La Rana Viajera by Julio Camba - HTML preview

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—Ya no hay toros. Ya no hay emoción. ¡Vaya un veranito el que nosespera!

Y yo, condolido, le di lo que consideraba un buen consejo.

—Váyase usted al Congreso—le dije—. Un viejo aficionado como usted nolo pasará allí del todo mal.

X

EXPERIENCIAS DE UN ATROPELLADO

UN amigo mío ha sido atropellado por un automóvil.

—He tenido que pasarme quince días en cama—me decía este amigo,contándome el percance—; pero ahora no les quedará más remedio quedarme una indemnización.

—¡Error profundo!—exclamé yo—. Lejos de valerte una indemnización, elatropello te costará un ojo de la cara. Yo también he sidoatropellado—añadí con orgullo—, y gracias a que la cosa me cogió conalgún dinero. Si llego a encontrarme desprevenido, a estas horas metendrías aún gimiendo amargamente en el fondo de una mazmorra.

Y para convencerle, le conté al amigo mi experiencia personal. Fue enBarcelona, hará cosa de unos dos años. Estaban conmigo Luis Bello,Eugenio Xammar, Wenceslao Fernández Flórez, Gregorio Martínez Sierra yAnselmo Miguel Nieto, cuando un automóvil me atropelló en la calle delConde del Asalto. El automóvil llevaba una velocidad justa paraatropellar a los transeúntes, pero que, con arreglo a las Ordenanzasmunicipales, resultaba excesiva. Fui transportado a una farmacia, ymientras me curaban, apareció el chauffeur, bastante indignado. El chauffeur pretendía que su automóvil no había chocado conmigo, sino alcontrario, que yo había chocado con su automóvil.

—Usted—gritaba—se ha echado encima de nosotros.

—Pero ¿con qué objeto?—le preguntaba yo.

A lo cual el chauffeur hacía un gesto vago como diciendo:

—¡Lo ignoro! Seguramente sería algún objeto inconfesable...

En vano yo le hacía observar al chauffeur que al atravesar la calledel Conde del Asalto ni yo ni ninguno de mis amigos llevábamos exceso develocidad. El chauffeur insistía, y los espectadores comenzaban asospechar que yo era un hombre cruel dedicado a atropellar por gustoautomóviles indefensos.

De la farmacia nos fuimos a la Casa de Socorro, y de la Casa de Socorroa la Comisaría. Entablé mi reclamación y me fui a la cama, donde, a losquince días, recibí una comunicación del Juzgado de Atarazanas.

—Por fin ha llegado la mía—pensé.

Pero, al leer la comunicación, sufrí un horrible desengaño. El juez mecitaba a las nueve de la mañana para ver el estado de mis heridas, y meamenazaba, en caso de que yo no acudiese a la cita, con una multa, conla prisión o con el castigo «a que hubiese lugar»... Yo soy untrasnochador impenitente. Para hacerme levantar temprano se han ensayadoconmigo todos los procedimientos, desde el despertador de campana aljarro de agua fría; pero el de la multa y el de la prisión erantotalmente inéditos. ¿Qué iba a ser de mí si no me levantaba? Y todoporque en un momento de distracción me había dejado atropellar por unautomóvil...

Le escribí al juez informándole de mis costumbres. «Además—le decía—,¿para qué quiere usted ver mis heridas? Si están curadas, no vale lapena de que usted las vea, y si no lo están, me será difícil abandonarla cama para ir a enseñárselas a usted. En realidad de verdad, debocomunicarle a usted que mis heridas son bastante leves, por lo cualespero que no me tratará usted con excesivo rigor. Me he dejadoatropellar, lo reconozco; pero he procurado que me atropellasen lo menosposible, y mi delito no tiene, por lo tanto, una gran importancia. En losucesivo, haré todo cuanto esté en mis manos para que no vuelvan aatropellarme.»

Ignoro si esta carta llegó a poder del juez, pero yo recibí una segundacitación mucho más conminatoria que la primera. Me vi ya en presidio. Mevi deshonrado para toda la vida, y huí abandonando cuanto tenía entremanos.

Y luego de relatarle estos hechos al amigo que me los recordó, le dije:

—Desengáñate. Cuando en este país le atropellan a uno, no hay másremedio que callarse. Si uno no se calla, los atropelladores, parajustificar el atropello, vuelven a atropellarle. A veces le atropellan auno los chauffeurs. A veces, los ministros. Si quieres que no teatropellen, yo sólo veo un camino para ti: el de que te conviertas, a tuvez, en atropellador.

