Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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ellos

llevé

instintivamente la diestra a la cintura, dondetenía, debajo de la espesa cazadora, un revólver de seis tiros, y biensabe Dios que no por recelo de los hombres. Neluco, que también lellevaba, pero en una de las pistoleras de su silla, se sonrió alobservar el movimiento y conocer mis intenciones, y me dijo:

—No irán tan allá las cosas, esté usted seguro de ello.

Necesitan vivirbien con la justicia hasta llegar a sus fines, si es que tienen algunomalo entre cejas; y si le tienen, no es de asaltar en despoblado alprimer transeúnte que se les ponga a tiro. Sin embargo, no están de máslas precauciones como las nuestras, aunque hayan sido tomadas contra lasalimañas del monte, sin acordarnos de las vilezas de cierta casta dehombres desconocida en estos honrados valles. De todas maneras, prometoresarcirle a usted esta tarde y esta noche, pero muy cumplidamente, conimpresiones más gratas, de los amargores que le va causando a usted ensu paladar de hombre honrado nuestra jornada hasta aquí.

Pedíle a Dios que así fuera, y continuamos bajando y departiendo

alacompasado

gatear

de

nuestras

firmes

cabalgaduras.

XIV

Por dónde me iba conduciendo el empecatado mediquillo de Tablanca, mesería imposible decirlo ni aun con el plano del terreno a la vista.Alguna vez creí hallarme en un pedazo de senda recorrida días atrás encompañía de don Sabas; pero sin darme tiempo para salir de dudas, dejabami conductor aquel camino trillado y echaba por donde menos era deesperarse. Su caballo era una cabra, y él una ventolera que learrastraba por lo más inverosímil de lo penoso y atrevido. Para aqueldiabólico centauro, todo atajo era andadero, lo mismo por los jarales delas faldas que por los riscos de las cumbres. El caso era rodear poco yllegar cuanto antes, según él decía, mientras dejaba yo en cuarentena lasinceridad de su afirmación, que bien pudiera ser encubridora de antojosirresistibles de un montañés tan castizo como Neluco. Porque es locierto que no subíamos a una altura ni bajábamos a una hondonada sin queel médico hiciera ardorosos panegíricos de lo que se veía desde arriba odesde abajo. Para mí, quebrantado e insensible de alma y cuerpo, todoera ya igual y de un mismo color; y hasta del vértigo de los grandesasomos estaba curado con la frecuencia de verlos aquel día; y cuidadoque los hubo tan tremendos y de senda tan angosta, retorcida y ladeada,que el mismo Neluco se apeó para pasarlos... tapándose la cara con elsombrero por el lado del abismo. De bajadas «pendias», no se diga:aquello fue despeñarse más que bajar.

Cuando menos lo esperaba, me encontré en el Puerto, que me pareció menosinteresante que la primera vez, porque le veía a la inversa de entonces,con la línea insulsa de la sierra baja por gran parte de su fondo, enlugar de las grandiosas montañas que en esta segunda visita ibanquedando a mi espalda. También flotaban sobre él las nieblas, como en elmonte por donde habíamos subido, y también lo deploró Neluco, porque meimpedían gozar del espectáculo admirable, que tanto me había ponderadoChisco a su modo. Pero ¿qué podía faltarme de ver en punto a panoramas,después de los que había visto con el Cura desde muy cerca de allí?Referíle, mientras nos internábamos en aquel escabroso desierto, lo deloso «hecho un reguñu» encontrado allí la otra vez, según afirmación demi espolique. No le sorprendió el caso, porque tenía noticia de otrossemejantes. Sin embargo de lo cual, me añadió, en aquel mismo puertopastaban en los primeros meses del verano, y sin riesgo alguno por locomún, muchas cabañas de ganado, hasta de los valles de la marina, y aunme enseñó algunas chozas de vaqueros, recientemente abandonadas y quemuy pronto desaparecerían bajo la nieve. Tampoco me pareció tan largacomo la primera vez la travesía, ni tan fatigosa la contemplacióncontinua de su aridez, lo cual pudo consistir en que hice la entrada pordistinta «puerta» que la salida de entonces, o en el hábito adquirido yapor mí de andar entre montañas, y muy principalmente en lo agradable dela compañía de Neluco.

