Trafalgar by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—¡Qué diablura!—murmuró mi amo recreándose con tan chuscasinvenciones.

—Cuando estuve en Inglaterra...—continuó el viejo Malespina—, yasabe usted que el Gobierno inglés me mandó llamar para perfeccionar laArtillería de aquel país... Todos los días comía con Pitt, con Burke,con Lord North, con el general Conwallis y otros personajes importantesque me llamaban el chistoso español. Recuerdo que una vez,estando en Palacio, me suplicaron que les mostrase cómo era una corrida de toros, y tuveque capear, picar y matar una silla, lo cual divirtió mucho a toda laCorte, especialmente al Rey Jorge III, quien era muy amigote mío ysiempre me decía que le mandase a buscar a mi tierra aceitunas buenas.¡Oh!, tenía mucha confianza conmigo. Todo su empeño era que le enseñasepalabras de español y, sobre todo algunas de ésta nuestra graciosaAndalucía; pero nunca pudo aprender más que otro toro y vengan esos cinco, frase con que me saludaba todos los díascuando iba a almorzar con él pescadillas y unas cañitas de Jerez.

—Era lo que le gustaba más. Yo hacía llevar de Cádiz embotellada lapescadilla: conservábase muy bien con un específico que inventé, cuyareceta tengo en casa.

—Maravilloso. ¿Y reformó usted la Artillería inglesa?—preguntó miamo, alentándole a seguir, porque le divertía mucho.—Completamente.Allí inventé un cañón que no llegó a dispararse, porque todo Londres,incluso la Corte y los Ministros, vinieron a suplicarme que no hicierala prueba por temor a que del estremecimiento cayeran al suelo muchascasas.

—¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada al olvido?

—Quiso comprarla el Emperador de Rusia; pero no fue posible moverla delsitio en que estaba.

—Pues bien podía usted sacarnos del apuro inventando un cañón quedestruyera de un disparo la escuadra inglesa.

—¡Oh!—contestó Malespina—. En eso estoy pensando, y creo que podrérealizar mi pensamiento. Ya le mostraré a usted los cálculos que tengohechos, no sólo para aumentar hasta un extremo fabuloso el calibre delas piezas de Artillería, sino para construir placas de resistencia quedefiendan los barcos y los castillos. Es el pensamiento de toda mivida».

A todas éstas habían concluido de comer. Nos zampamos en un santiaménMarcial y yo las sobras, y seguimos el viaje, ellos a caballo, marchandoal estribo, y nosotros como antes, en nuestra derrengada calesa. Lacomida y los frecuentes tragos con que la roció excitaron más aún lavena inventora del viejo Malespina, quien por todo el camino siguióespetándonos sus grandes paparruchas. La conversación volvió al tema pordonde había empezado: a la guerra del Rosellón; y como D. José seapresurara a referir nuevas proezas, mi amo, cansado ya de tanto mentir,quiso desviarle de aquella materia, y dijo:

«Guerra desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido no haberlaemprendido!

—¡Oh!—exclamó Malespina—. El Conde de Aranda, como usted sabe,condenó desde el principio esta funesta guerra con la República. ¡Cuántohemos hablado de esta cuestión!... porque somos amigos desde lainfancia. Cuando yo estuve en Aragón, pasamos siete meses juntos cazandoen el Moncayo. Precisamente hice construir para él una escopetasingular...

—Sí: Aranda se opuso siempre—dijo mi amo, atajándole en el peligrosocamino de la balística.

—En efecto—continuó el mentiroso—, y si aquel hombre eminentedefendió con tanto calor la paz con los republicanos, fue porque yo selo aconsejé, convenciéndole antes de la inoportunidad de la guerra. MasGodoy, que ya entonces era Valido, se obstinó en proseguirla, sólo porllevarme la contraria, según he entendido después. Lo más gracioso esque el mismo Godoy se vio obligado a concluir la guerra en el verano del95, cuando comprendió su ineficacia, y entonces se adjudicó a sí mismoel retumbante título de Príncipe de la Paz.

—¡Qué faltos estamos, amigo D. José María—dijo mi amo—, de un buenhombre de Estado a la altura de las circunstancias, un hombre que no nosentrometa en guerras inútiles y mantenga incólume la dignidad de laCorona!

