Pepita Jimenez by Juan Valera - HTML preview

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¿Por qué no he de decirlo, sin temor de ofender a Vd.? Siusted logra en mí su amor, Vd. no se humilla. Si yo cedo a su amor deVd., me humillo y me rebajo. Dejo al Creador por la criatura, destruyola obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo que estabaen mi pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado enmí, desaparece para que el hombre antiguo renazca. ¿Por qué, en vez debajar yo hasta el suelo, hasta el siglo, hasta la impureza del mundo,que antes he menospreciado, no se eleva Vd. hasta mí por virtud de esemismo amor que me tiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué no nosamamos entonces sin vergüenza y sin pecado y sin mancha? Dios, con elfuego purísimo y refulgente de su amor, penetra las almas santas y lasllena por tal arte, que así como un metal que sale de la fragua, sindejar de ser metal reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las almas sehinchen de Dios, y en todo son Dios, penetradas por donde quiera deDios, en gracia del amor divino. Estas almas se aman y se gozanentonces, como si amaran y gozaran a Dios: amándole y gozándole, porqueDios son ellas.

Subamos, juntos en espíritu, esta mística y difícilescala: asciendan a la par nuestras almas a esta bienaventuranza, queaun en la vida mortal es posible; mas para ello es fuerza que nuestroscuerpos se separen; que yo vaya a donde me llama mi deber, mi promesa yla voz del Altísimo, que dispone de su siervo y le destina al culto desus altares.

—¡Ay, Sr. D. Luis!—replicó Pepita toda desolada y compungida—. Ahoraconozco cuán vil es el metal del que estoy forjada y cuán indigno de quele penetre y mude el fuego divino. Lo declararé todo, desechando hastala vergüenza. Soy una pecadora infernal. Mi espíritu grosero e incultono alcanza esas sutilezas, esas distinciones, esos refinamientos deamor. Mi voluntad rebelde se niega a lo que Vd. propone. Yo ni siquieraconcibo a Vd. sin Vd. Para mí es Vd. su boca, sus ojos, sus negroscabellos, que deseo acariciar con mis manos, su dulce voz y el regaladoacento de sus palabras que hieren y encantan materialmente mis oídos,toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través dela cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espírituinvisible, vago y lleno de misterios. Mi alma, reacia e incapaz de esosraptos misteriosos, no acertará a seguir a Vd. nunca a las regionesdonde quiere llevarla. Si Vd. se eleva hasta ellas, yo me quedaré sola,abandonada, sumida en la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merezco lamuerte: la deseo. Tal vez al morir, desatando o rompiendo mi alma estasinfames cadenas que la detienen, se haga hábil para ese amor con que Vd.desea que nos amemos. Máteme Vd. antes, para que nos amemos así; mátemeVd. antes, y, ya libre mi espíritu, le seguirá por todas las regiones yperegrinará invisible al lado de usted velando su sueño, contemplándolecon arrobo, penetrando sus pensamientos más ocultos, viendo en realidadsu alma, sin el intermedio de los sentidos. Pero viva, no puede ser. Yoamo en Vd., no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo,y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre, y elapellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal D. Luisde Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé quémás diga. Repito que es menester matarme. Máteme Vd. sin compasión. No:yo no soy cristiana, sino idólatra materialista.

Aquí hizo Pepita una larga pausa. D. Luis no sabía qué decir y callaba.El llanto bañaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguió sollozando:

—Lo conozco: Vd. me desprecia y hace bien en despreciarme. Con esejusto desprecio me matará usted mejor que con un puñal, sin que semanche de sangre ni su mano ni su conciencia.

Adiós. Voy a libertar aVd. de mi presencia odiosa. Adiós para siempre.

Dicho esto, Pepita se levantó de su asiento, y sin volver la carainundada de lágrimas, fuera de sí, con precipitados pasos se lanzó haciala puerta que daba a las habitaciones interiores. D. Luis sintió unainvencible ternura, una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepitamuriese. La siguió para detenerla, pero no llegó a tiempo, Pepita pasóla puerta. Su figura se perdió en la oscuridad.

Arrastrado D. Luis comopor un poder sobrehumano, impulsado como por una mano invisible, penetróen pos de Pepita en la estancia sombría.

El despacho quedó solo.

El baile de los criados debía de haber concluido, pues no se oía el másleve rumor. Sólo sonaba el agua de la fuente del jardincillo.

Ni un leve soplo de viento interrumpía el sosiego de la noche y laserenidad del ambiente.

Penetraban por la ventana el perfume de lasflores y el resplandor de la luna.

Al cabo de un largo rato, D. Luis apareció de nuevo, saliendo de laoscuridad. En su rostro se veía pintado el terror; algo de ladesesperación de Judas.

Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en susrodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin dudaen un mar de reflexiones amargas.

Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa deasesinar a Pepita.

Pepita, sin embargo, apareció después. Con paso lento, con actitud deprofunda melancolía, con el rostro y la mirada inclinados al suelo,llegó hasta cerca de donde estaba D. Luis, y dijo de este modo:

—Ahora, aunque tarde, conozco toda la vileza de mi corazón y toda lainiquidad de mi conducta. Nada tengo que decir en mi abono; mas noquiero que me creas más perversa de lo que soy. Mira, no pienses que hahabido en mí artificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, ha sidouna maldad atroz, pero instintiva; una maldad inspirada quizá por elespíritu del infierno que me posee. No te desesperes ni te aflijas, poramor de Dios. De nada eres responsable. Ha sido un delirio: laenajenación mental se apoderó de tu noble alma. No es en ti el pecadosino muy leve.

En mí es grave, horrible, vergonzoso. Ahora te merezcomenos que nunca. Vete: yo soy ahora quien te pide que te vayas. Vete:haz penitencia. Dios te perdonará. Vete: que un sacerdote te absuelva.Limpio de nuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé ministro del Altísimo.Con tu vida trabajosa y santa, no sólo borrarás hasta las últimasseñales de esta caída sino que después de perdonarme el mal que te hehecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que conmigote ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre. Básteme elhaber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana; no quiero, nidebo, ni puedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infiero de tu ademán,lo veo con evidencia; ahora me desprecias más que antes, y tienes razónen despreciarme. No hay honra, ni virtud, ni vergüenza en mí.

Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas rodillas y se inclinó luegohasta tocar con la frente el suelo del despacho. D. Luis siguió en lamisma postura que antes tenía. Así estuvieron los dos algunos minutos endesesperado silencio.

Con voz ahogada, sin levantar la faz de la tierra, prosiguió al caboPepita:

—Vete ya, D. Luis, y no por una piedad afrentosa permanezcas más tiempoal lado de esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir tu desvío,tu olvido y hasta tu desprecio, que tengo tan merecido. Seré siempre tuesclava, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte a la memoriala infamia de esta noche.

Los gemidos sofocaron la voz de Pepita, al terminar estas palabras.

D. Luis no pudo más. Se puso en pie, llegó donde estaba Pepita y lalevantó entre sus brazos, estrechándola contra su corazón, apartandoblandamente de su cara los rubios rizos que en desorden caían sobreella, y cubriéndola de apasionados besos.

—Alma mía—dijo por último don Luis—, vida de mi alma, prenda queridade mi corazón, luz de mis ojos, levanta la abatida frente y no teprosternes más delante de mí. El pecador, el flaco de voluntad, elmiserable, el sandio y el ridículo soy yo que no tú. Los ángeles y losdemonios deben reírse igualmente de mí y no tomarme por lo serio. Hesido un santo postizo, que no he sabido resistir y desengañarte desde elprincipio, como hubiera sido justo; y ahora no acierto tampoco a ser uncaballero, un galán, un amante fino, que sabe agradecer en cuanto valenlos favores de su dama. No comprendo qué viste en mí para prendarte deese modo. Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarasca y pedantería decolegial, que había leído los libros devotos como quien lee novelas, ycon ellos se había forjado su novela necia de misiones ycontemplaciones. Si hubiera habido virtud sólida en mí, con tiempo tehubiera desengañado y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La verdaderavirtud no cae tan fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar detu talento, a pesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera caído, si enrealidad hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocaciónverdadera. Dios, que todo lo puede, me hubiera dado su gracia.

Unmilagro, sin duda, algo de sobrenatural se requería para resistir a tuamor; pero Dios hubiera hecho el milagro si yo hubiera sido digno objetoy bastante razón para que le hiciera. Haces mal en aconsejarme que seasacerdote. Reconozco mi indignidad. No era más que orgullo lo que memovía. Era una ambición mundana como otra cualquiera. ¡Qué digo comootra cualquiera! Era peor: era una ambición hipócrita, sacrílega,simoniaca.

—No te juzgues con tal dureza—replicó Pepita, ya más serena ysonriendo a través de las lágrimas—. No deseo que te juzgues así, nipara que no me halles tan indigna de ser tu compañera; pero quiero queme elijas por amor, libremente, no para reparar una falta, no porque hascaído en un lazo que pérfidamente puedes sospechar que te he tendido.Vete, si no me amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No exhalaránmis labios una queja, si para siempre me abandonas y no vuelves aacordarte de mí...

La contestación de D. Luis no cabía ya en el estrecho y mezquino tejidodel lenguaje humano.

