Zalacaín el Aventurero by Pío Baroja - HTML preview

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, con algunos latinajos más de los que pone el autor.

CAPÍTULO V

CÓMO LA PARTIDA DEL CURA DETUVO LA DILIGENCIA CERCA DE ANDOAIN

Al tercer día de estar en la venta, la inacción era grande, y entre elJabonero

y Luschía acordaron detener aquella mañana la diligencia queiba desde San Sebastián a Tolosa.

Se dispuso la gente a lo largo del camino, de dos en dos; los máslejanos irían, avisando cuando apareciera la diligencia y replegándosejunto a la venta.

Martín y Bautista se quedaron con el Cura y

el Jabonero

, porque elcabecilla y su teniente no tenían bastante confianza en ellos.

A eso de las once de la mañana, avisaron la llegada del coche. Loshombres que espiaban el paso fueron acercándose a la venta, ocultándosepor los lados del camino.

El coche iba casi lleno. El Cura,

el Jabonero

y los siete u ochohombres que estaban con ellos se plantaron en medio de la carretera.

Al acercarse el coche, el Cura levantó su garrote y gritó:

—¡Alto!

Anchusa y Luschía se agarraron a la cabezada de los caballos y el cochese detuvo.

¡Arrayua!

¡El Cura!—exclamó el cochero en voz alta—. Nos hemosfastidiado.

—Abajo todo el mundo—mandó el Cura.

Egozcue abrió la portezuela de la diligencia. Se oyó en el interior uncoro de exclamaciones y de gritos.

—Vaya. Bajen ustedes y no alboroten—dijo Egozcue con finura.

Bajaron primero dos campesinos vascongados y un cura; luego, un hombrerubio, al parecer extranjero, y después saltó una muchacha morena, queayudó a bajar a una señora gruesa, de pelo blanco.

—Pero Dios mío, ¿adónde nos llevan?—exclamó ésta.

Nadie le contestó.

—¡Anchusa! ¡Luschía! Desenganchad los caballos—gritó el Cura—. Ahora,todos a la posada.

Anchusa y Luschía llevaron los caballos y no quedaron con el cura másque unos ocho hombres, contando con Bautista, Zalacaín y Joshé Cracasch.

—Acompañad a éstos—dijo el cabecilla a dos de sus hombres, señalandoa los campesinos y al cura.

—Vosotros—é indicó a Bautista, Zalacaín, Joshé Cracasch y otros doshombres armados—id con la señora, la señorita y este viajero.

La señora gruesa lloraba afligida.

—Pero, ¿nos van a fusilar?—preguntó gimiendo.

—¡Vamos! ¡Vamos!—dijo uno de los hombres armados, brutalmente.

La señora se arrodilló en el suelo, pidiendo que la dejaran libre.

La señorita, pálida, con los dientes apretados, lanzaba fuego por losojos. Sin duda, sabía los procedimientos usados por el cura con lasmujeres.

A algunas solía desnudarlas de medio cuerpo arriba, les untaba con mielel pecho y la espalda y las emplumaba; a otras les cortaba el pelo o lountaba de brea y luego se lo pegaba a la espalda.

—Ande usted, señora—dijo Martín—, que no les pasará nada.

—Pero, ¿adónde?—preguntó ella.

—A la posada, que está aquí cerca.

La joven nada dijo, pero lanzó a Martín una mirada de odio y dedesprecio.

Las dos mujeres y el extranjero comenzaron a marchar por la carretera.

—Atención, Bautista—dijo Martín en francés—, tú al uno, yo al otro.

Cuando no nos vean.

El extranjero, extrañado, en el mismo idioma preguntó:

—¿Qué van ustedes a hacer?

—Escaparnos. Vamos a quitar los fusiles a estos hombres. Ayúdenosusted.

Los dos hombres armados, al oir que se entendían en una lengua que ellosno comprendían, entraron en sospechas.

—¿Qué habláis?—dijo uno, retrocediendo y preparando el fusil.

No tuvo tiempo de hacer nada, porque Martín le dió un garrotazo en elhombro y le hizo tirar el fusil al suelo, Bautista y el extranjeroforcejearon con el otro y le quitaron el arma y los cartuchos. JoshéCracasch estaba como en babia.

Las dos mujeres, viéndose libres, echaron a correr por la carretera, endirección a Hernani. Cracasch las siguió. Éste llevaba una malaescopeta, que podía servir en último caso. El extranjero y Martín teníancada uno su fusil, pero no contaba más que con pocos cartuchos. A uno lehabían podido quitar la cartuchera, al otro fué imposible. Éste volabacorriendo a dar parte a los de la partida.

