Morsamor Peregrinaciones Heroícas y Lances de Amor y Fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda by Juan Valera - HTML preview

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Donna Olimpia había expresado su resolución del modo más terminante.

—Os seguiremos—había dicho—y os seremos fieles. Unidos,conquistaremos el mundo. Si fuese menester, hasta nos convertiremos enamazonas. Teletusa será Bradamente y yo la propia Pentesilea. Yo estarécontigo, Morsamor, hasta que se harte de mí tu alma. Sólo entonces, y siacertamos a dar con el verdadero y legítimo Preste Juan, que tantos hanbuscado en balde hasta ahora, yo le rendiré, le cautivaré, me sentaré ensu trono y vendré a ser la Papisa Juana del Oriente.

Teletusa, Tiburcio y los dos jaques, holgaron mucho de oír esterazonamiento; le aplaudieron y le celebraron con risas estrepitosas.

Allá en su interior, todo aquello repugnaba no poco a Miguel de Zuheros;pero cierto vehemente atractivo de amor vicioso luchaba con larepugnancia y la vencía. Morsamor no quiso o no se atrevió a rechazarlos propósitos y ofrecimientos de donna Olimpia.

Dichos propósitos se cumplieron.

Apenas despuntó el día, acudieron a la puerta de la quinta dos criadosde Morsamor y Tiburcio con caballos y bagaje. Donna Olimpia y Teletusa,auxiliadas por los dos jaques, empaquetaron y embaularon sus alhajas,vestidos y demás prendas.

Todo esto, así como las mismas damas y sus escuderos, habían de viajaren mulas que los genoveses tenían en la caballeriza y de las que sedispuso como de bienes mostrencos. Y no mucho después, antes de que elsol apareciese y dorase con sus rayos la tierra, todos se pusieron enmarcha, formando alegre caravana y caminando a paso largo hacia Cascaes.

La llave del desván quedó en poder de las sirvientas de los señoresAdorno y Salvago, para que pusiesen en franquía a la vieja Claudia y alos señores Carvallo y Acevedo, a las tres horas de haber salido de laquinta Morsamor y su acompañamiento.

La nave que mandaba Morsamor era grande y capaz y él podía tripularla asu antojo. Con holgura, pues, instaló en ella a su gente. Y aquel mismodía, antes de que el sol rayase en lo más alto del cielo,

no

largo

Oceano

navegavam,

As

inquietas

ondas

apartando:

Os

ventos

brandamente

respiravam,

Das naos as velas concavas inchando.

-XI-

Donna Olimpia y Teletusa no se mareaban. Se hallaban en el mar comonacidas: como si fuesen nereidas y no mujeres. Morsamor se sentíatambién más a gusto que en tierra, lleno de esperanzas y forjando en sumente los más audaces y ambiciosos planes. En cuanto a Tiburcio eran demaravillar sus conocimientos náuticos, su alegre humor y su útilactividad a bordo. Por la traza seguía pareciendo mancebo de menos deveinte años, mas por las acciones podría suponérsele viejo yexperimentado navegante. Así se lo decía Lorenzo Fréitas, piloto de lanave, que tenía más de sesenta años, que había navegado mucho y quehabía hecho ya otros dos viajes de ida y vuelta a la India.

Pronto Lorenzo Fréitas trabó amistad íntima con Tiburcio y se ganó elafecto y la confianza de Morsamor y de las damas aventureras.

Iba asimismo en la nave un piadoso y entusiasta misionero franciscano,cuyo nombre era Fray Juan de Santarén. Grandísima gana llevaba este dedifundir la luz del Evangelio, de convertir idólatras y mahometanos y debautizarlos a centenares. No se oponía todo ello a que Fray Juan,reservando la gravedad solemne para sus futuras predicaciones, fuese porlo pronto jocoso y alegre como unas sonajas, inclinado a cuidarse y atratarse bien para sufrir más tarde las fatigas del apostolado, y hartopropenso a contar chascarrillos y a decir chirigotas, que no siempredespuntaban por su urbanidad y delicadeza.

Como cielo y mar estaban serenos y el viento era próspero, el viaje ibahaciéndose con felicidad y prontitud.

