Paternidad by Andre Theuriet - HTML preview

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El Príncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la manopor sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijodescubriendo su gran perplejidad:

—A fe mía, señor, que no tengo el placer...

—Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.

Una mujer en quien antes no había reparado y que estaba ocupada en elfondo de la cocina se volvió bruscamente, y sólo por la visible emociónque demostró la dama adivinó el inspector general que tenía enfrente aMiguelina...

Respiraba penosamente, bajaba los ojos, retorcía con gestomaquinal las puntas del pañuelo que tenía en la mano y acabó por saludarsin despegar los labios.

¡Ay! no se parecía mucho a la seductora Miguelina de otros tiempos...Había engordado, había perdido su rostro toda expresión, sus tocas lecaían sobre la frente y escondían sus cabellos ya bien canosos. Suvestido de oscuro color, de rectos pliegues, sus ojos medio cerrados, sucara de cera, la expresión reservada y dulzona de su fisonomía, le dabantodo el aspecto de una beatucha.

—¡Señor Delaberge!—murmuró con mayor sorpresa que alegría.

Después añadió, mordiéndose los labios y sin levantar los ojos:

—No pensábamos verle a usted de nuevo en Val-Clavin.

—¿El señor Delaberge?—preguntaba de nuevo el Príncipe.—Aguarde...Ahora caigo... ¿Estaba usted aquí, como guarda general en la época enque reconstruían la iglesia?... Dispense que no le haya reconocidoantes, pero ha pasado desde entonces por esta casa tantísima gente...

Mientras hablaba iba examinando al recién llegado y al ver que lucía unahermosa roseta en la solapa y sospechando que se las había ahora con unparroquiano de consideración, se mostró ya menos indiferente.

—¡Ah!—continuó diciendo,—el caso es que todos hemos envejecido unpoco y veinticinco o veintiséis años cambian endiabladamente lasfisonomías... Y he aquí que le tenemos de nuevo entre nosotros...Miguelina, habrá que dar al señor la sala roja.

Delaberge algo desconcertado por tan vulgar acogida y aún más por lacomprobación de tan mortificante olvido, declaró que no estaba por lasala roja y que prefería el cuarto que había ocupado en otros tiempos ycuya ventana daba al jardín.

—¿Su antigua habitación?—replicó el hostelero.—¡Ah!

sí, pero, veausted... El caso es que no la tenemos libre... La hicimos restaurar porcompleto y la ocupa ahora nuestro hijo... Simón, que regresó hace dosaños de la Escuela de Cluny con todos sus títulos.

—¿Tienen ustedes un hijo?—preguntó el inspector general con algunasorpresa.

—En realidad no podía usted saberlo... Nuestro Simón no había nacidoentonces todavía... Se ha hecho aguardar un poco, pero de todas manerasha sido en nuestra casa el bienvenido, ¿no es verdad, señora Princetot?

La señora Miguelina parecía disgustada por la charla de su marido; suplácido rostro de mujer devota tomaba una expresión de vivo descontentoy sus labios se plegaban con gesto nervioso. Hizo notar que el señorDelaberge tendría necesidad de descanso y que era inútil fatigarlehablándole de un muchacho a quien no conocía.

—Pero—replicó obstinadamente Princetot,—el señor podrá conocerle sise queda algunos días en Val-Clavin, y Simón es muchacho que lo vale...Por desgracia volverá tarde esta noche, pues ha ido al monte para unacuestión de peritaje... Algunas personas del pueblo han recorrido a susluces para un asunto de deslindes y como es muy despierto y conoce afondo el régimen de montes, se le ha encargado la defensa de losderechos del pueblo...

—Sí, sí, un asunto de que en mal hora se ha encargado—

interrumpió laseñora Princetot.

Más perspicaz que el Príncipe su esposo, ella había ya sospechado queDelaberge venía sin duda por esta misma cuestión de deslindes y temióque su marido hablase demasiado.

—¿Qué sabes tú de estas cosas?—replicó Princetot guiñando con gestode misterio sus ojos.—Simón tiene mucho talento y es ya bastantecrecido para andar solo.

—En fin—exclamó suspirando la señora Miguelina,—es de desear que detodo ese enredo no saque más disgustos que provecho.

Después, para cortar en seco esta conversación, preguntó al viajero sicomería en la mesa común.

