Un Viaje de Novios by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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—¿Papá... qué sé yo? Nunca pensé que quisiera casarse conmigo.

—Pero a ti.... ¿te gusta el señor de Miranda?

—Sí que me gusta. Todavía es muy buen mozo, declaró Lucía connaturalidad.

—¿Y su genio... y su trato...?

—Muy obsequioso, muy amable.

—¿Te repugna la idea de que viviese siempre aquí... con nosotros?

—No tal. Al contrario. Si me divierte mucho cuando viene.

—Pues.... ¡por vida de la Constitución! ¡Tú también estás enamorada delseñor de Miranda!

—Mire usted.... ¡eso sí que me parece que no! Yo no he pensado despacioen esas cosas, ni sé cómo será el enamorarse; pero se me figura que debeser así... más de bullanga, y que entrará...

vamos, más de prisa y másrecio.

—Pero esos amores de bullanga, ¿qué falta hacen para ser buenoscasados?

—Yo supongo que ninguna. Para ser buenos casados, dice el Padre Urtazuque lo preciso es la gracia de Dios... y paciencia, mucha paciencia.

El padre le dio, con su ancha diestra, una palmadita en la mejilla.

—Hablas como un libro... por vida de la Const.... ¿conque, según eso,voy a darle un buen rato al señor de Miranda?

—¡Ay, padre! El asunto merece pensarse: ¡hágame usted el favor depensarlo por mí! ¿Qué entiendo yo de bodas, ni de?...

—Pues mira, ya eres grandullona.... Eres demasiado simplota tú.

—No—exclamó Lucía posando en el viejo su clara mirada—: si no es quesoy simple, es que no quiero entender; ¿lo oye usted? Porque si comienzoa cavilar en esas cosas, doy en no comer, en no jugar, en no dormir...Esta noche de fijo no pegaría ojo... y después dice el señor de Rada, enlatín, que enfermo del cuerpo y que vendré a enfermar del alma.... Noquiero acordarme sino de mis juegos, y de mis lecciones; de eso no,padre, porque se me va adelgazando, adelgazando el magín, y me pasohoras enteras con las manos cruzadas, sentada, hecha un poste.... Elcaso es que cuando me da por ahí, se me antoja que ni todos los hombresdel mundo juntos valen lo que un novio como me finjo yo al mío... quetampoco está en el mundo, ¡no crea usted! está allá en unos palacios, yen unos jardines muy remotos.... En fin, no sé explicarme; ¿ustedcomprende?

—¡Te habrán metido en la cabeza ser monja, como Águeda, la niña de ladirectora del colegio!—gritó el señor Joaquín, con ira.

—¡Ca!... no señor—murmuró Lucía, cuya tez animada y encendida parecíafresquísima rosa—

. No sería monja por un imperio.... No me llama Diospor ese camino.

—Está visto—pensó el señor Joaquín para su capote—: hierve la olla; aesta chica hay que casarla. Y en voz alta: pues siendo así, niña, creoque no debes hacer un desaire al señor de Miranda. Es todo un señor... yen política, ¡vamos, es mucho olfato el suyo! ¿A ti no te desagrada?

—Ya he dicho que no—repuso Lucía, en tono más tranquilo.

La misma tarde fue el Leonés a llevar en persona a Miranda lasatisfactoria respuesta.

Colmenar escribió al señor Joaquín una carta que tuvo que leer. Y notranscurridos muchos días, dijo Miranda al presunto suegro, en tonosatisfecho y confidencial:

—Nuestro amigo Colmenar apadrina; delega en usted y envía esto para lanovia.

Y sacó de su estuche de raso un abanico de nácar, cuyo delicado país deencaje de Bruselas temblaba al aliento como la espuma del mar al soplode la brisa. Referir lo orondo que se puso el señor Joaquín, fueraempresa superior a las fuerzas humanas. Pareciole que la personalidad prohómbrica del insigne jefe de partido, repentinamente y por arte debirlibirloque se confundiera con la suya; creyose metamorfoseado,idéntico con su ídolo, y no cupo en su pellejo, y borráronse los recelosque a veces sentía aún pensando en el cercano desposorio.