Al subir una mañana sobre cubierta, nuestros seis principales personajesse extasiaron admirando el azul transparente de las aguas, rizadasapenas por el soplo de la brisa, donde se reflejaban el más claro azuldel cielo y las ligeras nubes, que parecían de nácar, purpura y oro.

Laluz del sol, que se iba levantando, formaba en las ondas rielesluminosos y se diría que penetraba por curiosidad en el senotransparente del agua para iluminar las grutas y los alcázaressubmarinos que allí se esconden.

La costa europea había quedado lejos. Sólo mar y cielo se hubiera visto,sino apareciese ante los ojos encantados de los de la nave, no lejos deella y en medio del piélago azul, algo a modo de ingente y preciosocanastillo de flores y verdura, que parecía flotar sobre la superficiedel Atlántico. Mil lozanos y frondosos árboles subían hasta la cima delcerro que en el centro de la isla se alzaba, como ramillete en forma depiña, en cuya punta, destacándose sobre el limpio fondo del aire,resplandecía un blanco santuario de la Virgen, dorado ya por los casihorizontales rayos del sol naciente.

—Esa—dijo Lorenzo Fréitas a nuestros cuatro aventureros—es la isla deMadera, descubierta por Juan Gonzalves y Tristán Vaz en tiempo delglorioso Infante Don Enrique, instigador y fundador de nuestras grandesempresas marítimas, hoy tan en auge.

A la vista de la isla de Madera, tomando el fresco sobre cubierta y bajoun toldo, se desayunaron aquel día Miguel y Tiburcio, ambas damas, elmisionero Fray Juan y el viejo piloto.

No hemos de seguir nosotros punto por punto a los viajeros. Pasaremos delargo cuando nada les ocurra de singular y memorable. Si ahora nosdetenemos aquí es por considerar que, durante aquel desayuno, todosestuvieron expansivos y casi elocuentes y dijeron cosas muy importantesa la narración que vamos haciendo.

Hasta el desayuno que tomaron los seis, sentados en torno de una mesaredonda, tenía algo de exótico para los europeos de entonces, porquebebieron en hondas tazas, mezclada con leche y azúcar, una infusión decierta hierba olorosa y salubre, que llamaban cha y que ya se traía aPortugal de los remotos reinos del Catay, que están mucho más allá delIndo y del Ganges.

—Larga y penosa—dijo Miguel de Zuheros—va a ser nuestra navegaciónhasta llegar a las regiones del extremo Oriente. Enorme es el rodeo quetenemos que dar, bajando hasta el Cabo de las Tormentas, hoy de BuenaEsperanza, que Bartolomé Díaz dobló por vez primera. Pasman el esfuerzoconstante y el secular empeño, primero del Infante Don Enrique y despuésde sus sucesores y de su pueblo para conseguir el triunfo que hanconseguido.

—Con menos tiempo y trabajo—repuso donna Olimpia—me parece a mí que,si mis compatriotas los venecianos se hubiesen puesto de acuerdo conárabes y turcos y con el Soldan de Babilonia y con el de Egipto, tal vezhubieran podido abrir algún ancho canal por donde sin tantos rodeoshubieran pasado sus naves del mar Mediterráneo al mar Rojo,encaminándose luego por allí hasta más allá de Trapobana, a Cipango y alremoto país de los seras. El pensamiento de abrir ese canal no es cosanueva. Ya le tuvieron algunos Faraones, y sin duda le tuvieron tambiénSalomón e Hiran rey de Tiro, cuando unidos en estrecha alianza enviabansus flotas a Ofir, de donde volvían cargadas de riquezas. Si talpensamiento se hubiera realizado no hubieran perdido Venecia y todaItalia la supremacía en la navegación y en el comercio, y el poder queconsigo trae y que hoy tienen los portugueses.

Fray Juan de Santarén tomó parte en la conversación y exclamó:

—Lo que menos importa al bien de la cristiandad y del humano linaje esque decaigan Venecia y otros Estados de Italia a causa de losdescubrimientos y conquistas de los portugueses. Más alto es el fin queestos han tenido y han de tener en lo futuro. No van los de mi nación adespojar en Oriente a los venecianos: van a que la religión de Cristoprevalezca allí sobre la de Mahoma: van a quebrantar allí el poderío deturcos, árabes y persas; y van, por último, a despertar del hondo sueñode muchos siglos a las dormidas naciones orientales, que aletargadas einertes yacen en el seno letal de la idolatría.

