La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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—Sería engañar a Dios, engañar al Magistral pensar en ese hombre ni unsolo instante, ni siquiera para compadecerle.... ¡Oh! ¡qué hipócrita,qué gazmoña miserable sería yo si tal hiciera!

¡Qué romanticismo delgénero más ridículo y repugnante sería el mío, si después de tantapiedad que yo creí profunda, vocación de mi vida en adelante, volvierauna pasión prohibida a enroscarse en el corazón, o en la carne, o dondesea!... ¡No, no! ¡Ridículo, villano, infame, vergonzoso, además decriminal! ¡Mil veces no! Quiero morir, morir, Señor, antes que caer otravez en aquellos pensamientos que manchan el alma y le clavan las alas alsuelo, entre lodo....

Pero al día siguiente de la despedida de don Álvaro, Ana despertópensando en él. «Ya no estaba en Vetusta. Mejor. La terrible tentaciónle volvía la espalda, huía derrotada.... Mejor... era un favor especialde Dios».

Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se habíadespedido el día anterior.

«Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sinverle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta. Pero estasveinticuatro horas eran de otra manera, se contaban por minutos... quees como se cuentan las horas. «Y bien, lo normal, lo constante, lo quedebía ser ya siempre, era aquello... el no verle.... Veinticuatro horas ydespués otras tantas... y así... toda la vida».

Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo espeso de los castaños de Indias,ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos, podía Ana respiraruna ráfaga de aire fresco. Su pensamiento quería elevarse, volar alcielo, pero el calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mucho, lederretía las alas al pensamiento y caía en la tierra, que ardía, enconcepto de Ana.

Y para que no se le antojase volar más en toda la tarde, se presentó enel parque Visitación Olías de Cuervo, a quien el verano sentaba bien,y dejaba lucir trajes de percal fantásticos y baratos. Venía alegre,vaporosa, y con las apariencias de un torbellino; daba gana de cerrarlos ojos al verla acercarse. En la calle la había querido abrazar unmozo de cordel. La aventura, ridícula y todo, la había rejuvenecido,había encendido chispas en sus ojuelos, y «¡ea! venía con afán deabrazar ella también». Abrazó a la Regenta, se la comió a besos... ydespués de contarla el paso de comedia del mozo de cordel, gritó derepente:

—A propósito, ¿no te ha contado Víctor lo de Álvaro?

Visita tenía cogida por las muñecas a su amiga. Estaba tomándola elpulso a su modo.

Clavó con sus ojos menudos los de Ana y repitió:

—¿No sabes lo de Álvaro?

El pulso se alteró, lo sintió ella con gran satisfacción. «A mí consantidades, pensó; pulvisés, como dijo el otro».

—¿Qué le pasa? ¿qué se ha marchado? Ya lo sé.

—No, no es eso.—¿Qué? ¿No se ha marchado?

Nueva alteración del pulso, según Visita.

—Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás cómo. Ya sabes que teníarelaciones con la señora de ese que es o fue ministro, no recuerdo, enfin ya sabes quién es, ese que viene a baños a Palomares.

—Sí, sí, bien...—Pues bueno; esta mañana, lo ha visto medio Vetusta,al ir Mesía a tomar el tren de Madrid, el correo, el que sube... ¿estás?se encontró con esa ministra, que es muy guapa por cierto, en medio delandén. ¡Figúrate! Total, que ella bajaba para Palomares, donde hacomprado una especie de chalet o demonios; bueno, pues, cátate quenuestro Alvarito, en vez de tomar el tren que subía, el de Madrid, tomael que baja, da órdenes a su criado, para que recoja corriendo elequipaje y se meta en el reservado que traía la ministra, un coche salóncon cama y demás. Y el marido no venía, por supuesto; ella, dos criadosy los bebés como dice Obdulia.

¡Figúrate! Todo Vetusta, que estaba enla estación esta mañana por casualidad, se ha hecho cruces. Es muchoÁlvaro. ¿Pero ella? ¿qué te parece de ella? A eso vamos; a loescandalosas que son esas señoronas de Madrid. Y eso que esta tiene famade virtuosa, ¡uf! ¡yo lo creo!... La virtuosísima señora ministra deGracia y salero... ¡pero, señor, cómo demonches se llama ese tipo deministro!...