Ganoso de noquedarse atrás de Colmenar en generosidad, amén de señalar pingüesalimentos a Lucía, le regaló una suma redonda, destinada a invertirse enel viaje de novios, cuyo itinerario trazó Miranda, comprendiendo a Parísy a ciertas bienhechoras aguas minerales, recetadas tiempo atrás porRada, como remedio soberano para la diátesis hepática. La idea del viajeno dejó de parecer extraña al señor Joaquín. Al casarse él, no hizoexcursión más larga que el trayecto de la portería a la lonja. Peroconsiderando que su hija entraba en superior rango, hubo de admitir losusos de la nueva categoría, por singulares que fuesen. Miranda se lopintó así, y el señor Joaquín convino en ello: las inteligenciasmedianas ceden siempre al aplomo que las fascina.

El que conozca un tanto las ciudades de provincia, imaginará fácilmentecuánto comentario, cuánta murmuración declarada o encubierta provocó enLeón la boda del importante Miranda con la obscura heredera del exlonjista. Hablose sin tino ni mesura; quién censuraba la vanidad delviejo, que harto al fin de romper chaquetas, quería dar a su hija viso ytono de marquesa (Miranda parecía a no pocas gentes el tipo clásicodel marqués). Quién hincaba el diente en el novio, hambrón madrileño,con mucho aparato y sin un ochavo, venido allí a salir de apuros con lasonzas del señor Joaquín. Quién describía satíricamente la extraña figurade Lucía la mocetona, cuando estrenase sombrero, sombrilla y cola larga.Mas estos runrunes se estrellaban en la orgullosa satisfacción del señorJoaquín, en la infantil frivolidad de la novia, en la cortés y mundanareserva del novio. Fiel Lucía a su programa de no pensar en la bodamisma, pensaba en los accesorios nupciales, y contaba gozosa a susamigas el viaje proyectado, repitiendo los nombres eufónicos de pueblosque tenía por encantadas regiones; París, Lyón, Marsella, donde lasniñas imaginaban que el cielo sería de otro color y luciría el sol dedistinto modo que en su villa natal. Miranda, a cuenta de un empréstitoque negoció contando satisfacerlo después a expensas del generososuegro, hizo venir de la corte lindas finezas, un aderezo de brillantes,un cajón atestado de lucidas galas, envío de renombrado sastre deseñoras. Mujer al cabo Lucía, y nuevos para ella tales primores, más deuna vez, como la Margarita de Fausto, se colgó ante un espejillo lospreciosos dijes, complaciéndose en sacudir la cabeza a fin de quefulgurasen los resplandores de los pendientes y las flores de pedreríasalpicadas por el obscuro cabello. En esto se solazan las mujeres cuandoson niñas, y todavía muchísimo tiempo después de dejar de serlo.

PeroLucía no era niña para siempre.

-III-

Seguía corriendo el tren, y la desposada no lloraba ya. Apenas seadvertían en su rostro huellas de llanto, ni sus párpados estabanenrojecidos. Así acontece con las lágrimas que vertemos por las primeraspenillas de la vida: llanto sin amargura, rocío leve, que antes refrescaque abrasa.

Comenzaban a entretenerla las estaciones y la gente que seasomaba curiosa a la portezuela, escudriñando el interior deldepartamento. Llovía preguntas sobre Miranda, el cual daba pormenores detodo, esmerándose en divertirla, y entreverando con las explicacionesalguna terneza, que la niña escuchaba sin turbarse, pareciéndolenaturalísimo que el esposo mostrase afecto a la esposa, sin que el másleve oscilar de su corpiño delatara la dulce confusión que el amordespierta. Hallábase ya en su centro Miranda, habiendo cesado los llorosy reaparecido el buen humor y el temple normal del ánimo. Satisfecho detal resultado, hasta bendecía interiormente a una de sus causas, unavejezuela que con enorme banasta al brazo se coló en el departamentoalgunas estaciones antes de Palencia, y cuya grotesca facha ayudó allamar la sonrisa a los labios de Lucía.

Al llegar a Palencia, dejolos la vejezuela y subió un hombre grave,decentemente vestido, silencioso.

—Se parece a papá—dijo Lucía en voz baja a Miranda—. ¡Pobrecillo!—Yesta vez sólo un suspiro pagó la deuda del amor filial.

Caía ya la noche; andaba el tren lentamente, como si temblase de pavoral confiarse a los raíles, y observó Miranda que llevaba notableretraso.

—Llegaremos a Venta de Baños—pronunció volviendo la hoja del Indicador—mucho más tarde de lo que se acostumbra.

—Y en Venta de Baños...—interrogó Lucía.

—Podemos cenar... si nos dan tiempo. En circunstancias ordinarias, nosólo se cena, sino que hasta se descansa un rato, esperando el otrotren, el expreso, el que ha de llevarnos a Francia.