XI

LA JUERGA HEROICA

ANTES de la guerra europea no había cabarets en Madrid ni parecía quepudiese nunca llegar a haberlos. Cuando varios hombres coincidían demadrugada en un mismo restaurant, solían lanzarse unos contra otros enbatallas más o menos descomunales. La juerga tenía entonces entrenosotros un sentido heroico que la ennoblecía. Para tomarse una raciónde calamares pasadas las doce de la noche, hacía falta un ánimo sereno,a más de un estómago excelente, y aunque algunos fisiólogos sostienenque estas dos cosas van juntas y que el valor se deriva del buenfuncionamiento gástrico, yo sé de muchísimas personas que se hanacostado con hambre en Madrid, no por carecer de dinero, sino porcarecer de arrojo. Los dueños de restaurants nocturnos veíanseobligados a dividir sus establecimientos en una especie decompartimientos estancos a fin de contener el ímpetu de los comensales.Cada uno de aquellos compartimientos era algo así como una pequeñafortaleza en donde el trasnochador se encontraba relativamente a salvode agresiones. El juerguista madrileño tenía que atrincherarse con laelegida de su corazón. ¿Cómo concebir, en aquellos tiempos belicosos,que llegase un día en el que los madrileños pudieran mezclarse en unasala bien iluminada donde hubiese weine, weibe und gesang, esto es,vino, mujeres y canciones?

Pero estalló la guerra, y a medida que se cerraban cabarets en Europa,comenzaron a abrirse cabarets en Madrid. Es decir, que los españolesdejamos de pelearnos precisamente cuando empezaba a pelearse todo elresto de la Humanidad... Por aquel entonces llegué yo a Madrid, y unanoche, en un restaurant, me quedé asombrado al ver que los hombres nose arrojaban unos a otros objetos de vidrio ni de porcelana. ¡Y

eso que,indudablemente, todos estaban allí de buen humor y todo el mundo teníaganas de divertirse!... Había en el restaurant unas cuantas francesasque, tratadas algo a fondo, resultaban ser de Zurich o de Rotterdam;había otras mujeres que se declaraban vienesas, pero sin darle a estadeclaración un carácter irrevocable, porque si uno insistía, decían quehabían salido muy chicas de Viena, y que, «en realidad», eran de Dresdeo de Leipzig. Estas mujeres venían a constituir algo así como la resacade Europa. La guerra las había arrojado a estas playas pintorescas, yaquí siguen, ya algo familiarizadas con las costumbres de los indígenas.

Y a estas mujeres—una docena escasa que forman la base de todos los cabarets que se inauguran en Madrid y que son siempre las mismas en elespacio, ya que no puedan serlo en el tiempo—es a las que se debe estatransformación radical que se ha operado en nuestras costumbres. Graciasa ellas, uno puede entrar hoy de noche en cualquier café sin revólver,llave inglesa ni bomba de mano. La menos parisiense, la menos vienesa,la menos joven y la menos elegante de todas ellas, ha hecho más paraidentificarnos con Europa que todos los profesores que han venido aquíen viaje de propaganda. Y yo creo firmemente que sería cosa depensionarlas o, por lo menos, de darles una condecoración.

XII

JULIO ANTONIO

LAS gentes que, en hace cosa de tres meses, desconocían a Julio Antonioy que, hace cosa de un mes, le adoraban frenéticamente, van ahora acontemplar sus bustos de la raza como irían a ver la obra de un clásico.¡Pobre Julio Antonio! ¿Qué es lo que se estuvo esperando tanto tiempopara hacer su consagración? ¿Una obra definitiva?...

Yo tengo lasensación de que se estuvo esperando más bien al dictamen médico.

Añosatrás, Julio Antonio había hecho cosas tan buenas como la estatuayacente, o tal vez mejores; pero, entonces, el artista no estaba aúncompletamente desahuciado. Con un poco de dinero hubiera podido, quizás,reponerse del todo y, un genio en buena salud, es siempre cosapeligrosa. ¿Qué dirían los viejos escultores, cuyas manos se hanencallecido modelando levitas de barro, guerreras, fajines, gabanes depieles y otras prendas más o menos suntuarias? Y no hablemos de lajuventud. El caso de un muchacho que no sigue los cánones oficiales, niadula a los ministros y que triunfa por sus propios méritos, tiene,forzosamente, que constituir para ella un ejemplo desmoralizador...