—No—contestó Delaberge;—tengan la bondad de servirme en mi cuarto yháganme el favor de avisar mi llegada al guarda general... Necesitohablar con él esta misma noche.

Algunos minutos después estaba ya instalado en la sala roja, reservadade ordinario a los huéspedes de importancia.

En este cuarto había unagran cama muy bien puesta y tenía dos ventanas, una que daba a la calley la otra al jardín, el cual iba subiendo en suavísimo declive hacia losbosques.

Apenas había tenido tiempo Delaberge de quitarse el polvo del camino yde arreglarse un poco, cuando llamaron discretamente en la puerta de sucuarto y no sin una pequeña emoción contestó Delaberge que se podíaentrar.

Creyó ver aparecer a la señora Miguelina, deseosa, sin duda, depoder hablar a solas con él, pero muy pronto salió de su engaño. Entróen la habitación una joven delgada y de vivos movimientos, la cual traíaplatos, botellas y manteles y comenzó a poner la mesa, después de locual se retiró para volver a poco con la humeante sopera.

Al hacerse servir en su cuarto el inspector general había creído quepodría de este modo tener con la señora Miguelina una amistosaexplicación que valiese por todas.

Mas era evidente que la señoraMiguelina no pensaba provocar una semejante explicación retrospectiva.¿Era eso indiferencia o bien que, desde un principio, deseaba hacercomprender a su huésped la necesidad de evitar toda alusión al pasado?

«—Como quiera ella—se dijo Delaberge—y aun tal vez vale más que seaasí.»

No obstante, en su fuero interno, sentía Delaberge una especie dedesencanto. Mientras a lo largo del camino se hundía su imaginación enel recuerdo del pasado y revivía los tiempos de Val-Clavin, no creía quese le hubiese tan completamente olvidado, ni esperaba que se le tratasecomo a un extraño... Esto le puso profundamente melancólico y con gestodisplicente se sentó ante su mesa solitaria.

Cuando estaba ya en los postres le anunciaron al guarda general: unmuchacho lleno de obsequiosidad y balbuciente, que se confundía ensalutaciones y no osaba sentarse, tanto le intimidaba la presencia delinspector general. Hizo Delaberge inútiles esfuerzos para ponerle atono, acabando por darle brevemente sus instrucciones e indicándole lahora en que se encontrarían para ir juntos al monte; luego salió con élde la hospedería y una vez solo se quedó paseando unos momentos por lasriberas del Aube.

La noche era oscura, pero en el cielo relucían millares de estrellas ycantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma músicaque en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina.Sentía surgir en su espíritu el sentimentalismo; pero, por desdichasuya, al notar que le molestaba un poco la frescura del río, comprendióque no vivía ya en aquella dichosa edad en que se sueña con lasestrellas. Volvió sobre sus pasos y deshizo el camino andado.

Al regresar a la hospedería habían ya desaparecido el señor Princetot ysu esposa. En la cocina no había sino una criada, que encendió una bujíay le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Alcerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estabamuy cerca y que al día siguiente, si quería, podría indemnizarse de sudesencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard.Esta idea volvió la serenidad a su espíritu. Se desnudó yfilosóficamente se metió en la cama.

VII

Delaberge era la puntualidad misma. A la hora convenida y en compañíadel guarda general y de otros funcionarios subalternos, estaba yaexaminando los campos de Carboneras que el inspector de Chaumontproponía afectar al servicio de los usuarios de Val-Clavin.

A fines de mayo es cuando los bosques de las montañas de Langres semuestran en toda su gloria y el tiempo convida como nunca al paseo. Unsuave vientecillo había secado los caminos; el cielo, de un azulpurísimo, sonreía, por encima del renaciente follaje; bordaban todaclase de flores las márgenes de los caminos y los pajarillos cantabanpor

doquier.

Delaberge,

cuyas

funciones

sedentarias le habían recluidoen París tanto tiempo y que no conocía ya más verdores que los de lascarpetas de la oficina, gozaba de esta fiesta primaveral en pleno bosquecomo se goza de un antiguo amigo otra vez hallado.

Respiraba converdadera delicia el penetrante perfume que despedían los cerezos enflor y poco a poco su mal humor y su melancolía de la noche antes sefueron disipando...

Por la mañana, en la hora del desayuno pudo comprobar que

la

señoraMiguelina

procuraba

prudentemente

substraerse a sus miradas cada vez queentraba en la cocina.

