubría poco a poco losobjetos próximos, los aislaba del mundo como con un velo. Colgaba frentea ellos una maja de ojos provocativos y boca manchada de rojo violento,como las flores del mantón, pero se anegó también en la misma irrealidadfantástica.

No podía hacer Adriana mucho caso de lo que Julio le hablaba, porque sesentía demasiado embargada por la idea de estar conversando los dos sintestigos, en aquel delicioso rincón de soledad. Y Julio mismo, al fin,le pareció revestido con el velo de la suavidad acariciante. Suspalabras no se apartaban de los asuntos sobre los cuales habíanconversado otras veces, en casa de las Aliaga. Pero su voz tenía denuevo el dejo humilde, insinuante, que tan singularmente la habíasorprendido algunos días antes. Y toda su persona parecía rendirse aella. Para ocultar su emoción, Adriana contemplaba fijamente el cuadrode la maja provocativa.

Cuando oyeron a Lucía que peleaba en voz alta a la institutriz, adredepara advertirles, Adriana se levantó.

—¿Vienen ya?—preguntó él con un tono de ingenuidad desolada.

—Sí, adiós,—repuso ella abandonándole la mano. Sin saber por qué sedespedía así antes de que llegaran las otras; y le miró, no ya con lagracia de sus ojos un poco atónitos, sino con una súbita expresiónseria, dulcemente seria.

Y la atmósfera de pasión que ella respiraba en casa de las Aliaga, laabuela reaparecida en el claror de la luna, la dolorosa idea de su padresuicida por amor, todo seguía atrayendo sobre ella una impalpableinfluencia.

XII

Una especie de ingenuidad pura, algo como deseo sobrenatural, seinfundía en Adriana por la idea de que su corazón se apasionaba. Esto leparecía una extraña vuelta de su alma a la primera época del internadoconventual, entre los once y los trece años, época breve que surgía comolejana blancura en sus recuerdos.

Su idea de Jesús, en aquel tiempo, se mezcló con delirios inocentes,asociada a la muerte de su padre y a multitud de reflexiones quellenaran de dulzura su corazón de jovencita.

Porque el misticismo es unaflor que se alimenta por una parte con savia de la tierra y por la otracon rocío del cielo.

Durante las horas de estudio pedía permiso para pasearse a solas por elclaustro. La vieja arcada colonial circundaba todo el jardín. En lafachada blanca de los arcos se abrían grietas revestidas de musgo;interiormente la bóveda, muy baja, comunicaba una impresión de sepulcro.

En el centro del jardín, la estatua de la Virgen se alzaba solitaria,bajo una corona de follaje que le formaban cuatro grandes magnolias, tanantiguas como el convento mismo; enredaderas de jazmín del País,trepando al pedestal de la imagen, le tendían floreciendo una alfombrade nieve. La Virgen, los pies ocultos en esta blancura, tenía la carainclinada y su manto de mármol le anegaba la frente y los ojos ensombra.

Al caer la tarde se respiraba allí, por las magnolias y los jazmines, unaroma embriagante. Por encima de los arcos claustrales, sobresalía eltecho de la capilla con sus acanaladas tejas negruzcas; y elcampanario—la cúpula redonda esmaltada de azul,—parecía asomarse conindiferencia al desconcierto vulgar del mundo. Al silencio del jardínlos ruidos de la calle llegaban como venidos de una región extranjera,lejana. El convento dormía aislado en una tranquilidad de misterio,donde sin duda reinaría perpetuamente aquella Virgen de piedra. Y a laoración, bajo el cielo lívido, un ánima parecía suspirar en cadavibración de la campana, que el eco prolongaba, temblorosamente, a lolargo del claustro.

Una felicidad hubiera sido entonces, para Adriana, contemplar a lasmonjas en la media luz del crepúsculo formando hilera detrás de losarcos, con los labios rezando el rosario entre las manos juntas y losojos perdidos en la visión vaga del esposo celeste.

Las

había

imaginadoasí,

suspensas

en

una

inmaterialidad donde la vida palpitaba tan sólocomo débil vestigio, y les había supuesto asimismo en la cara unadulzura plácida y en el alma la serenidad que tenía el dolor de laVirgen.

