Torquemada en la Hoguera by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió:

—Pa mí, pa mí.

—Mira, tonta,—añadió el otro,—que si no haces caso nos vas á dar un disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en esta nube.»

Al fin Celinina cedió, y bajando, entregó á la tierra su hurto.

XI

Por eso observaron que el precioso cadáver de Celinina, aquello que fué su persona visible, tenía en las manos, en vez del ramo de flores, dos animalillos de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre, ni la madre, supieron explicarse esto; pero la linda niña, tan llorada de todos, entró en la tierra apretando en sus frías manecitas la Mula y el Buey.

Diciembre de 1876.

LA PLUMA EN EL VIENTO

Ó

EL VIAJE DE LA VIDA

Poe... .[1]

INTRODUCCIÓN

Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como á dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso á nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina, que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos.

El corral era triste, feo y solitario. Desde donde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la tapia; el campanario de la iglesia con su remate abollado, á manera de sombrero viejo; la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi moribundo, y las tejas dé la casa adyacente, que en días de temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos.

A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.

La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano.

No hay para qué decir que la pluma debía de estar muy aburrida; pues suponiendo un alma en han delicado, aéreo y flexible cuerpo, la consecuencia es que esta alma no podía vivir contenta en el corral descrito. Por una misteriosa armonía entre los elementos constitutivos de aquel ser, si el cuerpo parecía un espectro de materia, el alma había sido creada para volar y remontarse a las alturas, elevándose a la mayor distancia, posible sobra el suelo, en cuyo fango jamás debieran tocar los encajes casi imperceptibles de su sutil vestidura. Para esto había nacido ciertamente; pero en ella, como en nosotros los hombres, la predestinación continuaba siendo una vana palabra. Estaba la pobre en el corral, lamentando su suerte, con la vista fija en el cielo, sin más distracción que ver agitados por el viento los blancos festones de su ropa inmaculada, y diciendo en la ignota lengua de las plumas: «No sé cómo aguanto esta vida fastidiosa. Más valdría cien veces morir.»

Otras muchas cosas igualmente tristes dijo; pero en el mismo instante una ráfaga de viento que puso en conmoción todas las pajas y objetos menudos arrojados en el corral, la suspendió, ¡oh inesperada alegría! alzándola sobre el suelo más de media vara. Por breve espacio de tiempo estuvo fluctuando de aquí para allí, amenazando caer unas veces y remontándose otras, con gran algazara de los pollos, quienes al ver aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con tanta majestad, iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de que fuera algo de comer.

Pero el viento sopló más recio, y haciendo un fuerte remolino en todo el recinto del corral, la sacó fuera velozmente. Cuando ella se vió más alta que la tapia, más alta que la casa, que los castaños, que la cúspide del chopo, tembló toda de entusiasmo y admiración. Allá arribita, el viento la meció, sosteniéndola sin violentas sacudidas: parecía balancearse en visible hamaca ó en los brazos de algún cariñoso genio. Desde allí ¡qué espectáculo! Abajo el corral con sus inquietos pollos escarbando sin cesar; la huerta, la casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes parecía tan grande! Después, toda la extensión del hermoso valle poblado de casas, de árboles, de flores, de ganados; a lo lejos las montañas con sus laderas cubiertas de bosques, sus eminencias rojizas y azules y sus cúspides encaperuzadas con una blancura en la cual nuestra viajera creyó ver enormes montones de plumas, encima el cielo sin fin, el sol de la mañana dando vivos colores a todo el paisaje, garabateando el agua con rayos de luz, produciendo temblorosos reflejos en el follaje de los olmos, y reverberando en las sementeras pajizas, salpicadas aquí y allí de manchas de amapolas. ¡Esto sí que se llama vivir! Tremenda cosa sería caer otra vez en el corral.

