Spanish Tales for Beginners (Cuentos en Español para Principiantes) by Dr. Elijah Clarence Hills - HTML preview

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—Eso lo sé mejor que tú,—dijo sonriendo dulcemente;también sentiré celos desde otro mundo de lamujer á quien ames, y no consentiré que seas perjuro.No quieras á otra, no te cases nunca; no hay un ser enla tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaréen el cielo.

Dos días después expiraba aquella angelical criatura,que ofreció á Dios su vida á cambio de la mía.

Su madre se volvió loca.

Pagué el entierro de Teresa; compré una sepulturapor diez años.... ya sabes que hoy ignoro dónde descansasu hermoso cuerpo; envié una carta á mi tía, queno la leyó hasta dos meses después de cumplirse elplazo, porque ella también estaba enferma.

Decirte que durante estos diez años el recuerdo deTeresa me ha perseguido constantemente, sería faltar ála verdad; he amado á otras mujeres, y hace cuatroaños estuve á punto de casarme con una hermosa joven;pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarsenuestro enlace, los padres encontrasen un pretendienteá la mano de mi amada mejor que yo, éste me fuépreferido por ellos, y la novia tuvo que someterse á lavoluntad de sus tiranos.

Hoy adoro á Cristina y quiero unir su suerte á la mía,como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré?Temo que no. La fatalidad me ha traído al pueblodonde vivió Teresa; habito esta morada llena con surecuerdo; vengo á pasar los primeros días de mi matrimonioen la casa donde ella murió, y un secreto presentimientome dice que Cristina no llegará á ser esposamía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees quemi temor sea fundado, ó que la exaltación en que mehallo es hija de mis pasadas desdichas?

Procuré tranquilizar á Fernando, y después, mientrasel joven se reunía á su bella prometida, tuve deseos dever aquella habitación donde Teresa había muerto, yme hice conducir á ella por un antiguo servidor de doñaCatalina.

II

Entré en una sala lujosamente amueblada; pasé porallí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetitoen el que estaba la alcoba donde murió la desgraciadaniña.

Un lecho de madera tallada, algunas sillasde tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunoscuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo,señal evidente de que aquella parte de la casa estabaabandonada por completo. El gabinete tenía una solaventana con vistas á la calle estrecha y sombría, á laque hacía esquina la casa de Fernando; enfrente de laventana había un armario de espejo; á un lado de ésteestaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir;algunas sillas iguales á las del dormitorio completabanel mueblaje del gabinete que diez años antesperteneció á la tía de Fernando.

Permanecí allí breves instantes, y luego, llegada ya lahora de la cena, fuí en busca de la familia y de sus

convidados,sentándonos

todos

á una mesa

suntuosamenteservida. La cena duró bastante tiempo, y antes determinarla, un suceso imprevisto vino á turbar la alegríade algunos y á causar profunda impresión en elánimo de Fernando. Las campanas de la parroquiatocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste,parecía una queja que hería nuestros oídos á la vez quenuestro corazón.

—¿Á qué tocan?—preguntó Cristina á un criadoque estaba cerca de ella.

—Á agonía,—contestó el hombre con tono indiferente.—Aquíen los pueblos, señorita, se toca por todo:cuando uno va á morir, cuando muere, cuando es elfuneral y...

—¿Quién está muriendo?—interrumpió Cristina.

—Una joven de diez y siete años.

—¿Cómo se llama?—preguntó Fernando, cuyo rostroestaba lívido.

—Teresa,—dijo el criado.

Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa; Fernandobajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; enCristina y su madre sólo se advertía una profunda compasiónhacia la infeliz criatura que en lo más hermosode su vida, en lo más florido de su juventud, iba á abandonaresta tierra por un mundo desconocido....

Fernando, pretextando que el calor que en el comedorhacía era sofocante, pidió permiso para retirarseun momento á la habitación inmediata, y yo le seguí.

—¿Qué te pasa?—le pregunté.

—Se llama Teresa y tiene diez y siete años—murmuró.

