La Niña Robada by Hendrik Conscience - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

La joven estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a obedecer sinreplicar, y a no insistir nunca cuando el aya le expresaba el deseo deno ser interrogada. Estaba convencida de que Marta le ocultaba muchossecretos; pero creía que de eso dependía la permanencia en Orsdael, desu protectora. Se preparó silenciosa y luego siguió al aya.

Al llegar a la puerta del castillo trató de consolar a Marta, diciéndolepalabras alegres; pero viendo que estaba absorta en sus pensamientosmelancólicos, caminó silenciosamente a su lado.

La casa del guarda estaba abierta; no había nadie en ella; pero despuésde buscar algún tiempo vieron a Catalina, ocupada en arrancar las malashierbas en el jardín.

Así que la campesina vió a la joven y a su aya, se incorporó y fué arecibirlas. Una ardiente curiosidad se leía en sus ojos, y, mientras seiba acercando, interrogaba al aya con la mirada.

Después de habersaludado cortésmente a la jovencita se volvió hacia su amiga, y murmuró:

—Vuestra venida a mi casa me indica que Mathys os ha halado. ¿Cómo hanpasado las cosas? ¿Quedaréis en Orsdael?

Marta le hizo comprender por una seña misteriosa que no podía hablar deesas cosas delante de la señorita. Paseó la vista por todos los puntosdel jardín. Este estaba rodeado por una espesa cerca, y al fondo habíaun banco cubierto de yedras y madreselvas. Se veía en verdad unaabertura en la cerca, pero quedaba cerca de la casa, y alguien queestuviera bajo aquel techo de follaje no podría ser visto desde afuera.

—Anda, Elena, siéntate en el banco, bajo la glorieta—dijo el aya—.Tengo que entrar en la casa con Catalina, para hablar de un asuntoimportante. Toma, aquí tienes mi bolsa de labores, en ella encontrarásun tejido. Ten paciencia, que volveré a buscarte dentro de algunosminutos.

Se alejó, y entró en la casa con Catalina, cuyo corazón palpitaba decuriosidad.

La joven caminó lentamente por el sendero; recogió aquí y allá algunasflores, e hizo un ramito, que se puso en el seno. Después se sentó en elbanco y se puso a concluir la gorra que Marta había comenzado.

Mientrasque

sus

manos

manejaban

rápidamente las agujas, su mirada vagaba delantede sí, meditabunda y olvidada de lo que hacía. El aya tardaba más de loque había dicho; pero Elena no parecía reparar en ello. Quizá pensaba enlas huellas de las lágrimas sorprendidas en los ojos de Marta; quizá sepreguntaba cuál podía ser la causa del misterio que la rodeaba. Quizátambién una imagen querida se alzaba ante sus ojos; porque a veces unasonrisa se dibujaba en sus labios.

Sea lo que fuera, sus pensamientosse fueron volviendo tan absorbentes que dejó de tejer y su cabeza seinclinó suavemente sobre su pecho como si sus ojos se hubieran cerradopara mirar más profundamente dentro de sí misma.

Mientras estaba sumida en sus meditaciones, un hombre atravesó elagujero de la cerca y penetró en el sendero.

Se detuvo y lanzó una mirada casi indiferente al jardín. Era un joven debuena presencia y vestido con esmero. Iba a proseguir su paseo cuandonotó a la joven sentada bajo la glorieta, inmóvil y con la cabezainclinada. Se le escapó un grito ahogado. Se deslizó a lo largo de lacerca y se aproximó sin ruido. A cinco o seis pasos de ella se puso undedo sobre los labios y balbuceó:

—¡Elena, querida Elena!

La joven se puso de pie temblando y pronta a lanzar un grito de alarma;pero la señal que le hacía el joven y la muda plegaria que se leía ensus ojos detuvieron la voz en los labios de Elena.

—¡Federico! ¡Ah, Federico! idos, apartaos de este sitio.

—¡Silencio, silencio, os lo ruego! No me privéis de este instante defelicidad—murmuró.

—No, no; es preciso que os hable, cueste lo que cueste.

—¡Ay!—suspiró la joven—, mi madre despidió a Rosalía porque vos mehablasteis. Si Marta, mi protectora, me fuera quitada, me moriría depena.