Pero pronto se decepcionó. Sólo pudo conocer a las semi enclaustradas yhasta las de carácter más suave vivían sin transfigurarse por la piedady sin que nunca iluminase sus caras el deseo sobrenatural.

En una esquina del claustro había un Cristo crucificado, dentro de unnicho practicado en el espesor del muro. Era de tamaño pequeño; con lacabeza echada hacia atrás, abría la boca en un estertor de agonía cruel.Se pensaba, al verlo, que retenía un lamento entre los labios inmóviles.

La visión de este Jesusito agonizante, contemplado silenciosamentedurante horas enteras, solía por la noche frecuentarla bajando del nichoy caminando sobre las baldosas frías del corredor solitario. Adrianaentonces, arrebujándose, llena de una conmiseración desolada, se dormíallorando por Él con amargura indecible.

Una noche, al recogerse las internas en el gran dormitorio común, senotó su ausencia. La buscaron inútilmente en la capilla, en la oscuridaddel jardín, en la sala de estudio, hasta que fue descubierta en elángulo del claustro, parada sobre una silla.

Tenía un brazo apoyadoencima del Cristo y cerrando los ojos besaba

la

dolorosa

bocaentreabierta.

Las

monjas

se

acostumbraron, después, a verla inmóvil, alpie del nicho, a veces con las manos juntas y como atónita. Si entoncesalguien venía

a

hablarla,

respondía

ella

con

una

dulzura

extrañada,volviendo en seguida la mirada hacia la imagen, como si hubieseninterrumpido entre ella y el Cristo una vaga comunicación.

Llegó a enamorarse tanto de Jesús, que la aterraba de piedad el motivoque los Evangelios atribuyen a su muerte. Entonces, movida por el deseoingenuo de arrancarse a la horrible complicidad que tocaba a ella,redimida también por la sangre divina, juntaba las manos suplicando: "Tepido una sola cosa, Jesús de mi alma: no me dejes entrar al cielo cuandomuera". Y

en

su

lenguaje

infantil

procuraba

explicarle

que

preferíapermanecer en la impureza del pecado y consagrarse a los espantos delinfierno, antes que aprovechar con tanto egoísmo, para conquistar lagloria, sus sufrimientos de Redentor.

Le parecía inexplicable que todo el mundo pasara por aquel rincón delclaustro sin advertir el gran dolor de Jesús. Un día, sin podercontenerse, llamó a una monja que era su maestra, se oprimió a ella y leseñaló el Cristo. La monja se persignó devotamente.

—Fíjese, hermana, insistió ella con ansiedad, Jesús parece que grita.

—Hijita, sí; es por nosotros que pecamos tanto. Y se alejó con laindiferencia habitual en todas.

Aquella noche Adriana soñó que las monjas se hallaban reunidas en unconfuso salón, iluminado con grandes arañas, y bailaban formandocuadrillas al compás de una música sorda y lenta, pero que estallaba derepente en sonidos agudos y torbellinos

de

estruendo.

Entonces

lasmonjas

giraban

vertiginosamente y las arañas se sacudían echando sobreellas los cirios. Luego, bruscamente, la música paraba y cada monjaquedaba tiesa, en actitud grotesca. Todas ellas llevaban hábitodescotado y reían como locas; pero al mirarse los brazos desnudosenrojecían tanto, que de los párpados hinchados les brotaban gruesasgotas de sangre. Una legión de diablillos, azules y rojos, caracoleabanpor el aire como chispas de fuego.

En medio del salón, expuesto a una burla general, vio al pequeño Cristoque se cubría la cara con las manos y a escondidas le hacía señas desúplica. Las monjas, para no tropezar con él mientras bailaban, serecogían el hábito y le saltaban por encima. Pero Adriana no podíaprotegerle; la hermana cocinera la tenía abrazada, empeñada en darle elpecho.

Adriana apartó la boca con horror, se despertó sin respiro,bañada en sudor, paralizada por la angustia.

Desde entonces todas aquellas delicadezas de su alma empezaron a sufrirun proceso de desvanecimiento, todas sus ternuras se fueron apagandocomo los colores de una olvidada pintura bajo la capa de polvo que lacubre.

A poco cambió su modo de ser y dejó de frecuentar el sitio que suséxtasis asiduos habían como impregnado de una atmósfera mística. Cuandola interrogaban, ponía una cara adusta, y golpeando el suelo con el pie,se quedaba mirando en el vacío.