—Es una casualidad.

—Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagiotres días antes de mi boda?

Procuré distraerle, pero en vano: la campana lanzabaun tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocíaaquel toque, me dijo que la enferma había dejado deexistir.

Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulcespalabras de Cristina vencieron los temores de Fernando,que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche,hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente,retirándonos cada cual á nuestras respectivas habitaciones.La mía tenía una ventana con vistas á la plazay se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sinsaber por qué, no me era posible conciliar el sueño; mepuse á leer un rato, escribí otro, y por último me levantéy empecé á pasear con alguna agitación por la alcoba.

Un instante después noté cierto movimiento en la deFernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadasque empezaron á sonar sobre el techo de mi cuarto seperdieron á lo lejos, y un secreto instinto me advirtióque mi presencia era necesaria al joven. Sin darmecuenta de mis acciones, salí precipitadamente en direcciónal sitio donde murió Teresa.

Mi amigo se hallaba á dos pasos de la puerta delgabinete sin atreverse á abrirla. Al verme, no parecióextrañar que me hubiera levantado, como si fuera lacosa más natural del mundo, y extendiendo su manohacia la habitación cerrada, me dijo:

—Hace diez años que no entro ahí.

—Ni hoy entrarás tampoco, exclamé con decisión.

Tú estás loco y has empezado á contagiarme. Nodebiste nunca volver á esta casa, ni aún á este pueblo.

—Hace once años que mi tía es una madre para mí;once años que sé lo que es el amor filial: ¿querías queme casase lejos de ella?

—En buen hora; ya has cumplido con ese deber;¿pero es preciso que entres ahí?

—Una vez sola,—dijo en tono suplicante;—unasola para saber si Teresa permite que me case con Cristina.Mira,—añadió,—si al entrar en su cuarto lohallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, lassillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,encuentro alguna alteración...

—Eres un niño,—le interrumpí;—pero si no deseasmás que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.

Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estabaigual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más,dejando pasar al joven al gabinete.

Fernando abrió la puerta, y murmuró:

—Hay luz dentro.

Me estremecí á pesar mío; un frío glacial se apoderóde mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara ydistintamente en la alcoba de Teresa un lecho mortuorio,cubierto de negros paños, algunos hachonesencendidos rodeando un ataúd, en el que descansabanlos yertos despojos de una hermosa joven vestida deblanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba unamujer en la que reconocí á la madre María, la loca quehallé por la tarde en el cementerio.

Fernando lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillasocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos,dí algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba.Miré entonces y ví el dormitorio obscuro y desierto.

—Estamos los dos locos,—murmuré.

Volví en busca de Fernando y lo comprendí todo.Por la tarde el criado había dejado inadvertidamenteabierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido,daba á una calle estrecha, y en la casa de enfrente, enuna pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquellajoven desconocida, velado por la madre de Teresa. Tantriste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocadoal lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizosuponer, á causa del estado excepcional en que Fernandoy yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inertedescansaba en la propia casa de mi amigo. La presenciade la madre María era natural allí, pues según acostumbrabaá hacer desde la muerte de su hija, pasabalas noches al lado del cadáver de cualquiera joven quemuriese en el pueblo. La que había dejado de existirera sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombrede su hija.

Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.

Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.

Algo extraño é invisible ocurrió en aquella habitación;me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mivista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.

—¡La casa donde murió!—exclamó Fernando convoz apagada;—tenía que ser así.

Amada mía, espérame,ya voy.

Recobré al fin mi sangre fría, hablé á mi amigo, cogísus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro,que parecía el de un muerto. Después salí corriendopara llamar á los criados en mi auxilio.

Media hora más tarde la señora de López, Cristina,doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la camadonde descansaba Fernando.

—¡Cuánto duerme!—exclamó Cristina.

Me acerqué á él, hice una seña al sacerdote, y éstepuso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendoal punto, porque el corazón de mi amigo nolatía.