—No es lo mismo; por otra parte el destino lo quiere; no hay quevacilar. Vamos, querida mía, calmaos; sentaos en el banco; así serámenos fácil que nos vean.

Tomó a la joven de la mano y la condujo al banco a pesar de las súplicasy de la resistencia de ella. Una vez sentado junto a la joven,prosiguió:

—Elena, he estado enfermo en Bruselas, en peligro de morir;tranquilizaos, no tembléis así.

—En peligro de morir—repitió la joven—. ¡Oh! era por eso que micorazón estaba lleno de temores y que lloraba cuando pensaba en vos...

—Gracias, Elena, por vuestro recuerdo. ¿De modo que no me habéisolvidado?

—¿Olvidado, Federico? Vos y Marta sois las únicas criaturas que mehabéis amado en la tierra.

El joven meneó la cabeza, y dijo precipitadamente:

—No tenemos tiempo para cambiar palabras dulces. Decidme, Elena, ¿dedónde procede vuestra aya?

—De Bruselas, Federico.

—¿Cuál es su apellido?

—Se llama Marta, Marta Sweerts.

—¿Quién es?

—No lo sé.

—¿No es una parienta del conde, vuestro finado padre? ¿No es vuestraprima o tía?

—No.

—¿No ha sido mandada por alguien de vuestra familia para protegeros?

—No lo creo.

—¿No lo creéis, no lo sabéis?—murmuró Federico con decepción—. ¿Lapresencia de esa mujer oculta acaso un secreto?

—Sí, sí, muchos secretos; pero no intentéis penetrarlos, tal vez deellos dependa mi felicidad.

—¿Vuestra felicidad? ¿Estáis bien cierta de que esa mujer sea sincera?

—¡Oh! amigo mío; esa duda es una gran injusticia. ¡Sospechar de Marta,un ángel de generosidad y compasión!

—¿Estáis cierta? ¿No finge? Entonces, Elena, debe ser sin duda de lafamilia de vuestro padre, porque sólo la voz de la sangre puede inspirarpalabras y sentimientos como los que ha expresado delante de mí. Y si nosupiera que sois la hija de la condesa de Bruinsteen dudaría de quefuera ésta, y no Marta, vuestra Marta...

—Sí, sí—exclamó la joven con orgullosa alegría—, ¡es mi madre por elalma, por el corazón! ¡Ah, Federico, qué felices deben ser los hijos quetengan una madre así!

—¿Y no os ha dicho por qué os quiere de una manera tan sorprendente, niquién pueda haberla mandado para consolaros o defenderos?

—¡Ah, Federico! Marta cuenta a ese respecto cosas extrañas.

¿Sabéisquién la ha enviado a mí? Un hombre que hace cerca de veinte años queestá en el cielo. Un héroe, un oficial de húsares, condecorado con lacruz de honor.

—¡Un oficial de húsares!—exclamó el joven.

—Sí, un oficial de húsares, que me quería antes que yo naciese.

—¡Ah! ahí está el secreto, seguid hablando, Elena.

—Pues bien, fué él quien la mandó hacia aquí; y cuando Marta ruega pormí se le aparece a menudo, y siempre le ordena que me quiera mucho. Essingular, no lo comprendo, pero es cierto, porque lo dice Marta, y loque ella dice...

Una grosera carcajada vino a interrumpirles.

Un hombre que estaba en la abertura de la cerca y que extendía el puñohacia ellos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ah, ah, bribona, estás otra vez ahí! Corro en busca de la condesapara hacerle saber lo que pasa aquí. Esta vez te va a salir mal.

Elena se puso vivamente de pie, azorada por aquella amenaza, y huyóhacia la casa dando gritos agudos. Federico trató de calmarla; peroviendo que no lo escuchaba, pasó por la abertura y desapareció tras dela cerca.

—¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?—exclamaron a un mismo tiempo la viuda yla campesina, que habían acudido al jardín—.

¿Quién ha hablado de lacondesa en voz tan alta y amenazadora?

—¡Ah, Marta, querida Marta, perdóname!—suplicó la joven asustadaechando los brazos al cuello de su aya y poniéndose a llorar sobre supecho—. He hecho mal. Seréis despedida, y yo moriré de pena y de dolor.

—No, no; tranquilízate, querida Elena—dijo la viuda prodigándole suscaricias para calmarla—. Habla. ¿Qué ha sucedido?