—¡A Francia! (Lucía palmoteó como si escuchase nueva inesperada ygratísima.) Reflexionando después, añadió en voz grave—: Pues lo que esyo tengo ganas de cenar.

—Cenaremos, cenaremos: al menos para cenar espero que nos alcanzará elrato que dure la parada.... ¿Hay apetito, eh? Ello es que... que tú nohas probado casi nada hoy....

—Con la prisa y el ahogo... y atender a que sirviesen bien loschocolates... y la pena de dejar al pobre papá, y de verle tanalicaído... y también....

—¿Qué más?

—¡Y vamos! que eso de casarse no sucede todos los días... y es naturalque trastorne un poco...

es cosa grave, muy grave, ya me lo avisó elPadre Urtazu..., y así es que yo anoche no pegué ojo, y conté todas lashoras, las medias y los cuartos que dio el cuco de la antesala... a cadacampanada que oía.... ¡tam, tam!, exclamaba yo ¡maldito! aguárdate, quevoy a taparme la cara con las sábanas, y a llamar el sueño, y novolverás a hacer de las tuyas..., pero ni por esas. Ahora, como ya pasó,es lo mismo que cuando hay que saltar un foso muy ancho: se salta,¡zas!, y ya no se piensa en ello. ¡Se acabó!

Miranda se reía, sentado próximo a su novia, mirándola de cerca yhallándola muy linda, transformada casi con el tocado de viaje y laanimación que encendía sus mejillas y arrebolaba su fresca tez. Lucíatambién comenzaba a recobrar la antigua familiaridad con Miranda, algointerrumpida últimamente por la novedad de la situación respectiva deambos.

—No se ría usted de mis tonterías, señor de Miranda—murmuró la niña.

—Hazme el favor de no equivocarte, hija... me llamo Aurelio, y debeshablarme de tú como yo a ti.... ¿sabes?

Todo este diálogo pasaba en discreto tono, a media voz, inclinados eluno hacia el otro ambos interlocutores, con misterioso y casi amantesilabeo. El testigo de vista, silencioso, recostado en un ángulo,imponía a la plática de los esposos, plática llana y corriente, ciertaintimidad y secreto que acrecentaban su atractivo, dándole visos detierno coloquio. Las mismas cosas, dichas en alto, serían indiferentes ysencillas por demás. De ordinario sucede así, que no sean las palabrasimportantes en sí mismas, sino por el tono con que se pronuncian y ellugar en que se colocan, a la manera de menudas piedrecillas queincrustadas convenientemente en la labor de mosaico, ya dibujan unárbol, ya una casa, ya un rostro.

Detúvose al cabo el tren en Venta de Baños, y las luces de la estaciónmostraron su encendida pupila a través de la niebla leve de sosegadanoche de otoño.

—¿Es aquí? ¿Es aquí donde nos bajarnos y se cena?—preguntó Lucía, aquien el suceso, nuevo para ella, de una cena en la estación, abría a untiempo apetito y curiosidad.

—Aquí—contestole Miranda en tono mucho menos regocijado—. ¡Ahora,cambio de tren!

¡Los suprimiría todos! No hay cosa más incómoda. Busqueusted el equipaje para que no se lo lleven a Madrid... mueva usted todosesos embelecos....

Diciendo lo cual, cogió de la red manta, saco y lío de paraguas; peroLucía con su juvenil vigor y sus hábitos de hija del pueblo arrebatolede la mano lo más pesado, el saco, y brincando, ligera como un ave, alsuelo, dio a correr hacia la fonda.