—¿Qué hay?—me preguntó doña Catalina; y comprendiendolo que pasaba añadió:

—Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplasela voluntad de Dios.

El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones.

Me volví hacia la puerta y ví á la madre María que,no sé cómo, se había introducido hasta allí.

—Mi hija es feliz,—murmuró;—me ha dicho queFernando y ella se han desposado ya; sabía que estono sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Teresaestuvo enferma, á la casa donde murió. Diez años heaguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me haconcedido esta ventura!

LAS NOCHES LARGAS DE CÓRDOBA

(After many delays Mr. Frutos, a rich peasant-farmer, makesthe journey of ten or twelve leagues, and comes to Cordovato visit Mr. Lopera and see the wonders of theancient city.)

...EL señor Frutos llegó una tarde á Córdoba.Dejó el mulo en una posada, y de seguida se presentóen casa de su amigo. Como estaba tan gordo y el calorprimaveral apretaba de firme, llegó colorado como untomate y todo bañado en sudor y dando cada resoplidocomo un toro. Apenas se hubo sentado, ó desplomadosobre una silla, desenvainó una especie de colcha que leservía de pañuelo, se enjugó el cuello y la cara, y árenglón seguido, por no perder la costumbre, disparóun diluvio de necias preguntas á su amigo y huésped elbenemérito Lopera. Respondió éste como mejor pudoy supo, y poco después de obscurecido, le llevó al comedor,donde sobre amplia mesa estaban tendidos losblancos manteles cubiertos de fina vajilla y apetitososmanjares. Pero el señor Frutos había comido por elcamino, y ninguna gana tenía de cenar; en cambio, bebíacomo una esponja,... con lo que tornaba el sudor yvolvía á relucir el descomunal pañuelo. Lopera le decía:

—Amigo Frutos,... déjese de beber, y tome algunatajada, que esas carnes y esa corpulencia requierencosa de más substancia y alimento.

—Con mucho gusto probaría de cualquiera de estosplatos: huelen muy bien todos ellos; pero con el cansanciono tengo hambre, sino sed, y sed insaciable.Mañana ya verá V. si como con apetito.

—Es que de aquí á mañana el plazo no es tan brevecomo V. se lo figura, y podría entre tanto sentir debilidad,y no quiero que haya V. venido á honrar mi casapara en ella padecer hambre. ¿No ha oído V. hablarde las noches largas de Córdoba, amigo Frutos?

—No, señor; pero aquí sucederá como en mi pueblo,que las noches son largas en diciembre y enero, y cortasen el verano: esto lo saben hasta los niños y los tontos.

—Sin duda así es, y por mi parte no diré lo contrario.Lo que aseguro y sostengo es que, aún teniendo el mismonúmero de horas, aquí las noches parecen mucho máslargas que en otros lugares, y de ahí viene su fama.

—Pues por mí, señor de Lopera, aunque sean máslargas que la Letanía, de seguro no lo advertiré, porquevengo reventado y molido; y en metiéndome entre sábanas,ya pueden echar á vuelo todo un campanario:no me quitarán el sueño. Y pues de sueño hablamos,digo que el que tengo no es flojo, y con su permiso quisieraaprovecharlo.

Acompañóle el insigne Lopera á la habitación que letenía destinada, y ya en ella, le dijo:

—Aquí, amigo mío, estará V. fresco y descansarácomo un patriarca, sin que nada ni nadie le moleste.Antes le tenía preparado el cuarto de encima, cuyaventana da también al mismo jardín. Aquí tiene estacómoda con la llave puesta, donde colocará su ropa;ahí están los avíos de lavarse, y el espejo; allí la cama.¿Ve V. junto á la cabecera un cordón? Pues si necesitade algo, tire de él: sonará la campanilla, y vendrá alinstante un criado que he puesto á sus órdenes, y nadatiene que hacer más que servirle. Conque, señor Frutos,que pase V. felices noches.

Dió las gracias el señor Frutos, y quedó solo. Sedesnudó en un credo, y se metió en la cama. Eran lasonce. Á los pocos minutos roncaba como un bienaventurado.