La pluma, en el colmo de su regocijo, no halló medio mejor de expresarlo que dando vueltas sobre su eje, para que se orearan bien sus miembros húmedos y ateridos: se bañó en el sol y se esponjó, ahuecando con cierta vanidad los flecos diminutos de que se componía su cuerpo. El sol penetraba por entre los mil intersticios de aquel encaje prodigioso, y nuestra viajera se vió vestida de hilos de cristal más tenues que los que tienden las arañas de rama en rama, y cubierta de diamantes, esmeraldas y rubíes que variaban de luces á cada movimiento, y tan menudos, que los granos de arena parecerían montañas á su lado.

Extender la vista por el valle, por las montañas, por el horizonte, y querer recorrerlo todo hasta el fin, fué en la pluma obra de un momento. Su estupor y alborozo no tenían límites, y si al pronto la sorpresa la mantuvo en aquella altura, divagando, sin apartarse de su situación primera, después serenada un poco y sintiendo en su pecho (?) el fuego del entusiasmo, se lanzó en el inmenso espacio, en brazos del geniecillo. Desaparecieron corral, casa, aldea; la torre de la iglesia, como gigante despavorido, caminaba también con grandes zancajos hasta perderse de vista. En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma subía á veces á tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen fugitiva en la superficie verdosa de los charcos. A veces se remontaba tanto, que parecía confundirse con las nubes y perderse en los inmensos océanos del espacio; á veces descendía tanto, que casi casi tocaba á la tierra, y en su lenguaje ignoto decía al viento: «Bájame un poco, amigo, que me mareo en estas alturas,» ó «levántame por favor, amiguito, que voy á caer en ese lodazal.»

El viento, dócil vehículo, la subía y la bajaba según su deseo, andando siempre, y pasaban valles, ríos, montes, colinas, pueblos, sin parar nunca. En su viaje, la pluma no cesaba de admirar cuanto veía. Los pájaros pasaban cantando junto á ella; las mariposas se detenían, mirandola con asombro, no acertando á comprender si era cosa viva o un objeto arrastrado por el viento.

Cuando iban cerca de tierra y pasaban rozando por encima de zarzales y plantas espinosas, creeríase que todas las púas se erizaban como garras para cogerla, y al volar por encima de un charco, los gansos de la orilla volvían de medio lado la cabeza mirándola, y con la esperanza de verla caer, corrían graznando tras ella:-«Súbeme, amiguito-gritaba-, para no oír a estos bárbaros».

CANTO PRIMERO

Y subían hasta lo alto de la montaña; pasaban la divisoria, y recorrían otro valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron que la pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dió varias vueltas sobre sí misma, y dijo al genio que la conducía:

«¿Sabes que hemos corrido bastante? ¿No convendría elegir sitio para descansar un rato? ¡Ay, amigo! Aunque deseaba salir del corral recorrer el mundo, puedes creer que lo que á mí me gusta es la vida tranquila y reposada. Por un instante pensé que la felicidad es volar de aquí para allí, viendo cosas distintas cada minuto, y recibiendo impresiones diferentes. Ya me voy convenciendo de que es mejor estarse una quietecita en un paraje que no sea tan feo como el corral, viviendo sin sobresalto ni peligro. Allí veo, cerca del río, unos grandes árboles, que me parecen el lugar más hermoso que hemos encontrado en nuestro viaje.»

Acercáronse y vieron, efectivamente, que á la sombra de aquellos árboles había el sitio más apetecible y delicioso que podría ambicionar una pluma para pasar sus días. Césped finísimo cubría el suelo; el río cercano corría con mansa corriente, ni tan rápida que arrastrara y revolviera la tierra de las verdes márgenes, ni tan pausada que se enturbiaran sus aguas: fácil era contar todas las piedrecillas del fondo; mas no la muchedumbre de peces que divagaban por su transparente cristal. Las ramas de los árboles, cerniendo la viva luz del sol, mantenían en templada penumbra el pequeño prado; y de allí habían huído todos los insectos importunos y sucios, así como todas las aves impertinentes y casquivanas. Los pocos seres que allí estaban de paso ó con residencia fija, eran lo más culto y distinguido de la creación: insectos vestidos de oro y condecorados con admirables pedrerías; aves sentimentales y discretas que cantaban sus amores en cortesano estilo, y sólo á ciertas horas de la mañana ó de la tarde. Era el mediodía, y todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu en abstractas meditaciones.