Esta reserva de su antigua amante, que alprincipio le molestó, le parecía ya entonces el mejor modus vivendi que se pudiese desear. Esto dejaba más clara su situación y el contentoexperimentado le disponía para mejor saborear las alegrías de su regresoa los bosques. Sentía un placer casi infantil, al reconocer los caminosque había recorrido en otros tiempos. Dotado de una excelente memorialocal se envanecía sorprendiendo al guarda, al indicarle por adelantadola naturaleza del terreno y la dirección de las capas terrosas. Y a cadamomento exclamaba con grandes explosiones de alegría:

—¡Todo está igual!... Nada ha cambiado y, sin embargo, hace yaveintiséis años.

A medida que iba penetrando en los bosques, parecíale que cada uno delos pasos que daba le quitaba de encima un año y que su juventudreverdecía lo mismo que el follaje de las hayas. Desaparecía y no teníaningún valor todo aquel largo intervalo de un cuarto de siglo. Muchomejor que otro medio cualquiera, posee el bosque esta maravillosa virtuddel rejuvenecimiento. Menos que en parte alguna se marcan en él lasmetamorfosis que el paso del tiempo produce. Vemos siempre en el bosquelos mismos árboles, las mismas floraciones, los mismos cantos de lastiernas avecillas y esto nos da la ilusión de un alto de ensueño, de unasuspensión en el vuelo rápido de los días.

Durante su paseo al través de los bosques de Carboneras, Delaberge pudofácilmente comprobar la exactitud de las observaciones hechas por laseñora Liénard. Las tierras que se quería ahora dar a los usuarios deVal-Clavin, no estaban unidas al pueblo sino por antiguos caminos todosellos en muy mal estado y que a trechos desaparecían del todo.

Variosmanantiales subterráneos humedecían el suelo esponjoso y las aguas, noencontrando la necesaria pendiente, se estancaban formando anchospantanos en que crecían toda clase de plantas muy hermosas, peroimpropias para el pastoreo.

La vegetación en general se resentía de la mala calidad del suelo, losherbajes eran cortos y pobres y de trecho en trecho se veían algunosviejos robles de tronco rugoso y cubierto de liquen, mostrando en partesus ramas desnudas de todo follaje. Era evidente que, tal vez por unexceso de celo, la Administración local intentaba desembarazarse de unasmalas tierras con daño evidente para los usuarios de Val-Clavin. Elinspector general vióse obligado a confesar que las proposiciones de suamigo Voinchet eran inicuas y abusivas.

Como era natural, nada de esto dejó entender a sus subordinados; perodespués de haber tomado sus notas, dirigió la exploración hacia unastierras que ocupaban la vertiente opuesta del valle y pertenecían a losbosques de Montegrande.

Allí, por el contrario, el suelo era duro y fresco al mismo tiempo yademás riquísimo en humus. Las hayas y los robles crecían fuertes ysanos, elevando al espacio su frondoso ramaje. El herbaje era excelentey variadísimo, llenando el aire con sus aromas. Además un hermoso caminoforestal seguía toda la cresta de la colina y descendía luego suavementehacia Val-Clavin. En realidad la designación de esas tierras había desatisfacer por completo a las mayores exigencias de los usuarios, sinperjudicar en nada al Tesoro, y Delaberge se dijo a sí mismo que porese lado había de ser fácil encontrar una fórmula de transacción.

Ciertamente que en todo eso no le guiaba, sino el deseo de conciliar elderecho más estricto, con la justicia; sin embargo, no pudo dejar depensar que, si aceptaba esta proposición la Administración central,habría de sentir él un gran placer en comunicarlo así a la señoraLiénard. Esta reflexión despertó en su espíritu el agradable recuerdo dela viuda y de la invitación que le hizo al despedirse.

Precisamente entonces entraban en una especie de ancho barranco, al otroextremo del cual aparecía el cono puntiagudo de una torrecilla.

—¿No es Rosalinda aquello?—preguntó Delaberge.

—Sí, señor inspector general; este camino nos conduce a elladirectamente.