—Todo eso, estará muy bien—interrumpió Tiburcio, riendo como tenía decostumbre—. Pero

¿a qué tanto rodeo? ¿A qué ir por tan extraviadocamino hasta el extremo Sur de África? ¿A qué dejar atrás misterioso einexplorado, este continente enorme, en cuyo centro, que nos fingimosabrasado, acaso esté el Paraíso que perdieron nuestros primeros padres?¿A qué, en fin, dar tan desaforada vuelta y buscar el bien tan lejos,cuando le tenemos cercano?

El piloto Lorenzo Fréitas, aunque sospechaba que Tiburcio no hablaba conseriedad, sino para embromarlos, se enojó y no quiso consentir que ni enbroma se tildara de poco razonable la gloriosa y secular empresa de losportugueses, y habló así en su defensa:

—No es sólo la codicia mercantil la que nos ha llevado a la India, noes sólo el deseo de sobreponernos a la Señoría del Adriático, ni es sólotampoco el afán de vencer al Islam, buscándole en la fuente misma de sumayor riqueza y despojándole de sus ocultos tesoros, lo que movió alInfante Don Enrique y ha movido después a sus sucesores a hacer cuantohan hecho. Mil veces más elevadas eran y son sus miras. Noble curiosidadnos impulsó y nos impulsa.

Anhelamos desgarrar el velo en que Naturalezase envuelve aún y se encubre a nuestros ojos mortales. Y hemos aspiradoy aspiramos todavía a que, así como se nos reveló el misterio del MarTenebroso, por la persistente violencia que sobre él ejercimos, se nosrevelen también la magnitud y estructura de la tierra, y después todo elartificio y la máquina del Universo, con las leyes de su movimiento yvida.

—En verdad—dijo Fray Juan de Santarén—el señor Fréitas tiene razónque le sobra. Hay un enigma de la mayor transcendencia, no resuelto aún,que trae sin sosiego a cuantos hombres piensan y discurren en el día.

—Años ha, siendo yo muy mozo y reinando Don Juan II—interrumpióentonces Lorenzo Fréitas—aportó a Lisboa un genovés muy presumido ysoberbio que estaba al servicio de Castilla y se llamaba CristóbalColón. A ser cierto lo que él imaginaba y afirmaba, el enigma se hubieraexplicado y dejado de serlo. Aquel hombre audaz, fiado en sentencias einsinuaciones de antiguos sabios griegos, y singularmente deAristóteles, había ido en busca de la India navegando hacia Occidente, ycasi creía haberla hallado y se jactaba de ello. Había aportado agrandes y fértiles islas, y poco más allá casi daba por seguro quedebían de estar Cipango y otros países visitados por Marco Polo. Sejactó también Colón de haber descubierto extensa costa al parecer de ungran continente, y supuso que aquello era el extremo oriental del Asia,y que más al Norte estaba el Catay, y la India más al Mediodía. A puntoestuvo de costarle la vida esta jactancia, porque algunos señores de lacorte, muy poco sufridos, creyeron lo que aseguraba y recelando que asíel rey de Castilla iba antes y por camino más corto a llegar a la India,donde todavía no habían llegado los portugueses, decidieron provocar aColón, y como era poco sufrido reñir con él y darle muerte, con lo cualsu descubrimiento quedaría para Portugal y no aprovecharía a loscastellanos. Por dicha, los mencionados señores expusieron su proyectoal Rey Don Juan II, apellidado con razón el Príncipe Perfecto, el cual,aunque vehementísimo en su cólera y de ímpetus tan vitandos que mataba apuñaladas a quien juzgaba que le ofendía, sin excluir al hermano de sumujer, reflexivamente era tan recto, tan temeroso de Dios y tan buenCatólico, que rechazó el plan, indignado. Colón pudo pues volver aCastilla a lucir su descubrimiento y a que los reyes Don Fernando y DoñaIsabel le aprovechasen. Suscitó esto, no obstante, recelos y diferenciasentre los soberanos de España; pero pronto se arregló todo por virtud deaquella línea, que tiraron idealmente desde un Polo a otro, dividiéndoseasí las tierras y los mares apenas explorados y los que pudieranexplorarse en lo venidero. El Padre Santo sancionó el convenio con elpoder y la autoridad de que goza como Vicario de Cristo. Pocos añosdespués, enviado por el rey Don Manuel, llegó a Malabar Vasco de Gama,Tristán de Acuña, el grande Albuquerque y otros héroes de Lusitaniadilataron nuestro dominio y nuestra gloria por el Oriente. Y