Dejémosle descansar, mientras el señor Lopera dasus instrucciones al sirviente, que era un mozo listo ysocarrón, y muy á propósito para seguir una broma.La de que se trataba debía de gustarle muchísimo, segúnse restregaba las manos y reía con la bocaza abiertahasta las orejas, prometiendo seguir á la letra las advertenciasde su amo.

Poco después el reposo y el silenciose extendían sobre la casa y sus tranquilos moradores.

. . . . .. . . . .. . . . .. . . . .. . . . .

Razón tenía el señor Frutos al ponderar su cansancioy ganas de dormir.... Desde las once de la nochehasta las doce del siguiente día durmió trece horas deun tirón, sin despertar una sola vez, ni cambiar de postura.Mas como todo tiene su límite forzoso, á las docese despabiló mi héroe, sentóse en la cama, y se restrególos ojos. No vió nada:

¿qué había de ver? La habitaciónestaba negra como el fondo de un tintero: no seoía ruido alguno fuera, ni el más leve rumor: aquelcuarto tan silencioso y obscuro parecía una tumba.¡Cómo! ¿Era posible que aún no hubiese amanecido?Sentado en la cama, inmóvil, aplicando inútilmente lavista y el oído, estuvo sobre hora y media. Nada: nipor las rendijas entraba un solo rayo de luz, ni siquierasonaba el vuelo de una mosca. Aburrido ya de aguardaruna aurora que no llegaba, tiró del cordón de lacampanilla, y oyó con gozo vibrar á lo lejos su metálicotimbre; pero no acudió nadie al llamamiento. Volvió átirar, y aún con más fuerza: entonces, al cabo de algunosminutos, sintió pasos contenidos y suaves como dehombre que llega lentamente y descalzo. Era el criado.Venía en camisa, sin zapatos, trayendo una vela encendiday puesta en su palmatoria de cobre, y con esa caraespecial del hombre á quien despiertan en lo mejor desu sueño. Bostezó, y dijo al señor Frutos:

—Acabo de oir la campanilla. ¿Qué manda su merced?¿Se ha puesto su merced malo?

—No lo permita Dios, hombre. ¿Por qué había deenfermar ahora?

—¡Qué sé yo! Como su merced acaba de acostarsehace poco, y me llama á media noche, creí...

—¡Hace poco! ¡Á media noche! ¡Canario! Puesqué, ¿es media noche todavía? Y la gente de la casa,¿no se ha levantado?

—¿Para qué se ha de levantar, señor? Yo sí me helevantado ahora, pensando que su merced me necesitaba,cuando ha llamado.

—Dispensa, hombre, y vuélvete á tu cama. ¡Canario!Lo menos creí haber dormido nueve ó diezhoras.

El tuno del criado salió de puntillas con la palmatoriaen la mano, encajó la puerta, y sus pisadas suavesse extinguieron lentamente.

Quedó mi héroe otra vez en tinieblas, pues la ventanacerraba á lo justo y por la puerta no podía tampocoentrar luz, por estar cerrados también de propósito ellargo corredor y las habitaciones inmediatas. Procuróentonces reanudar el sueño, y logró conseguirlo, despuésde dar vueltas y más vueltas sobre los mullidos colchones,que eran lo menos seis ó siete, con lo que el tal lechoparecía un catafalco, y era menester para escalarlosubirse antes en una silla. Pero como había descansadoya largas horas, más bien que dormido quedóamodorrado hasta las tres y media ó las cuatro de latarde.

La misma obscuridad, el mismo silencio. ¿Cómo?¿Será todavía de noche? ¿Ó no se habrá despertado yestará soñando tales absurdos?

Mi buen hombre se restregaba los ojos, se palpabael rostro, el pecho, los brazos, las manos, para convencersede que estaba realmente despierto y en el usocabal de todos sus sentidos y potencias. Al cabo tiródel cordón, y sonó la campanilla. Poco después, y conlas mismas precauciones de antes, apareció con su palmatoriaencendida el criado, preguntándole qué se leofrecía.