Esta brusca aparición de Rosalinda en el preciso instante en que pensabaen su dueña, fue para Delaberge dulcemente sugestiva, tanto que leindujo a modificar sus primeros planes. Al salir por la mañana de Solde Oro no pensaba hacer aquel mismo día su visita a la señora Liénard.Había decidido dejar pasar algunos días, temiendo que pareciese de malgusto una prisa excesiva. Pero la proximidad de Rosalinda obró en sualma como un imán y modificó por completo sus resoluciones.

Lanzó una rápida mirada sobre todo su vestido: su calzado, en verdad,aparecía lleno de polvo, pero ni su americana ni su pantalón habíansufrido gran cosa de su paseo a través de los bosques y su totalapariencia era suficientemente correcta. Recordó, además, que la señoraLiénard no concedía sino muy mediana importancia a las cuestiones deforma y esto acabó de decidirle.

En el sitio donde el camino forestal que bajaba a Val-Clavin cruzábasecon el barranco que iban siguiendo, Delaberge despidió a susacompañantes y se dirigió solo hacia Rosalinda; al cuarto de hora saliódel bosque y vio ante sus ojos el parque y los jardines que rodeaban lacasa.

Aunque en el país se le daba todavía el nombre de castillo, Rosalindano era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del sigloXVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le dabanun vago aspecto señorial. El parque se extendía a una y otra parte delAubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban lasalbercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida defresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía auna verja de hierro y después se continuaba más allá del puente depiedra echado sobre el riachuelo.

Desde la vertiente en que se había detenido, el inspector general veíaclaramente la fachada principal de la casa tapizada de madreselvas yrosales; veía también los caminillos del jardín trazados al estilofrancés y más allá del parque y de las paredes de cierre, en el espacioque el bosque dejaba todavía libre, se veían extensos campos de hierba,de centeno, de alfalfa que la brisa movía como las olas del mar y el soliluminaba esplendorosamente; más lejos comenzaban de nuevo los bosquesque iban subiendo dulcemente y coronaban con su verdor esa pacífica yriente soledad.

La casa con sus ventanas abiertas, los jardines con sus vivísimoscolores, los campos ondulantes, todo aparecía como envuelto en unaatmósfera de paz y de supremo bienestar. El conjunto tenía un aspectoalegre y hospitalario que animó a Delaberge a persistir en susintenciones. Le pareció descubrir en todo ello el reflejo de lapersonalidad atrayente y cordial de la propietaria.

Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja dehierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesandoluego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entradade la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo enun salón de la planta baja.

—¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!

Y al decir esto avanzaba hacia el inspector general y le tendíagentilmente la mano la propia señora Liénard, que vestía una vaporosafalda de muselina y un cuerpo de lo mismo en forma de blusa que le dabanuna suprema elegancia.

Inclinándose Delaberge contestó lo mejor que supo al apretón de aquellapequeña mano un poco tostada por el sol y después se excusó de lodescuidado de su traje.

—Una excursión por el bosque me ha llevado a dos pasos de Rosalinda yno me habría perdonado jamás estar tan cerca de usted y no entrarsiquiera a saludarla...

Al acabar sus cumplidos vio Delaberge en el fondo del salón a unvisitante que se había levantado al entrar él y que se disponía adespedirse.

Era un joven de mediana estatura, de aspecto rústicamente elegante y deuna evidente robustez. Muy moreno, con una barba castaña ligeramenterizada, parecía un poco azorado por la aparición del forastero; peroeste movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia.De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardabaseriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar paradespedirse de la dueña de la casa. En los primeros momentos, sufisonomía seria y meditabunda le hacía parecer de mayor edad de la quetenía realmente; pero, cuando se le examinaba con más atención, sedescubría en sus ojos, de un azul intenso, un brillo de juventud y depasión que se contradecía con la precoz madurez de sus rasgos. En elmomento en que Delaberge se volvió hacia él, acercóse el joven a laseñora y dijo con cierta brusquedad:

—Hasta otra vez, señora; he de subir todavía a los bosques deCarboneras.

—¿Pero volverá usted por aquí?—exclamó la señora Liénard.—Es quenecesito todavía de usted...

Y volviéndose seguidamente hacia Delaberge prosiguió la dama:

—Puesto que ha venido usted a Rosalinda, permítame que le convide acomer, sin ceremonias... Ya sabe usted que en el campo se hacen lasvisitas en la mesa... Además tendrá usted compañía para volver aVal-Clavin, pues quiero que me prometa el señor Simón que al regresar delos bosques ha de venir aquí a comer con nosotros... ¡Buena es ésta!—

seinterrumpió a sí misma riendo.—Soy tan aturdida que olvidé lapresentación... El señor Princetot... el señor Delaberge, inspectorgeneral de montes.