Sentáronse a la mesa dispuesta para los viajeros, mesa trivial, selladapor la vulgar promiscuidad que en ella se establecía a todas horas; muylarga y cubierta de hule, y cercada como la gallina de sus polluelos, deotras mesitas chicas, con servicios de té, de café, de chocolate. Lastazas, vueltas boca abajo sobre los platillos, parecían esperarpacientes la mano piadosa que les restituyese su natural postura; losterrones de azúcar empilados en las salvillas de metal, remedabanmateriales de construcción, bloques de mármol blanco desbastados paraalgún palacio liliputiense. Las teteras presentaban su vientrereluciente y las jarras de la leche sacaban el hocico como niños malcriados. La monotonía del prolongado salón abrumaba. Tarifas, mapas yanuncios, pendientes de las paredes, prestaban al lugar no sé quéperfiles de oficina. El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostradoratestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada,de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante elverde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azulporcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas tardías, girasolesinodoros. Iban llegando y ocupando sus puestos los viajeros, contraídode tedio y de sueño el semblante, caladas las gorras de camino hasta lascejas los hombres, rebujadas las mujeres en toquillas de estambre,oculta la gentileza del talle por grises y largos impermeables,descompuesto el peinado, ajados los puños y cuellos. Lucía, risueña, consu ajustado casaquín, natural y sonrosada la color del semblante,descollaba entre todos, y dijérase que la luz amarillenta y cruda de losmecheros de gas se concentraba, proyectándose únicamente sobre su cabezay dejando en turbia media tinta las de los demás comensales. Lestrajeron la comida invariable de los fondines: sopa de hierbas, chuletasesparrilladas, secos alones de pollo, algún pescado recaliente, jamónfrío en magrísimas lonjas, queso y frutas. Hizo Miranda poco gasto demanjares, despreciando cuanto le servían, y pidiendo imperativo y en vozbastante alta una botella de Jerez y otra de Burdeos, de que escanció aLucía, explicándole las cualidades especiales de cada vino. Lucía comióvorazmente, soltando la rienda a su apetito impetuoso de niño en día deasueto. A cada nuevo plato, renovabásele el goce que los estómagos noestragados y hechos a alimentos sencillos hallan en la más leve novedadculinaria. Paladeó el Burdeos, dando con la lengua en el cielo de laboca, y jurando que olía y sabía como las violetas que le traía Vélez deRada a veces. Miró al trasluz el líquido topacio del Jerez, y cerró losojos al beberlo, afirmando que le cosquilleaba en la garganta. Pero sugran orgía, su fruto prohibido, fue el café. No acertaremos jamás losmínimos y escrupulosos cronistas del señor Joaquín el Leonés, cuál fuesela razón secreta y potísima que le llevó a vedar siempre a su hija eluso del café, cual si fuese emponzoñada droga o pernicioso filtro: casotanto más extraño cuanto que ya sabemos la afición desmedida, el amorque al café profesaba nuestro buen colmenarista. Privada Lucía de gustarde la negra infusión, y no ignorante de los tragos que de ella se echabasu padre al cuerpo todos los días, dio en concebir que el tal brebajeera el mismo néctar, la propia ambrosía de los dioses, y sucedíale aveces decir a Rosarito o a Carmela:

—Deja, que en casándome, yo tomaré café. ¡Pues no!

No era muy genuino, ni muy aromático el del fondín de Venta de Baños; ycon todo eso, al introducir en sus labios por vez primera la cucharilla,al sentir el leve amargor y el tibio vaho que la penetraban, experimentóLucía hondo estremecimiento, algo como una expansión de su ser, cual sia un tiempo se abriesen sus sentidos, semejantes a capullos de arbustoque a la vez florecen todos. La copa de chartreuse, bebida despacio,le dejó en la lengua y en los dientes un aroma penetrante yfortalecedor, una sed grata, ligerísima, que apagaban los sorbos últimosdel café, saturados del fino polvillo que en remolinos lentos sedepositaba en el fondo de la taza.

—¡Si viniese papá ahora—murmuró—, qué diría!

Miranda y Lucía fueron los últimos en alzarse de la mesa. Los restantesviajeros se desparramaran ya por el andén a fin de coger sitio en elexpreso, que acababa de llegar y detenerse, vibrante aún de su rápidamarcha, en la estación.

—Vamos—advirtió Miranda—, vamos, que el tren va a salir.... No sé sihallaremos un departamento desocupado.

Emprendieron su peregrinación, recorriendo la línea de vagones, en buscadel departamento vacío. Halláronle, al fin no sin trabajo, y tomaronposesión de él, arrojando sus fardos en los almohadones. La luz opacadel farol, filtrándose a través de la cortinilla de azul tafetán; elgris uniforme y mate del forro, que parecía blanquecina colgadura; elsilencio, la atmósfera reposada, sucediendo a la claridad brutal y a laconfusa batahola del fondín, convidando estaban a apacible sueño ysosiego. Desabrochó Lucía la goma de su sombrero, colocándolo en la red.

—Estoy aturdida—dijo pasándose la mano por la frente—. Me pesa algola cabeza; tengo calor.

—Los licores.... Las bebidas—respondió festivamente Miranda—.Descansa un instante, mientras facturo el equipaje. Es formalidadprecisa aquí....

Diciendo esto, levantó uno de los cojines del coche; metió debajo sumanta enrollada para que formase cabecera, alzó el brazo de sillón quedividía los dos cojines, y añadió:

—¡Una cama pintiparada!