—Pues cuando yo estuve en Madrid el año último—prosiguió elembustero—, me hicieron proposiciones para desempeñar la Secretaría deEstado. La Reina tenía gran empeño en ello, y el Rey no dijo nada...Todos los días le acompañaba al Pardo para tirar un par de tiros...Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado, conociendo mi superioridad;y si no, no me habría faltado un castillito donde encerrarle para que nome diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo vivir tranquilo en mipueblo, y dejé los negocios públicos en manos de Godoy. Ahí tiene ustedun hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa que mi suegro teníaen Extremadura.

—No sabía...—dijo D. Alonso—. Aunque hombre obscuro, yo creí que elPríncipe de la Paz pertenecía a una familia de hidalgos, de escasafortuna, pero de buenos principios».

Así continuó el diálogo, el Sr. Malespina soltando unas bolas comotemplos, y mi amo oyéndolas con santa calma, pareciendo unas vecesenfadado y otras complacido de escuchar tanto disparate. Si mal norecuerdo, también dijo D. José María que había aconsejado a Napoleón elatrevido hecho del 18 brumario.

Con éstas y otras cosas nos anocheció en Chiclana, y mi amo, atrozmentequebrantado y molido a causa del movimiento del fementido calesín, sequedó en dicho pueblo, mientras los demás siguieron, deseosos de llegara Cádiz en la misma noche. Mientras cenaron, endilgó Malespina nuevasmentiras, y pude observar que su hijo las oía con pena, como abochornadode tener por padre el más grande embustero que crió la tierra.Despidiéronse ellos; nosotros descansamos hasta el día siguiente por lamadrugada, hora en que proseguimos nuestro camino; y como éste era muchomás cómodo y expedito desde Chiclana a Cádiz que en el tramo recorrido,llegamos al término de nuestro viaje a eso de las once del día, sinnovedad en la salud y con el alma alegre.

-VIII-

No puedo describir el entusiasmo que despertó en mi alma la vuelta a Cádiz. Encuanto pude disponer de un rato de libertad, después que mi amo quedóinstalado en casa de su prima, salí a las calles y corrí por ellas sindirección fija, embriagado con la atmósfera de mi ciudad querida.

Después de ausencia tan larga, lo que había visto tantas vecesembelesaba mi atención como cosa nueva y extremadamente hermosa. Encuantas personas encontraba al paso veía un rostro amigo, y todo erapara mí simpático y risueño: los hombres, las mujeres, los viejos, losniños, los perros, hasta las casas, pues mi imaginación juvenilobservaba en ello no sé qué de personal y animado, se me representabancomo seres sensibles; parecíame que participaban del general contentopor mi llegada, remedando en sus balcones y ventanas las facciones de unsemblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar en todo lo exterior supropia alegría.

Corría por las calles con gran ansiedad, como si en un minuto quisieraverlas todas. En la plaza de San Juan de Dios compré algunas golosinas,más que por el gusto de comerlas, por la satisfacción de presentarmeregenerado ante las vendedoras, a quienes me dirigí como antiguo amigo,reconociendo a algunas como favorecedoras en mi anterior miseria, y aotras como víctimas, aún no aplacadas, de mi inocente afición almerodeo. Las más no se acordaban de mí; pero algunas me recibieron coninjurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo comentarios tanchistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona, que tuveque alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunascáscaras de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo. Comotenía la conciencia de mi formalidad, estas burlas más bien me causaronorgullo que pena.

Recorrí luego la muralla y conté todos los barcos fondeados a la vista.Hablé con cuantos marineros hallé al paso, diciéndoles que yo tambiéniba a la escuadra, y preguntándoles con tono muy enfático si habíarecalado la escuadra de Nelson. Después les dije que Mr.Corneta era un cobarde, y que la próxima función sería buena.

Llegué por fin a la Caleta, y allí mi alegría no tuvo límites. Bajé ala playa, y quitándome los zapatos, salté de peñasco en peñasco; busqué a misantiguos amigos de ambos sexos, mas no encontré sino muy pocos: unoseran ya hombres y habían abrazado mejor carrera; otros habían sidoembarcados por la leva, y los que quedaban apenas me reconocieron. Lamovible superficie del agua despertaba en mi pecho sensacionesvoluptuosas. Sin poder resistir la tentación, y compelido por lamisteriosa atracción del mar, cuyo elocuente rumor me ha parecidosiempre, no sé por qué, una voz que solicita dulcemente en la bonanza, ollama con imperiosa cólera en la tempestad, me desnudé a toda prisa y melancé en él como quien se arroja en los brazos de una persona querida.

