Los Pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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—¡Tantas veces se lo he dicho!

—¡Ve usted!—repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos.

Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos;tras el biombo, la niña lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeciódos o tres veces. Por último articuló dando con los nudillos en losvidrios de la ventana:

—Entonces seré yo....

El capellán murmuró como si rezase:

—Señorita.... Por Dios.... No se revuelva la cabeza.... Déjese de eso....

La señora de Moscoso cerró los ojos y apoyó la faz en los vidrios de laventana. Procuraba contenerse: la energía y serenidad de su carácterquerían salir a flote en tan deshecha tempestad.

Pero agitaba sushombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobresu debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo ycesando.... Nucha se volvió, con los ojos secos y los nervios domados ya.

-XXIV-

Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento delos Pazos. Entró allí cierta hechicera más poderosa que la señora Maríala Sabia: la política, si tal nombre merece el enredijo de intrigas ymiserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto dela política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero,al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y aveces los empeños de la lid, presentan carácter de grandiosidad.Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición lacodicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal dela victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocresía ohistrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las ideasno entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno másmezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidadmicrobiológica. Un combate naval en una charca.

Forzoso es reconocer, no obstante, que en la época de la revolución, laexaltación política, la fe en las teorías llevada al fanatismo, lograbainfiltrarse doquiera, saneando con ráfagas de huracán el mefíticoambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Vivía entoncesEspaña pendiente de una discusión de Cortes, de un grito que se dabaaquí o acullá, en los talleres de un arsenal o en los vericuetos de unamontaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, sequerían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que ellegislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente,meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que una

multitud

enrevolución

decide

en

pocas

horas,

mediante

una

acalorada

discusiónparlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera. Entre elalmuerzo y la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando uncigarro se descubrían nuevos principios, y en el fondo de la voráginebatallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque seapoyaban en algo secular, lentamente sazonado al calor de la historia:la monarquía absoluta y la constitucional, por entonces disfrazada demonarquía democrática.

La conmoción del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fierasmontañas que cercaban a los Pazos de Ulloa. También allí sepolitiqueaba. En las tabernas de Cebre, el día de la feria, se oíahablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición dequintas, de federación, de plebiscito-pronunciación no garantizada, porsupuesto—. Los curas, al terminar las funciones, entierros y misassolemnes, se demoraban en el atrio, discutiendo con calor algunossíntomas recientes y elocuentísimos, la primer salida de aquellosfamosos cuatro sacristanes, y otras menudencias. El señorito deLimioso, tradicionalista inveterado, como su padre y abuelo, había hechodos o tres misteriosas excursiones hacia la parte del Miño, cruzando lafrontera de Portugal, y susurrábase que celebraba entrevistas en Tuy conciertos pájaros; afirmábase también que las señoritas de Molende estabanocupadísimas construyendo cartucheras y no sé qué más arreos bélicos, ya cada paso recibían secretos avisos de que se iba a practicar unregistro en su casa.

Sin embargo, los entendidos y prácticos en la materia comprendían quecualquier intentona a mano armada en territorio gallego se quedaría enagua de cerrajas, y que por más rumores que corriesen acerca dearmamentos y organización en Portugal, venidas de tropa, nombramientosde oficialidad, etc., la verdadera batalla que allí se librase no seríaen los campos, sino en las urnas; no por eso más incruenta. Gobernaban ala sazón el país los dos formidables caciques, abogado el uno ysecretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su regióncomarcana temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos,su lucha, como la de los dictadores romanos, no debía terminarse sinocon la pérdida y muerte del uno. Escribir la crónica de sus hazañas, desus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para quenadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir quealgunas de las cruces que encontraba el viajante por los senderos, algúntecho carbonizado, algún hombre sepultado en presidio para toda su vida,podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.

Conviene saber que ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas,dándoseles un bledo de cuanto entonces se debatía en España; mas, pornecesidad estratégica, representaba y encarnaba cada cual una tendenciay un partido: Barbacana, moderado antes de la Revolución, se declarabaahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia elúltimo confín del liberalismo vencedor.