El extranjero, Martín y Bautista corrieron y se reunieron con las dosmujeres y con Joshé Cracasch.

La ventaja que tenían era grande, pero las mujeres corrían poco; encambio, la gente del cura en cuatro saltos se plantaría junto a ellos.

—¡Vamos! ¡Animo!—decía Martín—. En una hora llegamos.

—No puedo—gemía la señora—. No puedo andar más.

—¡Bautista!—exclamó Martín—. Corre a Hernani, busca gente y tráela.

Nosotros nos defenderemos aquí un momento.

—Iré yo—dijo Joshé Cracasch.

—Bueno, entonces deja el fusil y las municiones.

Tiró el músico el fusil y la cartuchera y echó a correr, como alma quelleva el diablo.

—No me fío de ese músico simple—murmuró Martín—. Vete tú, Bautista.

La lástima es que quede un arma inútil.

—Yo dispararé—dijo la muchacha.

Se volvieron a hacer frente, porque los hombres de la partida se ibanacercando.

Silbaban las balas. Se veía una nubecilla blanca y pasaba al mismotiempo una bala por encima de las cabezas de los fugitivos. Elextranjero, la señorita y Martín se guarecieron cada uno detrás de unárbol y se repartieron los cartuchos. La señora vieja, sollozando, setiró en la hierba, por consejo de Martín.

—¿Es usted buen tirador?—preguntó Zalacaín al extranjero.

—¿Yo? Sí. Bastante regular.

—¿Y usted, señorita?

—También he tirado algunas veces.

Seis hombres se fueron acercando a unos cien metros de donde estabanguarecidos Martín, la señorita y el extranjero. Uno de ellos eraLuschía.

—A ese ciudadano le voy a dejar cojo para toda su vida—dijo elextranjero.

Efectivamente, disparó y uno de los hombres cayó al suelo dando gritos.

—Buena puntería—dijo Martín.

—No es mala—contestó fríamente el extranjero.

Los otros cinco hombres recogieron al herido y lo retiraron hacia undeclive. Luego, cuatro de ellos, dirigidos por Luschía, dispararon alárbol de dónde había salido el tiro. Creían, sin duda, que allí estabanrefugiados Martín y Bautista y se fueron acercando al árbol. Entoncesdisparó Martín é hirió a uno en una mano.

Quedaban solo tres hábiles, y, retrocediendo y arrimándose a losárboles, siguieron haciendo disparos.

—¿Habrá descansado algo su madre?—preguntó Martín a la señorita.

—Sí.

—Que siga huyendo. Vaya usted también.

—No, no.

—No hay que perder tiempo—gritó Martín, dando una patada en elsuelo—. Ella sola o con usted. ¡Hala!

En seguida.

La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó amarchar por la carretera.

El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sindisparar, hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron acorrer con toda la fuerza de sus piernas. Pronto se reunieron con laseñora y su hija. La carrera terminó a la media hora, al oir que lasbalas comenzaban a silbar por encima de sus cabezas.

Allí no había árboles donde guarecerse, pero sí unos montes de piedramachacada para el lecho de la carretera, y en uno de ellos se tendióMartín y en el otro el extranjero. La señora y su hija se echaron en elsuelo.

Al poco tiempo, aparecieron varios hombres; sin duda, ninguno queríaacercarse y llevaban la idea de rodear a los fugitivos y de cogerlosentre dos fuegos.

Cuatro hombres fueron a campo traviesa por entre maizales, por un ladode la carretera, mientras otros cuatro avanzaban por otro lado, entremanzanos.

Si Bautista no viene pronto con gente, creo que nos vamos a verapurados—exclamó Martín.

La señora, al oirle, lanzó nuevos gemidos y comenzó a lamentarse, congrandes sollozos, de haber escapado.

El extranjero sacó un reloj y murmuró:

—Tenía tiempo. No habrá encontrado nadie.

—Eso debe ser—dijo Martín.

—Veremos si aquí podemos resistir algo—repuso el extranjero.

—¡Hermoso día!—murmuró Martín.

La verdad es que un día tan hermoso convida a todo, hasta que le peguena uno un tiro.

—Por si acaso, habrá que evitarlo en lo posible.

Dos o tres balas pasaron silbando y fueron a estrellarse en el suelo.

—¡Rendíos!—dijo la voz de Belcha, por entre unos manzanos.