Ana recordaba perfectamente cómo se llamaba aquel «tipo de ministro»,pero no quiso decirlo; sintió que palidecía, por un frío de muerte quele subió al rostro; dio media vuelta, y disimulando cuanto pudo, serecostó en un árbol. Fingió entretenerse en rayar la corteza del tronco,y mudando de conversación, preguntó a Visita por un niño que teníaenfermo.

Pero Visita era tambor de marina, como decían ella y la Marquesa; deotro modo, que nadie se la pegaba; conoció la turbación de Ana, y congran júbilo, confirmó para sus adentros la teoría del pulvisés o seade la ceniza universal.

«Ana tenía celos; luego, tenía amor; no hay humo sin fuego».

Se despidió al poco rato; ya había dado su noticia, ya sabía lo quequería; no era cosa de perder el tiempo; necesitaba hacer en otra parteotra buena obra por el estilo. Se marchó, como la marejada que seretira. Dejó los senderos blancos como si los hubiesen peinado. Laescoba almidonada de enaguas y percal engomado dejó su rastro de rayassinuosas y paralelas grabado en la arena.

Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tentación de don Álvaro, le habíasabido a cosa nueva; se le figuró un momento que aquel dolor quesintiera al saber lo de la ministra, era más de las entrañas que susdemás penas; era un dolor que la aturdía, que pedía remedio a gritosdesde dentro.... Por la primera vez, después de su enfermedad, sintió larebelión en el alma.

«Oh, no; no quería volver a empezar. Ella era de Jesús, lo había jurado.Pero el enemigo era fuerte, mucho más de lo que ella había creído. Otrasveces había desafiado el peligro; ahora temblaba delante de él. Antes latentación era bella por el contraste, por la hermosura dramática de lalucha, por el placer de la victoria; ahora no era más que formidable;detrás de la tentación no estaba ya sólo el placer prohibido,desconocido, seductor a su modo para la imaginación; estaban además elcastigo, la cólera de Dios, el infierno. Todo había cambiado; suvocación religiosa, su pacto serio con Jesús la obligaban de otro modomás fuerte que los lazos demasiado sutiles del deber vagamente admitidopor la conciencia, sin pensar en sanción divina. Antes no quería pecarpor dignidad, por gratitud, porque... no. Ahora el pecado era algo másque el adulterio repugnante, era la burla, la blasfemia, el escarnio deJesús... y era el infierno. Si caía en los lazos de la tentación, ¿quiénla consolaría cuando viniese el remordimiento tardío? ¿cómo llamar aJesús otra vez? ¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no lallamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después? Elinfierno, aquella verdad tremenda, sublime en su mal sin término».

—«Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás—exclamó en voz alta, hablando conlas nubecillas rosadas que imitaban en el cielo las olas del mar encalma».

Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo desus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundidaen el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos encruz.

Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría, que Anavolvía su piedad del lado por donde él quería llevarla. «Menoscontemplación y más devociones, obras piadosas y culto externo, queentretiene la imaginación».

Con un entusiasmo que tenía sus remolinos que atraían las voluntades,Ana se consagró a la piedad activa, a las obras de caridad, a laenseñanza, a la propaganda, a las prácticas de la devoción

complicada

ybizantina,

que

era

la

que

predominaba

en

Vetusta.

Aquellasexageraciones, que tal le habían parecido en otro tiempo, ahora lasencontraba justificables, como los amantes se explican las mil tonteríasridículas que se dicen a solas.

«¿No había en los amores humanos un vocabulario infantil, ridículo, sinsentido para los profanos? Sí, lo había, ella no podía asegurarlo porexperiencia, pero lo había leído y el corazón se lo confirmaba. Puesbien, el amor de Dios, a su manera, podía tener sus niñerías, susnimiedades, ridículas para las almas frías, indiferentes». Hasta llegó acomprender los superlativos de letanía de doña Petronila o sea el granConstantino.

Al Magistral mismo se atrevía la Regenta a hablarle con cierto mimo, conuna confianza llena de palabras de sentido nuevo y convenido, con unestilo que podría llamarse humorismo piadoso.