Sacó Lucía del bolsillo un pañolito de seda, con esmero doblado, loextendió delicadamente sobre el cojín, y se tendió reclinando la cabezaen donde el pañuelo impedía el roce con el paño sobado del forro.

—Si me duermo—advirtió a Miranda—, despiértame cuando pase algo dignode verse.

—Pierde cuidado—contestó Miranda riéndose—. Vuelvo en seguida.

Quedose Lucía sola, cerrados ya los ojos, embargadas por grato sopor laspotencias. Fuese el movimiento del tren, fuese el insomnio de lasvísperas nupciales, fuese el hábito de acostarse en León a aquella mismahora de diez y media de la noche, o todas estas cosas juntas, ello esque el sueño caía sobre ella como un manto de plomo. Aflojábanse sustirantes nervios, y corría por sus venas esa inexplicable sensación decalor rítmico, que anuncia que el curso de la sangre regulariza, y queel reposo comienza. Hizo Lucía la señal de la cruz, entre dos bostezos,murmuró un Padrenuestro y un Avemaría, y dio principio a una oraciónaprendida en el devocionario, y escrita en detestables versos, quecomienza:

Del

párvulo

tierno,

cándido

e

inocente,

Dios

justo

y

clemente

el sueño me dad...

Operaciones todas que si habían de espantar la somnolencia, la atrajeronmás y más. De la boca de Lucía se exhaló leve suspiro; su mano cayóinerte, y la niña se quedó sepultada en el sueño más suelto y profundo,cual si entre blandas sábanas lo gozase.

Entregábase mientras tanto Miranda a la importante tarea de facturar elequipaje, no escaso, compuesto de dos baúles mundos, una sombrerera y uncajón especial de tela y cuero, a propósito para guardar de arrugas elplanchado de sus camisas de vestir. Fuerza fue esperar pacientemente elturno de bultos rotulados A. M., frente al gran mostrador, donde sealineaba respetable fila de maletas, cajas y cajones de toda especie queiban trayendo a hombros los mozos de la estación, agobiados, hinchadaslas venas del cuello. Cuando llegaban al mostrador, dábanse prisa asoltar la carga de golpe, con movimientos brutales, haciendo crujir lamadera de los baúles y gemir y rechinar los aros de hierro que laafianzan. Al cabo logró Miranda que llegase su vez, y ya con el talón enel bolsillo, saltó del andén a la vía triple buscando su departamento.Costole algún trabajo, y abrió en balde varias puertas antes de dar conél; al abrirlas, solía asomarse una cabeza, y una voz áspera decir:«está lleno.» En otros departamentos vio formas confusas, genteacurrucada en los rincones o tumbada en los cojines. Al fin acertó,reconoció su sitio.

El cuerpo de Lucía, tendido sobre la improvisada cama, era complementode la paz, de la quietud de aquella movible alcoba. Miranda consideró asu desposada un rato, sin que se le ocurriesen las cosas sentimentales ypoéticas que la situación parecía sugerir.

—Es guapa de veras esta chica—pensaba el hombre maduro y experto—.Sobre todo, tiene su tez la pelusa de los albérchigos cuando no les hantocado y cuelgan aún en la rama. Ese diablo de Colmenar parece queadivina todas las cosas... otro me hubiera dado los millones con algunavirgen y mártir de cuarenta años.... Pero esto es miel sobre hojuelas,como suele decirse.

Al glosar así su dicha, quitábase Miranda el sombrero y buscaba en losbolsillos del sobretodo la gorrilla de viaje roja y negra a cuarterones.Hay movimientos que por instinto nos recuerdan otros, cuando losejecutamos. El antebrazo de Miranda, al descender, notó un vacío, lafalta de algo que antes le estorbaba. Y el dueño del antebrazo, aladvertirlo, dio brusco salto, y empezó a mirarse de abajo arriba, y lasmanos trémulas recorrieron y palparon el pecho y la cintura sin hallarnada; y la boca, impaciente y colérica, soltó en voz ahogada tacos,ternos y votos redondos; y el puño cerrado hirió la desmemoriada frente,como evocando el recuerdo con aquel cachete expresivo: llamado así elrecuerdo, acudió por último; al cenar, habíase quitado la cartera, quele molestaba para comer, y puéstola a su lado sobre una silla vacante.Allí debía de estar. Era forzoso recogerla. Pero, ¡y el tren que iba asalir! Ya roncaban las chimeneas, bufando como erizados gatos, y dos otres silbos agudos preludiaban la marcha. Miranda tuvo un segundo deindecisión.