«¡Fresco y bonito lugar es éste!—dijo la pluma erizándose de entusiasmo al verse allí.—Aquí quiero pasar toda mi vida, toda, toda, lo repito con seguridad completa de no variar de propósito.

Vagaba á la sombra de los árboles, resbalando sobre el fresco césped, cuando vió que se acercaba una pastora, guiando dos docenas de ovejas con alguno que otro cordero, y un perro que le servía de custodia y compañía. La pastora se ocupaba, andando, en tejer una corona de flores que traía en la falda, y era tanta su hermosura, donaire y elegancia, que la pluma se quedó absorta.

Sentose la joven, y la pluma remontándose de nuevo por los aires, empezó a dar vueltas en torno suyo, admirando de cerca y, de lejos, ya la blancura del cutis, ya la expresión y brillo de los ojos, ya los cabellos negros, ya sus labios encendidos, todas y cada una de las perfecciones de tan ejemplar criatura.

«Aquí me he de estar toda la vida—exclamaba la viajera en su enrevesado idioma.—Esto sí que es vivir. Nunca me cansaré de mirarla, aunque viva mil años. ¡Qué bien he hecho en establecerme aquí... y qué gran cosa es el amor! Gracias á Dios que he encontrado la felicidad.

¡Cuan dulcemente se pasa el tiempo mirándola, ahora y después y siempre! ¿Qué placer iguala al de pasar rozando sus cabellos, y acariciarle la frente con mis flequitos? ¿Qué mayor ambición puedo tener que dejarme resbalar por su cuello hasta escurrirme ... qué sé yo dónde, ó esconderme entre su ropa y su carne para estarme allí haciéndole cosquillas per saecula saeculorum? Esto me vuelve loca ... y de veras que estoy loca de amor. Aquí y sin apartarme de ella un instante, he de pasar toda la vida.»

La pluma volaba y revolaba alrededor de la pastora, hasta que fué á posarse sutilmente sobre su hombro, y en él hizo mil morisquetas y remilgos con sus flecos. Vió la muchacha aquel objeto blanco, que al principio juzgó ser cosa menos delicada caída de las ramas del árbol, y tomándola, la estrujó entre sus dedos y la arrojó lejos de sí con indiferencia desdeñosa. Un rato después convocó á su rebaño y se fué.

Mucho tardó nuestra infortunada viajera en volver de su desmayo. Al abrir los ojos, en vano buscó al objeto de su tierna pasión; reconociendo el sitio, sacudió sus encajes magullados y rotos, y dió al viento sus quejas en esta forma:

«Ay, vientecillo, sácame de aquí, por las ánimas benditas; levántame, que me muero de tristeza.

Quiero correr otra vez, pues ahora comprendo que la felicidad no existe en lo que yo creía.

¡Buena tonta he sido! El amor, no es más que fatigas y dolores. Basta de amor, que harto conozco ya lo que trae consigo. Volemos otra vez, y vamos a donde tú quieras, amiguito. De veras te digo que me cargan estos árboles y este río: estoy ya hasta la corona de céspedes, prados, arroyos y pajarillos. Démonos una vueltecita por esos mundos. Levántame: quiero subir hasta las nubes. Eso es; así me gusta: súbeme todo lo que puedas. Mira, allí a lo lejos se alcanza a ver una casa que ha de ser muy grande: ¿ves cómo brilla a los rayos del sol, cual si fuese de plata, y a su lado hay otra y otra, muchas, muchísimas casas? Sin duda aquello es lo que llaman una ciudad. Eso, eso es lo que yo deseo ver. Gracias a Dios que encuentro lo que me gusta.

Vámonos derechos allá, y dejémonos de montes y valles, que son lugares impropios para este genio mío ... Ya, ya se ve de cerca la ciudad. En aquel magnífico palacio que vimos primero nos hemos de meter. Corre, corre más, que me parece que no llegamos nunca.