Barbacana era más grave, más autoritario, más obstinado e implacable enla venganza personal, más certero en asestar el golpe, más ávido ehipócrita, encubriendo mejor sus alevosas trazas para desmantecar aldesventurado colono; era además hombre que prefería servirse de medioslegales y manejar el código, diciendo que no hay tan seguro modo deacabar con un enemigo como empapelarlo: si no guarnecían tantas cruceslos caminos por culpa de Barbacana, las cárceles hediondas del distritoantaño, y hogaño las murallas de Ceuta y Melilla, podían revelar hastadónde se extendía su influencia. En cambio Trampeta, si justificando suapodo no desdeñaba los enredos jurídicos, solía proceder con másprecipitación y violencia que Barbacana, asegurando la retirada menoshábilmente; así es que su adversario le tuvo varias veces cogido entrepuertas, y por punto no le aniquiló. Trampeta poseía en desquite granfertilidad de ingenio, suma audacia, expedientes impensados con quesalir de los más graves compromisos. Barbacana servía mejor parapreparar desde su habitación una emboscada, hurtando el cuerpo después;Trampeta, para ejecutarla en persona y con fortuna. La comarca aborrecíaa entrambos, pero Barbacana inspiraba más terror por su genio sombrío.En aquella ocasión Trampeta, encargado de representar las ideasdominantes y oficiales, se creía seguro de la impunidad, aunque quemasea medio Cebre y apalease, encausase y embargase al otro medio.Barbacana, con la superioridad de su inteligencia, y aun de suinstrucción, comprendía dos cosas: primera, que se había arrimado apared más sólida, a gente que no desampara a sus amigos; segunda, quecuando se le antojase pasarse con armas y bagajes al campo opuesto,conseguiría siempre hundir a Trampeta. Ya había tirado sus líneas parael caso próximo de la elección de diputados.

Trampeta, con actividad vertiginosa, hacía la cama al candidato delgobierno. Muy a menudo iba a la capital de provincia, a conferenciar conel gobernador. En tales ocasiones, el secretario, calculando que hombreprevenido vale por dos, ni olvidaba las pistolas, ni omitía hacerseescoltar por sus seides más resueltos, pues no ignoraba que Barbacanatenía a sus órdenes mozos de pelo en pecho, verbigracia el temibleTuerto de Castrodorna. Cada viaje era una viña para el bueno delsecretario, y muy beneficioso para los suyos: poco a poco las hechurasde Barbacana iban cayendo, y estancos, alguacilatos, guardianía de lacárcel, peones camineros, toda la plantilla oficial de Cebre, quedando agusto de Trampeta. Sólo no pudo meterle el diente al juez, protegido enaltas regiones por un pariente de la señora jueza, persona de viso.Obtuvo también que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que secerrasen los ojos en otras, y que respecto a algunas sobrevinieseceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallabainvestido, declaró, puesta la mano en el pecho, que respondía de laelección de Cebre.

Durante este periodo, Barbacana se hacía el muerto, limitándose a apoyardébilmente, como por compromiso, al candidato propuesto por la Juntacarlista orensana, y recomendado por el Arcipreste de Loiro y los curasmás activos, como el de Boán, el de Naya, el de Ulloa. Bien se dejabacomprender que Barbacana no tenía fe en el éxito. El candidato era unaexcelente persona de Orense, instruido, consecuentísimo tradicionalista,pero sin arraigo en el país y con fama de poca malicia política. Susmismos correligionarios no estaban a bien con él, por conceptuarle máshombre de bufete que de acción e intriga.

Así las cosas, empezó a notarse que Primitivo, el montero mayor de losPazos, venía a Cebre muy a menudo; y como allí se repara todo, seobservó también que, además de las acostumbradas estaciones en lastabernas, Primitivo se pasaba largas horas en casa de Barbacana. Éstevivía casi bloqueado en su domicilio, porque Trampeta, envalentonado conla embriaguez del poder, profería amenazas, asegurando que Barbacanarecibiría su pago en una corredoira (camino hondo). No obstante, elabogado se arriesgó a salir en compañía de Primitivo, y viéronse ir yvenir curas influyentes y caciques subalternos, muchos de los cualesfueron también a los Pazos: unos a comer, otros por la tarde. Y como nohay secreto bien guardado entre tres, y menos entre tres docenas, elpaís y el gobierno supieron pronto la gran noticia: el candidato de laJunta se retiraba de buen grado, y en su lugar Barbacana apoyaba, con elnombre de independiente, a don Pedro Moscoso, conocido por marqués deUlloa.