Nadé más de una hora, experimentando un placer indecible, y vistiéndomeluego, seguí mi paseo hacia el barrio de la Viña, en cuyas edificantestabernas encontré algunos de los más célebres perdidos de mi gloriosotiempo. Hablando con ellos, yo me las echaba de hombre de pro, y comotal gasté en obsequiarles los pocos cuartos que tenía. Preguntéles pormi tío, mas no me dieron noticia alguna de su señoría; y luego quehubimos charlado un poco, me hicieron beber una copa de aguardiente queal punto dio con mi pobre cuerpo en tierra.

Durante el periodo más fuerte de mi embriaguez, creo que aquellostunantes se rieron de mí cuanto les dio la gana; pero una vez que meserené un poco, salí avergonzadísimo de la taberna.

Aunque andaba muydifícilmente, quise pasar por mi antigua casa, y vi en la puerta a unamujer andrajosa que freía sangre y tripas. Conmovido en presencia de mimorada natal, no pude contener el llanto, lo cual, visto por aquellamujer sin entrañas, se le figuró burla o estratagema para robarle susfrituras. Tuve, por tanto, que librarme de sus manos con la ligereza demis pies, dejando para mejor ocasión el desahogo de mis sentimientos.

Quise ver después la catedral vieja, a la cual se refería uno de los mástiernos recuerdos de mi niñez, y entré en ella: su recinto me parecióencantador, y jamás he recorrido las naves de templo alguno con tanreligiosa veneración. Creo que me dieron fuertes ganas de rezar, y quelo hice en efecto, arrodillándome en el altar donde mi madre habíapuesto un ex-voto por mi salvación. El personaje de cera que yo creía miperfecto retrato estaba allí colgado, y ocupaba su puesto con lagravedad de las cosas santas; pero se me parecía como un huevo a unacastaña. Aquel muñequito, que simbolizaba la piedad y el amor materno,me infundía, sin embargo, el respeto más vivo. Recé un rato de rodillasacordándome de los padecimientos y de la muerte de mi buena madre, queya gozaba de Dios en el Cielo; pero como mi cabeza no estaba buena, acausa de los vapores del maldito aguardiente, al levantarme me caí, y unsacristán empedernido me puso bonitamente en la calle. En pocas zancadasme trasladé a la del Fideo, donde residíamos, y mi amo, al verme entrar,me reprendió por mi larga ausencia. Si aquella falta hubiera sidocometida ante Doña Francisca, no me habría librado de una fuerte paliza;pero mi amo era tolerante, y no me castigaba nunca, quizás porque teníala conciencia de ser tan niño como yo.

Habíamos ido a residir en casa de la prima de mi amo, la cual era unaseñora, a quien el lector me permitirá describir con alguna prolijidad,por ser tipo que lo merece. Doña Flora de Cisniega

era una vieja que seempeñaba en permanecer joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía enpráctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo,aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuántoinventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir talobjeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas. Enumerarlos rizos, moñas, lazos, trapos, adobos, bermellones, aguas y demásextraños cuerpos que concurrían a la grande obra de su monumentalrestauración, fatigaría la más diestra fantasía: quédese esto, pues,para las plumas de los novelistas, si es que la historia, buscadora delas grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto. Respecto a sufísico, lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro, en queparecían haber puesto su rosicler todos los pinceles de las Academiaspresentes y pretéritas. También recuerdo que al hablar hacía con loslabios un mohín, un repliegue, un mimo, cuyo objeto era, o achicar congracia la descomunal boca, o tapar el estrago de la dentadura, de cuyasfilas desertaban todos los años un par de dientes; pero aquella supinaestratagema de la presunción era tan poco afortunada, que antes laafeaba que la embellecía.

Vestía con lujo, y en su peinado se gastaban los polvos por almudes, ycomo no tenía malas carnes, a juzgar por lo que pregonaba el anchoescote y por lo que dejaban transparentar las gasas, todo su empeñoconsistía en lucir aquellas partes menos sensibles a la injuriosa accióndel tiempo, para cuyo objeto tenía un arte maravilloso.