NOTA:

[1] Perdón ¡oh lector! iba á cometer la irreverencia de llamar á esto poema.

CANTO SEGUNDO

Pronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía á nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile ó festín, y músicas sorprendentes.

Flotaban banderas en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa.

«Adentro, amiguito—dijo la pluma;—colémonos por este balcón que está de par en par abierto.»

Así lo hicieron, encontrándose dentro de una gran sala en la cual había hasta cien personas sentadas alrededor de vasta mesa, llena de ricos manjares y adornada de flores, todo puesto con arte y soberana magnificencia. Era igual el número de hombres al de mujeres; y si entre aquéllos los había de distintas edades, éstas eran todas jóvenes y hermosas. Los criados vestían riquísimos trajes, y un sin fin de músicos tocaban armoniosas sonatas en lo alto de una gran tribuna.

Los convidados estaban tendidos sobre cojines cubiertos de vistosos tapices; ellas adornadas con flores, y tan ligera y graciosamente vestidas, que su hermosura no podía menos de aparecer realzada con atavíos tan indiscretos. Las carcajadas, las voces y la música, impresionando el oído; el aroma de las flores y el olor aperitivo de las comidas y licores, hiriendo el olfato; la viveza de las miradas, la variedad de colores, afectando la vista, producían en aquel recinto una fascinación que habría dado al traste con la fortaleza de todos los ermitaños de la Tebaida.

La pluma, divagando por la bóveda del salón sintió que desde la mesa subían á acariciar sus sentidos los dulces vapores de la mesa, y se embriagaba con la fragancia de los vinos, escanciados sin cesar en copas de oro. Su entusiasmo y alegría no tenían límites, y la lengua se le soltó de tal modo, que no cesó de hablar en todo el día, diciendo a su compañero y conductor:

«Esto si que es delicioso, amiguito; esto sí que es vivir. ¡Bien te decía yo que aquí habíamos de encontrar la felicidad; bien me lo anunciaba el corazón! Me están volviendo tarumba las emanaciones de esas aves, de esas especias, de esas frutas, de esos licores que parecen, llevar en sí gérmenes de vida y nos infunden aliento y júbilo. Repara en la incitante belleza do esas mujeres: ¡qué miradas! ¡qué senos! ¡qué admirable configuración la de sus cuerpos! ¡qué encantadora risa en sus labios! Pero ¿no te vuelves loco como yo? Aquí he de estarme toda la vida, ¿sabes? No hay duda que la vida es el placer, y buenos tontos serán los que se anden por ahí discurriendo insulsamente por montes y valles. ¡Y yo fuí tan imbécil que vi la felicidad en el amor insípido que me inspiró aquella pastora! ¡Qué fácilmente nos equivocamos!... pero ya he conocido mi error, y tengo la seguridad de no equivocarme más. Es que ya voy teniendo mucha experiencia, no te creas, y de aquí en adelante ya sé lo que tengo que hacer. Gracias á Dios que encontré lo definitivo: aquí, aquí hasta que me muera. ¡Qué placer, y qué embriaguez, y qué mareo tan deliciosos! ¡Sublime es esto, y cuan desgraciados los que no lo conocen!»

La comida avanzaba, y la locura de los comensales tocaba á su límite: las ánforas habían dado ya su última ofrenda de vino; los convidados las habían hecho llenar de nuevo, y hasta las mujeres, aturdidas, ó gritaban como furias ó callaban con perezoso recogimiento.