Al fin traspusimos la cumbre de la sierra que limita el Puerto hacia elSur, y volví a contemplar la verde y extensa planicie del valle de lostres Campóes. Con aquel espectáculo revivió mi espíritu adormilado, ycomencé a respirar con avidez el aire de la hermosa vega, como si mehubiera faltado hasta entonces el necesario para la vida; caso que noadmiró a Neluco por lo raro cuando se le declaré, porque, por una leyfisiológica, del peso

«ideal» de las grandes moles que agobia a losespíritus avezados a las llanuras abiertas y despejadas, participa elorganismo físico también. Bajando sin cesar nuestras cabalgaduras, queya no podían con el rabo, por los senderos que yo había conocido alsubir, a media bajada se salió de ellos Neluco y tomó por otro hacia laderecha. A poco rato de andar en él, descubrimos en el extremo del vallemás arrimado a aquella estribación de la sierra y debajo de nosotros,una gran torre señorial con un grupo de edificios agregados a ella, acorta distancia de un pueblecillo agrupado en una frondosa rinconada delmonte.

Señalando al pueblo y luego a la torre y sus accesorias, y deteniendo almismo tiempo su caballo, me dijo Neluco:

—Aquel lugarejo es Provedaño, y aquí está el fin de nuestra jornada dehoy.

Después tendió la vista por el esplendente panorama del valle, y fuedándome sobre él todas las noticias que me había dado Chisco, y otrasmuchas más. Convino conmigo en que sin dejar de ser montañés todo elconjunto del paisaje, tenía impreso ya en sus líneas y en sus tonos elinflujo de sus vecindades castellanas, y continuamos bajando.

Cuando acabamos de bajar al valle, yo no me satisfacía con esparcir lavista sobre él, ni con aspirar la fragancia de sus praderasaterciopeladas: me hubiera revolcado en ellas de buena gana como unabestia; y como una bestia envidiaba a las que andaban libres y paciendopor allí. Consulté con Neluco esta bestial ocurrencia, y la celebramoslos dos con grandes risotadas; pero así y todo, no faltaron un par derazones, fisiológicas también, apuntadas por el médico y discutidas porambos, para explicar el antojo muy «racionalmente».

Resistiéndose todavía Neluco a ampliar los escasos informes que me habíadado por el camino sobre la persona a quien íbamos a visitar, anduvimospor lo llano un corto trecho, y llegamos, no a la torre, sino a latrasera de un cuerpo del edificio que se unía a ella por el muro de unaportalada. Entre esta fachada del edificio y nosotros se interponía otromuro más bajo que la amparaba en toda su longitud, y por encima de estemuro se veía un carro de bueyes arrimado al edificio y paralelo a él; enel carro había una carga de heno «verde», según mi modo de ver, y segúnel más autorizado de Neluco, de retoño «seco»; y sobre la carga, unhombre de alta estatura que lanzaba con impetuoso brío grandes«horconadas» de ella a un boquerón de la pared, donde las recogía otrapersona y las conducía más adentro. Nada de particular tenía todo esto;pero sí lo tuvo, y mucho para mí, lo que sucedió enseguida; y fue que,vuelto de repente hacia nosotros el hombre que descargaba el carro, ymientras nos miraba frunciendo mucho los ojos, apoyándose gallardamenteen el horcón clavado por sus puntas en el heno, observé que Neluco sedescubría delante de él y le saludaba con el nombre del caballero aquien íbamos a visitar. Descubríme entonces yo también, lleno deextrañeza, y nos apeamos los dos, casi al mismo tiempo que eldescargador del heno saltaba del carro abajo, muy diligente y airoso,por la rabera.

