Tormento by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Entra, Felipe—murmuró ella, con la dificultad de voz que resultacuando el corazón parece que se sube a la laringe.

—¿Cómo lo pasa usted?

—Bien... ¿y tú?

—Vamos pasando. Tome usted.

—¿No te sientas?

Tomó la carta. No acertaba a abrirla y el corazón le dijo que nocontenía, como otras veces, billetes de teatro. Luego venía tan pegadoel sobre, que le fue preciso meter la uña por uno de los picos paraabrir brecha y rasgar después... ¡Jesús!... Si no acertaba tampoco asacar lo que dentro había... ¡Dedos más torpes!... Por fin salió unpapel azul finísimo, y dentro de aquel papel dejáronse ver otros papelesverdes y rojos y no muy aseados. Eran billetes del Banco de España.Amparo vio la palabra escudos, ninfas con emblemas industriales y decomercio, muchos numeritos... Le entró tal estupidez que no supo quéhacer ni qué decir. Tuvo la idea de meter todo otra vez dentro del sobrey devolverlo. ¿Pero se enfadaría...? Puso la carta y su contenido en lamesa y sobre todo apoyó el brazo. Tanta era su emoción, que necesitabatomarse algún tiempo para adoptar el mejor partido.

«Siéntate, hombre... a ver, cuéntame qué es de tu vida».

Hablando, hablando, quizás se restablecería el orden en su cabezatrastornada.

«Dime, ¿qué tal te va con tu amo?».

—Tan bien que no sé lo que me pasa. Yo digo que estoy durmiendo.

—¿Tan bueno es?

—¿Bueno?, no señora; es más que bueno, es un santo—afirmó Centeno conentusiasmo.

—Ya, ya. Bien se conoce que estás en grande. Pareces un señorito. Ropanueva, sombrerito nuevo.

—Es un santo, un santo del cielo—repitió el doctor con ciertoarrobamiento.

—¿Y estudias?

—Ya lo creo... Tengo poco trabajo y voy al Instituto... Le digo a ustedque me vino Dios a ver.

—¡Cuánto me alegro!

Por un instante se apartó la mente de Amparo del interés de lo que oíapara pensar así:

«¿Qué cantidad será esta? Me da vergüenza de mirarlo ahora delante delmuchacho».

Mientras esto pensaba ella, Centeno se entretenía en contemplar a susabor la perfecta cara, las acabadas manos y brazos de la Emperadora.Era Felipe uno de los admiradores más fervientes que ella tenía, y sehabría estado mirándola sin pestañear tres semanas seguidas.

«Pero cuéntame, ¿cómo tuviste la suerte de conocer a ese señor?».

—¡Ah!... vea usted.... Yo estaba el año pasado en un oficio muyperro.

—Sí, tocando la trompeta con el del petróleo.

—Después entré en la tienda de la calle Ancha, ya sabe usted, el número17, donde dice: Ultramarinos de Hipólito Cipérez. No me iba mal allí.D. Agustín era amigo de mi amo; le había conocido en las Américas...Cuando se ponían a hablar no concluían.

D. Agustín registraba toda latienda, y como es tan entendido en comercio, preguntaba:

«¿A cuánto subeel arroz sobre vagón en Valencia? ¿Cómo se detalla aquí el azúcar?

¿Acuánto sale la galleta inglesa? ¿Es buen negocio las conservas deRioja?». Y

Cipérez le enteraba de todo. Muchos días comían juntos en latrastienda, y siempre que mi amo mandaba un recado a D. Agustín iba yo allevarlo. Me gustaba mucho aquel caballero, y decía él que yo le habíacaído en gracia. Oiga usted lo mejor. Un día entró D. Agustín en latienda y dijo: «Caramba, estoy tan aburrido, que una de tres: o me pegoun tiro o me caso o me pongo a trabajar, es decir, una de tres: o memato o me alegro o me embrutezco para no sentir nada... Lo primero especado, lo segundo es difícil; vamos a lo tercero. Tengo ganas de haceralgo; déjeme usted que le ayude». Y

poniéndose en mangas de camisa sefue al almacén ¡qué salero!, y empezó a pesar sacos, a apartar cajas depasas y a confrontar facturas para sacar los precios. El otro chico y yono podíamos menos de echarnos a reír; pero don Agustín no seenfadaba. Al otro día, que era domingo, nos dio para que fuéramos alteatro. Una noche, hablando con Cipérez de las cosas de su casa, dijoque necesitaba un criado y que yo le gustaba, y me fui con él. Yo dije:«Aquí es la mía», y le enseñé mis libros y le pedí que me dejara librealgunas horas para volver al Noviciado. Se puso muy contento:

«Hombresí, hombre sí...». Poco trabajo tengo, porque hay dos criadas. Una deellas, que es la que manda, hermana de la mujer de Cipérez, es muy buenaseñora, muy buena señora. Y allí ha de ver usted abundancia, sin que sepueda decir que hay despilfarro. La casa es un palacio. No crea usted...cortinas de seda, alfombras y candeleros de plata... En la cocina haymáquina para hacer helado y en el comedor un servicio de huevos pasadosque es una gallina con pollos, todo de plata. La gallina se destapa yallí se ponen los huevos pasados. A los pollos se les levanta la cabezay son las hueveras, y en el pico se pone la sal. ¡Oh!, ¡pues si ustedviera...! En uno de los cuartos hay una pila de mármol con dos llaves,una de agua fría, otra de agua caliente.

Da gusto ver aquello... Lacocina es de hierro, con muchas puertas, tubos, hornillas y horno ydemonios... ¡Vaya que ha gastado el amo dinerales en arreglar la casa!Es suya; ¿pues qué cree usted? La compró por tantos miles de miles deduros. Vivimos en el principal. ¡Si usted la viera! El amo tiene cama grande, muy grande. Dicen que se quiere casar... y luego haymuchas alcobas, muchas, que, según Doña Marta, serán para los niños...Hay un armario de tres espejos para ropa de señora. Está vacío. Yo metoen él la cabeza para oler el cedro, que huele muy bien... Síguele otroarmario, lleno de montones de ropa blanca, que el señor trajo de París.Aquello no se toca. Hay allí mantelerías y otras cosas muy ricas, peromuy ricas; telas con mucho encaje

¿sabe?... Es cosa para que no latoquen manos. Pues también tenemos un cajón de cubiertos de plata que nose usan nunca y vajillas que están todavía metidas dentro de paja. DiceDoña Marta que hay allí avíos para una casa de cuarenta de familia. Ytodos los días están trayendo cosas nuevas. D. Agustín, como no tienenada que hacer, se entretiene en ir a las tiendas a comprar cosas. Elotro día llevaron una lámpara grande de metal. Parece de oro y plata, ytiene la mar de figuras y ganchos para luces. ¡Ah!,

¡si viera usted unalicorera que es un barco con sus velas, y está cargado de copas...!, enfin, monísimo. En el cuarto que va a ser para la señora hay muchos,muchísimos monigotitos de porcelana. No pasa día sin que el amo traigaalgo nuevo; y lo va poniendo allí con un cuidado... ¡Y qué sofá, quésillas de seda ha puesto en el tal cuarto! Nosotros decimos: «Aquí tieneque venir una emperatriz...». ¡Ah!, también hay en el cuarto de laseñora una jaula de pájaros, todo figurado, con música, ycuando se le da al botón que está por abajo, tiriquitiplín...empiezan a sonar las tocatas dentro, y los pájaros mueven las alas yabren el pico...

Centeno se reía; Amparo se echó a reír también y al mismo tiempo susojos se humedecieron.

«¿Y tu amo qué hace?... ¿En qué se ocupa?».

—Madruga mucho, escribe sus cartas para América, y después sale a darun paseo a caballo. Monta muy bien. ¿Le ha visto usted? Es un granjinete. Después que vuelve de pasear lee el correo... Suele ir por lastardes a casa de los señores de Bringas.

Algunos días le entra la murriay no sale de casa. Se está todo el santo día dando vueltas en sudespacho y en el cuarto de la señora.

—¿Y tiene mal genio?