—Venid a cogernos—gritó Martín, y vió que uno le apuntaba en el monte,desde cerca de un árbol; él apuntó a su vez, y los dos tiros sonaroncasi simultáneamente. Al poco tiempo, el hombre volvió a aparecer máscerca, escondido entre unos helechos, y disparó sobre Martín.

Éste sintió un golpe en el muslo y comprendió que estaba herido. Sellevó la mano al sitio de la herida y notó una cosa tibia. Era sangre.Con la mano ensangrentada cogió el fusil y, apoyándose en las piedras,apuntó y disparó. Luego sintió que se le iban las fuerzas, al perder lasangre, y cayó desmayado.

El extranjero aguardó un momento, pero, en aquel instante, una compañíade miqueletes avanzaba por la carretera, corriendo y haciendo disparos,y la gente del Cura se retiraba.

CAPÍTULO VI

CÓMO CUIDÓ LA SEÑORITA DE BRIONES A MARTÍN ZALACAÍN

Cuando de nuevo pudo darse Martín Zalacaín cuenta de que vivía, seencontró en la cama, entre cortinas tupidas.

Hizo un esfuerzo para moverse y se sintió muy débil y con un ligerodolor en el muslo.

Recordó vagamente lo pasado, la lucha en la carretera, y quiso saberdónde estaba.

—¡Eh!—gritó con voz apagada.

Las cortinas se abrieron y una cara morena, de ojos negros, aparecióentre ellas.

—Por fin. ¡Ya sé ha despertado usted!

—Sí. ¿Dónde me han traído?

—Luego le contaré a usted todo—dijo la muchacha morena.

—¿Estoy prisionero?

—No, no; está usted aquí en seguridad.

—¿En qué pueblo?

—En Hernani.

—Ah, vamos. ¿No me podrían abrir esas cortinas?

—No, por ahora no. Dentro de un momento vendrá el médico y, si leencuentra a usted bien, abriremos las cortinas y le permitiremos hablar.Con que ahora siga usted durmiendo.

Martín sentía la cabeza débil y no le costó mucho trabajo seguir elconsejo de la muchacha.

Al mediodía llegó el médico, que reconoció a Martín la herida, le tomóel pulso y dijo:

—Ya pueda empezar a comer.

—¿Y le dejaremos hablar, doctor?—preguntó la muchacha.

—Sí.

Se fué el doctor, y la muchacha de los ojos negros descorrió lascortinas y Martín se encontró en una habitación grande, algo baja detecho, por cuya ventana entraba un dorado sol de invierno. Pocosinstantes después, apareció Bautista en el cuarto, de puntillas.

—Hola, Bautista—dijo Martín burlonamente—. ¿Qué te ha parecidonuestra primera aventura de guerra?

¿Eh?

—¡Hombre! A mí, bien—contestó el cuñado—. A ti quizá no te hayaparecido tan bien.

—¡Pse! Ya hemos salido de esta.

La muchacha de los ojos negros, a quien al principio no reconocióMartín, era la señorita a quien habían hecho bajar del coche los de lapartida del Cura y después se había fugado con ellos en compañía de sumadre.

Esta señorita le contó a Martín cómo le llevaron hasta Hernani y leextrajeron la bala.

—Y yo no me he dado cuenta de todo esto—dijo Martín—. ¿Cuánto tiempollevo en la cama?

—Cuatro días ha estado usted con una fiebre altísima.

—¿Cuatro días?

—Sí.

—Por eso estoy rendido. ¿Y su madre de usted?

—También ha estado enferma, pero ya se levanta.

—Me alegro mucho. ¿Sabe usted? Es raro—dijo Martín—no me pareceusted la misma que vino en la carretera con nosotros.

—¡No?

—No.

—¿Y por qué?

—Le brillaban a usted los ojos de una manera tan rara, así como dura…

—¿Y ahora no?

—Ahora no, ahora me parecen sus ojos muy suaves.

La muchacha se ruborizó sonriendo.

—La verdad es—dijo Bautista—que has tenido suerte. Esta señorita teha cuidado como a un rey.

—¡Qué menos podía hacer por uno de nuestros salvadores!—exclamó ellaocultando su confusión—. Oh, pero no hable usted tanto. Para el primerdía es demasiado.

—Una pregunta sólo—dijo Martín.

—Veamos la pregunta—contestó ella.

—Quisiera saber cómo se llama usted.

—Rosa Briones.