—Federico, Federico estuvo en el jardín...

—¡Ah, Dios mío!—exclamaron las dos mujeres—. ¿Federico estuvo con vosen el jardín?

—Sí, yo quería llamaros; pero me pidió tanto que no lo hiciera. No tuveel valor de hacerlo. Sus ojos, su voz... Mientras que yo lo oía en unculpable abandono de mí misma, el peón jardinero se acercó a la aberturadel cerco. Vió a Federico y corrió al castillo para avisárselo a mimadre. ¡Ay, mi buena Marta! lo que yo tendré que sufrir no es nada, melo merezco; pero vos... Sostenedme, no puedo más, mis fuerzas meabandonan.

El aya oprimió a la joven contra su pecho, y la besó con ternura,murmurando a su oído palabras de consuelo.

—Ven, Elena—dijo la viuda tomándola del brazo—, no podemos permaneceraquí. Tu madre estará aun más irritada si no nos viera regresarinmediatamente.

Antes de salir de la casa del guardabosque, Catalina tomó la mano a laviuda y le dijo:

—Marta, sois la hija de un soldado. Veo lo que pasa en vuestro corazóny admiro vuestro valor. El señor Mathys os defenderá a las dos de lascrueldades de la condesa. Id a buscarlo en seguida, llamadlo en vuestroauxilio; él será vuestro protector.

Cuando la viuda y la jovencita se vieron en el camino del castillo sepusieron a caminar a toda prisa; y volvieron a cambiar entrecortadasfrases. Elena suplicaba a su aya le perdonara lo que ella llamaba suculpable olvido de sí misma, y deploraba de antemano la pérdida de sugenerosa protectora; Marta, aunque medio muerta de inquietud, ocultabasu emoción para calmar la desesperación de su hija; y darle el valornecesario para soportar el cruel castigo que sin duda la esperaba.

Vieron a la vieja cocinera que acudía hacia ella con el peón jardinero.Este último, cuando estuvieron cerca, le gritó a Marta con altanería:

—Señora, dadle las llaves del cuarto alto a Mariana; la condesa lomanda. Y no resistáis a su orden, porque si no, recurriré a la violenciapara quitaros las llaves. Os está prohibido subir.

—Es cierto, Marta—dijo en tono más dulce la cocinera—.

Tenéis queconfiarme a la señorita. La condesa os espera en el salón.

—Las llaves—murmuró el aya con espanto—. Y con la señorita, ¿qué vana hacer?

—¡Ah! va a ser severamente castigada por su imprudencia—

suspiróMariana—. Sin embargo, la compadezco.

—¿La van a maltratar?

La cocinera hizo un gesto afirmativo, y viendo que Marta palidecía ytemblaba, le murmuró al oído:

—No os alarméis, trataré de estar junto a la señorita hasta que seacabe este asunto.

—Y el intendente, ¿dónde está, Mariana, el intendente?—

exclamó laviuda.

—No está en el castillo; creo que ha ido al bosque a hablar con losaserradores. Id en seguida a hablar con la condesa; tal vez, Marta, nose muestre tan terrible como creéis.

—Ten valor, Elena, no llores así—dijo la viuda a la jovenatemorizada—. Yo soy la única causante de esto; yo sola soportaré lasconsecuencias de mi fatal imprudencia.

—¡Ah, no, no!—exclamó Elena—. Sois inocente. Se lo diré a mi madre.Si quiere vengarse de lo que ha pasado, que sea sólo en mí. Os loruego, Marta, no me hagáis doblemente desgraciada.

Pero una mirada severa y un ademán imperioso le indicaron que debíasometerse sin réplica. Calló y bajó la cabeza.

El aya le dió las llaves a Mariana, miró ansiosamente una vez más a suhija con ansiedad y corrió al castillo temblorosa.

III

Cuando Marta entró en la sala, vaciló un instante, pero luego, armándosede valor, golpeó suavemente a la puerta de la pieza.

—Entrad—respondió una voz en tono seco.