Era Doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota,aunque no con la santa piedad de mi Doña Francisca, y grandemente sediferenciaba de mi ama, pues así como ésta aborrecía las gloriasnavales, aquélla era entusiasta por todos los hombres de guerra engeneral y por los marinos en particular. Inflamada en amor patriótico,ya que en la madurez de su existencia no podía aspirar al calorcillo deotro amor, y orgullosa en extremo como mujer y como dama española, elsentimiento nacional se asociaba en su espíritu al estampido de loscañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por libras depólvora. Como no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de vecinos,traídos y llevados en pequeño círculo por dos o tres cotorrones comoella, y se distraía también con su sistemática afición a hablar de lascosas públicas. Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, asícomo las noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces másque ahora, porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.

En todas las ciudades populosas, y especialmente en Cádiz, que eraentonces la más culta, había muchas personas desocupadas que erandepositarias de las noticias de Madrid y París, y las llevaban y traíandiligentes vehículos, enorgulleciéndose con una misión que les daba granimportancia. Algunos de éstos, a modo de vivientes periódicos,concurrían a casa de aquella señora por las tardes, y esto, además delbuen chocolate y mejores bollos, atraía a otros ansiosos de saber lo quepasaba. Doña Flora, ya que no podía inspirar una pasión formal, niquitarse de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta años, nohubiera trocado aquel papel por otro alguno, pues el centro general delas noticias casi equivalía en aquel tiempo a la majestad de un trono.

Doña Flora y Doña Francisca se aborrecían cordialmente, como comprenderáquien considere el exaltado militarismo de la una y el pacíficoapocamiento de la otra. Por esto, hablando con su primo en el día denuestra llegada, le decía la vieja:

«Si tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer, todavía serías guardiamarina. ¡Qué carácter!

Si yo fuera hombre y casado con mujer semejante,reventaría como una bomba. Has hecho bien en no seguir su consejo y envenir a la escuadra. Todavía eres joven, Alonsito; todavía puedesalcanzar el grado de brigadier, que tendrías ya de seguro si Paca no tehubiese echado una calza como a los pollos para que no salgan delcorral».

Después, como mi amo, impulsado por su gran curiosidad, le pidiesenoticias, ella le dijo:

«Lo principal es que todos los marinos de aquí están muy descontentosdel almirante francés, que ha probado su ineptitud en el viaje a laMartinica y en el combate de Finisterre. Tal es su timidez, y el miedoque tiene a los ingleses, que al entrar aquí la escuadra combinada enAgosto último no se atrevió a apresar el crucero inglés mandado porCollingwood, y que sólo constaba de tres navíos. Toda nuestraoficialidad está muy mal por verse obligada a servir a las órdenes desemejante hombre. Fue Gravina a Madrid a decírselo a Godoy, previendograndes desaires si no ponía al frente de la escuadra un hombre másapto; pero el Ministro le contestó cualquier cosa, porque no se atreve aresolver nada; y como Bonaparte anda metido con los austriacos, mientrasél no decida... Dicen que éste también está muy descontento deVilleneuve y que ha determinado destituirle; pero entre tanto... ¡Ah!Napoleón debiera confiar el mando de la escuadra a algún español, a tipor ejemplo, Alonsito, dándote tres o cuatro grados de mogollón, que afe bien merecidos los tienes...

—¡Oh!, yo no soy para eso—dijo mi amo con su habitual modestia.

—O a Gravina o a Charruca, que dicen que es tan buen marino. Si no, me temo queesto acabará mal. Aquí no pueden ver a los franceses. Figúrate quecuando llegaron los barcos de Villeneuve carecían de víveres ymuniciones, y en el arsenal no se las quisieron dar. Acudieron en quejaa Madrid; y como Godoy no hace más que lo que quiere el embajadorfrancés, Mr. de Bernouville, dio orden para que se entregara a nuestrosaliados cuanto necesitasen. Mas ni por esas. El intendente de marina yel comandante de artillería dicen que no darán nada mientras Villeneuveno lo pague en moneda contante y sonante. Así, así: me parece que estámuy bien parlado. ¡Pues no falta más sino que esos señores con sus manoslavadas se fueran a llevar lo poco que tenemos! ¡Bonitos están lostiempos! Ahora cuesta todo un ojo de la cara; la fiebre amarilla por unlado y los malos tiempos por otro han puesto a Andalucía en tal estado,que toda ella no vale una aljofifa; y luego añada usted a esto losdesastres de la guerra. Verdad es que el honor nacional es lo primero, yes preciso seguir adelante para vengar los agravios recibidos. No mequiero acordar de lo del cabo de Finisterre, donde por la cobardía denuestros aliados perdimos el Firme y el Rafael,dos navíos como dos soles, ni de la voladura del RealCarlos, que fue una traición tal, que ni entre moros berberiscospasaría igual, ni del robo de las cuatro fragatas, ni del combate delcabo de...