Llegó, sin embargo, para Julio Antonio el día del éxito, y fue un éxitocomo no se recuerda otro. Las marquesas se mezclaban con las niñeras ylas criadas de servir, haciendo cola a la intemperie, durante horas yhoras, para ver aquella obra, de la que se contaban tantas maravillas.Fue el Rey, fueron los ministros, fueron los académicos, fueron losobispos y los generales.

Los periódicos por aquellos días hablaban de Julio Antonio con tantaextensión como si se tratara del propio Belmonte. Todo eran plácemes,sonrisas, invitaciones, encargos... Yo, en el caso de Julio Antonio, mehubiese alarmado sobremanera.

—¿Tan malo estoy?—me hubiese dicho.

Y Julio Antonio, que realmente estaba muy malo, se murió. Probablementehubiese podido tirar todavía una temporada; pero, yo no sé si poramabilidad o por buen gusto, se murió en plena apoteosis. ¡Hizo bien! Deno morirse, le habrían nombrado académico. Le habrían obligado a hacerestatuas de filántropos repugnantes, de generales a caballo, depolíticos de levita. Hubiera tenido que modelar, con todo su parecidovulgar y ramplón, la cara del hijo ilustre de cada ciudad, que,generalmente, es el cacique de la misma. Hubiese tenido que cambiar suamplio chambergo por una chistera, y su vida bohemia por una vida seriay respetable, y su arte libre por el arte oficial. Hizo bien en morirse,y, además, ¡hacía ya tanto tiempo que no se moría aquí nadierománticamente!...

Pero, a los que vienen detrás, yo no les aconsejaría que siguiesen elmismo procedimiento.

Se le organizó un banquete al que solo yo me negué a ir. «Noiré—dije—, y no porque yo sea un hombre de esos que vacilan muchoantes de asistir a un banquete, sino, al contrario, porque no suelovacilar nunca. Me basta que un amigo estrene un drama cualquiera, quepublique una novela, o, simplemente, que sea nombrado ministro, para queyo me apresure a acudir al inevitable banquete de homenaje; pero JulioAntonio está en un caso muy distinto.

Si Julio Antonio hubiese hecho una estatua del conde de Romanones,vestido de chistera y levita, un monumento a las víctimas del 8 dediciembre o un grupo dedicado a los héroes del 13 de abril, yo lebanquetearía sin inconveniente ninguno. La tortilla sería tan mala comode costumbre, y, sin embargo, yo me resignaría a comerla pensando que nohabía desproporción alguna entre ella y el objeto en cuya conmemoraciónse había confeccionado. Vería en el local a algún ministro más o menossolemne, oiría leer cartas y telegramas de adhesión, escucharíadiscursos llenos de lugares comunes y todo me parecería que sedeslizaba en una armonía perfecta y que era completamente natural. PeroJulio Antonio no ha hecho una obra cualquiera.

No ha hecho una cosapasable, una cosa mediana, ni una cosa buena, sino, muy probablemente,una cosa genial. Y yo, que no tendría inconveniente alguno enbanquetearle si le considerase una ostra, y que quizás le banqueteasetambién aunque le supusiera algún talento, me niego terminantemente abanquetearle después de haber visto esa maravillosa estatua yacente queexpone en el edificio de la Biblioteca Nacional. Es decir, que yo no lerindo homenaje a Julio Antonio por la simple razón de que Julio Antoniono es un imbécil; y esto, que quizás parezca un rasgo de humorismo, noes, después de todo, ni más ni menos que lo que se viene haciendo en lasllamadas «esferas oficiales».

XIII

LA PIEDRA FILOSOFAL

DON Germán Botella, joven físico alicantino, asegura que ha encontradoun procedimiento para obtener oro descomponiendo el mercurio, y nosofrece pruebas.

¿Por qué no nos ofrece algunos billetes de mil pesetas?Repartiendo oro, el Sr. Botella nos podría convencer fácilmente decualquier cosa; pero, sobre todo, nos podría convencer de que tenía oro.En cuanto a que el oro lo extrajese del mercurio o de alguna Embajada,ello sería para nosotros perfectamente secundario.