Y además se permitía Anainteresarse por los bienes puramente temporales de su confesor. No ledejaba pasar debilidades, exponerse a un constipado. «¡Buena la haríamossi usted se me muriese! todo esto, señor mío, es egoísmo, ni Dios niusted han de agradecerlo».

Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, el Magistraltenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «Sí, inefable. Él nose explicaba qué era aquello. No sospechaba que en el mundo, en elpícaro mundo se podía gozar así. A los treinta y seis años, cuando élcreía que ya nadie podía enseñarle nada, una señora inocente, joven, sinmundo, venía a mostrarle un universo nuevo, donde sin más que unasonrisita, una palabra que era como la letra de una música que había enel modo de decirla, se veía uno de repente entre los ángeles, gozandocomo en el Paraíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más.¡Gozando, gozando y gozando!».

Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación. ¿Eraaquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido a un sacerdote?Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín de tales preguntas. Peorpara ellas si se hubiera acordado.

—¡Usted nunca me habla de sí mismo!—le decía Ana con tono dereconvención, una mañana de Agosto, en el parque, metiéndole una rosa deAlejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca y por los ojos. Estabansolos. Tácitamente habían convenido en que aquellas expansiones de laamistad eran inocentes. Ellos eran dos ángeles puros que no teníancuerpo. Anita estaba tan segura de que para nada entraba en aquellaamistad la carne, que ella era la que se propasaba, la que daba primerocada paso nuevo en el terreno resbaladizo de la intimidad entre varón yhembra.

El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazón másfresco todavía, contestó:

—¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mi oficio enla Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a la calumnia, alodio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella lo que quieren: se mepersigue, se me preparan asechanzas, hasta hay sociedades secretas quetienen por objeto derribarme, como ellos dicen, de lo que llaman elpoder.... Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Puedo asegurar austed que yo no pienso más que en la otra mitad de mí mismo, que es laque traigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe, acompañada dealmas nobles, santas, como la de una señora... que usted conoce... y aquien no aprecia en todo lo que vale....

Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia elperfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado enmanos del clérigo.

Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se lecalumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estababueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente. Seacusaba al Magistral, a lo que podía entender, de vicios tan torpes, detan miserables delitos, que lo grosero de la calumnia la hacía de puroinverosímil inofensiva casi.

La Regenta había despreciado y hasta olvidado aquellos rumores quellegaban de tarde en tarde a sus oídos. Pero ya que el Magistral mismose quejaba, daba a entender que aquella persecución le dolía, eranecesario saber más, procurar el consuelo de aquel corazón atribulado,buscar remedios eficaces, ayudar al justo perseguido, calumniado, queademás del justo era el padre espiritual, el hermano mayor del alma, elfaro de luz mística, el guía en el camino del cielo.

Aquella mañana de Agosto el Provisor la señaló como una de las másfelices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él,elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil, improvisó de palabrauna de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempoocupaciones más serias. Se sentaron en el cenador. Don Fermín dijo,primero, sonriendo, que él también quería confesarse con ella. «¿CreíaAna que era perfecto? ¿Que no había pasiones debajo de la sotana?

¡Aysí! Demasiado cierto era por desgracia». La confesión del Magistral separeció a la de muchos autores que en vez de contar sus pecadosaprovechan la ocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando almundo la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesaralgo.

De aquella confidencia, Ana sacó en limpio que el Magistral, como ellacreía, era un alma grande, que no había tenido más delito que ciertavaga melancolía en la juventud y una ambición noble, elevada, en laedad viril. Pero aquella ambición había desaparecido ante otra másgrande, más pura, la de salvar las almas buenas, la de ella por ejemplo.Ana, al oír aquello, cerraba los ojos para contener el llanto, y sejuraba en silencio consagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre aquien tanto debía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivircerca de ella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo,cardenal, pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y habíahabido tiempo en que querían ponerle en ridículo, por que ella, Anita,seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de ser hija deconfesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían en adelante!».

«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por una buenaobra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse, para combatir latentación cada vez más temible del recuerdo de Mesía, que estaba enPalomares enamorado de la ministra?».

De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.

Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba, de talsuerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque la pasión que élsentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar (estaba seguro de ello)ni era amor a lo profano, ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir adar no se sabía dónde. Y el Magistral estaba seguro de que al menordescuido de la carne, intrusa, temible, la Regenta saltaría hacia atrás,se indignaría y él perdería el prestigio casi sobrenatural de que estabarodeado. Además, suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego yadúltero, miserablemente sacrílego, por haber tenido tales comienzos,¡adiós encanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera dealgunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado de asco de símismo; verse despreciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo, yambición vulgar y huracanes en la Curia eclesiástica.—No, no. LaRegenta debía de ser otra cosa. Había que hacer a toda costa que aquellono pudiese degenerar en amor carnal que se satisface. Y sobre todo, lode antes, que la Regenta se llamaría a engaño; era seguro».

Y después de una pausa, pensaba el Magistral:

«Y en último caso, ello dirá».

Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aquel dolor deatrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de nohaber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo,aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostadadel Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Y además que nadie lecomprendía. Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espiritualesya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, niel invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistralel estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no lesdisgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sinvacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En el gabinetede lectura, Trifón Cármenes repasando Ilustraciones antiguas; en eltresillo ni un socio; no le quedaba más que el dominó, que le eraantipático por el ruido de las fichas y por aquello de estar sumando sinparar. Su contendiente de ajedrez estaba en unos baños. «¡Claro! todoel mundo se estaba bañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bienpasaba junto al mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahoraechaba de menos todos los días la frescura de las olas. En el Casinoleía los periódicos de La Costa: conciertos nocturnos al aire libre,giras campestres, regatas, de todo esto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuántamúsica! ¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingleses... y el mar...el mar inmenso.... ¡Aquello era divertirse! Don Víctor suspiraba y sevolvía a casa.

—«No estaba la señora».

Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la mesilla de noche. Sin poderresistir el impulso, Quintanar tomaba el libro, después de quitarse el chaquet de alpaca y quedarse en mangas de camisa: tomaba el libro yleía.... «¡Vuelta al miedo! a la tristeza, a la languidez espiritual.Era en efecto el mundo una lacería, como decía el texto, y sobre todo enel verano. Vetusta era un pueblo moribundo. Aquella misma verdura de losárboles, tan desnudos en invierno, era bien venida en primavera, perocausaba ahora hastío: casi se deseaba la rama escueta, que tiene mejordibujo». Hasta era capaz de hacerse artista de veras don Víctor a fuerzade triste y aburrido.

Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía que alguno lopasara bien: él no era egoísta».

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta?Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dosson cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdadera que su Anita era feliz por razones más altas. Él no podía llegar atal grado de piedad. Temía a Dios, reconocía su grandeza, ¡es claro!¡había hecho las estrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vezreconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quintanar, seguíaaburriéndose en aquel pueblo abandonado, sin teatro, sin paseos, sinmar, sin regatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fuera por suspájaros!».

En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, y muchas veces loconseguía, lo que llamaba la tentación, que cada vez era más formidable;y cuanto más temida más fuerte. Pero huía de ella, acogíase a la piedad,y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las moradas miserablesde los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de lareligión para el espíritu y la limosna para el cuerpo; solíanacompañarla doña Petronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave;pero también iba sola. De cuantas ocupaciones le imponía la vida devota,esta era la que más le agradaba.

El verano robaba gran parte del contingente de aquellos ejércitospiadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, el Catecismo, lasPaulinas y demás instituciones análogas; muchas señoras iban a baños o ala aldea. Pero el núcleo quedaba: era el grupo numeroso y considerablede beatas ilustres que rodeaban al Gran Constantino, a doña Petronila.Durante los meses del calor disminuían bastante las limosnas, pero sehablaba mucho en las cofradías, preparando las fiestas de Otoño y deInvierno; y además, se murmuraba un poco de las ausentes.

La Regenta,sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve,«que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».

Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores,unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente dePaúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. El obispo madre siempreestaba ocupada; los dejaba solos en el salón obscuro, y ella, conpermiso de sus amigos, se iba a arreglar sus cuentas o lo que fuese.

Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darles posesión delpueblo; hablaban en el pórtico de la catedral mucho tiempo paradespedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquella soledad de laiglesia se extendiera a todo el pueblo. Anita encontraba la vida deVetusta más tolerable que en invierno. En este particular no seentendían ella y su marido.

Don Fermín hubiera deseado que la estación no pasara, que los ausentesse quedaran por allá.

Su madre había ido a Matalerejo a cobrar rentas ypreparar la recolección; a recoger intereses de mucho dinero esparcidopor aquellas montañas. Teresina era el ama de casa. Alegre todo el día,activa, solícita, llenaba el hogar del Magistral de cantares religiososa los que daba, sin saber cómo, sentido profano, aire de la calle. Aqueltono alegre era más picante por el contraste con el rostro de Dolorosade la joven. Teresina había tomado un poco de color, y los ojos,rodeados de ligeras sombras, eran más profundos, más hermosos que nuncaen aquella obscuridad dulce y misteriosa de las pupilas. Amo y criadaestaban contentos. La libertad les sabía a gloria. Cada cual hacía loque quería. No estaba doña Paula, no había que dar cuentas a nadie. Y nofaltaba nada. El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio comosiempre. Ya podía vivir sin la señora.

El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; sivolvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eternoel verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no semurmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los quequedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa,estaba enfermo.

Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procurabamantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro ocinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin,parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; donFermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobretodo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar yperseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».

Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomo los bocados,aquella libertad, aquella pereza moral que el verano hacía másvoluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos de amor sin nombre,la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en susojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casimística, hacían desear a don Fermín que el sol se detuviera otra vez,que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tan triste para don Víctor, erapara el Magistral el tiempo más dichoso de su vida.

Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios, SantoFuerte», que cantaba como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía lalimpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. Nocantaba, pero se levantaba, salía al pasillo.

—Teresina, el chocolate—gritaba alegre, frotándose las manos.

Y pasaba al comedor. La doncella, a poco, llegaba con el desayuno enreluciente jícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí lapuerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendíala servilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.

Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba elrostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labiosfinos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua,húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, condientes de perlas lo partía la criada, y el señorito se comía la otramitad.

Y así todas las mañanas.

—XXII—

Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas elseñor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otracampaña, que esperaba fuese la última y decisiva,

«contra el despotismodel simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderadodel ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con estaperífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.

El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, quele dieron en el coro, por la mañana.

«Ha llegado Glocester». «No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estabatan cansado de luchar y aborrecer!».

Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores de refresco y con los de depósito que no estaban menos ganosos de romper el fuego contra elcomún enemigo. Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia.Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre decuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito dela murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿dequién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida!

Oh, no hay como loscentros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo. En lospueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, del alcalde;pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han de contentarsecon tan miserable comidilla?». ¡Civis romanus sum! decía Mourelo:«Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos, con la lengua, al coloso,no al médico de Termasaltas por ejemplo».

Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiaban la vuelta delos ausentes, para contarles las novedades y comentarlas todos juntos.La animación de Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles ypaseos cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistadesfalsas, gastadas hasta hacerse insoportables durante el comúnaburrimiento de un invierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvíanencontraban gracia y talento en los que habían quedado y viceversa;todos reían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco loscírculos de la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos,y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquello hecho unagloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, elingenio vetustense!».

El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria;no se hablaba más que de él.

«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, la víctimadel monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre donSantos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico dela aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».

—¿Y de qué dirán ustedes que se muere?—preguntaba Foja en uncorrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.

—Se morirá de borracho—contestaba Ripamilán.

—No señor, ¡se muere de hambre!...

—Se muere de aguardiente.—¡De hambre!... Y llegaba don Robustiano alcorro y hablaba la ciencia:

—Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión.Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad deBarinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido cohonestarse(así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre donSantos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber depura miseria.... Y

aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declaraque la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermopor abuso del alcohol....

—¿Cómo es eso, hombre?—preguntaba el Arcipreste.

—A ver explíquese usted—decía Foja.

Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y sedignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellosseñores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba másalcohol para tirar algunos meses más. Sin el aguardiente, que lemataba, se moriría más pronto».

—Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?