La señora de Bruinsteen estaba sentada en un sillón. Sus ojos inflamadosparecían lanzar relámpagos; tenía, sin embargo, una sonrisa en loslabios, una expresión de alegría sarcástica y triunfante. Estabacontenta porque un acontecimiento inesperado había entregado indefensa asus manos a aquella mujer a quien odiaba. Al entrar la viuda murmuróalgunas palabras de disculpa; pero la condesa no le dejó tiempo parahablar claramente y exclamó en tono irónico:

—¡Ah, ah! ¿Estáis aquí? Vamos a ver, hipócrita, cobarde,

¿cuánto dineroos ha dado Federico para traicionarme? ¡Hasta dónde puede llegar lafalsedad! La señora es modesta, instruída, reservada; hay que medir laspalabras con ella, ¡es tan sensible!...

¡Y esta miserable ladrona vendeel honor de mi casa, por dinero!

¡Sí, sí! Atreveos a disculparos; soisuna desvergonzada; pero vos misma habéis caído en vuestra celada. Nadapuede salvaros, se acabó. Si no me contuviera os patearía como a unavíbora; pero quiero

contenerme;

tengo

curiosidad

por

ver

qué

mediosridículos vais a emplear para eludir el castigo de vuestra bajadebilidad. Hablad, sed breve; porque todo es inútil; dentro de pocosminutos vuestra suerte se habrá fijado.

Marta unió las manos y dijo con voz suplicante, mientras las lágrimascorrían por sus mejillas:

—¡Ah, señora! comprendo vuestra justa cólera, pero dejadme explicaroscómo sucedió esa desgracia. Quizá veais en mis palabras una razón parano ser inexorable con vuestra pobre e inocente sirvienta...

—No os andéis con tantas vueltas, os digo.

—Yo llevé con vuestro permiso a la señorita a casa del guarda.

Catalinaestaba en el jardín; hice sentar a Elena en una glorieta y entré en lacasa con mi amiga, para que la señorita no oyera nuestra conversación.Entonces el señor de Bergmans se deslizó al jardín por una abertura dela cerca y habló con la señorita.

—¿Y vos no sabíais que debía ir allí? ¿Y os imagináis que me vais ahacer creer eso?—exclamó la condesa.

—Creedme, señora; yo ignoraba por completo su presencia en Orsdael.

—¡Vamos, vamos! Me expresáis el deseo de ir a casa del guarda; soisbastante astuta para elegir la hora de vuestro paseo habitual paraarrancarme el permiso; colocáis a Elena en el jardín para que puedahablar con entera libertad con su cobarde adorador; éste acude allí...¿Y todo este juego, hábilmente combinado, resulta ser ahora una meracasualidad? ¡Debéis tener una opinión muy triste de mí si esperáisengañarme con esas niñerías!

—¡Soy inocente, señora, os lo juro!

La condesa se echó a reír.

—¡Un juramento!—exclamó la condesa—. ¿Qué significa eso en los labiosde una infidente descarada? ¿No os di orden de que no perdierais un soloinstante de vista a Elena?

—En efecto, señora, en eso falté a vuestras órdenes. Me arrepientosinceramente de ello; ésa es la única falta que tengo que reprocharme; ypor eso es que imploro vuestro perdón.

—¡Perdón! ahora veremos. ¿Permaneció mucho tiempo Federico con Elena?

—Dos o tres minutos, señora.

—Tanto tiempo, ¿y qué le dijo?

—No lo sé, señora.

—¿Y ella no os llamó?

—Creo que sí, señora, pero yo no la oí.

—¡Hipócrita, no le oisteis y estabais a diez pasos de distancia!

Oshabéis arreglado con la loca para engañarme. Aunque finjáis estar tristey asustada, interiormente, ¿verdad?, estáis contenta.

El dinero queFederico os ha dado o prometido, os indemnizará de los resultados devuestra vil traición. Marchaos, salid del castillo, y esperad delante dela puerta vuestros bagajes. Suplicad y rogad cuanto queráis; novolveréis a poner los pies en el castillo.

—Oh, señora, no seáis inexorable conmigo!—exclamó Marta trémula deemoción—, me despedís de aquí. ¿Adónde iré? Tened compasión de unapobre viuda. ¿Me acusáis de deslealtad?

¿Creéis que he consentido pordinero en exponerme a vuestra justa cólera? ¡Ah! ¡si supierais que daríala mitad de mi vida por seguir a vuestro servicio!

La condesa pareció no escucharla y se puso de pie animada por un nuevofuror.