Don Luis rompió el hilo del discurso de Pepita,sellando los labios de ella con los suyos y abrazándola de nuevo.

Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñonaen el despacho diciendo:

—¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial noha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser elde las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cercade las dos de la mañana.

—Bien está—dijo Pepita—, se irá al momento.

Antoñona volvió a salir del despacho, y aguardó fuera.

Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en suniñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primerosaños de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madreadusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hastaentonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan lashojas verdes de los árboles, cuando las nieves y los hielos de uninvierno rigoroso y dilatado han retardado su germinación.

Una señora de ciudad, que conoce lo que llamamos conveniencias sociales,hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; peroPepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y enquien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que enel gran mundo se estilan. Así es que, vencidos los obstáculos que seoponían a su dicha, viendo ya rendido a D. Luis, teniendo su promesaespontánea de que la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con razónamada, adorada, de aquél a quien amaba y adoraba tanto, brincaba y reíay daba otras muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían mucho deinfantil y de inocente.

Era menester que D. Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisócon amor los cabellos, besándoselos después.

Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.

—Adiós, dueño amado—le dijo—. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lodiré todo a tu padre, si tú no quieres atreverte. Él es bueno y nosperdonará.

Al cabo los dos amantes se separaron.

Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostrotomó una expresión grave y pensativa.

Pepita pensó dos cosas igualmente serias: una de interés mundano, otrade más elevado interés.

Lo primero en que pensó fue en que su conductade aquella noche, pasada la embriaguez del amor, pudiera perjudicarle enel concepto de D. Luis. Pero hizo severo examen de conciencia, y,reconociendo que ella no había puesto ni malicia, ni premeditación ennada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de noblesimpulsos, consideró que don Luis no podía menospreciarla nunca, y setranquilizó por este lado. No obstante, aunque su confesión candorosa deque no entendía el mero amor de los espíritus y aunque su fuga a lointerior de la alcoba sombría había sido obra del instinto más inocente,sin prever los resultados, Pepita no se negaba que había pecado despuéscontra Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Encomendose, pues, detodo corazón a la Virgen para que la perdonase: hizo promesa a la imagende la Soledad, que había en el convento de monjas, de comprar sietelindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar supecho; y determinó ir a confesarse al día siguiente con el vicario ysometerse a la más dura penitencia que le impusiera para merecer laabsolución de aquellos pecados, merced a los cuales venció la terquedadde D. Luis, quien de lo contrario hubiera llegado a ser cura, sinremedio.

Mientras Pepita discurría así allá en su mente, y resolvía con tantotino sus negocios del alma, don Luis bajó hasta el zaguán, acompañadopor Antoñona.

Antes de despedirse dijo D. Luis sin preparación ni rodeos:

—Antoñona, tú que lo sabes todo, dime, quién es el conde de Genazahar yqué clase de relaciones ha tenido con tu ama.

—Temprano empiezas a mostrarte celoso.

—No son celos; es curiosidad solamente.

—Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tucuriosidad. Ese conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador ymala cabeza; pero tiene más vanidad que D.

Rodrigo en la horca. Seempeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña leha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que seguarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó donGumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos dePepita, que es mejor que el pan. El tonto del conde creyó sin duda quePepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, habíade ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido.Vino después el desengaño con la furia consiguiente.

—Adiós, Antoñona—dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya ysombría.

Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y lagente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes yotros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.

En algunas rejas, seguían aún varios embozados, pertinaces eincansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría habíadesaparecido ya.

En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta asus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mentea confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión quehabía inspirado a Pepita, su hermosura, la gracia juvenil de su cuerpo yla lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación yle hacían dichoso.

Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba, no obstante, D.Luis en el cambio que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el deán? ¿Quéespanto no sería el del obispo? Y sobre todo,

¿qué motivo tan grave dequeja no había dado D. Luis a su padre? Su disgusto, su cólera cuandosupiese el compromiso que ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimode D. Luis y le inquietaban sobre manera.

En cuanto a lo que él llamaba su caída antes de caer, fuerza es confesarque le parecía poco honda y poco espantosa después de haber caído. Sumisticismo, bien estudiado, con la nueva luz que acababa de adquirir, sele antojó que no había tenido ser ni consistencia; que había sido unproducto artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchachoy de sus ternuras sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba quea veces había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y habíaoído susurros místicos y había estado en conversación interior, y casihabía empezado a caminar por la vía unitiva, llegando a la oración dequietud, penetrando en el abismo del alma y subiendo al ápice de lamente, D. Luis se sonreía y sospechaba que no había estado por completoen su juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él había hechopenitencia, ni él había vivido largos años en contemplación, ni él teníani había tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese condistinciones tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todoesto, la mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que habíagozado eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía,nacía de que nada de eso había deleitado tanto su alma como un te amo dePepita, como el toque delicadísimo de una mano de Pepita jugando con losnegros rizos de su cabeza.

Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar asus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesabaindigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, unbuen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando asus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de suPepita.

Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgaciónde esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar variasreflexiones y aclaraciones de mi cosecha.

Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o Paralipómenos era obra del señor deán, a fin de completar el cuadro yacabar de relatar los sucesos que las cartas no relatan; pero entoncesaún no había yo leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar lalibertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tieneel autor para algunos deslices, dudo de que el señor deán, cuya rigidezsé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que ellector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar quesea el señor deán el autor de los Paralipómenos.

La duda queda en pie porque, en el fondo, nada hay en ellos que seoponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario,si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra losorgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de D.Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los Desengaños místicos del Padre Arbiol.

En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que elseñor deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo,diciendo mi sobrino al hablar de D. Luis, y poniendo sus consideracionesmorales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valer.

Elseñor deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, yanduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampocohizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo,lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gustoliterario, porque los poetas épicos y los historiadores, que debenservir de modelo, no dicen yo, aunque hablen de ellos mismos y ellosmismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. JenofonteAteniense, pongo por caso, no dice yo en su Anábasis, sino se nombra entercera persona cuando es menester, como si fuera uno el que escribió yotro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocoscapítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes dedarse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando estepríncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando yacerca el de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejosen la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luegocomo mancha negra, y por último, con claridad y distinción, oyéndose elrelinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armadosde truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de losinstrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro delas armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no deantemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas yexplicándole el murmullo que corría entre los griegos, el cual no eraotro que lo que llamamos santo y seña en el día, y que fue en aquellaocasión Júpiter salvador y Victoria. El señor deán, que era un hombre degusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error deingerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe,y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizocon un párate ahí, con un ¿ qué haces? ¡ mira no te caigas, desventurado!o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerseen alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba malen algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a nodudarlo, el señor deán, con la mucha discreción que le era propia, pudoescribir estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si dijéramos.

Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación,cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porqueno están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque seríavoluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionadosrequisitos.

Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndolaen el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación deD. Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama muchaluz sobre todo.

—Esta mudanza de mi sobrino—dice—, no me ha dado chasco. Yo lapreveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó alprincipio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en lacuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquinade sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.

¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue atiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón PepitaJiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brincohubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubieracegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No haymás que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuandoestuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y pretendía a lasdamas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillolánguido americano:—¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos sipuede!—. Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cieloa los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrarde ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, muchapenitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y a gozar desus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo demístico, no hay don ni favor sobrenatural, sin poderoso esfuerzo ycostoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios delamor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara, sin haberse antesquemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpocon privaciones y abstinencias. Apolonio de Tiana se supone que semaceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestrosdías, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real,tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la Analítica de Sanzdel Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimientoque abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Misobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y... ¡veanustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea unbuen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lopequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha que al fin no tieneotra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con uncandor y un ímpetu selváticos.

Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, comopara él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarlela mala pasada de darla al público.

Sigamos ahora la narración.

Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo,como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado conque fuese digna de la Leyenda áurea se convirtiese en un suavísimo yperpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amorterrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos SanVicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco eraigual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue enSan Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salirhuyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algode tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a lospies de Booz, diciéndole Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tusierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo.D. Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a Booz yexclamar: Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primerabondad con ésta de ahora. Así se disculpaba D. Luis de no haber imitadoa San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxitoque tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba decohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado,porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia lareina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, nigrandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.

De todos modos no se negaba D. Luis, y esto prestaba a su contento unleve tinte de melancolía, que había destruido su ideal; que había sidovencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran poresto; pero D. Luis se apuraba. D. Luis pensó desde luego en sustituir elantiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bienrecordó a D.

Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Lunadecidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino quepensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica ydescreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y deBaucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos camposamenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico llenode religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de culturay de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse lasfamilias; y uniendo por último el amor conyugal con el amor de Dios,para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola comotemplo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta quedispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.

Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menesterallanar antes, y D. Luis se preparaba a allanarlas.

Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien habíadefraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muydiversa índole y en cierto modo más grave.

Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo aPepita de los groseros insultos del conde de Genazahar, sino condiscursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con quetales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendoque declarar en seguida que Pepita era su novia y que iba a casarse conella, D. Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños dehumana ternura, y de las creencias religiosas que en su alma quedabaníntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginarcon su dignidad el abstenerse de romper la crisma al condedesvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepitano necesitaba de la sangre del conde para quedar limpia de todas lasmanchas de la calumnia, y hasta que el mismo