—¿Qué se me ha de ofrecer? Levantarme. Ya meparece que llevo lo menos una semana tendido. Tengosed, tengo hambre. ¡Qué demonio de país! ¡Si lashoras parecen siglos enteros!

Dióle agua el criado, y mientras bebía con ansia, le dijo:

—¡Levantarse! ¿Y para qué? ¿Para aburrirse,aguardando á que amanezca? Y

todavía debe de tardarun poquillo. ¿Sabe su merced qué hora es?

—Dame el reloj, que está sobre aquella cómoda, ylo sabremos. Anda, tráelo.

De muy mala gana tomó el criado aquel ventrudoreloj de bolsillo, muy semejante á una media cebolla, ylo llevó á su dueño. Tentado estuvo por fingir un tropezóny estrellar aquella máquina contra el suelo; perono lo hizo, confiado en su fecunda inventiva.

—¡Las tres y media! exclamó el señor Frutos, mirandosu reloj. ¡Las tres y media, nada más! ¡Conquefaltan dos horas y media todavía para amanecer, si esque alguna vez amanece en esta maldita población!¡Jesús, si lo hubiera sabido!...

—Pues me parece, dijo el fámulo con mucha sorna,me parece, señor, que ese reloj será muy bueno, peroanda muy de prisa y va adelantado. Desde mi cuartose oye el de la iglesia, y además, al venir ahora miréel del comedor, que está al paso, y es muy seguro,y todavía no han dado las tres, aunque ya faltarápoco.

—La paciencia es lo que á mí me falta. Dame aguaotra vez, hombre.... Gracias. ¡Si lo hubiera sabido!...Pero ¿qué hacen aquí las gentes de noche? ¿Enqué se entretienen?

—¡Toma! ¿En qué se han de entretener? En dormir.¿Quería V. que la pasaran contando cuentos, ójugando á la pelota?

—Lo que yo quiero es que amanezca. Mira: puedesretirarte; pero así que apunte la primera luz del alba,no dejes de llamarme, aunque de seguro estaré despierto.¡Y qué hambre tengo, canario!

—¿Quiere su merced que le traiga vino y bizcochos,ó alguna otra cosa?

—No, retírate. ¡Jesús, María y José! Retírate;pero que me llames, que me avises antes de que salgael sol. ¿Estamos?

—Descuide su merced.

Y recogiendo su palmatoria, se deslizó el criado comoun fantasma.

Tenemos otra vez al señor Frutos solo con sus pensamientos.¿En qué meditaba? En mil cosas.... Seacordaba de su pueblo, de sus parientes y amigos, yhasta del mulo que había dejado en la posada, y paraentretener el tiempo contaba y recontaba por los dedoslas fanegas de trigo y arrobas de aceite que había vendidoúltimamente, y las que le restaban por vender, ylas ganancias positivas y las probables que de tal tráficoalcanzaría. Luego reflexionaba cuán inciertas sonlas cosechas, y que tener tierras de secano es tenersiempre el alma entre los dientes, como los jugadores,siempre arruinados ó en vísperas de arruinarse. Lluevemucho, y se pudren las semillas; llueve poco, se endurecela tierra, y no se sacan ni los gastos de la labor;no llueve nada, y entonces....

Y bostezando y abriendo un palmo de boca, tornó áquedarse aletargado, sin duda de puro aburrido y hambriento.Cuando volvió en su acuerdo, era efectivamentede noche.

Llamó por tercera vez, y por terceravez acudió el criado. Pero en esta ocasión venía demuy mala cara, como hombre á quien incomodan ymolestan más de lo regular.

Soltó la palmatoria, ydijo:

—Está visto que no he de dormir esta noche. Si sumerced estuviera enfermo, yo le velaría tres semanassin desnudarme ni descansar; pero estando bueno ysano, la verdad, no me parece justo que su merced sedivierta en llamarme á cada instante.