Representaba cincuenta años, bien corridos; tenía buen color, la cabezamuy poblada de pelo alborotado y recio, la cara pequeña y enjuta, y aúnparecía más chica de lo que era, por lo espeso de la barba que leocupaba la mitad; la barba y el pelo, empezando a encanecer; la frenteancha, y destacado el entrecejo; la nariz curva, y la mirada de susojuelos verdes, firme y escrutadora; cara, en fin, cervantesca y untanto «aquijotada».

Daba grandes pasos con sus largas piernas aldirigirse a nosotros que le salimos al encuentro, y balanceaba elcuerpo, nervudo y cenceño y algo inclinado hacia adelante, al compás delas zancadas; vestía un traje modesto de paño obscuro, fuerte y barato,y calzaba abarcas de tarugos.

Conoció al mediquillo de Tablanca y le abrazó muy regocijado y cariñoso;a mí me saludó con la cortesía y los ademanes de un gran señor, de losexquisitamente educados; porque los hay de ellos sin pizca de educación.Cuando supo quién era yo, por boca de Neluco, estrechó con efusión mimano entre las suyas, que me parecieron, por lo fuertes y aun por laaspereza de sus palmas, mejor que de carne y hueso, del roble secular deaquellos erguidos montes.

Con voz de escaso timbre y algo desafinada, como la de todos los sordos,pues lo era él y más que en grado de «teniente», me dijo:

—No le pido a usted perdón por los hábitos y ocupaciones en que meencuentra, porque si tuviera a mengua emplearme tan a menudo como meempleo en estas rudas labores, no me empleara. No me dan ellas todo elpan que me nutre el cuerpo, pero me ayudan a conservarle; y como a lapar que convenientes, me son muy agradables y las tengo por honrosas, ¿aqué acusarme de ellas como de un pecado contra los timbres de mi linaje?

Al saber después que íbamos con propósito de pasar allí la noche,volvióse rápidamente hacia Neluco y le dijo con afable sonrisa:

—Pues de ese modo, y ya que conoces bien la casa, encárgate tú de hacerlos honores de ella a este caballero, mientras yo doy aquí abajo algunasdisposiciones que son necesarias para quedar enteramente a la deustedes. Entren, pues; suban, pidan y tomen cuanto apetezcan de lo quehaya.

Con esto me empujó suavemente hacia la torre; cogió enseguida los dosjamelgos por los bridones, y los arrastró materialmente hacia laportilla por donde había salido del cercado, mientras llamaba con todasu voz al sirviente que debía encargarse de ellos.

Guióme Neluco y seguíle yo: estaba abierta la portalada, embutida entrela torre y un extremo de los edificios que forman dos lados de laespaciosa corralada en que entramos, cerrándola por el otro lado un muroque une otra esquina de la torre con la fachada frontera de la escuadrade edificios. Estos eran tres, aunque en una sola pieza y de una mismaaltura, y de distinta época cada uno de ellos; pero todos más modernosque la torre, particularmente el principal. No era esta casa tanostentosa como la de los Pomares de Promisiones; pero sí tan «biennacida», y desde luego más rancia de linaje. Buena huerta y grandescercados en las inmediaciones de la corralada. Lo más notable de todoello fue para mí la torre, de la que daban dos fachadas al corral, enuna de las cuales, y no en su centro, estaba la puerta de ingreso aella, baja y angosta y reforzada con enormes clavos y grandes barrotesde hierro mohoso. Tenía cuatro pisos y terminaba en un gracioso parapetocon gárgolas de piedra para desagüe del tejadillo apuntado. Pareciómeuna construcción de venerable antigüedad, y no me equivoqué en elsupuesto.

Después de dar un vistazo general a todos aquellos característicosaccesorios, cuadras y gallineros inclusive, de la mansión del caballeroa quien íbamos a visitar, y siempre bajo la dirección de Neluco, seguíleyo estragal adentro y escalera arriba, y así llegamos a la pieza quepodía llamarse estrado o salón de recibir, amplia, con luces a un granbalcón de hierro, de viguetería descubierta y suelo de recias tablas decastaño.