La hermana superiora venía, inquieta, yle preguntaba, acariciándola con dulzura:—¿Qué tiene, Adrianita? ¿Ya nole reza al Señor?

—No, no, porque ha dejado que me compre el diablo.

Y no daba otra explicación: la había comprado el diablo y ella estabaperdida para el cielo.

Más tarde su carácter se hizo irónico.

—¿Ustedes son peladas?—preguntaba riendo a las hermanas.

Y las amenazaba con arrancarles la toca.

Un día sugirió a dos compañeras la curiosidad de saber si efectivamenteeran las monjas peladas. En el vasto dormitorio común, separaba lascamas de las colegialas un cortinado que les hacía como estrechasceldillas. Una monja, la hermana Casilda, velaba paseándose por mediodel salón, hasta después de acostadas y dormidas todas. Luego se recogíaen una celdilla propia, más grande que las demás y cerrada por uncortinado más espeso. Adriana convenció a sus compañeras que podíaespiarse a la hermana Casilda; seguramente no dormiría con la tocapuesta. En la noche convenida, cuando cesó de oírse el ruido leve de suspasos vigilantes, las tres muchachas se juntaron en medio del salón.Temblaban de miedo. Se acercaron cautelosamente a la celdilla grande,cuchicheando. Un hilo amarillento rayaba la juntura del cortinaje; perola hermana Casilda dormía toda la noche con luz.

—¿Por qué no vas a ver?—dijo Adriana a una de sus compañeras.

—Tengo miedo...

—¡Bah! iré yo.

Adriana se aproximó a la celdilla, fingió entreabrir la cortina, yvolvió con una expresión maravillada.

—¿Cómo está?—le preguntaron.

—¡Pelada!

Las dos se aproximaron a su vez, caminando de puntillas; el ruedo de suscamisones se estremecía sobre los pies desnudos.

Ambas, ávidamente,abrieron la cortina.

—¡Jesús!—gritó la voz espantada de la hermana Casilda, que no se habíadesvestido aún.

Cuando acudieron a la cama de Adriana, denunciada por sus compañeras, lavieron que dormía; una suave sonrisa flotaba en sus labios, como si sualma, soñando, hubiese volado a la región de sus éxtasis.

Insensiblemente se fue adhiriendo a su espíritu la maldad viciosa,hostil a la antigua pureza de su corazón. Y sufría sin embargo loindecible al sentirse ya incapaz de ser buena, incapaz de resistir lainfluencia maligna, aquella influencia que ya, durante su infancia, lahabía aterrado alguna vez: así cuando Raquel, empañados por el llantolos hermosos ojos verdes, se defendía de sus golpes despiadadoscubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas.

Los castigos que la superiora decidió imponerle, al fin, le hicieronconocer otro mal sentimiento: el rencor.

Pero a veces el pequeño Cristo volvía a bajar de su nicho, caminabasobre las baldosas del corredor solitario, aparecía en la celdilla deAdriana, como un mudo reproche, y la miraba fijamente.

XIII

Ese día Charito la acogió con un aire de mal humor que nunca tenía, comode persona agraviada por motivos demasiado penosos para decirlos. Peroinútilmente aguardó de Adriana una pregunta que le diera pie parareplicar con frases ya meditadas.

Su amiga se conformaba con sonreír omirarla de soslayo, distraída, porque aquel mutismo de Charito, sinpreocuparla, le permitía abandonarse a la encantada dulzura de suspropios pensamientos.

Al fin Charito no pudo contenerse:

—¿Ves lo que gano por ser contigo demasiado buena? Le han traído elcuento a mamá de que yo me doy cita con muchachos en el Museo. ¿Teimaginas? Todo un lío por causa tuya. Y si te dijera...

Se detuvo con un gesto de fingida exasperación, como si se guardara laspalabras más duras.

Adriana seguía mirándola, distraída.

—Tan luego tú, Charito,—dijo con acento amistoso—tú tan seria, tanincapaz de una incorrección, darte cita con varios muchachos. ¿Nocomprendes que nadie podrá creerlo?

—Lo creen y lo repetirá todo el mundo.

—Todavía de mí, que era una coqueta... que soy una coqueta...