Desde que se enteró del complot, Trampeta pareció atacado del baile deSan Vito. Menudeó viajes a la capital: eran de oír sus explicaciones ycomentarios en el despacho del gobernador.

—Todo lo arma—decía él—ese cerdo cebado del Arcipreste, unido alfaccioso del cura de Boán e instigando al usurero del mayordomo de losPazos, el cual a su vez mete en danza al malcriado del señorito, queestá enredado con su hija. ¡Vaya un candidato!—exclamaba frenético—,¡vaya un candidato que los neos escogen! ¡Siquiera el otro era personahonrada! Y

alzaba mucho la voz al llegar a esto de la honradez.

Viendo el gobernador que el cacique perdía absolutamente la sangre fría,comprendió que el negocio andaba mal parado, y le preguntó severamente:

—¿No ha respondido usted de la elección, con cualquier candidato que sepresentase?

—Sí señor, sí señor...—repuso apresuradamente Trampeta—. Sino queconsidérese: ¿quién contaba con semejante cosa del otro mundo?

Atropellándose al hablar, de pura rabia y despecho, insistió en quenadie imaginaría que el marqués de Ulloa, un señorito que sólo pensabaen cazar, se echase a político; que, a pesar de la gran influencia de lacasa y de ejercer su nombre bastante prestigio entre los paisanos, laaristocracia montañesa y los curas, la tentativa importaría un comino sino la hubiese tomado de su cuenta Barbacana y no le ayudase un poderosocacique subalterno, que antes fluctuaba entre el partido de Barbacana yel de Trampeta, pero en esta ocasión se había decidido, y era el mismomayordomo de los Pazos, hombre resuelto y sutil como un zorro, quedisponía de numerosos votos seguros, pues muchísima gente le debíacuartos que tenía esquilmada la casa de Ulloa a cuyas expensas seenriquecía con disimulo y que este solemne bribón, al arrimo del granencausador Barbacana, se alzaría con el distrito, si no se llevaba elasunto a rajatabla y sin contemplaciones.

Quien conozca poco o mucho el mecanismo electoral no dudará que elgobernador hizo jugar el telégrafo para que sin pérdida de tiempo, y pormás influencias que se atravesasen, fuese removido el juez de Cebre ylas pocas hechuras de Barbacana que en el distrito restaban ya.

Deseabael gobernador triunfar en Cebre sin apelar a recursos extraordinarios yarbitrariedades de monta, pues sabía que, si no era probable que jamásse levantasen allí partidas, en cambio la sangre humana manchaba amenudo mesas y urnas electorales; pero la nueva combinación le obligabaa no reparar en medios y conferir al insigne Trampeta poderesilimitados....

Mientras el secretario se prevenía, el abogado no se dormía en laspajas. La aceptación del señorito, al pronto, le había vuelto loco decontento. No tenía don Pedro ideas políticas, aun cuando se inclinaba alabsolutismo, creyendo inocentemente que con él vendría elrestablecimiento de cosas que lisonjeaban su orgullo de raza, como porejemplo, los vínculos y mayorazgos; fuera de esto, inclinábase alescepticismo indiferente de los labriegos, y era incapaz de soñar, comoel caballeresco hidalgo de Limioso, en la quijotada de entrar por lafrontera del Miño a la cabeza de doscientos hombres. Mas a falta depasión política, le impulsó a aceptar la diputación su vanidad. Él erala primera persona del país, la más importante, la de origen másilustre: su familia, desde tiempo inmemorial, figuraba al frente de lanobleza comarcana; en esto hizo hincapié el Arcipreste de Loiro paraconvencerle de que le correspondía la representación del distrito.Primitivo no desarrolló mucha elocuencia para apoyar la demostración delArcipreste: limitóse a decir, empleando un expresivo plural y cerrandoel puño:

—Tenemos al país así.