Colgaban de las paredes algunos retratos viejos, de familia,por orden de antigüedad, desde la cota de malla hasta la peluca y laschorreras; dos grandes cornucopias de talla dorada, semejantes a las quehabía en mi habitación de la casona de Tablanca, y un San Jerónimopenitente, muy estropeado. Los muebles no guardaban estilo ni orden niconcierto, y en cada uno de ellos y en el conjunto de lo que conteníatodo el salón, y en el salón mismo, se echaba muy de menos la huella dela hábil mano de la «señora de su casa», que faltaba en aquélla por nohaberla necesitado aún su dueño para arrojar la cruz de su soledad, queno debía pesarle mucho. De seguro que no hubiera consentido esa señorarimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo,ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dospedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del bancode roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otrosbuena presa

del

solariego

en

sus

incesantes

exploraciones

arqueológicasen aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puertadel balcón, ni una colodra colgada de un retrato. También hubierahallado la señora ausente mucho que ordenar, o siquiera que despolvoreary aun que barrer, en la pieza inmediata, que era el despacho o cuarto deestudio del señor.

Porque ¡válgame el de los cielos! ¡Cómo estabatambién de libros fuera de sus estantes, y de resmas de periódicos, y defajos de papeles, y de montones de revistas, y de huesos fósiles, y decandilejas

y

«escudillas»

romanas,

y

de

bronces

herrumbrosos, y deejemplares de panojas de muchas castas, en las sillas, por los suelos,en la mesa de escribir y creo que hasta en el aire!

Andando en estas investigaciones, se nos presentó una mujer más quecincuentona, limpia y afable, a preguntarnos qué queríamos tomarmientras llegaba la hora de la cena, que en aquella casa era la de lasocho; porque barruntaba que debíamos de venir desfallecidos... Dímoslelas gracias, asegurándola que de ningún alimento necesitábamos hasta lahora de cenar, y volvió a dejarnos solos.

Todavía se negaba Neluco a suministrarme las noticias que yo le pedíasobre el modo de ser de aquel caballero de tan extrañas y llamativasprendas, porque prefería que fuera él mismo dándoseme a conocer... y«después hablaríamos». Por de pronto, leyendo los rótulos de algunoslibros de los estantes, sacó el médico uno de ellos y le puso en mismanos.

—Esta es obra suya—me dijo al mismo tiempo—, recientemente impresapor la Real Academia Española después de haberla premiado en públicocertamen.

Titulábase: Ensayo histórico, etimológico y filológico sobre losapellidos castellanos desde el siglo X hasta nuestra edad.

—Y esta otra—añadió Neluco, mientras yo leía el índice de la primera,mostrándome el rótulo de otro libro—: Noticia histórica de lasbehetrías, primitivas libertades Castellanas... Este libro es unasombro de erudición y de ingenio, y es muy de admirar por el«montañesismo» que respira, y el tradicionalismo «científico»

ypatriarcalmente

democrático

en

que

está

inspirado.

Demuéstrase en él,entre otras cosas, por las leyes del Concejo, la antigua y sumaimportancia de la ganadería en la Montaña. Y

ésta más, Los Eddas,traducción del poema de este nombre, algo como la Iliada de lossuecos: es empresa de los albores literarios de nuestro amigo. Después,en cada periódico y en cada revista de los que andan desparramados poraquí, hay algún trabajo de erudición o de crítica, y todos ellosenderezados al bien y a la mayor gloria de la provincia, que la tienemuy señalada en contarle a él entre sus hijos, y particularmente de lacomarca en que nació, vive y desea morir... ¿Ve usted?... LosGarcilasos...

admirable serie biográfica de esta dinastía de guerrerosy de poetas de entronque montañés... Veamos qué rollo es éste...

tireusted hacia allá, porque no va a caber en la mesa... Un plano hecho yfirmado por él, y bien recientemente. Ya tenía yo alguna noticia de estetrabajo estupendo. Proyecto de encauce y riegos del Híjar desde Riaño aReinosa... Parece la obra de un consumado ingeniero... Pues de segurotiene este cartapacio lleno de apuntes de trabajos en preparación. ¿Nolo dije?... La parte de los navegantes montañeses en el descubrimientode América...