loscastellanos en tanto llenos de noble emulación, hicieron nuevasconquistas y descubrimientos en aquellas tierras occidentales a dondeColón había llegado por vez primera y que por su magnitud merecieronllamarse Nuevo Mundo. Según las últimas noticias que yo tengo, unextremeño, cuyo nombre es Hernán Cortés, ha surcado el mar, ha pasadopor medio de vastos territorios y ha llegado a la capital populosa de unbárbaro y desconocido Imperio, del que está a punto de enseñorearse.Todavía pretenden algunos que este Imperio, donde Hernán Cortés haentrado a saco, está al Sur del Catay y al Norte de la India. De aquípresumo yo que está aclarado el enigma, que hay antípodas y que esevidente la redondez de la tierra.

—Poquito a poco, señor Fréitas—replicó Tiburcio—. Las cosas distanmucho de ser tan claras.

Yo tengo noticias más recientes que invalidanlo que el señor Fréitas dice. Otro castellano, no menos valiente aunquemenos venturoso que Hernán Cortés, un tal Vasco Núñez de Balboa hacruzado ese continente por una región en que es muy estrecho; ha salvadoaltas montañas y ha descubierto más allá un mar extensísimo que tienetoda la traza de dilatarse más que el mar de Atlante. El enigma quedapor consiguiente en pie en toda su obscuridad misteriosa. Posible seráque los castellanos, navegando siempre hacia el Occidente por ese marrecién descubierto se alejen cada vez más de la India. Y posible seráque los portugueses yendo siempre en dirección contraria a la que el solsigue, no aporten jamás a las regiones visitadas ya por Colón, Cortés yBalboa.

—Ya sabía yo—dijo Morsamor—que ese Balboa de que habla Tiburcio habíadescubierto un gran mar al otro lado del mundo de Colón, entrando en susaguas con la espada desnuda en la diestra y enseñoreándose de él ennombre del César Carlos V. Esto complica y retarda la resolución delproblema, pero no me induce a creer que la resolución sea otra de la queyo pensaba. Para mí es evidente la forma esférica o casi esférica de latierra. A la extremidad de ese mar han de estar Cipango, el Catay y laIndia. Lo difícil ahora ha de ser para el que navegue hacia el Occidentehallar el término de ese valladar o hallar un canal o estrecho, pordonde se pase del mar del Atlante a ese otro mar de Balboa. El que estologre y tenga además valor y fortuna para surcar el nuevo mardesconocido, aportará sin duda a la India y podrá luego dar la vuelta almundo en que vivimos. Y el que navegue hacia Oriente, como navegaremosnosotros cuando salvemos el obstáculo que África nos opone, podrá volvertambién a su patria por opuesto camino si encuentra modo de salvar elvalladar que el Nuevo Mundo de Colón le ofrece. Yo os confieso, señores,que la ambición me induce a señalarme en la India en empresas guerreras,pero como no cuento con muchos soldados para eclipsar allí las hazañasde Alejandro de Macedonia, preferiría yo sin estrago y sin sangreemprender y llevar a cabo un propósito que me daría gloria nueva y sinrival entre los seres nacidos de mujer: la gloria de circunnavegar esteplaneta. Así probaría yo experimentalmente que no es enorme disco,suspendido en el éter y asido por eje de diamante a las cristalinasesferas que giran en torno suyo sobre dicho eje con arrebatada y pasmosaarmonía.

Así aduciría yo razones y pruebas a los que pretenden quenuestra tierra no es el centro del Universo, sino astro pequeño y opaco,que va rodando en torno del sol, como Venus, Marte, Saturno y otrosplanetas.