—¡Á cada instante! ¡Que yo me divierto! ¡Canario!...Mira, tráeme el reloj que está sobre la cómoda.

El mozo tomó el reloj, y se quedó mirándolo muyatento. Luego se lo acercó á una y otra oreja, lo pusodonde estaba, y dijo:

—Se ha parado.

—Lo creo de veras, lo creo, porque no tiene cuerdapara un trimestre; aunque imagino que la última vezse me olvidó arreglarlo. Pero, hombre, ¿es posible queno haya amanecido todavía? Dos veces he queridoabrir la ventana, y no pude lograrlo: no entiendo eseendemoniado pestillo. Abre tú, y veremos lo que haya.

—¿Qué ha de haber, señor? La luna y las estrellas.

Y fué derecho á la ventana, y abrió de par en parlas puertas de madera. Arrojóse de la cama el señorFrutos, y pegó la nariz contra los cristales. Era denoche. No convencido todavía del testimonio de susojos, abrió también las puertas vidrieras. Un olor átierra mojada entró en la habitación, y el tenue rumorde una ligera lluvia sobre los árboles y plantas. Encuanto á la luna y las estrellas, no se veían por ningunaparte.

Mi pobre señor Frutos se quedó atónito y consternado.

—¡Pues, vive Dios, que es de noche y está lloviendo!¡Vive Dios, que si esto sigue, me voy á morir de viejoantes de que amanezca! ¿Se apagó el sol?... Sí,tengo hambre.

Parece que traigo cuatro ó seis leonesmetidos en el estómago. Mira, mientras me visto,porque ya aborrezco la cama, cierra esos vidrios, losvidrios nada más, no las maderas, y tráeme varias librasde jamón y una espuerta de pan, y....

—Señor, eso no puede ser: la gente de la casa estárecogida y cerrada la despensa; pero en el armario delcomedor suele quedar puesta la llave, y allí hay buenvino de Jerez y bizcochos, ó tortas. Si su mercedquiere...

—¿Pues no he de querer, hijo mío? ¡Bizcochos!¡Aunque fueran peñascos! Pero anda, y no tardes: miraque si te entretienes, puedes encontrarme ya difunto, ymi muerte cargará sobre tu conciencia. Anda, hombre,anda.

Salió el criado, y á poco volvió con un gran plato debizcochos, una botella de vino generoso y añejo, y unacopa. Lo puso todo sobre una mesa que arrimó á laventana; y aún no lo había soltado, cuando ya el señorFrutos estaba esgrimiendo las mandíbulas.

—Puedes retirarte, hombre, y muchas gracias. No tevolveré á llamar. Aquí mismo aguardaré el amanecer,suponiendo que alguna vez amanezca. ¡Lástima que notenga á mano un almacén de comestibles y una bodegapara esperar el día comiendo y bebiendo, aunque reventase!¡Canario, y parece que ahora llueve con másfuerza!

Disimulando la risa, se retiró el criado á referir eldiálogo al señor de Lopera. Veinte y cuatro horas habíanpasado desde que se acostó el huésped lugareño,tan impaciente ahora por contemplar la luz del día.

Mientras llegaba, había apurado los bizcochos y elvino, y también la paciencia, si es que conservaba alguna.La vela que le alumbraba iba asimismo casigastada: sólo quedaba un cabillo como de dos ó tresdedos. Entretanto llovía y llovía sin cesar; no confuria, pero sí con igualdad y persistencia, de lo queresultaba aún más monótono el rumor de las aguas. Ycuando ya la vela estaba próxima á consumirse del todo,oyó mi héroe á lo lejos el son de una guitarra, y luegoel rasguear de otras tres ó cuatro que venían haciéndoleconsonancia y coro; y después, y ya más cerca, los tañedoresse pararon, y una voz varonil entonó la coplasiguiente:

Es tu ventana, morena,

¡Ay!

Es tu ventana, morena,

Un confesonario fino,

¡Ay!

Un confesonario fino,

Con gloria y sin penitencia.