Biografía del célebre poeta dramático D. Pedro Calderón dela Barca... Juan de la Cosa...

—Me consta que tiene dos novelas y una leyenda inédita porque he vistolos manuscritos, históricas y montañesas también... De su estilogallardo, brioso, castellano limpio, neto como la sangre que corre porsus venas; de su modo de ver y de sentir la tierra madre y de cantar suhermosura, ya se irá usted enterando cuando le admire en sus escritos...Pero ¡canario!

permítame usted que le diga con esta franqueza que debede haber entre hombres formales como nosotros, que no tiene usted perdónde Dios al obligarme a mí a que le entere de estas cosas que debieranserle muy conocidas, siquiera por lo que tiene de montañesa su sangre,ya que no (aunque esto debiera bastar) por ser toda ella española.

Tenía razón Neluco, y así se lo confesé con la mayor frescura.

¡Ah, puessi él hubiera sabido hasta dónde llegaba mi ignorancia en esosparticulares!... ¡que toda mi erudición bibliográfica española cabíaholgadamente en un papel de cigarro! Fuera de los escritores de Madrid,no conocía uno solo, ni de nombre. Por fortuna, no insistió Neluco en eltema; que si insiste, canto de plano. Y ¿a qué negarlo, si era la puraverdad y yo, hasta entonces, no me había avergonzado de ella?

En éstas y otras, como ya anochecía y andábamos casi a tientas entre lospapelotes del despacho, volvimos al salón, precisamente al mismo tiempoque entraba en él el señor de la casa, con un quinqué encendido en lamano. Nos pidió perdón por la tardanza después de darnos las buenasnoches, y continuó andando hacia su despacho en cuya mesa puso elquinqué.

Retrocedimos tras él nosotros... y ¡nueva sorpresa para mí!

Elrústico descargador de yerba había sustituido los burdos ropajes deloficio con una levita cerrada y todos los accesorios correspondientes aesa prenda de sempiterna distinción, incluso el aliño, muy esmerado, dela barba y del cabello. Más que un señor de aldea con resabios delabriego, me pareció entonces aquel singular campurriano un personaje decorte, un ministro, o cosa así, que se disponía a dar audiencia. Tanbien le sentaba la levita, y tan aseñorados eran sus modales.

Como al andar enfrascado en estas reflexiones le mirara yo de arribaabajo con mal disimulada curiosidad, notóla él y me dijo sonriéndose:

—No crea usted, amigo mío, que me he vestido estos atalajes señorilespara que se vea que los tengo. No llegan a tanto mis flaquezas deinfanzón sin privilegios. Neluco lo sabe bien. Pero me gusta dar a cadacual lo que merece, y no tengo todavía bastante franqueza con usted, quees caballero y hombre de mundo, para recibirle en mi casa, por primeravez, vestido de carretero. Va, pues, con usted, como ha ido antes conotros, este ceremonial; y no me lo agradezca, porque es deuda dehomenaje que le rindo muy gustoso.

La verdad es que no hallé en mi repertorio de frases hechas y aceptadasen la«buena sociedad» para «cumplir» en lances tales, un par de ellasque entonaran debidamente con aquel modelo de hidalga cortesía, y que medespaché de mala manera con cuatro vulgaridades ramplonas, malhilvanadas y entre dientes.

Enseguida empezó lo que pudiera llamarse, enestilo parlamentario, la sesión.