Perdone el Sr. Botella esta observación de un profano, y no me despreciedemasiado por ella. Si él considera el oro desde un punto de vistapuramente científico, tal vez no haya entre él y yo tanta diferenciacomo pueda parecer a primera vista. Para mí, señor Botella, el oro estambién una teoría...

Pero el Sr. Botella debe prepararse a que la noticia de sudescubrimiento sea acogida con algún escepticismo. ¡Ahí es nadaencontrar oro en España! Al mismo tiempo que el Sr. Botella, hemosestado buscándolo veinte millones de españoles y no hemos logrado aúnpasar de la calderilla. Lo hemos registrado todo sin éxito ninguno, yaunque sabemos que el oro español está prodigiosamente escondido, se noshace un poco fuerte eso de creer que, para librarlo de nuestraspesquisas, sus acaparadores lo hayan mezclado con mercurio.

Por lo demás, si el descubrimiento del Sr. Botella resultase cierto,vendría a constituir, en cierto modo, una reivindicación para losfalsificadores, quienes cuando necesitan dinero no hacen dramas,crónicas ni novelas, como los literatos, sino que hacen dinero. El señorBotella necesitaba oro—con un fin económico o con un fin científico—,y en vez de ponerse a hacer literatura, a hacer sillas o a hacerchaquetas, se ha puesto directamente a hacer oro. Tome ejemplo el lectorespañol, y si no puede hacer oro, trate, por lo menos, de hacerbilletes.

Por mi parte, yo me alegraría mucho de que el descubrimiento del Sr.Botella fuese realmente eficaz. Si se puede sacar oro de ese metalextraño, frío y terapéutico que se llama mercurio, todo el mundo tendráoro próximamente. Por lo menos, todo el mundo tendrá oro en unaproporción equivalente a su cantidad de mercurio. Claro que entonces eloro perderá casi toda su importancia; pero por eso precisamente es porlo que yo, con una intención algo bolchevique, digo que me alegraría...

XIV

LA PESETA

QUE ha subido el precio de los alquileres? ¿Que las patatas están porlas nubes?

¿Que el calzado cuesta un ojo de la cara?... Nada de eso. Esque la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.

Teóricamente, las patatas están donde estaban; pero la peseta no puedeya adquirirlas con tanta facilidad como antes. Antes se reunían quince oveinte pesetas, se iba a una tienda y adquiríase en el acto un par dezapatos bastante aceptables. Ahora, para realizar la misma empresa, senecesitan sesenta pesetas, por lo menos. No es que el coste del calzadohaya aumentado, aunque tal crean los profanos en cuestiones económicas.No. Es que la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.

Los profanos en cuestiones económicas pueden decir que esto es igual, y,en efecto, es igual. Es igual prácticamente; pero, ¿y la teoría?

Por mi parte, cuando yo creía que los alquileres estaban muy caros, meresignaba a vivir en un piso deficiente; pero desde que sé que losalquileres no han sufrido aumento alguno de precio, mi resignación esimposible. ¿Cómo voy a resignarme a pagar muy cara una casa que,teóricamente, es muy barata? ¿Cómo voy a resignarme a que mis pesetashayan perdido su capacidad adquisitiva?

El caso es que, con una peseta, yo sigo adquiriendo diez perras gordassiempre que quiero. La capacidad adquisitiva de las pesetas, conrespecto a las perras gordas, es la misma de siempre, y, con respecto alas monedas extranjeras, es mucho mayor de lo que haya podido serlonunca. Con una peseta se adquieren hoy numerosos marcos, abundantescoronas y liras a profusión. Patatas, en cambio, se adquierenpoquísimas.

La peseta ha perdido su capacidad adquisitiva, peroúnicamente para las cosas, lo que equivale a afirmar que es todo eldinero el que ha perdido capacidad de adquirir.

¡Y el partido socialista protesta!... Indudablemente, no existe ennuestra política otro partido tan burgués. ¿De qué se trata, señores,más que de que el dinero pierda su capacidad adquisitiva? Antes, con laspesetas se compraban patatas. Ahora, con las patatas hay ya quien sededica a acaparar pesetas. Y, dentro de poco, en vez de pesetas, loshombres utilizarán para sus transacciones patatas, chorizos, rodajas desalchichón y cigarrillos de cincuenta.

XV

ESCULTURA KODAK

EN cierta avenida del Retiro hay un grupo escultórico dedicado a D.Ramón de Campoamor. El público, generalmente, lo contempla conadmiración, y esto es muy lógico. ¿Para qué son los monumentos más quepara admirarlos?