—Muchas gracias, señorita Rosa—murmuró.

—¡Oh! no me llame usted señorita. Llámeme usted Rosa o Rosita, como medicen en casa.

—Es que yo no soy caballero—repuso Martín.

—¡Pues si usted no es caballero, quién lo será!—dijo ella.

Martín se sintió halagado y, como Rosa le indicó que callara, llevándoseel dedo a los labios, cerró los ojos…

La convalecencia de Martín fué muy rápida, tanto, que a él le parecióque se curaba demasiado pronto.

Bautista, al ver a su cuñado en vísperas de levantarse y en buenasmanos, como dijo algo irónicamente, se fué a Francia a reunirse conCapistun y a seguir con los negocios.

Martín pudo tomar Hernani por una Capua, una Capua espiritual.

Rosita Briones y su madre doña Pepita le mimaban y le halagaban.

De conocerlo, Martín hubiera podido recitar, refiriéndose a él mismo,el romance antiguo de Lanzarote: Nunca fuera caballero

De damas tan bien servido

Como fuera Lanzarote

Cuando de su aldea vino.

Rosita, durante la convalecencia, tuvo largas conversaciones con Martín.Era de Logroño, donde vivía con su madre. Doña Pepita era la causante dela desdichada aventura. A ella se le ocurrió ir a Villabona, para ver asu hijo, que le habían dicho que se encontraba herido en este pueblo.Afortunadamente, la noticia era falsa.

Doña Pepita, la madre de Rosita, era una señora romántica, con unasideas absurdas. Adoraba a su hijo, vivía temblando de que le pasaraalgo, pero, a pesar de todo, había querido que fuera militar. Al decidirla aventura que terminó con la detención de la diligencia y al oir lasobservaciones de su hija al malhadado proyecto, había contestado:

—Los carlistas son españoles y caballeros y no pueden hacer daño a unasseñoras.

A pesar de esta imposibilidad, estuvieron las dos a punto de seremplumadas o apaleadas por la gente del Cura.

Martín llegó a convencerse de que la buena señora tenía unaimposibilidad irreductible para enterarse de la cosas. Lo veía todo a sugusto y se convencía de que los hechos era como se los había pintado sufantasía. Si de la madre cualquiera hubiese dicho que le faltaba untornillo, no podía decirse lo mismo de su hija. Ésta era lista yavispada como pocas; tenía un juicio rápido, seguro y claro.

Muchas veces, para distraer al herido, Rosa le leyó novelas de Dumas ypoesías de Bécquer. Martín nunca había oído versos y le hicieron unefecto admirable, pero lo que más le sorprendió fué la discreción de loscomentarios de Rosita. No se le escapaba nada.

Pronto Martín pudo levantarse y, cojeando, andar por la casa. Un día quecontaba su vida y sus aventuras, Rosita le preguntó de pronto:

—¿Y Catalina quién es? ¿Es su novia de usted?

—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

—Porque ha hablado usted mucho de ella durante el delirio.

—¡Ah!

—¿Y es guapa?

—¿Quién?

—Su novia.

—Sí, creo que sí.

—¿Cómo? ¿Cree usted nada más?

—Es que la conozco desde chico y estoy tan acostumbrado a verla quecasi no sé cómo es.

—¿Pero no está usted enamorado de ella?

—No sé, la verdad.

—¡Qué cosa más rara! ¿Que tipo tiene?

—Es así… algo rubia…

—¿Y tiene hermosos ojos?

—No tanto como usted—dijo Martín.

A Rosita Briones le centellearon los ojos y envolvió a Martín en una desus miradas enigmáticas.

Una tarde se presentó en Hernani el hermano de Rosita.

Era un joven fino, atento, pero poco comunicativo.

Doña Pepita le puso a Zalacaín delante de su hijo como un salvador, comoun héroe.

Al día siguiente, Rosita y su madre iban a San Sebastián, para marcharsedesde allí a Logroño.

Les acompañó Martín y su despedida fué muy afectuosa. Doña Pepita leabrazó y Rosita le estrechó la mano varias veces y le dijoimperiosamente:

—Vaya usted a vernos.

—Sí, ya iré.

—Pero que sea de veras. Los ojos de Rosita prometían mucho. Almarcharse madre é hija, Martín pareció despertar de un sueño; se acordóde sus negocios, de su vida, y sin pérdida de tiempo se fué a Francia.