Recién llegado por primera vez a la Montaña, oriundo de ella y vástagode una familia conocidísima del señor aquél, evidente era que había deser yo la materia prima de la conversación que se entablara allí. Y esosucedió. Respondiendo a sus discretas preguntas, fui entregándole, conel pasaporte, toda mi hoja de servicios y merecimientos, que, en Dios yen mi ánima lo juro, nunca me parecieron menos ni más dignos de serdesconocidos; y eso que sólo declaré los más indispensables. Algo saquéen limpio, sin embargo, y de mi gusto, de la ingrata tarea, y fue elconocer, a mi vez, algunos antecedentes de la vida y milagros de mirespetable huésped; entre otros, que después de terminada su carrera deabogado, había sido, durante algunos años, periodista en Madrid a lamanera de entonces, tan diferente de la de ahora, discutiendo yexponiendo mucho y batallando poco; gallardías de torneo más que guerraimplacable de pasiones; y que había vivido largo tiempo en variasprovincias de España, unas veces por gusto y otras desempeñando, cargospúblicos importantes.

Tras éstas y otras análogas materias, vinimos al caso concreto de millegada a la Montaña y sus motivos.

¡Ah, qué atinado, qué elocuente y qué «hondo» estuvo en este particularaquel caballero! ¡Qué bien conocía a mi tío, qué magistralmente me lepintaba, y cuán sinceramente deploraba su estado de salud después dehaber oído de boca de Neluco su irrevocable sentencia de muerte!

—No sabe Tablanca lo que pierde en él—nos dijo—, ni lo sabrán losvalles circunvecinos, que tan poco se pagan hoy de su raro ejemplo y desu obra admirable.

Pues sobre esta obra, ¡qué cosas me dijo también! En su concepto, sólopodían estimarla los hombres esforzados que se pasaban la vidaconsagrados al mismo generoso empeño sin lograr fruto alguno. ¿No teníantodos los terrenos los mismos elementos de fertilidad? ¿Habíadiferencias de consideración entre semillas que parecían idénticas?¿Dependían los frutos de la manera de sembrar?

Él no sabía a qué atenerse en vista de lo que le iba enseñando la propiaobservación en muchos ejemplos que había estudiado muy de cerca. A vecesveía un mal común y relativamente nuevo, que le parecía la causa mediatade que se estrellaran en el fracaso los más heroicos y desinteresadosintentos; pero ¿por qué no se habían estrellado los de don Celso en elmismo escollo? Es verdad que don Celso había recibido de algunosantepasados suyos bien dispuesto y preparado el campo para su laborbenéfica; pero también se había dado este caso en otras partes, y, sinembargo, el mal nuevo había logrado triunfar en ellas. Pertenecía donCelso a una casta de hombres, muy contados, que poseen, como un don deDios, el instinto de ver el lado práctico de todas las cosas, y lavirtud de imponerse, sin aparatos retóricos ni artificios teatrales, alas muchedumbres más indóciles, y de arrastrarlas hasta los últimosextremos de lo heroico. De esta madera habían sido los grandes guerrerosy los ciudadanos más insignes. ¿Estaría el mérito de su cosecha en éstesu modo de sembrar? De todas maneras, la obra de mi tío debía de vivireternamente, como la de otros muchos bienhechores de su índole generosa.

Y por aquí vino, por sus pasos contados, lo que estaba yo viendo venirrato hacía.

—Es usted joven—llegó a decirme—, hecho y amoldado a la vida muelle yregalona de las grandes ciudades, y extraño enteramente, menos por susangre, a este mundo en pequeño que rebulle y se agita entre losrepliegues sombríos de estas comarcas grandiosas. ¡Quélástima—añadió—, que todo esto junto sea un obstáculo, aunque noinvencible, para que la labor de don Celso en Tablanca tenga en usted unapasionado continuador! Porque si usted no lo es, ¿quién va a serlo ya?

Eludiendo una respuesta categórica a esta insinuación tan terminante,despachéme con un «¿quién sabe?» medio en broma, y esta pregunta quedebía de alejar más de su tema al caballero:

—Y en estas comarcas, ¿cómo andan esas cosas?

—¡Oh!—me respondió en el acto, con un ademán que valía tanto comodecir «no hablemos de eso»—. Por acá quisiera yo ver a don Celso...aunque ¡vaya usted a saber!... Lo que puedo afirmarle es que yo, con lapluma, con la palabra, con el ejemplo, de día, de noche, no he cesado decumplir con mi deber: a eso he vuelto aquí, a eso consagro todo mitiempo, en eso gasto mi salud y mi corto caudal... todo menos miperseverancia, que es indestructible... pero como si sembrara en unapeña; porque el mal nuevo arraigó muy hondamente aquí, o yo no me doybuen arte para extirparle.