—¡Qué naturalidad!—le oí decir un día a una señora en presencia deaquellas figuras—. ¡Parece que están hablando!

Y, en efecto, parece que están hablando. El artista ha dispuesto sugrupo como si fuera a hacer una instantánea al centésimo de segundo.Aquí las personas mayores.

Los niños delante y en pie. Esta cabeza unpoco más a la derecha... ¡Clik!...

Don Ramón aparece sentado en un banco sobre el cual ha dejado unosguantes de mármol y una chistera del mismo material. Tiene unas botas decartera cuyo precio en mármol ignoro, pero que, en cabritilla otafilete, ha debido oscilar alrededor de las veinticinco pesetas. Estasbotas no han llevado nunca tapas ni medias suelas; conservan todos susbotones, y, probablemente, son unas botas recién estrenadas. En cuantoa la chistera, de mármol, como hemos dicho, es maciza, y seguramente nopesa menos de treinta kilos. ¿Cómo se las arreglaría el poeta, yaanciano y sin fuerzas, para saludar con un instrumento tan pesado?

No se indigne el autor del monumento por estos cálculos que yo hagosobre la densidad de la chistera campoamorina. O somos realistas, o nolo somos. Uno no puede, a voluntad del artista, fijar su atención entales detalles y apartarla de tales otros. El autor parece haber puestoun gran interés en hacernos observar que las botas del poeta tienen seisbotones cada una. ¿Cómo podrá luego pasarnos inadvertido el peso deaquella chistera tan ostensible? Y además, ¿qué hace allí aquellachistera, ya que el poeta está descubierto?

Si la escultura representa la eternidad, puede decirse que D. Ramón deCampoamor ha entrado en ella como si no fuera a permanecer más que unosbreves instantes. Ha entrado de paso en la eternidad, con unas botas decartera, y ha dejado al alcance de la mano, para cuando llegue elmomento de retirarse, su chistera de mármol y sus guantes del mismomaterial. A mí me da la idea de que ha ido en tranvía y de que está allíun poco azorado, como en una visita de cumplido. Sus personajes—laanciana de la cofia, la niña que tiene el pecho de cristal, etc.—lerodean, y según decía la admiradora desconocida, parece que estánhablando. Parece que están hablando y hablando en prosa, y esto es lomalo, porque en escultura no se debe hablar. Parecen, en fin, un grupofotográfico de escultura Kodak.

Algunas veces yo había acariciado el propósito de ser un grande hombre,como tantos otros; pero ahora he resuelto renunciar definitivamente asemejante idea.

Mientras la inmortalidad sea una cosa tan parecida a lavida corriente, y mientras en ella deba uno preocuparse también delalmidonado de la tirilla, no creo que valga la pena ser inmortal.

XVI

UN ADMIRADOR

PARECE que hay escritores a quienes el público anima dirigiéndoles, conmás o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, estecaso se da muy raramente, y si yo me hago la ilusión de ser leído poralguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez encuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yoenseño estas misivas y consolido con ellas, ante las Empresas, miposición y mi prestigio.

—No dirán ustedes—exclamo—que mis trabajos pasan inadvertidos o queno hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal, y otro que meanuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas...

Pero, recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador,en la provincia de Guadalajara. «Soy—me viene a decir este hombremagnífico—uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me hesuscrito a El Sol con el único objeto de ver los artículos deusted...»

Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admiradorme obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la plumae inmediatamente me digo:

—¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?

Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y noquisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de laprovincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro enabsoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultadesenormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, conunas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costapudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosasque predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yotemo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo deescribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todosmis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces measalta un pensamiento terrible.

—¿Entenderá

esto

mi

admirador?—me

pregunto—.

¿No

resultarán

estasconsideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?

Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido unaidea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendopor qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores.Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota.

XVII

LITERATURA PATOLÓGICA

DESGRACIADAMENTE, en la literatura española no hay más que genios. Esetipo de escritor culto, ponderado, sano, inteligente y bien nutrido, queLemaitre considera superior al genio y del que pone como ejemplo aAnatole France, no existe entre nosotros. Todos nuestros escritorespertenecen a la categoría genial. Yo mismo, en mi pequeñísima escala,¿qué duda cabe de que también soy un genio? Y esta literatura de geniosen chico viene a ser algo así como un grupo de tullidos que, a la puertade una iglesia, le pidiesen dinero al público mostrándole sus diversasmonstruosidades.