—¿Que está usted diciendo, señora? ¿Mal genio? Lo dicho, o mi amo essanto o no creo en santo ninguno. Conmigo tiene bromas. No me riñe sinoasí: «hombre, hombre,

¿qué es eso?». Otras veces viene y me dice:«Felipe, formalidad». Y punto... Yo me porto bien, aunque me esté mal eldecirlo. Cuando estoy estudiando en mi cuarto, porque tengo mi cuartito,suele entrar de repente y coge mis libros y los lee... Como ha estadotantos años trabajando, no sabe mucho, sino es de cosas de comercio,quiero decir, que no ha tenido tiempo de leer. A mí mepregunta de vez en cuando alguna cosa, y si la sé le contesto; pero casisiempre da la condenada casualidad de que yo también me pego, y nosquedamos los dos mirándonos el uno al otro.

—¿Van muchos amigos a su casa?

—¡Quia!, no señora. Constantes no van más que tres: el Sr. de Arnáiz,el Sr. de Trujillo y el Sr. de Mompous. Toman café en casa y juegan albillar con el amo. Son buenas personas. Lo que no falta nunca allí atodas horas del día es gente que va a pedir limosna, porque el señor esmuy caritativo ¡Ay, Dios mío, qué jubileo! Unos van con cartitas, estoscon un papel lleno de nombres y otros se presentan llorando. Van viudas,huérfanos, cesantes, enfermos. Este pide para sí, aquél para unos niñosmocosos. Dice Doña Marta que la casa parece un valle de lágrimas. Y elamo es tan buenazo que a todos les da más o menos. Las monjas van así...en bandadas. Unas piden para los viejos, otras para los niños, estaspara los incurables, aquellas para los locos, para los ciegos, para loslisiados, para los tiñosos y para las arrepentidas. Van artistas que sehan estropeado una mano y bailarinas que se han descoyuntado un pie;cantantes que se quedaron roncos y albañiles que se cayeron de losandamios. Van clérigos de la parroquia que piden para las monjas pobres,y señoras que juntan para los clérigos imposibilitados. Algunospiden con la pamema de una rifa, y llevan una fragata dentro de sufanal, colchas bordadas o una catedral hecha de mimbres. Ciertos sujetosclamorean para el beneficio de un cómico pobre o para redimir delservicio militar a un joven honrado. Hay mujer que va pidiendo para unamisa que ofreció, o para una enferma a quien le han recetado talesbaños. Las murgas están siempre soplando a la puerta de casa, y en fin,mi amo, como dice Doña Marta, es el segundo Dios de los necesitados...¡Y como es tan rico...! Porque usted no sabe bien lo rico que es mi amo.Tiene más millones, más millones... (Al llegar aquí, Felipe se habíaentusiasmado tanto, que se levantó y gesticulaba como un orador.) ¿Quécree usted? El Banco le debe mucho, y cuando quiere dinero, pone sufirma en un papelito y se lo da al cobrador de Arnáiz, el cual le traeluego una espuerta de billetes...

Ambos se reían con natural y expansivo gozo.

«Me parece, amigo Felipe, que exageras mucho».

—¿Qué está usted diciendo?... Si es más que millonario. Al Gobierno leha prestado la mar de dinero, sí señora, al Gobierno. En Londres, enBurdeos y en América tiene...

no se acierta a contar.

Centeno expresó con indescriptible gesto la imposibilidad en que estabade apreciar por medio de la aritmética los fabulosos caudalesde su amo.

Por grande que fuera el interés con que Amparo oía las maravillascontadas por Felipe, mayor era su curiosidad por examinar a solas elcontenido de la carta y ver si aquel bendito hombre había escrito algoen ella. Abrasada de impaciencia, dijo al muchacho:

«Mira, Felipe, es tarde. ¿No te reñirá tu amo si te entretienes? Creoque debes retirarte».

—Las nueve menos cuarto—dijo el doctor sacando del bolsillo con ciertaafectación, un bonito remontoir americano.

—Hola, hola, ¿tienes reloj? ¡Chico!...

—Y de plata. Me lo dio el amo el día de San Agustín... Tiene razón laseñorita.

Debo marcharme. D. José Ido me dijo que, al bajar, entrara ensu cuarto para charlar un poquito; pero es tarde...

—Sí, más vale que te vayas a tu casa—indicó Amparo, temerosa de queIdo y su mujer, que eran muy chismosos, se enteraran del recado queFelipe había traído—.

Pórtate bien con tu amo y no le des disgustos,entreteniéndote fuera de la casa. No encontrarás otro arrimo como ese.Debes traerlo en palmitas, debes ponerlo sobre tu corazón...