—Atrevida es la tal suposición—dijo Fray Juan de Santarén—pero ni enCoimbra ni en Salamanca faltan doctores que la tienen por probable y aunpor casi demostrada, respondiendo a los que tratan de invalidarla pormal entendidas sentencias de las Sagradas Escrituras, con aquellascélebres frases de Francisco de Villalobos, médico de la Reina Católica:los que acuden a la religión en asuntos de ciencias naturales son comolos delincuentes que buscan en la iglesia un asilo.

—También en Italia—añadió donna Olimpia—anda desde hace años muyválida la opinión de que no es la tierra, sino el sol quien está en elcentro; y ya, en mi primera mocedad, conocí yo y traté en Roma a ciertodoctor polaco, cuyo nombre era Nicolás Copérnico, que enseñaba dichosistema y andaba muy afanado componiendo un libro, que pensaba dedicaral Papa, sobre las revoluciones de los orbes celestes. No sería impío niherético tal sistema cuando con semejante dedicatoria intentaba su autorsantificar el libro que le defendiese.

—Así podrá ser—dijo Tiburcio—. Nadie, sin embargo, logrará quitarmede la cabeza un endiablado razonamiento que agua o mejor diré envenenael gozo de esta invención. Por ella resulta degradado y hasta envilecidoeste mundo en que habitamos. No es ya el centro y objeto principal de lacreación entera para cuya iluminación, regocijo y deleite salieron de lanada el sol, la luna y todas las estrellas. Nuestro globo queda reducidoa un astro opaco, pequeñuelo y hasta deforme que gira como otros muchosplanetas más grandes y más hermosos que él, perdido en la inmensidad deléter. ¿Qué será de nuestra preeminencia sobre las demás criaturas; quéde la dignidad humana, si tal suposición llega a demostrarse porcompleto?

Morsamor, que coincidía por lo común con las opiniones de su joven amigoy se complacía en aceptar su parecer y su consejo, estaba en aquellaocasión tan poseído del parecer contrario y tan lleno de la fe y de laesperanza de contribuir a la demostración de su verdad, que encarándosecon Tiburcio, exclamó con enojo:

—Sin duda tendrías razón si por lo material aspirase el hombre alprincipado y si su valer se midiese por varas o se pesase por arrobas.Pero como el gran ser del hombre es por el espíritu, lo mismo importapara que le conserve que tenga su vivienda corporal en el centro delUniverso o en el más ruin y esquivo lugar de las profundidades del éter.Donde quiera que mi espíritu se halle, allí estará, allí creará elcentro de todo; y en la capacidad inmensa de su entender encerrarácuantos seres existen y pueden existir, y comprendiendo sus leyes, serácomo si se las impusiera, porque si Dios está en todas partes, másesencialmente está en el alma humana. Y así el alma humana, si procuraestar conforme con Dios y unirse con Dios, sólo será inferior a Diosmismo y no a los habitantes de otros mundos, dado que tales habitanteshaya. Podrán ser más corpulentos, podrán tener sentidos más variados yperspicaces, pero la ley moral y los primeros principios absolutos, raízde todo saber, y el amor inextinguible de lo infinito que sólo en loinfinito se aquieta, en nadie podrán asistir con mayor energía y virtudcreadora que en el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios.

Todos aplaudieron el discurso de Morsamor. El propio Fray Juan deSantarén, aunque con escrúpulos de que en el calor de la improvisaciónhubiese dejado escapar alguna herejía, aplaudió también a Morsamor, engracia del entusiasmo y de la buena fe con que había hablado.Convinieron además en que no hay ni habrá sistema de astrólogos o desabios empíricos que baste a desbaratar ninguna teología ni ningunametafísica bien cimentada. Y decidieron, por último, que Morsamor, sinperjuicio de mostrarse en la India, dando allí razón de quién era, debíavolver a Lisboa, caminando siempre hacia Oriente y circunnavegando elmundo en que vivimos, cuya redondez resolvieron todos que era innegable.