Desde que corrió la noticia comenzó el señorito a sentirse halagado porla especie de pleito-homenaje que se presentaron a rendirle infinidad depersonas, todo el señorío de los contornos, el clero casi unánime, y losmuchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este mismo.A don Pedro se le ensanchaba el pulmón. Bien entendía que Primitivoestaba entre bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era él.Mostró aquellos días gran cordialidad y humor excelente y campechano.Hizo caricias a su hija y ordenó se le pusiese un traje nuevo, conbordados, para que la viesen así las señoritas de Molende, que seproponían no contribuir con menos de cien votos al triunfo delrepresentante de la aristocracia montañesa. Él también—

porque loscandidatos noveles tienen su época de cortejos en que rondan ladiputación como se ronda a las muchachas, y se afeitan con esmero ytratan de lucir sus prendas físicas—cuidó algo más de su persona,lamentablemente desatendida desde el regreso a los Pazos, y como estabaentonces en el apogeo de su belleza, más bien masculina que varonil, lasmuñidoras electorales se ufanaban de enviar tan guapo mozo al Congreso.Por entonces, la pasión política sacaba partido hasta de la estatura,del color del pelo, de la edad.

Desde que empezó a hervir la olla, hubo en los Pazos mesa franca: seveía correr a Filomena y a Sabel por los salones adelante, llevando ytrayendo bandejas con tostado jerez y bizcochos; oíase el retintín delas cucharillas en las tazas de café y el choque de los vasos. Abajo, enla cocina, Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde ytarterones de bacalao, grandes fuentes de berzas y cerdo. A menudo sejuntaban ambas mesas, la de abajo y la de arriba, y se discutía, y sereía y se contaban cuentos subidos de color, y se despellejaba aazadonazos—porque no cabe nombrar el escalpelo—a Trampeta y a los de subando, removiendo entre risotadas, cigarros e interjecciones, el inmensodetritus de trampas mayores y menores en que descansaba la fortuna delsecretario de Cebre.

—De esta vez—decía el cura de Boán, viejo terne y firme, que echabafuego por los ojos y gozaba fama del mejor cazador del distrito despuésde Primitivo—, de esta vez los fastidiamos,

¡ quoniam!

Nucha no asistía a las sesiones del comité. Se presentaba únicamentecuando las visitas eran tales que lo requerían; atendía a suministrarlas cosas indispensables para el perenne festín, pero huía de él.Tampoco Julián bajaba sino rara vez a las asambleas, y en ellas apenasdescosía los labios, mereciendo por esto que el cura de Ulloa seratificase en su opinión de que los capellanes atildados no sirven paranada de provecho. No obstante, apenas averiguó el comité que Juliántenía bonita letra cursiva, y ortografía asaz correcta, se echó mano deél para misivas de compromiso. Además, le cayó otra ocupación.

Sucedió que el Arcipreste de Loiro, que había conocido y tratado mucho ala señora doña Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda lacasa, y también la capilla, donde algunas veces había dicho misa en vidade la difunta, que esté en gloria. Don Pedro se la mostró de mala gana,y el Arcipreste se escandalizó al entrar. Estaba la capilla casi atejavana: la lluvia corría por el retablo abajo; las vestiduras de lasimágenes parecían harapos; todo respiraba el mayor abandono, el frío ytristeza especial de las iglesias descuidadas. Julián ya se encontrabacansado de soltar indirectas al marqués sobre el estado lastimoso de lacapilla, sin obtener resultado alguno; mas el asombro y laslamentaciones del Arcipreste arañaron en la vanidad del señor de Ulloa,y consideró que sería de buen efecto, en momentos tales, lavarle lacara, repararla un poco.