CAPÍTULO VII

CÓMO MARTÍN ZALACAÍN BUSCÓ NUEVAS AVENTURAS

Una noche de invierno llovía en las calles de San Juan de Luz; algúnmechero de gas temblaba a impulsos del viento, y de las puertas de lastabernas salían voces y sonido de acordeones.

En Socoa, que es el puerto de San Juan de Luz, en una taberna demarineros, cuatro hombres, sentados en una mesa, charlaban. De cuando encuando, uno de ellos abría la puerta de la taberna, avanzaba en elmuelle silencioso, miraba al mar y al volver decía:

—Nada, la

Fleche

no viene aún.

El viento silbaba en bocanadas furiosas sobre la noche y el mar negros,y se oía el ruido de las olas azotando la pared del muelle.

En la taberna, Martín, Bautista, Capistun y un hombre viejo, a quienllamaban Ospitalech, hablaban; hablaban de la guerra carlista, queseguía como una enfermedad crónica sin resolverse.

—La guerra acaba—dijo Martín.

—¿Tú crees?—preguntó el viejo Ospitalech.

—Sí, esto marcha mal, y yo me alegro—dijo Capistun.

—No, todavía hay esperanza—repuso Ospitalech.

—El bombardeo de Irún ha sido un fracaso completo para loscarlistas—dijo Martín—. ¡Y qué esperanzas tenían todos estoslegitimistas franceses! Hasta los hermanos de la Doctrina Cristianahabían dado vacaciones a los niños para que fuesen a la frontera a verel espectáculo. ¡Canallas! Y ahí vimos a ese arrogante don Carlos, consus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener luegoque escaparse corriendo hacia Vera.

—Si la guerra se pierde, nos arruinamos—murmuró Ospitalech.

Capistun estaba tranquilo, pensaba retirarse a vivir a su país;Bautista, con las ganancias del contrabando, había extendido sustierras. De los tres, Zalacaín no estaba contento. Si no le hubieseretenido el pensamiento de encontrar a Catalina, se hubiera ido aAmérica.

Llevaba ya más de un año sin saber nada de su novia; en Urbia seignoraba su paradero, se decía que doña Águeda había muerto, pero no sehallaba confirmada la noticia.

De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos,Bautista y Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sinhablarse. Afuera llovía y venteaba.

—¿Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hayque exponer la pelleja?—preguntó de pronto Ospitalech.

—Yo no—dijo Capistun.

—Ni yo—contestó distraídamente Bautista.

—¿De qué se trata?—preguntó Martín.

—Se trata de hacer un recorrido por entre las filas carlistas yconseguir que varios generales y, además, el mismo don Carlos, firmenunas letras.

—¡Demonio! No es fácil la cosa—exclamó Zalacaín.

—Ya lo sé que no; pero se pagaría bien.

—¿Cuánto?

—El patrón ha dicho que daría el veinte por ciento, si le trajeran lasletras firmadas.

—¿Y a cuánto asciende el valor de las letras?

—¿A cuánto? No sé de seguro la cantidad. ¿Pero es que tú irías?

—¿Por qué no? Si se gana mucho…

—Pues entonces espera un momento. Parece que llega el barco, luegohablaremos.

Efectivamente, se había oído en medio de la noche un agudo silbido. Loscuatro salieron al puerto y se oyó el ruido de las aguas removidas poruna hélice, y luego aparecieron unos marineros en la escalera delmuelle, que sujetaron la amarra en un poste.

—¡Eup! Manisch—gritó Ospitalech.

—¡Eup!—contestaron desde el mar.

—¿Todo bien?

—Todo bien—respondió la voz.

—Bueno, entremos—añadió Ospitalech—que la noche está de perros.

Volvieron a meterse en la taberna los cuatro hombres, y poco después seunieron a ellos Manisch, el patrón del barco la

Fleche

, que al entrarse quitó el sudeste, y dos marineros más.

—¿De manera que tú estás dispuesto a encargarte de eseasunto?—preguntó Ospitalech a Martín.

—Sí.

—¿Solo?

—Solo.

—Bueno, vamos a dormir. Por la mañana iremos a ver al principal y tedirá lo que se puede ganar.

Los marineros de la

Fleche

comenzaban a beber, y uno de ellos cantaba,entre gritos y patadas, la canción de Les matelot de la Belle Eugenie

.

Al día siguiente, muy temprano, se levantó Martín y con Ospitalech tomóel tren para Bayona. Fueron los dos a casa de un judío que se llamabaLevi-Alvarez. Era este un hombre bajito, entre rubio y canoso, con lanariz arqueada, el bigote blanco y los anteojos de oro. Ospitalech eradependiente del señor Levi-Alvarez y contó a su principal cómo Martín sebrindaba a realizar la expedición difícil de entrar en el campo carlistapara volver con las letras firmadas.