—En cuanto a la estúpida loca—exclamó—, en seguida tendrá sumerecido. Voy a tratar de que no olvide este día; para que no se levuelva a ocurrir el deseo de ver a mi enemigo. Sí; quiero que enadelante tiemble y tenga miedo al sólo oír pronunciar su nombre.

Estas palabras le arrancaron a Marta un grito de desesperación.

Se echóa los pies de la condesa, abrazó sus rodillas y recurrió a las másardientes súplicas, para mitigar su cólera; pero la señora deBruinsteen, que la miraba con triunfante ironía, se alejó y la rechazóduramente, mientras le indicaba la puerta, diciendo:

—¡Idos, idos de aquí! No os perdonaré. Durante demasiado tiempo osentendisteis con el intendente para desafiarme y burlaros de mí. Ahoraestáis perdida. El mismo Mathys, si estuviera aquí, os echaría, delcastillo. Marchaos, basta de cobardías inútiles, basta de mentiras;marchaos os digo. ¿Vais a obligarme a llamar a mis sirvientes para vermelibre de vuestras súplicas hipócritas?

Pero la viuda siguió arrastrándose a sus pies y balbuceando todas lassúplicas que la desesperación más profunda podía sugerirle. Estaspalabras sólo sirvieron para aumentar la cólera y la indignación de lacondesa.

—¿Cómo?—exclamó—, ¿os he entendido bien? ¿Perdón?

¿Pedís perdón parala loca? ¿Entonces le tenéis cariño? ¿Os asusta la idea de que reciba eljusto castigo de su maldad?

—¡Oh! ¡No, no, señora! Os pido perdón para mí.

—Acabaréis de una vez—gritó la señora de Bruinsteen—. Ya habéis dichovuestra última palabra en Orsdael. Vamos, ¿queréis marcharos? ¿sí o no?

Y como Marta siguiera de rodillas y llorara tendiéndole los brazos, sepuso de pie violentamente, la empujó rabiosa y le dió como adiós ungolpe tan violento, que la pobre Marta se golpeó contra la pared ypermaneció un instante aturdida.

La puerta de la pieza volvió a abrirse, y una cruel amenaza le devolvióa la viuda la conciencia de su posición.

—Vamos—gritó la condesa—, ¿estáis empeñada en que os eche a la calle?

Marta caminó hacia la puerta y salió de la casa vacilante, aniquilada,deshecha y casi sin ideas. Se imaginaba la escena de violencias ycrueles tormentos que Elena iba a sufrir, y su imaginación estaba tanimpresionada por aquel doloroso espectáculo, que permaneció inmóvil ycomo petrificada delante del castillo:

Una voz que pronunciaba su nombre le hizo alzar la cabeza y le arrancóun grito de alegría. Tendió las manos hacia el intendente, que acudíahacia ella dando muestras de impaciencia y de cólera.

—Ya sé lo que ha pasado—exclamó—. Catalina me lo ha contado todo.Pero, ¿qué ha dicho la condesa? ¿Estáis llorando?

¿Os ha maltratado?

—Cruelmente maltratado, señor. Me ha echado, señor; no puedo subirsiquiera a buscar mi ropa.

—Está loca, Marta; ¿acaso tenéis la culpa de que ese bribón de Federicohaya tenido la idea de reaparecer de repente? Vamos, vamos, reíos de lainjusticia de la condesa y volved a vuestro cuarto.

—No me atrevo—dijo la viuda con verdadero miedo—; me haría echar a lacalle por los sirvientes.

Mathys la tomó la mano y la arrastró, diciendo con gran agitación:

—¿Echaros a la calle? Quisiera ver que os tocara con un dedo solamente.Se aferra a ese pretexto para echaros. No es de vos de quien se venga,es de mí. Sabe que me hiere al maltrataros; pero ahora veremos cómo vana andar las cosas. No tembléis, aunque estuviera cien veces irritada,cedería, y se volvería mansa como un cordero. No sólo le impondré que enadelante os deje en paz y os respete, sino que le declararé a la vez queos he elegido por mujer y que pronto seréis mi esposa.

—No, Mathys, no hagáis eso; su furor no reconocería límites—exclamó laviuda.

—Ya lo sé; pero, aunque se volviera loca furiosa, poseo los medios dedesarmarla. No tengáis temor; si yo se lo exijo, os pedirá perdón por subrutalidad.