—En mis propias entretelas, señorita... Con que...

—Adiós, hijo.

—Que usted lo pase bien... Que usted se conserve siempre tan buena...

—Adiós, hombre.

—Y tan guapa—añadió el doctor, que ya iba aprendiendo a ser galante.

XII

En cuanto Amparo se quedó sola, faltole tiempo para ver y examinar loque había recibido. En blanco estaba el papel que envolvía los billetes,los cuales, ¡oh prodigio!, representaban suma doscientas veces mayor quela que Bringas acostumbraba darle todos los sábados... Ella miraba elpapel azul creyendo encontrar algún signo, alguna cifra que fuesenexpresión de la magnanimidad de aquel hombre santo, angelical, único;pero no había nada, ni un rasgo de pluma. Tal laconismo superaba enelocuencia a los mejores párrafos. Amparo le trajo a su memoria con vivoesfuerzo del espíritu, y creía estarle viendo, al través de la puertadel despacho, sentado y con un periódico en la mano, mientras Bringas ledecía a ella las desabridas palabras: «¡hija, otra vez será!».

Grandísima fue la confusión de la joven al pensar qué haría con aqueldinero.

Devolverlo era un acto orgulloso que ofendería al donador. ¡Yverdaderamente le hacía tanta, tantísima falta...! El casero la acosabay no la dejaban vivir acreedores igualmente feroces. Sí, sí,lo mejor que podía hacer era humillarse ante la majestad de aquella almagrande y aceptar el socorro para atender a sus congojosas necesidades.Él no lo hacía por vanidad de hombre rico; hacíalo por puro anhelo decaridad y amor.

¿Cómo desairar estos dos sentimientos que, según lareligión, son uno solo?

Esta consideración llevó sus ideas por otro camino. Lo que Agustín lehabía dicho algunas noches antes era de gran valor. Antes de oír aquellasustanciosa frase, ya ella había comprendido, con su penetración dehembra, que el señor de Caballero no la miraba como se mira a laspersonas que nos son indiferentes. Había sabido ella interpretar conseguro tino aquella frialdad de estatua, aquel silencio grave,hallándoles un sentido atrozmente expresivo. Luego él de improviso habíadicho: «me volveré a Burdeos cuando pierda la esperanza, cuandousted...». ¡Oh!, no, no; no podía ser; caso tan feliz salía fuera de losjustos términos de la ambición humana... Pero ¿qué significaba entoncesaquel regalo, que si a primera vista no parecía delicado, revelabafranqueza noble y el deseo de atemperarse a las circunstancias? Y siendoella pobre, pobrísima, ¿por qué no había de auxiliarla quien aspirabanada menos que a...?

Sueño, delirio, esto no podía ser... No obstante,un secreto instinto le decía que sí. Bien claro habían hablado aquellos ojos negros. Y el consabido socorro debía entenderse como unintento de ponerla en condiciones de igualarse a él... Otra confusión:siendo indudable que Caballero la quería para sí, ¿en qué condicionessería esto? Quería hacerla su esposa o su... Él había dicho varias vecesque deseaba casarse. A más de esto, aquella frase que dijo a Rosalía,aquel yo la dotaré, encerraba un sentido enteramente matrimonial.

Más se confundía Amparo al pensar lo que debía decir a su protectorcuando le viera en la casa de Bringas. ¿Le daría las gracias lo mismoque si hubiera recibido la butaca de un teatro o una caja de dulces?No... ¿Se callaría? Tampoco. ¿Le contestaría con un largo y bienestudiado discurso? Menos. No era caso de decir: «¡Ave María!

D.Agustín, ¡qué cosas tiene usted!». La respuesta al gallardo obsequio eratan difícil y compleja, que lo mejor sería confiarla al papel. ¡Unacarta! Feliz idea. Amparo tomó papel y pluma... Pero las dificultadesfueron tales desde la primera palabra, que arrojó la pluma convencida desu incapacidad para obra tan delicada. Todo cuanto se le ocurríaresultaba pálido, insulso y afectado, como si hablara por ella unpersonaje de las novelas de D. José Ido. Nada, nada de papeles escritos.El estilo es la mentira. La verdad mira y calla.