Los dos hombres se saludaron ceremoniosamente.

Delaberge, despierta sucuriosidad por el nombre de Princetot, examinó atentamente al joven queacababan de presentarle; pero éste se dirigía ya hacia la puertamientras la viuda acompañándole le repetía:

—Convenido, cuento con usted... A las siete en punto nos sentaremos ala mesa.

Cuando hubo salido, Delaberge preguntó:

—¿Este señor Princetot sería acaso el hijo de mi hospedero del Sol deOro?

—Sí... ¿Le extraña a usted?... No ha salido a su padre, por fortuna...Es un corazón excelente y un espíritu distinguido.

Adora el pueblo enque nació y, aunque sus padres son muy ricos, no ha querido convertirseen un señor... Después de haber hecho excelentes estudios agrarios, havuelto a su casa, y en materia forestal no dudo que puede dar quince yraya al guarda general de Val-Clavin.

Delaberge se echó a reír.

—¡Apuesto, señora Liénard, que es él quien le aconseja en este asuntode los deslindes!

—Lo ha adivinado usted... Cuando hace dos años regresó Simón de laEscuela de Cluny, ofreció a los usuarios del pueblo defendergratuitamente sus intereses y todos le dimos plenos poderes... Y así escomo entré en relaciones con él. El joven me interesa, y si mi situaciónno me obligase a una gran reserva, tendría un gran placer en recibirlecon mayor frecuencia; pero él mismo pórtase con gran discreción y noviene nunca aquí sino para hablar de negocios... Estoy encantada, señorinspector, de que haya sido usted bastante amable para aceptar miinvitación: esto me ha permitido invitar a Simón también.

Delaberge en su interior decíase que hubiera preferido comer a solas conla viuda. Esta, con su vivacidad de siempre, abrió una de las ventanas ymostrando a su huésped los jardines le dijo así:

—No piense usted escapar a las molestias de una visita completa, puesme siento siempre propietaria... Antes, sin embargo, será preciso que medispense por algunos minutos....

Tocó el timbre, dio rápidas instrucciones a sus criadas, cubrió sucabeza con un gran sombrero de paja y volvió en seguida a reunírsele,diciéndole:

—¿No es verdad que Rosalinda se ha embellecido mucho desde que usted nola había visto? En tiempos de mi difunto tío estaba esto muy mal; lasaguas del riachuelo inundaban las partes bajas, los árboles crecían comoy donde les daba la gana... Yo he puesto un poco de orden en todo eso yhe convertido la finca en lo que usted va a ver.

VIII

Alegre y vivaracha acompañaba a su huésped a través de los jardines,enseñándole sus colecciones de flores de todas clases, explicándole cómohabía secado las tierras y canalizado las aguas del río que ahoraserpenteaba entre orillas plantadas de iris y de cañaverales. Elescuchaba encantado su graciosa charla y admiraba su espíritu a la vezpráctico y lleno de imaginación. Durante la prolongada visita a parquesy jardines, pasaba ella sin transición ninguna de un asunto a otro conla gracia exquisita de una mariposa que vuela o se detiene en algunaflor según su propia

fantasía.

Ora

disertaba

sabiamente

sobre

laaclimatación del pino; ora se permitía ligeras alusiones al asunto delos deslindes; y después, haciéndose más comunicativa, contabaingenuamente su propia historia y la de su primer marido, sus luchaspara la transformación de Rosalinda y sus proyectos de futurosembellecimientos.

Halagado Delaberge por la confianza que le mostraba,la encontraba cada vez más encantadora. De pronto se paró ellaexclamando:

—¡Estoy cierta, señor, de que mi charla le molesta un poco!

—Se engaña usted, señora—repuso Delaberge con viva entonación.—Todolo

que

me

cuenta

me

interesa

muchísimo... Hablándome de usted y de susocupaciones, iniciándome en su retirada existencia, me da usted unaprueba de confianza de que estoy encantado...

Y en efecto, estaba el inspector general bastante más encantado de loque él mismo creía.