Se retejó con bastante celeridad, y con lamisma un pintor, pedido a Orense, pintó y doró el retablo y los altareslaterales, de suerte que la capilla parecía otra, y don Pedro laenseñaba con orgullo a los curas, a los señoritos, a la caciqueríabarbacanesca. Sólo faltaba ya trajear decentemente a los santos yrecoser ornatos y mantelillos. De esta faena se encargó Nucha, bajo ladirección de Julián. Con tal motivo, refugiados en la capilla solitaria,no llegaba hasta ellos el barullo del club electoral. Entre el capellány la señorita desnudaban a San Pedro, peinaban los rizos de la Purísima,ribeteaban el sayal de San Antón, fregoteaban la aureola del Niño Jesús.Hasta la boeta de las ánimas del Purgatorio fue cuidadosamente lavada ybarnizada de nuevo, y las ánimas en pelota, larguiruchas, acongojadas,rodeadas de llamas de almazarrón, salieron a luz en toda su edificantefealdad. Era semejante ocupación dulcísima para Julián: corrían lashoras sin sentir en el callado recinto, que olía a pintura fresca y aespadaña traída por Nucha para adornar los altares; mientras armaba enun tallo de alambre una hoja de papel plateado o pasaba un paño húmedopor el vidrio de una urna, no necesitaba hablar: satisfacción interior yapacible le llenaba el alma. A veces Nucha no hacía más que mandar lamaniobra, sentada en una silleta baja con su niña en brazos (no queríaapartarla de sí un instante). Julián trabajaba por dos: tenía una escalay se encaramaba a lo más alto del retablo. No se atrevía a preguntarnada acerca de asuntos íntimos, ni a averiguar si la señorita habíatenido con su esposo conversación decisiva respecto a Sabel; pero notabael aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de laesposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia. Otrossíntomas percibió que le acaloraron la fantasía, dándole no poco en quécavilar. Nucha mostraba vehemente exaltación del cariño maternal dealgún tiempo a esta parte. Apenas se separaba de la chiquita cuando,desasosegada e inquieta, salía a buscarla a ver qué le sucedía. En unaocasión, no encontrándola donde presumía, comenzó a exhalar gritosdesgarradores, exclamando: «¡Me la roban!, ¡me la roban!». Por fortuna,el ama se acercaba ya trayendo a la pequeña en brazos. A veces la besabacon tal frenesí, que la criatura rompía en llanto. Otras se quedabaembelesada mirándola con dulce e inefable sonrisa, y entonces Juliánrecordaba siempre las imágenes de la Virgen Madre, atónita de sumilagrosa maternidad. Mas los instantes de amor tranquilo eran breves, ycontinuos los de sobresalto y dolorosa ternura. No consentía a Peruchoacercarse por allí. Su fisonomía se alteraba al divisar el niño; y éste,arrastrándose por el suelo, olvidando sus travesuras diabólicas, suslatrocinios, su afición al establo, se emboscaba a la entrada de lacapilla para ver salir a la nena y hacerle mil garatusas, que ellapagaba con risas de querubín, con júbilo desatinado, con el impulso detodo su cuerpecillo proyectado hacia adelante, impaciente por lanzarsede brazos del ama a los de Perucho.

Un día notó Julián en Nucha algo más serio aún: no ya expresión demelancolía, sino hondo decaimiento físico y moral. Sus ojos se hallabanencendidos y abultados, como de haber llorado mucho tiempo seguido; suvoz era desmayada y fatigosa; sus labios estaban resecos, tostados porla calentura y el insomnio. Allí no se veía ya la espina del dolor quelentamente va hincándose, pero el puñal clavado de golpe hasta el pomo.Semejante espectáculo dio al traste con la prudencia del capellán.

—Usted está mala, señorita. A usted le pasa algo hoy.

Nucha meneó la cabeza intentando sonreír.

—No tengo nada.

Lo doliente y debilitado del acento la desmentía.

—Por Dios, señorita, no me responda que no.... ¡Si lo estoy viendo!Señorita Marcelina....

¡Válgame mi patrono San Julián! ¡Que no he depoder yo servirle de algo, prestarle ayuda o consuelo! Soy una personahumilde, inútil; pero con la intención, señorita, soy grande como unamontaña. ¡Quisiera, se lo digo con el corazón, que me mandase, que memandase!

Hacía estas protestas esgrimiendo un paño untado de tiza contra lassacras, cuyo cerco de metal limpiaba con denuedo, sin mirarlo.

Alzó Nucha los ojos, y en ellos lució un rayo instantáneo, un impulso degritar, de quejarse, de pedir auxilio.... Al punto se apagó la llamarada,y encogiéndose de hombros levemente, la señorita repitió:

—No tengo nada, Julián.

En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinadaal adorno de los floreros; Nucha empezó a colocarla con la destreza ydelicadeza graciosa que demostraba en el desempeño de todos susdomésticos quehaceres. Julián, entre embelesado y afligido, seguía conla vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, elmovimiento de las manos enflaquecidas al través de las hojas verdes.Notó que caía sobre ellas una gota de agua, gruesa, límpida, noprocedente de la humedad del rocío que aún bañaba las hortensias. Y casial tiempo mismo advirtió otra cosa, que le cuajó la sangre de horror: enlas muñecas de la señora de Moscoso se percibía una señal circular,amoratada, oscura.... Con lucidez repentina, el capellán retrocedió dosaños, escuchó de nuevo los quejidos de una mujer maltratada a culatazos,recordó la cocina, el hombre furioso.... Completamente fuera de sí, dejócaer las sacras y tomó las manos de Nucha para convencerse de que, enefecto, existía la siniestra señal....