Las cosas que bullían en su cabeza, los disparates que pensaba, losproyectos que hacía, los desfallecimientos que sentía depronto, pusiéronla en tal estado de sobrexcitación, que si no era lamisma locura, poco le faltaba para llegar a ella.

Añadíanse a tantosmotivos de frenesí las maravillas contadas por Felipe aquella noche, queno parecían sino las Mil y una noches refundidas a estilo casero. Enel rebullicio que tenía en su cabeza vio Amparo los grifos del baño, lacocina con tantas puertas y hornillos, los montones de ropa y devajilla, las figuritas de porcelana y los pájaros de la caja de música.Ya se paseaba por la sala, dando aire y espacio a todo aquel efluvio depensamientos vanos, ya se sentaba para mirar atentamente a la luz, yaiba de una parte a otra de la casa. La una sonó en el reloj de laUniversidad y ella no pensaba en pedir reposo al sueño.

Refugio entró. Sorprendida de ver a su hermana levantada, temblóesperando una reprimenda por haber venido tan tarde. Tenía el rostroencendido y de sus ojos brotaban resplandores de fiebre o de alegría.

«¿Qué hay?»—preguntó Refugio, antes de quitarse la toquilla con que seabrigaba.

Tenía tan poco imperio el egoísmo en el alma de la mayor de lasEmperadoras que hizo entonces, como otras muchas veces, una cosa de todopunto contraria a su conveniencia personal. ¡Era tan débil! Dejándosearrastrar de su índole generosa, mostró los billetes.

Refugió abrió los ojos, enseñó los dientes en un reír de loca, y dijocon toda su voz, que con el frío de la noche se había puesto algo ronca:

«¡Chica, chica!».

—¡Ah!, poco a poco—dijo Amparo guardándose el dinero en el seno conrápido movimiento—. Esto ha venido para mí. Que yo como buena hermanalo parta contigo, no quiere decir que tengas derecho...

—¿Pero quién?...

—Eso no te lo puedo decir... Lo sabrás más adelante... Pero te juro quees el dinero más honrado del mundo. Se pagarán todas las deudas. Y si teportas bien, si haces lo que te mande, si me prometes trabajar y nosalir de noche, te daré algo... Acuéstate, estarás cansada.

Refugio, sin decir nada, entró en la alcoba. Desde la sala se la podíaver colgando su ropa en una percha.

Amparo se acostó también. En la oscuridad, de cama a cama, las doshermanas hablaban.

«Se entiende que has de portarte bien... hacer todo lo que yo te mande.Tu decoro es mi decoro; y si tú eres mala, mi opinión ha de padecertanto como la tuya».

—Es que para que yo sea buena, hermana—replicó la otra desde el huecode sus sábanas—, lo primero que has de hacer es suprimir los sermones.No prediques, que eso no conduce a nada. ¿Por qué es mala una mujer? Porla pobreza... Tú has dicho:

«si trabajas...». ¿Pues no hetrabajado bastante? ¿De qué son mis dedos? Se han vuelto de palo detanto coser. ¿Y qué he ganado? Miseria y más miseria... Asegúrame lacomida, la ropa, y nada tendrás que decir de mí. ¿Qué ha de hacer unamujer sola, huérfana, sin socorro ninguno, sin parientes y que se hacriado con cierta delicadeza?

¿Se va una a casar con un mozo de cuerda?¿Qué muchacho decente se acerca a nosotras viéndonos pobres?... Y yasabes, desde que la ven a una tronada y sola ya no vienen a cosabuena... La costura ¿para qué sirve? Para matarse... ¿Ese dinero lo hasganado tú haciendo camisas, bordando o poniendo cintas a lossombreros?... ¡Qué risa! ¿Te lo han dado los Bringas?... ¡Tendría sal!¿Pues de dónde lo has sacado? ¿Hay debajo de las tejas quien dé dineropor darlo, por hacer favor, por caridad pura?... No, hija; a mí no mevengas con hipocresías... ¿Es que puede suceder que lluevan billetes deBanco? Tampoco. Pues entonces habla claro... Chica, yo necesito treintaduros, pero los necesito mañana mismo. Es que los debo, hija, los debo,y yo tengo mucha conducta. Si me los das...

Poco a poco se fueron entrecortando las palabras de Refugio. Estaba tanfatigada, que la excitación cerebral, producida por la vista de aquelinexplicable tesoro, fue vencida del cansancio. Se durmió profundamente,como ella dormía, con la tranquilidad del injusto, resultadode una fácil conciencia.