La pluma se sintió también atontada: empezó á dar vueltas y más vueltas en el aire, hasta que poco á poco perdió la conciencia de lo que allí ocurría. Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los vasos; que callaban los músicos; que, obscurecido el sol, lo sustituía una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que todo quedaba en silencio. Entonces se sintió caer, abandonada de su misterioso genio amigo: vió las flores marchitas y pisoteadas por el suelo, los restos de la comida arrojados en desorden y exhalando repugnante olor; todo revuelto y disperso, y ningún ser vivo en la sala. En su desmayo juzgó que pasaban lentamente horas y más horas, que luego amanecía, y que por fin alguien daba señales de vida en aquel palacio, ayer del regocijo y hoy de la tristeza. Los pasos se acercaban, y manos desconocidas intentaron poner en orden los restos del festín. Luego se sintió arrastrada violentamente á impulsos de un objeto áspero: abrió los ojos, ya con la cabeza despejada, y vió que era impelida por una escoba. La barrían juntamente con multitud de objetos despreciables, ajados, repugnantes y pestíferos: hojas de flores pisoteadas, pedazos de cristal aún mojados en vino, huesos de frutas aún cubiertos de saliva, cortezas de pan, espinas de salmón con alguna hilacha de carne, una cinta manchada de salsa, fresas espachurradas, entre las cuales lucía un alfiler teñido del zumo rojizo y que semejaba el puñal de un asesino, piltrafas de jamón, cascaritas de hojaldre y algunos ojos de pescado que aún fijos á sus rotas cabezas, parecían contemplar con asombro y terror semejante espectáculo.

Entre estos objetos, rodando todos en tropel, fue nuestra pluma empujada por la escoba hasta parar á un gran cesto, de donde la arrojaron á un corral mil veces más inmundo que aquel de donde había salido. Al verse entre tanta basura, magullada, rota, sucia, oliendo á vino, á especias, á grasa, á saliva, empezó á lamentarse con estas patéticas frases:

«¡Ay, vientecillo de mi alma, levántame y sácame de aquí, por Dios y todos los santos! Me muero en este montón de inmundicia; yo quiero ser libre y pura como antes. A fe que te has lucido, plumita. ¡Qué error tan grosero! En buena parte has venido á concluir aquella brillante jornada de placer y felicidad. Que no me digan á mí que el placer lleva consigo otra cosa que degradaciones, bajezas, dolores y miserias. ¡Por un ratito de gozo, cuánta amargura! Y gracias á Dios que he salido con vida. Afortunadamente no seré yo quien vuelva á caer. Sácame de aquí, amigo, así te dé Dios todos los reinos de la tierra y del mar; sácame ó me muero en esta podredumbre.»

El geniecillo la levantó con rapidez á grandísima altura, y allá arriba se ahuecó toda, llena de contento, para purificarse y orear su cuerpo. Apartó la vista del palacio y de la ciudad, y ambos siguieron luego su camino sin saber a dónde iban.

«Ni los campos tranquilamente fastidiosos; ni los palacios, que son mansión del hastío, me hacen a mi maldita gracia--decía la pluma.—Por fuerza hemos de encontrar pronto lo que cuadra a mi genio. ¿Ves? O yo me engaño mucho, o aquel gentío que ocupa la llanura que tenemos delante, nos va a detener allí con el espectáculo de algún acto sublime. Vamos pronto, que ya siento viva curiosidad. O yo no sé lo que son ejércitos, o lo que allí se divisa son dos que van a encontrarse y a reñir. ¡Sublime acontecimiento! ¡Bendito sea Dios que nos ha deparado ocasión de presenciar una batalla! He aquí una cosa que me entusiasma. Me pirro yo por las batallas. ¡La gloria! Te digo que se me va la cabeza cuando hablo de esto. Tarde ha sido, amigo, pero al fin he encontrado la norma de mi destino. Mira, ya van a empezar. Coloquémonos encima de aquellos que parecen ser los caudillos de uno de los dos ejércitos, y veamos la que se va a armar aquí.

CANTO TERCERO

Efectivamente, dos grandes y poderosas huestes iban a chocar en aquella planicie. ¿A qué describir el brillo de las armas, las empresas de los escudos, el ardor de los combatientes; el relinchar de los corceles y demás accidentes de la empellada refriega? La pluma, palpitando de emoción, vió los primeros encuentros, y no apartaba los ojos del que parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la victoria. El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y oprimía los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo, arrollaba á los contrarios cual si fuesen manadas de carneros.

Nuestra viajera no sabía cómo expresar su frenético alborozo ante la sublime tragedia.