—¡Tienen gracia estos cordobeses! murmuró entredientes el señor Frutos. ¡No está mal puesto eso deconfesonario! Pues si todos los confesonarios fueranpor el mismo estilo, acudirían más penitentes que piedrashay en la calle....

En esto volvió á sonar la guitarra, y la misma voz deantes cantó en tono melancólico y quejumbroso:

¡Ay! tu ventana es la gloria;

Pero la noche se pasa,

Se pasa como una sombra.

—Así te pasaran con una lanza moruna de parte áparte, ladrón, embustero. ¡Pues no se atreve á decirque las noches aquí se pasan como sombras! No teparecerían tan cortas si te estuvieran dando palos.¡Cortas las noches! Ya... ya... y se me figura queme voy á morir de viejo antes de que amanezca. ¡Bergante!...

Autores hay que sospechan que el tal músico guitarristafuera el mismo criado, cómplice de la burla jugadaal lugareño; mas sea como fuese, todo ruido cesó,y volvió á gozar el señor Frutos de tan grande soledady silencio, cual si habitara el fondo de un sepulcro.Mucho le molestaba el hambre, pero más todavía lasoledad y el aislamiento....

Como todo en el mundo tiene su acabamiento, túvolotambién la ansiedad del señor Frutos, quien con losojos clavados en el cielo cual un astrónomo, aguardabala aurora con inquietud y ansia.... Primero sintió esefrío y singular estremecimiento, precursor de la aurora;después advirtió cierto fulgor blanquecino, cada instantemás luminoso; levantó su canto el gallo, trompetade la mañana, y al cabo, serena y hermosa, llenade armonías y resplandores, brilló con toda limpidezuna magnífica alborada. ¡Cuán bella le pareció alseñor Frutos! Una madre, tras prolongada ausencia,no ve con tanto gusto á su propio hijo....

Acabóse de vestir en un verbo, y salió como disparado,llamando á las puertas de todas las habitaciones, yexclamando á voces con inmenso júbilo:

—¡Ya amaneció, señores; ya va á salir el sol! Ypim, pam, pum, aldabonazos y puñetazos en las puertas.

Semejante algazara, con tan desaforadas voces y golpazos,puso en conmoción á todas las gentes de la casa.Algunos sospecharon si el señor Frutos se habría vueltoloco, y en su interior se arrepentían de haber contribuidoá la broma. El primero que se presentó fué elseñor de Lopera con un pañuelo de seda liado al cráneoy un semblante soñoliento y disgustado, como de quienve interrumpido por un alboroto su mejor sueño, el dela mañanita. Venía en camisa y chanclas, y dijo á sualborozado y turbulento huésped:

—¿Qué es eso? ¿Qué jaleo es éste, hombre? ¿Porqué arma usted semejante baraúnda?

—¿Qué ha de ser, amigo mío? Que amaneció, queva á salir el sol, que ya está saliendo, y por fin se acabóla noche.

—¿Y para eso tanto ruido? ¡Pues vaya una novedad!Todas las noches se acaban; todos los días saleel sol, si no está nublado, y luego viene otra vez la nochecon su luna y sus estrellas.

—¡Que viene otra vez la noche! exclamó con terrorel señor Frutos. ¡La noche, que se parece á una eternidad!Bueno, vendrá si quiere venir; pero lo que esal hijo de mi padre, no le pilla la segunda. En almorzandovoy á la posada, monto en el mulo, y me encajoen mi pueblo. Renuncio á ver todas las grandezas deCórdoba. Quiere decir que llegué en martes, y me voyen miércoles.

—Dispense usted que le enmiende la plana, amigoFrutos. En primer lugar, no tiene que ir á posadaninguna; pues he mandado traer su mulo, y está aquíen mi cuadra.... En segundo lugar, no es hoy miércoles,sino jueves; á no ser que el almanaque de supueblo sea distinto del que usamos en Córdoba. Y entercer lugar, debo decirle que yo le hospedo en mi casacon mucho gusto, que soy su amigo, y en ocho ó quincedía