Por la mañana, Amparo, que estaba despierta, sintió que su hermana selevantaba despacito, procurando no hacer ruido, y metía con sigilo ycautela la mano entre las almohadas...

«Chica, no seas mala—dijo la Emperadora mayor, aplicándole ligerabofetada—.

Estoy despierta. No he dormido en toda la noche. ¿Buscas eldinero? Sí, para ti estaba...».

Refugio volvió a su cama riendo. Toda la mañana, ya después delevantadas, estuvieron cuestionando, a ratos en broma, a ratos conseriedad. Negábase Amparo a dar dinero a su hermana si no prometíavariar de costumbres, y Refugio, para conseguir su objeto sin renunciara su libertad, empleaba toda suerte de halagos y carantoñas, o bien detiempo en tiempo las amenazas, revolviéndolas con mentiras muy bienurdidas. Tenía un gran compromiso con las de Rufete, y cuando lospintores a quienes servía de modelo le pagaran, devolvería a su hermanala cantidad que le anticipase. De este enredo pasó a otro y luego aotro, hasta que, Amparo, cansada de oírla, la mandó callar, por lo cual,irritada la pequeña, dejose arrebatar de la ira, y con la voz de sus yaindomables pasiones increpó a su hermana de esta manera:

«Guarda tu dinero, hipocritona... No lo quiero... Me quemaría las manos.Es de pie de altar».

Tanta impresión hicieron en el ánimo de la otra estas palabras, queestuvo a punto de caer al suelo sin sentido. Sin responder nada corrió ala alcoba y se reclinó sobre la cama, rompiendo a llorar. En la salita,Refugio desbocada prosiguió de este modo:

«Tiempo hacía que no parecían por aquí dineritos de la lotería deldiablo...».

Después de una pausa lúgubre, Refugio vio que por entre las cortinillasde la alcoba asomaba el brazo de su hermana. La mano de aquel brazoarrojó dos billetes en medio de la sala.

«Toma, perdida»—dijo una voz, ahogada por los sollozos.

Refugio tomó el dinero. Sabía conseguir de su hermana todo lo que queríamanejando un hábil resorte de vergüenza y terror. Amparo no había sabidosustraerse a este execrable dominio.

Aplacado su furor con la posesión de lo que deseaba, la hermana menorsintió en su alma cosquilleos de arrepentimiento. Era su carácter prontoy como explosivo, y tan fácilmente se remontaba a las cumbres de la iracomo caía deshecho en el llano de la compasión. Había ofendido a suhermana, le había dado terrible golpe en la misma herida sangrienta ydolorosa; y afligida del recuerdo de esta mala acción, esperó a que laagraviada saliese para decirle alguna palabra conciliadora. Pero nosalía; sin duda no quería verla, y Refugio al cabo, másvencida de la impaciencia que de la consideración hacia su hermana,salió a la calle.

Aquel día, por ser domingo, no fue Amparo a la casa de Bringas.Entretúvose en arreglar la suya y coser su ropa, y después de una breveexcursión a la calle para comprar varias cosillas que le hacían muchafalta, volvió a su trabajo doméstico con verdadero afán. Hizo propósitode establecer el mayor arreglo y limpieza en su estrecha vivienda. Pero¡ay!, con aquella loca de su hermana no era posible el orden.

«¿Qué sacode comprar nada—pensó—, si el mejor día me lo vende o me lo empeñatodo?».

Comió sola, porque la andariega no fue a la casa en todo el día. Entróde noche ya muy tarde; pero las dos hermanas no se hablaron una palabra.Amparo estaba muy seria, Refugio parecía sumisa y deseosa de perdón.Viendo que su hermana no se daba a partido, bajó a casa de D. José yestuvo charla que charla toda la noche. Estas tertulias de la pequeña encasa de los vecinos desagradaban mucho a su hermana.

XIII

Al día siguiente, lunes, se presentó Amparo a Rosalía, después dedesempeñar diferentes comisiones que esta le había encargado. Una de lasprimeras conversaciones que Rosalía tuvo con ella fuele horriblementeantipática, en términos que de buena gana habría puesto una mordaza enla boca de su excelsa protectora.