—Lo que es eso—dijo mi amo interrumpiéndola vivamente...—. Espreciso que cada cual quede en su lugar. Si el almirante Córdova hubieramandado virar por...

—Sí, sí, ya sé—dijo Doña Flora, que había oído muchas veces lo mismoen boca de mi amo—.

Habrá que darles la gran paliza, y se la daréis. Meparece que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.

—Yo no sirvo para el combate—dijo mi amo con tristeza—. Vengo tansólo a presenciarlo, por pura afición y por el entusiasmo que meinspiran nuestras queridas banderas».

Al día siguiente de nuestra llegada recibió mi amo la visita de unbrigadier de marina, amigo antiguo, cuya fisonomía no olvidaré jamás, apesar de no haberle visto más que en aquella ocasión. Era un hombrecomo de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con talexpresión de tristeza, que era imposible verle sin sentir irresistibleinclinación a amarle. No usaba peluca, y sus abundantes cabellos rubios,no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de alade pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta, y estabaninundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de laépoca exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz muy fina, deperfecta forma y un poco larga, sin que esto le afeara, antes bien,parecía ennoblecer su expresivo semblante. Su barba, afeitada conesmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico desu rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía. Este noblecontinente era realzado por una urbanidad en los modales, por una gravecortesanía de que ustedes no pueden formar idea por la estirada fatuidadde los señores del día, ni por la movible elegancia de nuestra doradajuventud. Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como enfermizo. Más queguerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin dudaencerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia paraarrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sinduda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbirconmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, aquelhombre tenía tanto corazón como inteligencia. Era Churruca.

El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos añosde honroso servicio.

Después, cuando le oí decir, por cierto sin tono dequeja, que el Gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aqueldeterioro. Mi amo le preguntó por su mujer, y de su contestación dedujeque se había casado poco antes, por cuya razón le compadecí,pareciéndome muy atroz que se le mandara al combate en tan felices días.Habló luego de su barco, el San Juan Nepomuceno, al quemostró igual cariño que a su joven esposa, pues según dijo, él lo habíacompuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo deél uno de los primeros barcos de la armada española.

Hablaron luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o nosalía la escuadra, y el marino se expresó largamente con estas palabras,cuya substancia guardo en la memoria, y que después con datos y noticiashistóricas he podido restablecer con la posible exactitud:

«El almirante francés—dijo Churruca—, no sabiendo qué resolucióntomar, y deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se hamostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca de losingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina, diciéndole que deseabacelebrar a bordo del Bucentauro un consejo de guerra paraacordar lo que fuera más conveniente. En efecto, Gravina acudió alconsejo, llevando al teniente general Álava, a los jefes de escuadraEscaño y Cisneros, al brigadier Galiano y a mí. De la escuadra francesaestaban los almirantes Dumanoir y Magon, y los capitanes de navíoCosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.

»Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos losespañoles. La discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzócon el almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lancede honor si antes no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuvenuestra oposición, y también en el calor de la discusión dijo frasesdescompuestas, a que contestó Gravina del modo más enérgico... Escurioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de unenemigo poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron,quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo. Además hayotras razones, que yo expuse en el consejo, y son que la estaciónavanza; que la posición más ventajosa para nosotros es permanecer en labahía, obligándoles a un bloqueo que no podrán resistir, mayormente sibloquean también a Tolón y a Cartagena. Es preciso que confesemos condolor la superioridad de la marina inglesa, por la perfección delarmamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por launidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con gente en gran partemenos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un jefe quedescontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a ladefensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer, conforme a laciega sumisión de la Corte de Madrid, y poner barcos y marinos a mercedde los planes de Bonaparte, que no nos ha dado en cambio de estaesclavitud un jefe digno de tantos sacrificios. Saldremos, si se empeñaVilleneuve; pero si los resultados son desastrosos, quedará consignadapara descargo nuestro la oposición que hemos hecho al insensato proyectodel jefe de la escuadra combinada. Villeneuve se ha entregado a ladesesperación; su amo le ha dicho cosas muy duras, y la noticia de queva a ser relevado le induce a cometer las mayores locuras, esperandoreconquistar en un día su perdida reputación por la victoria o por lamuerte».