Cuando, en algún escaparate, yo veo un libro mío entre los libros deotros autores españoles, tengo la sensación de encontrarme en una salade hospital esperando, con mis compañeros de dolor, la visita de algunaseñora vieja que no sepa en qué matar el tiempo. La literatura española,en efecto, no es más que una serie de enfermedades, debidas,generalmente, a trastornos sexuales o a defectos de nutrición. El unoestá enfermo del hígado. Al otro se le forman ácidos en el estómago.Este se encuentra amagado de parálisis general progresiva y tienedelirio de grandezas. Aquél padece del bazo... Hay escritor que perderíatodo su interés en cuanto se le aplicasen unas cuantas inyecciones dealgún producto más o menos alemán, o en cuanto se le sometiese a un buenrégimen alimenticio. Y, en realidad, este último caso ya se ha dadovarias veces.

¿Cuántos muchachos que comenzaron haciendo cosasinteresantes no se volvieron idiotas tan pronto como se los llamó a unbuen periódico y se les dio un buen sueldo?

Los directores no seexplicaban la causa, y, sin embargo, era una causa muy fácil decomprender: esos muchachos nunca habían tenido talento. Lo que habíantenido era hambre. Con el estómago normalizado, quedaban al nivel delmás vulgar empleado de Hacienda...

¡Cosa terrible esta de ser un pequeño monstruo y de darse cuenta deello! ¡Horrenda cosa la de saber que nuestra genialidad puede tratarsemédicamente como un flemón o como una enfermedad de los riñones!... Perohay algo peor aún en nuestra literatura: los aprensivos, esto es, losenfermos de enfermedades imaginarias, que, siendo perfectamente tontos,se creen atacados de genialidad...

XVIII

UNA TEMPESTAD EN UNA TAZA DE TE

UN distinguido escritor—decía yo en El Sol—se queja de que losespañoles hayamos adoptado la costumbre inglesa de ponerle una hache alte.» A esto contesta el Sr. Salaverría afirmando que yo miento, porqueél no ha dicho nunca que los españoles hubiésemos adoptado semejantecostumbre. Y he aquí por dónde vengo a enterarme de que el Sr.Salaverría lo ha dicho.

Yo no he nombrado al Sr. Salaverría, no he dado ninguna de sus señaspersonales ni he reproducido ningún párrafo suyo. Y si el Sr. Salaverríano hubiese dicho que los españoles habíamos adoptado la costumbreinglesa de ponerle una hache al te, ¿para qué iba a decir ahora que nolo había dicho?

Al decir que no lo ha dicho, el Sr. Salaverría dice que lo ha dicho. Ysi, diciendo que lo ha dicho, resulta que no lo ha dicho, entonces es elSr. Salaverría quien falta a la verdad, cometiendo así una acción tanindigna de él como de mí, porque el Sr.

Salaverría también esinteligente y también es chistoso. (Los chistosos inteligentes—

escribeel Sr. Salaverría—no necesitan recurrir a la mentira.) Lo que más le ha molestado al Sr. Salaverría, al creerse aludido por mí,es el que yo le atribuya un concepto desdeñoso hacia la hache británica.«Yo ignoro muchas cosas—dice—. Sin embargo, conozco la importancia quetiene la hache para los ingleses.» Pues bien, Sr. Salaverría, todo hasido una broma. La hache no tiene para los ingleses importancia ninguna.El hombre que verdaderamente le ha dado importancia a la hache ha sidousted. Por ella, Sr. Salaverría, no ha vacilado usted en arremetercontra un viejo amigo como yo, llegando hasta a decirme que involucro.¡Oh hache!... Tienes nombre de mujer...

XIX

LA TAZA DE TE

POR si a algún lector le interesa, reproducimos el artículo que ha dadoorigen a la nota anterior.

«Un distinguido escritor se queja de que los españoles hayamos adoptadola costumbre inglesa de ponerle una hache al te. Por mi parte, y aunquehe vivido varios años en Londres, desconozco totalmente esta costumbre.En la gran metrópoli he tomado te de la China y te de Ceylán. He tomadote con leche y te con limón. He tomado te con scones, y con mufirs,y con pan y manteca, y con toda clase de bocadillos, pero no recuerdohaber tomado nunca te con hache. Allí no hay más te con hache que el