Entraban a la sazón por la puerta de la capilla muchas personas: lasseñoritas de Molende, el juez de Cebre, el cura de Ulloa, conducidos pordon Pedro, que los traía allí con objeto de que admirasen los trabajosde restauración. Nucha se volvió precipitadamente; Julián, trastornado,contestó balbuciendo al saludo de las señoritas. Primitivo, que venía aretaguardia, clavaba en él su mirada directa y escrutadora.

-XXV-

Si unas elecciones durasen mucho, acabarían con quien las maneja, a purocansancio, molimiento y tensión del cuerpo y del espíritu, pues losodios enconados, la perpetua sospecha de traición, las ardientespromesas, las amenazas, las murmuraciones, las correrías y cartasincesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sueño, las comidassin orden, componen una existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca delos inconvenientes prácticos del sistema parlamentario estaban muy deacuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y jovennuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completabanlas caballerizas de los Pazos de Ulloa. ¡Buenas cosas pensaban ellos delas elecciones allá en su mente asnal y rocinesca, mientras jadeabanexánimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo bañado ensudor!

¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones ala capital! Ya las costillas le agujereaban la piel, de tan flaca comose había puesto. Día y noche estaba el insigne cacique atravesado en lacarretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa,más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho delGobernador que importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar,prometer, y, sobre todo, que el candidato cunero del gobierno aflojasela bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, selargaba de entre las manos.

—¿Pues no decía usted—gritó un día el Gobernador con vehementes impulsosde mandar al infierno al gran secretario—que la elección no sería muycostosa; que los adversarios no podían gastar nada; que la Juntacarlista de Orense no soltaba un céntimo; que la casa de los Pazos nosoltaba un céntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas estásiempre a la quinta pregunta?

—Ahí verá usted, señor—contestó Trampeta—. Todo eso es mucha verdad;pero hay momentos en que el hombre..., pues... cambia sus auciones,como usted me enseña (Trampeta tenía esta muletilla). El marqués deUlloa....

—¡Qué marqués ni qué calabazas!—interrumpió con impaciencia elGobernador.

—Bueno, es una costumbre que hay de llamarle así.... Y mire usted quellevo un mes de porclamar en todos lados que no hay semejante marqués,que el gobierno le ha sacado el título para dárselo a otro más liberal,y que ese título de marqués quien se lo ha ofrecido es Carlos siete,para cuando venga la Inquisición y el diezmo, como usted me enseña....

—Adelante, adelante—exclamó el Gobernador, que aquel día debía estarnervioso—. Decía usted que el marqués o lo que sea... en vista de lascircunstancias....

—No reparará en un par de miles de duros más o menos, no señor.

—¿Si no los tenía, los habrá pedido?

—¡ Catá! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro deSantiago no tiene tampoco una peseta disponible, como usted me enseña...héteme aquí que se los ha dado el suegro de los Pazos.

—¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista?—preguntó elgobernador, que a su pesar se divertía con los chismes del secretario.

—No será el primero, como usted me enseña—dijo Trampeta riéndose de lachuscada—. Ya entiende por quién hablo.... ¿eh?

—¡Ah!, sí, la muchacha ésa que vivía en la casa antes de que Moscoso secasase, y de la cual tiene un hijo.... Ya ve usted cómo me acuerdo.

—El hijo... el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador.... Sumadre lo sabrá..., si es que lo sabe.

—Bien, eso para la elección importa un rábano.... Al grano: los recursosde que Moscoso dispone....

—Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro decultis.... Y usted me preguntará: ¿cómo un infeliz mayordomo tiene milesde duros? Y yo respondo: prestando a réditos del ocho por ciento al mes,y más los años de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo para que lepaguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro...—Y usteddirá: ¿de dónde saca ese Primitivo o ese ladrón el dinero paraprestar?—Y yo replico: del bolsillo de su mismo amo, robándole en laventa del fruto, dándolo a un precio y abonándoselo a otro, engañándoleen la administración y en los arriendos, pegándosela, como usted meenseña, por activa y por pasiva...—Y usted dirá....

Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cualechaba mano cuando quería persuadir al auditorio. El gobernador leinterrumpió:

—Con permiso de usted lo diré yo mismo. ¿Qué cue