Ese carácter tan lleno de alegría y de franqueza, ese corazón de mujerjoven que se abría con tan buena fe, esos límpidos ojos que sonreían tanconfiados, esa íntima conversación en medio de unos jardines llenos deflores, con el acompañamiento del cantar de los pájaros y el arrullo delas palomas, todo junto iba desvaneciendo los sentidos del inspectorgeneral como podía haber hecho un vino dulce y generoso, vino que,cuando se ha llegado a los cincuenta, se sube con tanta mayor facilidada la cabeza por cuanto no se está ya acostumbrado. Para ese funcionarioque tantísimo tiempo había vivido en medio de sus expedientesadministrativos, habían de ser mucho más peligrosas que para otrocualquiera, esas confidencias femeninas murmuradas con voz clarísima eiluminadas por la vivacidad de dos ojos llenos de alegría y de juventud.

—Sí—prosiguió diciendo con tono de profunda gravedad.—Aunque nosconocemos tan sólo desde hace pocos días, veo que me habla usted como aun antiguo amigo y le estoy por ello profundamente agradecido.

Una llamarada de rubor coloreó las mejillas de la señora Liénard.

—¡Dios mío—dijo,—quizás soy demasiado expansiva!...

Es mi defecto...Pero desde que cambiamos las primeras palabras en casa de la señoraVoinchet, me sentí inclinada a una sincera confianza con usted. A ver sime explica usted por qué motivo ciertas personas nos atraen y nos hacencomunicativos... A primera vista, parece usted un hombre grave yreservado, y sin embargo, yo que soy una verdadera salvaje, me sentí enseguida bien a su lado. Había en sus ojos algo que me tranquilizaba y mealentaba a hablar. Yo me dije: He aquí un hombre recto, leal, serio;puedo, sin temor ninguno, confiarme a él...

—Casi tanto como al señor Simón Princetot—

interrumpió riendoDelaberge.

—¿Se ríe usted?... Pues bien, el señor Simón se le parece a usted en lomoral, y también un poco en lo físico... ¿No lo ha reparado usted?

—No le he visto bastante para poderlo observar...

Recorrían entonces las grandes avenidas del parque y como el camino noera ya tan llano como antes creyó deber suyo ofrecer cortésmente subrazo a la señora Liénard; ésta lo aceptó sin cumplidos y así siguieronpaseando hasta que la campana les avisó la hora de la comida; volvieronhacia la terraza y allí encontraron a Simón Princetot aguardándoles.

Al ver a la joven, apoyada en el brazo de Delaberge que iba atento ysonriente, Simón pareció sentir una impresión desagradable. Se oscureciósu rostro y con una gran frialdad saludó de nuevo al inspector general.Pasaron todos al comedor y se sentaron a la mesa.

Comenzó la comida en medio de un frío malestar. Los dos hombres seobservaban sin dirigirse la palabra y eran vanos los esfuerzos que hacíala señora Liénard para animar la conversación, pues ella deseabasinceramente servir como de enlace entre sus dos invitados. Así,procuraba llevar al joven Simón a terrenos que le eran familiares.

Hizograndes elogios de su amor por las cosas del campo, le preguntó sobresus estudios de selvicultura, de sus proyectos para el porvenir... Eljoven contestaba con sencillez

y

sobriamente.

Cuando

hablaba

de

economíaagraria o forestal, demostraba conocer muy a fondo el asunto. Alguna vezen la conversación, le ocurrió tocar, aunque solamente de soslayo,ciertas cuestiones científicas o sociales, y su manera de tratarlasdescubría en él una cultura muy extensa y sólida. Aun contradiciéndole ypresentándole

objeciones

embarazosas,

quedaba

Delaberge sorprendido porla claridad y la precisión de todas sus réplicas: la señora Liénard nohabía exagerado.

Corazón lleno de caluroso entusiasmo, firmeza dejuicio, noble generosidad, todo eso se adivinaba oyéndole hablar.

Y erarealmente extraordinario en un joven que había nacido y se había educadoen una hospedería de pueblo.

Mientras hablaba y desarrollaba sus ideas, con frecuencia opuestas a lasdel inspector general, éste estudiaba la fisonomía de su adversario y envano buscaba en ella semejanzas con el matrimonio Princetot. Enrealidad, el joven no había salido a su padre ni aun a su madre. Notenía en los ojos ni la somnolencia maliciosa del Príncipe, ni tampocola indolente languidez de su