Óyeme: note fastidies, nada te cuesta decir que todos esos muchachos tenían lacita conmigo.

—Puedes estar segura que yo no cargaré con la culpa.

—¡Ah! pero tú misma, concluyó Adriana acariciándola, has acabado porconvencerte de que fue una cita, y una cita con varios. En todo caso losvarios éramos nosotras y el pobre Julio era la sinvergüenza.

A Charito no la enfadaba tanto el chisme como el hecho de que Adrianaesquivaba la entrevista con Muñoz y en cambio la había obligado ahacerse amiga de Julio, a quien detestaba. En realidad, Adriana ejercíasobre ella un gran dominio que nadie hubiera sospechado al verlasjuntas, según Charito la censuraba y le imponía consejos que eransiempre escuchados, aunque nunca seguidos. Adriana, por el contrario,obtenía de ella, sin parecerlo, todo lo que quería.

—Voy a proponerte algo, le dijo, para poner a prueba tu amistad. ComoJulio a casa no va, ni quisiera yo que fuese, tú me harás un gran favor.

—¿Pero no has conseguido acaso verte con él aquí, en casa?

¿Quieres unaprueba mayor?

—No te enojes, Charito querida, y escúchame... También lo veo en casade las Aliaga y es allí donde empecé a quererlo, tú lo sabes. Sinembargo, yo sospecho que sin haberte tratado con ellas les tienesantipatía a las Aliaga, y tal vez esa bondad tuya ha sido un cálculopara alejarme de ellas...

—Yo no calculo nunca, Adriana, soy demasiado leal.

—Lo sé, lo sé... pero entonces yo sí he calculado, te lo confieso.Sería difícil explicarte... Yo misma no comprendo con claridad porquéahora voy con inquietud a esa casa. ¡Y si supieras qué cariño les tengo!A Laura la adoro. No sé lo que daría por verla dichosa... Laura Aliagaes mi mejor amiga.

—¡Ah, tu mejor amiga!

—Exceptuándote a ti, naturalmente... Pues bien, con todo esto, prefieroverlo en tu casa.

—En fin, ¿qué nueva prueba pretendes de mi amistad?

—Óyeme bien: quisiera verlo a Julio, de vez en cuando, con tu ayuda,por la noche...

—¿Por la noche? ¿Y dónde quieres verlo de noche?

—En el teatro, Charito. Ha empezado la temporada de ópera y tú sabesque voy, en las noches del primer turno, con Raquel y Fernando. Julio vaa la platea para verme, pero naturalmente apenas hay oportunidad dehablar. Además, puedo encontrarme con Muñoz y esto sería desagradable.Yo pienso ceder mi butaca a Fernando para que él invite a otro amigo, opuedo dártela a ti...

—¡Pero si yo estoy muy bien en el palco nuestro!

—Para que tú la regales, Charito. No me interrumpas. Ya verás que tepido un pequeño sacrificio... Como de todos modos no coincide el turnotuyo y el mío, quisiera que tú, alguna vez, me acompañaras a la cazuela.

—¿Pero con qué objeto? ¿Qué haremos las dos en la cazuela?

—Para hablar más libremente con Julio.

—¡Estás loca! ¡A la cazuela no pueden ir los hombres!

—Si me interrumpes a cada rato será imposible explicarte. En el piso dela cazuela hay una confitería, y a esta confitería pueden entrar loshombres.

—¡Ah, y tú quisieras...!

—Déjame concluir, Charito. Iríamos juntas tú, Lucía Moreno y yo. Juliose acercaría como un amigo común...

—Basta, eso de mí no lo conseguirás nunca.

—Atiéndeme, Charito.

—Es inútil, no insistas. Puedes entenderte con Lucía; también a ella legustan las aventuras, y hasta se ha hecho amiga de un grupo de chicasque a mí no me gustan nada, por cierto.

Adriana no respondió y se quedó mirándola con la anterior actituddistraída. Después, suspirando con resignación:

—Tendré que pedirle este servicio a Zoraida Aliaga...

Charito contuvo un gesto de contrariedad. Y la idea calculada de impedirque su amiga recurriera a la amistad de Zoraida, al fin la hizo ceder.Por otra parte, quería seguir vigilándola. Pensaba que tarde o tempranoaquel entusiasmo por Julio acabaría y sería llegado entonces el caso dedevolverla al amor de Muñoz.