«Hoy estuve en San Marcos—le dijo esta—, y me encontré a DoñaMarcelina Polo... ¡Qué desmejorada está la pobre señora! Será por losdisgustos que le ha dado su hermano, que, según dicen, es una fiera conhábitos... Me preguntó por ti y le dije que estabas buena, que quizásentrarías en un convento. ¿Sabes cómo me contestó...?».

Amparo aguardaba más muerta que viva.

«Pues no me dijo nada; no hizo más que persignarse. Entró en lasacristía y oí mi misa».

Cuando llegó la hora en que acostumbraba ir Caballero, la joven no sabíasi era temor o deseo de verle lo que embargaba su ánimo... Pero elgeneroso no fue aquel día, ¡cosa extraña!, y Amparo no se explicabaaquella falta sino suponiendo en él algo de lo que ella misma sentía,temor, cortedad, timidez. Él también era débil, sobre todo en asuntosdel corazón, y no sabía afrontar las situaciones apuradas. En vez deCaballero fue aquel día un señor, amigo de a casa, el cual era el hombremás cargante que Amparo recordaba haber visto en todos los días de suvida. Era un presumido que se tenía por acabado tipo de guapeza y buenaapostura, y se las echaba de muy pillín, agudo y gran conocedor demujeres. Mientras estuvo allí no apartó de Amparo sus ojos, que erangrandísimos, al modo de huevos duros y con expresión de carneromoribundo. La vecindad de una nariz pequeñísima dabaproporciones desmesuradas a aquellos ojos que, en opinión del propioindividuo, su dueño, eran las más terribles armas de amorosasconquistas. Dos chapitas de carmín en las mejillas contribuían alestrago que tales armas sabían hacer. Sonrisa con pretensión de irónicaacompañaba siempre al despotrique de miradas que aquel señor echabasobre la joven; y sus expresiones eran tan enfatuadas, reventantes yestúpidas como su modo de mirar. Llamábase Torres, y era un cesante quese buscaba la vida sabe Dios cómo. La impresión que este individuo y susmiradas hacían en la huérfana quedan expresadas diciendo, a estilopopular, que esta le tenía sentado en la boca del estómago.

Fuera de este suplicio de ojeadas y sandeces, nada ocurrió aquel díadigno de contarse; mas cuando la joven volvió a su casa, ya entrada lanoche, recibió de la portera una carta que habían traído en su ausencia,y al ver la letra del sobre sintió temor, ira, rabia; estrujola, y alsubir a su vivienda la rompió en menudos pedazos, sin abrirla. Lostrozos de la carta metidos unos dentro de los fragmentos del sobre yotros sueltos, estuvieron algún tiempo en el suelo, y cada vez queAmparo pasaba cerca de ellos parecía que solicitaban su atención. Hastase podía sospechar que sobrenatural mano los dispuso sobre la estera demodo que expresasen algo y fueran signo de alguna muda peroelocuente solicitud. Mirábalos ella y pasaba, pisándolos; pero lospedacitos blancos le decían: «Por Dios, léenos». Para borrar todo rastrode la malhadada epístola, Amparo trajo una escoba, emblema del aseo, quetambién lo es del menosprecio. Pero a los primeros golpes pudo lacuriosidad más que el desdén.

Inclinose, y de entre el polvo tomó unpapel que decía: moribundo. Después vio otro que rezaba: pecado. Untercero tenía escrito: olvido que asesina. Barrió más fuerte y bienpronto desapareció todo.

Mas concluida la barredura, el desasosiego de la Emperadora fue tangrande que no pudo comer con tranquilidad. A media comida levantose dela insegura silla; no podía estar en reposo; sus nervios iban a estallarcomo cuerdas demasiado tirantes. Levantó manteles; púsose las botas, elvelo, y se dirigió a la puerta; pero desde la escalera retrocedió comoasustada, y vuelta a descalzarse y a guardar el velo. Aunque estaba solay con nadie podía hablar, la viveza de su pensamiento era tal que arrojóa la faz de la tristeza y de la penumbra reinantes en su casa estasextravagantes cláusulas: «No, no voy... Que se muera».

Mas tarde debieron de nacer nuevamente en su espíritu propósitos desalir. Cada suspiro que daba haría estremecer de compasión al quepresente