«¡La gloria! ¡Qué gran cosa es la gloria!—exclamaba, siguiendo lo más cerca posible al rey victorioso.—Estoy en mi centro: ésta es la vida, esto es lo que cuadra á mi genio, esto es la felicidad: gracias á Dios que he encontrado lo que quería. ¡Y fuí tan imbécil que perdí el tiempo en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es que se equivoca uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me equivocaré más. La gloria es lo que más enaltece el alma.

Mira, amiguito mío, cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso rey! Daría la mitad de mi vida por ponerme encima de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena. ¿No oyes cómo crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los unos, y gloriosísima victoria la de los otros!»

Ésta fue decisiva para el rey del áureo casco y del caballo tordo. Su ejército triunfante persiguió en veloz carrera al enemigo, y la pluma siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del héroe. Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron, satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario. Acamparon los vencederos, se armó la tienda del Rey, preparósele comida y lecho; y en aquella hora de la reflexión y del reposo, pasada la exaltación primera, hasta la pluma bajó a la tierra cubierta de cadáveres, de sangre, de ruinas.

Entonces la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una modorra que no pudo vencer evocando los recuerdos del épico combate. En su letargo, creyó sentir los lamentos de los heridos, mezclados con horrorosas imprecaciones. No tardaron en venir las madres, las hermanas, los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí, porque el dolor aflojaba sus desmayados cuerpos, alumbrándose con triste linterna para buscar al padre, al hijo, al esposo, al hermano.

Hombres horribles, tipo medio entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y holgada fosa, donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos. Las santas mujeres buscaban aún entre aquellos despojos, mal cubiertos por la tierra, á los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no les dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban. Graznando lúgubremente, bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso, amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío remató á los heridos que esperaban escapar á la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir; pero se detuvo sobrecogida, porque en la cercana tienda del rey sonaron gritos y juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí luchando, y una voz dijo: «muera el tirano,» y otras exclamaron: «¡han asesinado al rey!» En efecto, así era: el héroe victorioso había sido sacrificado por sus ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín y apoderarse del reino.

«Viento querido, amigo mío, sácame de aquí—gritó la pluma agitando su fleco para volar.—

Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan craso disparate. Ya ves que de la gloria no se saca cosa alguna, si no es la desesperación, el odio, la envidia y todas las bajezas de la ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una apacible obscuridad! Gracias á Dios que he salido de las tinieblas del error. Tres veces me equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza y ya tengo la certeza de no equivocarme más ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volveré á incurrir en tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse para adquirir experiencia y estudiar y conocer la vida. Felizmente, ya sé á qué atenerme. Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto tantísimo mundo.... Pero si no tengo telarañas en los ojos, amigo vientecillo, allá á lo lejos se distingue una altísima torre que debe de ser de alguna catedral. Sí: á medida que nos acercamos se va destacando la mole del edificio.... No parece sino que Dios nos ha encaminado á este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y aprendamos que El es la única verdad, la única vida y el camino único, fuente de todas las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los extraviados.... ¡Ay! vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí: ¿no oyes repicar de las campanas? ¿no ves cómo el perfila con rayos de oro las mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el grandioso monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto, amiguito; ¡qué pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito por donde introducirnos.»

CANTO CUARTO

Dieron vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente hermosura, y al fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin pedir permiso al sacristán. Soberbio espectáculo se ofreció á las miradas de nuestros dos viajeros. La vasta nave y sus haces de columnas delicadísimas, que remataban en palmeras, entretejiéndose para formar la bóveda; las ventanas rasgadas en toda la extensión del pavimento y cubiertas con el diáfano muro de cristales de colores; la multitud de figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza de los altares, las luces, los resplandecientes trajes de los sacerdotes; el incienso, formando azuladas nubes; el son del órgano, á veces suave y apagado como la respiración de un n;iño que duerme, después fuerte y estentóreo como el resoplido de un gigante colérico; el coro grave, y los rezos quejumbrosos, todo esto impresionó de tal modo á nuestra viajera, que estuvo un buen rato pegada á la bóveda, sin, atreverse á d