Así se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras hicieron en mí grandeimpresión, pues con ser niño, yo prestaba gran interés a aquellossucesos, y después, leyendo en la historia lo mismo de que fui testigo,he auxiliado mi memoria con datos auténticos, y puedo narrar conbastante exactitud.

Cuando Churruca se marchó, Doña Flora y mi amo hicieron de él grandeselogios, encomiando sobre todo su expedición a la América Meridional,para hacer el mapa de aquellos mares. Según les oí decir, los méritos deChurruca como sabio y como marino eran tantos, que el mismo Napoleón lehizo un precioso regalo y le colmó de atenciones. Pero dejemos al marinoy volvamos a Doña Flora.

A los dos días de estar allí noté un fenómeno que me disgustósobremanera, y fue que la prima de mi amo comenzó a prendarse de mí, esdecir, que me encontró pintiparado para ser su paje. No cesaba dehacerme toda clase de caricias, y al saber que yo también iba a laescuadra, se lamentó de ello, jurando que sería una lástima queperdiese un brazo, pierna o alguna otra parte no menos importante de mipersona, si no perdía la vida. Aquella antipatriótica compasión meindignó, y aun creo que dije algunas palabras para expresar que estabainflamado en guerrero ardor. Mis baladronadas hicieron gracia a lavieja, y me dio mil golosinas para quitarme el mal humor.

Al día siguiente me obligó a limpiar la jaula de su loro; discreto animal, que hablabacomo un teólogo y nos despertaba a todos por la mañana, gritando: perro inglés, perro inglés. Luego me llevó consigo a misa,haciéndome cargar la banqueta, y en la iglesia no cesaba de volver lacabeza para ver si estaba por allí. Después me hizo asistir a sutocador, ante cuya operación me quedé espantado, viendo el catafalco derizos y moños que el peluquero armó en su cabeza. Advirtiendo elindiscreto estupor con que yo contemplaba la habilidad del maestro,verdadero arquitecto de las cabezas, Doña Flora se rió mucho, y me dijoque en vez de pensar en ir a la escuadra, debía quedarme con ella paraser su paje; añadió que debía aprender a peinarla, y que con el oficiode maestro peluquero podía ganarme la vida y ser un verdaderopersonaje.

No me sedujeron tales proposiciones, y le dije con cierta rudeza que másquería ser soldado que peluquero. Esto le agradó; y como le daba elpeine por las cosas patrióticas y militares, redobló su afecto hacia mí.A pesar de que allí se me trataba con mimo, confieso que me cargaba amás no poder la tal Doña Flora, y que a sus almibaradas finezas preferíalos rudos pescozones de mi iracunda Doña Francisca.

Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con quesolicitaba mi compañía, diciendo que le encantaba mi conversación ypersona, me impedían seguir a mi amo en sus visitas a bordo. Leacompañaba en tan dulce ocupación un criado de su prima, y en tanto yo,sin libertad para correr por Cádiz, como hubiera deseado, me aburría enla casa, en compañía del loro de Doña Flora y de los señores que ibanallá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra, y otras cosasmenos manoseadas, si bien más frívolas.

Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi que Marcial venía a casay que con él iba mi amo a bordo, aunque no para embarcarsedefinitivamente; y cuando esto ocurría, y cuando mi alma atribuladaacariciaba aún la débil esperanza de formar parte de aquellaexpedición, Doña Flora se empeñó en llevarme a pasear a la alameda, ytambién al Carmen a rezar vísperas.

Esto me era insoportable, tanto más cuanto que yo soñaba con poner enejecución cierto atrevido proyectillo, que consistía en ir a visitar porcuenta propia uno de los navíos, llevado por algún marinero conocido,que esperaba encontrar en el muelle. Salí con la vieja, y al pasar porla muralla deteníame para ver los barcos; mas no me era posibleentregarme a las delicias de aquel espectáculo, por tener que contestara las mil preguntas de Doña Flora, que ya me tenía mareado.

Durante elpaseo se le unieron algunos jóvenes y señores mayores. Parecían muyencopetados, y eran las personas a la moda en Cádiz, todos muy discretosy elegantes. Alguno de ellos era poeta, o, mejor dicho, todos hacíanversos, aunque malos, y me parece que les oí hablar de cierta Academiaen que se reunían para tirotearse con sus estrofas, entretenimiento queno hacía daño a nadie.