Sin embargo, su enojo no se había calmado.

—¿Y por qué no te visita en tu casa? ¡Puesto que Muñoz también tevisitaba!

—Precisamente por eso y porque Julio, en realidad, no es mi

"novio".Hay entre nosotros algo demasiado fuera de los sentimientos comunes paraque pueda presentarse en casa y sustituir en su papel a Muñoz. Elpresente que vivimos es conforme a mi corazón.

—Pronto te desilusionarás, porque te enamoras con la misma facilidad deLucía,—le replicó Charito.

Pudieron verse así con más frecuencia. Algunas noches, por favorespecial de su amiga y ruegos insistentes de Lucía Moreno, hallabanocasión de conversar, después del primer acto, durante todo el resto dela función, en la confitería de la cazuela.

Entonces se quedaban casicompletamente solos. Los mozos, junto al mostrador, contaban dinero yhablaban en voz alta. Del vasto teatro les llegaba el eco prolongado deun canto, seguido de aplausos que morían en un súbito silencio. Y

estosintermitentes rumores de la invisible multitud que palpitaba tan cercade ellos, contribuían a darles la sensación de hallarse circundados poruna suave y amorosa quietud. Adriana escuchaba a Julio con abandono. Leparecía que sólo un tenue velo de dulzura separaba sus almas.

Luego, terminada la función, aparecían Charito y Lucía. Se despedían deJulio en un rellano de la escalera, para que Raquel y Fernando, que lasesperaban abajo, no descubrieran el secreto de aquella singular decisiónde preferir la cazuela a la brillante sala iluminada.

Al día siguiente, si la mañana era templada, iban al paseo de Palermo.La señorita Ivonne les acompañaba también, empeñada en proteger el amorde Adriana. Experimentaba un placer de reflejo, porque aquella pasióndichosa le hacía recordar un idilio suyo, cuando ella en París era unalinda estudiante del Liceo.

Adriana solía preguntarse, sin embargo, si la apasionada humildad deJulio correspondía íntegramente a un sentimiento real, y si no habríaexageración, acaso vaga ironía en sus palabras tan rendidas, tanespontáneas y semejantes, a veces, a la confesión que pudiera hacer unniño. ¡Qué no hubiera dado, en tales momentos, para penetrar siquierapor un instante el alma de Julio! Cierto pesimismo se insinuaba a vecesen su corazón, tanto más penoso cuanto mayor era su júbilo cuandopensaba que él la quería.

A veces intentaba decirle con sinceridad lo que sentía. Cuando suexpresión titubeaba, las palabras de él venían al encuentro de su idea yle daban forma, hasta en sus más velados contornos; era como si yaconociera Julio toda la intimidad de su alma. Ella recordaba entonces,por amorosa comparación, el amanecer de invierno en el internadoreligioso. Se levantaban todas las colegialas para la misa del alba, yen el templo, a oscuras todavía, tres o cuatro cirios echaban unamarillento resplandor, que relucía en el reborde de algún candelabro otemblaba sobre la cara llorosa de la Virgen. Cuando la luz de la mañanacomenzaba luego a esparcir un color avinado, las figuras de lasvidrieras místicas eran vagos fantasmas diseñándose apenas y por querertomar colores en la sombra. Ella se recogía, embargada por la emociónreligiosa, y quedaba por largo rato apoyada la frente sobre las manosjuntas. Cuando levantaba de nuevo los ojos, las altas vidrieras sehabían iluminado, y sus imágenes de esmalte resplandecían, con lastúnicas azules y rojas y las bellas caras en éxtasis, circundadas por eloro de las aureolas.

Así le esclarecían las palabras de Julio sus ideas íntimas, y pálidasfiguras dormidas se incorporaban como atónitas en la penumbra de suespíritu.

Y sintió un gran deseo de ella también encantarlo. Cierta maravillosainspiración, a veces, movía sus actitudes y dictaba sus palabras; leparecía convertirse en un ser más perfecto, más ideal, difundir de símisma una gracia nueva, plegarse su persona completamente al secretoensueño de Julio; y tenía la sensación de revestirse, para él, con unpasajero pero incontrastable hechizo de milagro. También en talesmomentos, cuando se sentía con la posesión de esta fuerza seductora,radiante, ¡qué no hubiera dado por penetrar el alma de Julio, a fin deconocer cómo lo iba ella enamorando!