—Lucía—dijo en voz alta.

Y contestole sólo el respirar igual y fuerte de la niña, indicando unsueño tenaz y hondo.

Entonces se decidió prontamente, y con agilidad digna de un muchacho deveinte años, saltó a la vía y rompió a correr hacia la fonda. No es paraperdida cartera como aquella, repleta de dinero en sus formas másvariadas y seductoras: oro, plata, billetes de Banco, letras. Seprecipitaba.

Extinguido ya la mayor parte del alumbrado en el fondín, sólo ardía unabomba en cada cuádruple mechero; los mozos charlaban sentados en losrincones, o conducían perezosamente a la cocina obeliscos de platosgrasientos y sucios, y montones de arrugadas servilletas. En la mesagrande, casi vacía, se alzaban solitarios los altos floreros, y a la luzescasa era lúgubre la mancha blanca del enorme mantel, semejante a unsudario. Sobre el mostrador, un quinqué de petróleo despedía en torno uncírculo de claridad anaranjada, concreta, y el amo delestablecimiento—sirviéndole de pupitre la tableta de mármol—, escribíaguarismos en una gran agenda. Miranda, azorado, se llegó a él,acercándose mucho, tocándole casi:

—Caballero...—preguntó con voz anhelante—¿ha visto usted por ahí...han recogido los mozos?...

El amo alzó el rostro, rostro franco, patilludo y vulgar.

—¿Una cartera? Sí, señor.

Respiró anchamente el amigo de Colmenar.

—¿Es de usted?—interrogó receloso el fondista.

—¡Mía, sí! Démela usted sin pérdida de tiempo: va a salir el tren....

—Tenga usted la bondad de facilitarme alguna seña....

—Color encarnado obscuro... de piel de Rusia... broches plateados....

—Basta, basta—dijo el fondista, que tomó de un cajón del mostrador lapreciosa prenda, entregándola honradamente a su poseedor legítimo. Elcual, no parándose a reconocerla, se la colgó en un abrir y cerrar deojos, sepultó la mano en el bolsillo del chaleco, y sacando un puñado demonedas de plata, las desparramó sobre el mármol, exclamando: «para losmozos.» La acción fue tan rápida, que algunas rodaron, y después dedanzar sobre la lisa superficie, vinieron a aplanarse con sonoro tañido.Aún duraba el argentino repique y ya Miranda volaba. En su aturdimientono acertaba con la puerta.

—Que sale el tren, caballero—le gritaron los mozos—. Por aquí... poraquí....

Lanzose desatinado al andén: el tren, con pérfida lentitud de reptil,comenzaba a resbalar suavemente por los rieles. Miranda le enseñó lospuños, y un sentimiento de impotente y fría rabia apoderose de suespíritu. Así perdió un segundo, un segundo precioso. El andar delconvoy se aceleraba, como el columpio que, empezando a oscilar, describea cada paso curvas más abiertas, y vuela con brío mayor por los aires.Precipitadamente y sin mirar al terreno, saltó Miranda a la vía, paraalcanzar los vagones de primera, que en aquel punto desfilaban ante susojos, como mofándose de él. Quiso lanzarse al estribo, pero al tocarlefue despedido a la vía con gran violencia, y cayó, sintiendo agudo yrepentino dolor en el pie derecho. Quedose en el suelo, medioincorporado, profiriendo una imprecación de esas que en España loshombres más preciados de distinguidos y elegantes no recelan tomar dellenguaje patibulario de los facinerosos. El tren, rugiente, majestuoso yveloz, cruzó ante él, despidiendo la negra máquina centellas de fuego,semejantes a espíritus fantásticos danzando entre las tinieblasnocturnas.

Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíaseabierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida,penetrando por ella un hombre. Llevaba éste en la mano un maletín, quedejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentoseen un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañadopor el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, queapenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo delguarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos.Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas comoexhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el reciénllegado.

-IV-

Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa—así que, cesando decontemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior deldepartamento—el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, sehubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a estareflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo suslabios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada quefijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. Laluz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a ladurmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba,y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir,radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en lospuntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blancacomo un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labiosentreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinosdientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza lasostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su manoresaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía,en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en eldedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque lapostura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entrabaen la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cinceladometal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, atrechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algodel encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, concurvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormidaaroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez quetrascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela devuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y elviajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño,de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a ungalanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba deuna estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas,y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisoraletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acasola viajera fuese una mis