—¿Cuánto quiere usted por eso?—preguntó Levi-Alvarez.

—El veinte por ciento.

—¡Caramba! Es mucho.

—Está bien, no hablemos, me voy.

—Espere usted. ¿Sabe usted que las letras ascienden a ciento veinte milduros? El veinte por ciento sería una cantidad enorme.

—Es lo que me ha ofrecido Ospitalech. Eso o nada.

—¡Qué barbaridad! No tiene usted consideración…

—Es mi última palabra. Eso o nada.

—Bueno, bueno. Está bien. ¿Sabe usted que si tiene suerte se va usted aganar veinticuatro mil duros…?

—Y si no me pegarán un tiro.

—Exacto. ¿Acepta usted?

—Sí, señor, acepto.

—Bueno. Entonces estamos conformes.

—Pero yo exijo que usted me formalice este contrato por escrito—dijo Martín.

—No tengo inconveniente.

El judío quedó un poco perplejo y, después de vacilar un poco, preguntó:

—¿Cómo quiere usted que lo haga?

—En pagarés de mil duros cada uno.

El judío, después de vacilar, llenó los pagarés y puso los sellos.

—Si cobra usted—advirtió—de cada pueblo me puede usted ir enviandolas letras.

—¿No las podría depositar en los pueblos en casa del notario?

—Sí, es mejor. Un consejo. En Estella no vaya usted donde el ministrode la guerra. Preséntese usted al general en jefe y le entrega usted lascartas.

—Eso haré.

—Entonces, adiós, y buena suerte.

Martín fué a casa de un notario de Bayona, le preguntó si los pagarésestaban en regla y, habiéndole dicho que sí, los depositó bajo recibo.

El mismo día se fué a Zaro.

—Guardadme este papel—dijo a Bautista y a su hermana—dándoles elrecibo.

Yo me voy.

—¿Adónde vas?—preguntó Bautista.

Martín le explicó sus proyectos.

—Eso es un disparate—dijo Bautista—te van a matar.

—¡Ca!

—Cualquiera de la partida del Cura que te vea te denuncia.

—No está ninguno en España. La mayoría andan por Buenos Aires. Algunoslos tienes por aquí, por Francia, trabajando.

—No importa, es una barbaridad lo que quieres, hacer.

—¡Hombre! Yo no obligo a nadie a que venga conmigo—dijo Martín.

—Es que si tú crees que eres el único capaz de hacer eso, estásequivocado—replicó Bautista—. Yo voy donde otro vaya.

—No digo que no.

—Pero parece que dudas.

—No, hombre, no.

—Sí, sí, y para que veas que no hay tal cosa, te voy a acompañar. No sedirá que un vasco francés no se atreve a ir donde vaya un vasco español.

—Pero hombre, tú estás casado—repuso Martín.

—No importa.

—Bueno, ya veo que lo tú quieres es acompañarme. Iremos juntos, y, siconseguimos traer las letras firmadas te daré algo.

—¿Cuánto?

—Ya veremos.

—¡Qué granuja eres!—exclamó Bautista—¿para qué quieres tanto dinero?

—¿Qué sé yo? Ya veremos. Yo tengo en la cabeza algo. ¿Qué? No lo sé,pero sirvo para alguna cosa. Es una idea que se me ha metido en lacabeza hace poco.

—¿Qué demonio de ambición tienes?

—No sé, chico, no sé—contestó Martín—pero hay gente que se consideracomo un cacharro viejo, que lo mismo puede servir de taza que deescupidera. Yo no, yo siento en mí, aquí dentro, algo duro y fuerte…no sé explicarme.

A Bautista le extrañaba esta ambición obscura de Martín, porque él eraclaro y ordenado y sabía muy bien lo que quería.

Dejaron esta cuestión y hablaron del recorrido que tenían que hacer.

Este comenzaría yendo en el vaporcito la

Fleche

a Zumaya y siguiendode aquí a Azpeitia, de Azpeitia a Tolosa y de Tolosa a Estella. Para nollevar la lista de todas las personas a quien tenían que ver y estarconsultando a cada paso lo que podía comprometerles, Bautista, que teníamagnífica memoria, se la aprendió de corrido; cosieron las letras entreel cuero de las polainas y por l