Seguidamente, y como para orientarme a su gusto en el terreno de que setrataba, comenzó a hablarme, como si lo fuera leyendo en un libro (taleseran la abundancia, la claridad y el método de lo que me exponía), de laorganización patriarcal de aquellos pueblos desde las primeras«Hermandades» que se formaron en el siglo XI simultáneamente con lasCruzadas, desenvolviendo a mis ojos el cuadro vastísimo de la historiadesde entonces acá, en rasgos tan breves como vigorosos y expresivos, yenlazando con los hechos más culminantes de ella y más gloriosos, los deaquella humilde raza de obscuros montañeses. ¡Oh! yo, que sólo losconocía vagamente por los ditirambos pomposos de mi padre en susexaltaciones solariegas, ¡cuánto aprendí aquella noche, y con qué gusto,acerca de las interesantes vicisitudes por que ha pasado aquel esquivorincón del mundo, aquella región cantábrica tan ignorada de extraños yaun de propios! Entonces comprendí lo que valían los libros y lasinvestigaciones arqueológicas de aquel hombre, destinados a reivindicarpara su

«patria chica» las glorias que se le negaban en la grande,sacándolas del polvo de los archivos y debajo de las costras de latierra.

Llegados por caminos tan placenteros al prosaico terreno del díapresente y a tratar de nuestro punto de partida, del llamado por él «malnuevo» en aquéllas y otras comarcas rurales, díjonos, interrumpiendo loque yo había comenzado a exponer y como salvedad que conceptuabanecesaria:

—Debo advertir a ustedes que, aunque lo parezco en ocasiones, no soy,ni a cien leguas, un apasionado ciego de todo lo pasado. Creo, porque ala vista está, que las cosas se van modificando a medida que corre eltiempo, y lo del refrán castellano que «a otros tiempos, otrascostumbres y otras leyes»; pero quiero, sin dejar por eso de ser hombredel día, antes al contrario, por lo mismo que lo soy, que esasmodificaciones de las costumbres y de las leyes se deriven por su propiopeso, digámoslo así, de la naturaleza de las cosas mismas; que las leyesse acomoden al modo de ser de los pueblos, no los pueblos a las leyes deotra parte porque en ella den buenos frutos. No todos los terrenos soniguales para recibir una buena semilla, como ya decíamos antescircunscribiéndonos a la pequeñez de estas comarcas agrestes; quiero, enfin, que lo que se ha promulgado por bueno y en la aplicación haresultado malo, se modifique siquiera, para evitar nuevos desastres. Ycon esta salvedad, continúo diciendo que en la imposibilidad de quemales de tan hondas raíces se extirpen con el trabajo aislado de loshombres de buena voluntad, yo le diría al Estado desde aquí: «Tómate, enel concepto que más te plazca, lo que en buena y estricta justicia tedebemos de nuestra pobreza para levantar las cargas comunes de lapatria; pero déjanos lo demás para hacer de ello lo que mejor nosparezca; déjanos nuestros bienes

comunales,

nuestras

sabias

ordenanzas,nuestros

tradicionales y libres concejos; en fin (y diciéndolo a la modadel día), nuestra autonomía municipal, y Cristo con todos.» Si de estamanera no se logra el fin que yo busco y ha logrado don Celso en suvalle, le andaríamos muy cerca. Pero ¿cómo ha de dársenos eso si ha devivir el desastrado sistema que nos rige y del cual reniegan ya sus másfervorosos admiradores? O mejor dicho, ¿cómo han de vivir sin el amparode él, tal como está, los hombres que hoy se usan y nos gobiernan? ¿Cómohan de ser amos y señores de vidas y caudales si no tienen en sus manostodos los hilos por los cuales se conduce hasta los más escondidosrincones de la naci