Eran ya las dos de la madrugada. Sola en su dormitorio contiguo al deRaquel, sin desvestirse, sentada al borde de la cama y la luz velada conla pantalla, Adriana dejaba que su imaginación se sumergiesecompletamente en la delicia de los momentos extraños pasados con Julio.El presente era por cierto, como se lo había dicho a Charito, conforme asu corazón.

Le parecía vivir en una transparente y maravillosa eternidad.

Y ahora Raquel dormía, la pobre Raquel que no olvidaba, ciertamente, laperversidad de Adriana, y que no había vuelto a hablarla desde laocasión del penoso diálogo en casa de su tío.

Ahuyentando esta idea penosa, siguió divagando; algunas frases de Julioque tornaban murmurando a sus oídos, le hacían el efecto de una pura ypermanente adoración.

¡Qué diferencia con las emociones experimentadas cuando comenzó surelación con Muñoz! Recordó un día en que éste le besó la mano con besotembloroso, ardiente, de hombre enamorado que quiere imponerse por laaudacia, y sólo despertó en ella un sentimiento hostil y ofendido...¿Llegaría jamás a ofenderse, en cambio, cuando Julio le besara la manocon su modo distraídamente humilde? Adriana sintió algo semejante a lasensación de irrealidad que le sobrevino algunas veces, en la pazconventual, cuando se ponía de rodillas ante el Jesusito del claustro.

Le pareció, de pronto, que se transportaba en cuerpo y alma a una regiónideal. Pensó en el milagro de la Asunción. ¿"Estoy loca"? se dijo con unsobresalto dulcísimo. Y era tanta la ligereza, la volubilidad de sudivagación, que le pareció subir oscilando, suavemente, como la Virgen,bajo una claridad de gloria.

La trajo a la realidad, de pronto, un gemido de Raquel.

Acudiócorriendo, sobrecogida por una compasión inenarrable.

Encendió la luz.Raquel, que solía tener pesadillas penosas, lloraba ahogada por laangustia; pero cuando Adriana se abrazó a ella y consiguió despertarla,por largo rato no pudo substraerse al terror de su sueño. La agitabanligeros sollozos, y los hermosos ojos empañados por el llanto, mirabansin comprender. Adriana le acariciaba los cabellos, y murmurandopalabras de cariño, procuraba apaciguarla.

Repentinamente cesaron los gemidos de Raquel: vuelta a la conciencia delas cosas, su mirada continuó fija en Adriana, con la misma extrañeza,con el mismo estupor. Porque a medida que se sustraía a la influencia dela pesadilla, iba apoderándose de ella una sorpresa profunda ante ladolorida solicitud de su hermana. Le parecía otra. No acertaba aexplicarse aquella compasión que le transformaba tan singularmente lacara, ni aquella

mansa

ternura

de

toda

su

actitud,

ni

aquellasdesconocidas caricias.

Pensó, por un momento, que había salido del sueño terrible para entraren otro, muy plácido, pero igualmente irreal.

Adriana, en tanto, entendiendo todo lo que decían, a través de laslágrimas, los ojos asombrados de Raquel, recordó las veces que se habíacomplacido en humillarla. El remordimiento, un remordimiento íntimo,amargo, le llenó el corazón. Su antigua maldad le parecióincomprensible. Y lo que más daño le hacía era la persistencia muda deaquella mirada de los ojos verdes en la carita cubierta por eldesordenado cabello. Era evidente que su pobre hermana no concebía enella la bondad.

Entonces, movida por un impulso ardiente, tomó entre sus manos la cabezade Raquel. Una ternura inmensa la avasalló, hasta quitarle el respiro. Yse puso a sollozar, hablando, con la voz entrecortada.

—Perdóname, Raquelita, perdóname. Ya sé que no tengo ni el derecho depedirte perdón. Cuando debí hacerlo, te insulté. Sí, he sido contigodemasiado mala. Ya no lo soy. He perdido todo mi orgullo odioso. No, nome mires con ese modo asombrado. Si supieras todo lo que sufro y todo loque he sufrido en estos días, pensando en mi maldad para contigo. Peroya no volveré