-XII-

Bien se puede afirmar que el poder de los elementos, sojuzgado yhechizado por la confianza magnánima de nuestros navegantes, secomplació en favorecerlos, haciendo fácil y rápido su viaje. Pronto,casi siempre a la vista de la extensísima costa, llegaron al extremo surdel continente negro. El terrible gigante Adamastor, domado ya por lasecular constancia y el valor de los portugueses, estaba sin duda de muybuen talante en aquella ocasión, y sin tormentas ni furores dejó queentrasen en el mar de la India la nave de Morsamor y otras cuatro navesmás, que formaban la escuadra en cuya compañía Morsamor navegaba.

La pequeña flota iba como refuerzo de otra mucho mayor y más poderosa,que tres meses antes había salido del Tajo, conduciendo a don Duarte deMeneses.

Este personaje, que se había señalado mucho por su valor y pericia, comoGobernador de Tánger, en la guerra que de continuo sostenían losportugueses contra los marroquíes, iba como Virrey de la India con mássueldo y más amplias facultades que sus predecesores. Le llevó unaarmada de quince velas, en donde fueron Francisco Pereira Pestana paraGobernador de Goa, Juan Silveira, para ejercer el mando en Cananor, ypara el gobierno de Calecut, Juan de Lima.

Habían ido también, custodiando al nuevo Virrey, cuatro naves a lasórdenes de Martín Alfonso de Melo, el cual debía después visitar elImperio chino.

La escuadra de que formaba parte la nave de Morsamor, viniendo a sercomplemento de dicha grande flota, con la misma felicidad que habíapasado el Cabo, aportó más tarde a Sofala, puerto muy estimado entoncesde los portugueses por creer que era el antiguo Ofir, de donde Salomón eHiran llevaron a Jerusalén mucho oro. De aquí que los portuguesesbuscasen allí con afán aunque poco dichoso, las antiguas minas que elhijo de David había laboreado.

Algo se detuvo en Sofala la pequeña flota, pero no tardó en zarpar paraGoa.

La nave de Morsamor no pudo seguirla. Tenía antes que ir a Melinda, adonde enviaban los señores Adorno y Salvago no pocos artículos decomercio. En Melinda debían venderlos o dejarlos en depósito y tomar encambio mercancías de Abexin, Arabia y Egipto y aun algunas de Siria, delas islas de la Grecia y de la misma Italia que todavía llegaban hastaallí, importadas en Egipto por los venecianos, a pesar del golpe mortalque a su comercio habían dado los portugueses.

Durante tan larga navegación el tiempo pasó muy agradablemente paraMorsamor y Tiburcio, merced a la precaución o a la buena suerte quehabían tenido de embarcar con ellos a donna Olimpia y a Teletusa. Podíaconsiderarse la primera como la personificación de la amenidad serena yelevada, y la segunda como la del regocijo y bullicioso trastulo de losseres humanos: de tal al menos calificaba donna Olimpia a su compañera.Y Tiburcio añadía, en alabanza de ambas, que eran, por estilo profano,como Marta y María, representando una de ellas la vida contemplativa yla vida activa la otra.

Dulce y modesta era donna Olimpia. Nadie con justicia hubiera podidocensurarla de marisabidilla y bachillera; pero en su trato íntimo, ycuando Morsamor la estimulaba a hablar, mostraba su rara discreción y sumucha doctrina con sencillez y sin pedantería ni jactancia.

Habíantraído a bordo los Diálogos de amor de León Hebreo, a quien Morsamorquedó muy aficionado desde que logró salvarle de los insultos de laplebe.

A veces leían en dichos Diálogos y luego los comentaban. Y eran tanatinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si sehubiesen conservado y reunido en un volumen, formarían hoy la Filosofíade amor más interesante y sublime.

En otras ocasiones, Morsamor y donna Olimpia ponían por las nubes milinvenciones y descubrimientos recientes, que en sentir de ellos hacíande la época en que vivían la más fecunda e ilustre de todas. Y comosobre este punto no estuviese de acuerdo Teletusa, la ninfa gaditana noquería callarse y asentir con su silencio, sino que tomaba la palabra ydecía de esta manera:

—No he de negar yo lo muy ingeniosas que son las invenciones de nuestraedad: el empleo de la pólvora, en arcabuces, bombardas, culebrinas yfalconetes; la brújula y la imprenta; los instrumentos del famosoestrellero y geómetra portugués Pedro Núñez, y el hallazgo y laobservación de nuevos astros en el cielo, y en la tierra de nuevoscontinentes, islas y mares.

Todo esto, no obstante, se explica confacilidad por el entendimiento humano. Si Satanás ha intervenido enello, ha sido de tapadillo y sin dar la cara dejando que los inventoresse jacten de haberlo logrado sin sobrenatural auxilio. En cambio, lasinvenciones primitivas son las que no se pueden explicar humanamente ylas que tenemos que admirar. ¿Quién inventó el habla? ¿Quién laescritura? Estas y otras cosas por el estilo son las que no secomprenden ni se explican sin acudir a la enseñanza y a la revelación deDios mismo, de los ángeles o de los genios. Yo doy por seguro que elprimero que cultivó el trigo y luego sacó de él harina e hizo pan,realizó algo más estupendo que cuanto hace un siglo se ha descubierto oinventado.

Todos aplaudieron el breve discurso de Teletusa, y animada ella con elaplauso, se atrevió a proseguir:

—La pólvora da muerte y la harina es el mejor y más usado sustento dela vida. A la harina, pues, me atengo. Quiero que sepáis, señores, queuna prima mía muy guapa fue la buena amiga y tal vez el oíslo del famosococinero Ruperto de Nola. De él aprendió a condimentar exquisitosguisos, no pocos de los cuales tuvo luego la bondad de enseñarme. Ahorabien, yo quiero mostraros mi habilidad y probar al mismo tiempo laextraordinaria importancia de la harina. Voy a ser, además, como ciertotocador de viola en extremo habilidoso que tocaba en una sola cuerdamultitud de sonatas. Yo me he apoderado de un barril de harina y de unaenorme botija llena de aceite, y valiéndome de estas sustancias voy adaros, mientras dure nuestra navegación, una fruta de sartén, distintacada día.

Teletusa cumplió su promesa, y sin estropear sus manos, que las teníabonitas y bien cuidadas, amasó y frió de diario los más deliciosos ydiferentes manjares farináceos que imaginarse pueden. Ya eran buñuelosde una clase, ya buñuelos de otra, ya sopaipas, ya empanadillas, yagajarros, ya pestiños, ya hojuelas, ya piñonate.

Aun sobre estas frutas de sartén filosofaba Teletusa con agudeza y congracia exclamando:

—Nadie me quitará de la cabeza, que la materia prima es única, sin quesean menester elementos distintos para producir las mil distintas cosasque llenan y enriquecen el universo.

Cierta fuerza que hay, reside o sepone en la materia prima, agita y ordena sus partecillas infinitamentesutiles, y de los diversos movimientos y coordinaciones de dichaspartecillas, que los sabios llaman átomos, resulta la infinita variedadde los seres. De fijo la diferencia de ellos está en la forma. Por laforma es uno feo y otro bonito, uno triaca y otro veneno, uno soso yotro salado, uno amargo y otro dulce, uno huele bien y otro hiede, ¿quéno podrá hacer la naturaleza cuando yo flaca mujer, con harina sólo,hago cosas tan distintas y de tan diferente sabor sin que seansustancialmente más que harina? Y sin embargo, ¿cuán de otro modo que elesponjado buñuelo sabe por ejemplo, el piñonate o la crocante empanadilla, que con tan grato crujidito se desmorona entre los dientes?

No se limitaba Teletusa a freír masa y a filosofar sobre la fritura. Másalegre pasatiempo solía proporcionar casi de diario y particularmentecuando el tiempo era muy bueno, a sus dichosos compañeros de navegación.Todos formaban corro en torno de ella. Tiburcio tocaba la vihuela o laflauta, y Teletusa, repiqueteando las castañuelas bailaba como unasílfide.

Teletusa era asimismo egregia cantora, no indigna del siglo y de lapatria en que la música estaba tan floreciente, merced a Bartolomé Ramosde Pareja, a Pedro Ciruelo, a Juan Anchieta, a Juan de la Encina y aotros insignes compositores y maestros.

La propia Teletusa, acompañándose con la vihuela, cantaba deliciososvillancicos y coplas.

Ora cantaba

Dos

ánades

madre

Que van por aquí.

Ora por lo sentimental y lo tierno, coplas como esta:

Pues

que

jamás

olvidaro

No

puede

mi

corazón

Si