—No, no la humilléis, emplead la, persuasión; limitaos a demostrarle miinocencia, para que me perdone mi descuido de un instante.

—Eso corre de mi cuenta, Marta; yo también tengo que vengarme.Permaneced aquí y tened valor; no saldréis de Orsdael.

El intendente entró y cerró la puerta. Momentos después Marta oyó losecos de una voz irritada, y apenas hubo dicho algunas palabras la vozmás agria aun de la condesa se mezcló a sus amenazas; ora era un rumorsordo; ora era una tempestad que iba siempre creciendo; hubo momentos enque hasta el piso temblaba al choque de violentas patadas.

Marta estaba de pie y toda trémula en la escalera; con la mirada fija enla puerta, escuchando aquella disputa, de la que podía depender sufelicidad y la de su hija. Por mucha atención que pusiera no podíaentender una palabra; el ruido de las voces amortiguado por la pesadapuerta, sólo le llegaba de un modo indistinto y confuso.

El altercado duraba desde hacía largo rato, sin que la señora deBruinsteen ni Mathys perdieran terreno, ni parecieran rendirse. La vozdel intendente había llegado poco a poco al diapasón más elevado, y sinduda la obstinación de la condesa lo llenaba de furor, porque llegó agritar tan fuerte que la viuda creyó distinguir algunas de sus amenazas.Las palabras de

«madre falsa, ladrona de herencias» llegaron a sus oídosy la hicieron estremecer. Sus enemigos estaban hablando del secreto cuyoconocimiento ella perseguía al precio de las más sangrientashumillaciones y los más crueles sufrimientos.

Impresionada hasta el punto de que casi le faltaban las fuerzas, apoyóla mano en la pared y se deslizó hasta la puerta. Su corazón latíaviolentamente y poco faltaba para que la angustia la venciera.

La voz del intendente seguía gritando con la misma violencia; pero lacondesa hablaba al mismo tiempo que él, y Marta sólo pudo oír sonidosmezclados y confusos, y palabras sin ningún sentido. Creyó entender, sinembargo, que hablaban de Elena, del viejo conde y de su herencia.Temblando de impaciencia y de esperanza, apoyó el oído a la puerta; perosu esperanza quedó frustrada porque las voces parecieron calmarse y sedebilitaron...

De pronto, como si la condesa le hubiera inferido una injuriasangrienta, el intendente le replicó con nuevo furor. La viuda seinclinó y pegó el oído contra el agujero de la cerradura.

En esa actitudoía casi todo lo que decía Mathys.

—¡Ja, ja!—gritaba burlonamente—. ¿Conque también me echaréis a mí?Está bien, os conozco desde hace tiempo, señora, he tomado misprecauciones a tiempo. Habéis sido lo bastante tonta para darme unescrito de vuestro puño y letra. Este documento es una espada suspendidasobre vuestra cabeza. Me obedeceréis, me obedeceréis os digo... o si no,la miseria, la ruina, la cárcel os espera. Yo fuí vuestro cómplice,vuestro instrumento, pero para vengarme...

Marta, mediante un esfuerzo nervioso, concentró todas las fuerzas de sualma en el oído; suspendió la respiración; el secreto que hubiera pagadocon su vida iba probablemente a serle revelado.

Pero tuvo que erguirse y retroceder lanzando un grito sofocado. La viejacocinera bajaba la escalera y se le acercaba sonriendo.

Mariana había visto que el aya tenía el oído pegado a la puerta.

—¿Qué está pasando ahí dentro, Marta, para que lo estéis oyendo contanta inquietud? ¿Hablan de vos?

—Sí, sí, de mí—murmuró la viuda.

—No quiero molestaros con mi presencia; dentro de un rato me diréis loque haya pasado, ¿verdad?

La viuda aplicó de nuevo el oído a la cerradura; pero la pelea se habíacalmado sensiblemente y las voces sólo zumbaban confusas en unaconversación común. Después de haber escuchado largo rato e inútilmente,Marta exhaló un doloroso suspiro y se alejó de la puerta. Tenía los ojosllenos de lágrimas; pero consiguió dominar su dolor, al ver que lacocinera estaba todavía en la escalera.

—¿Y qué es lo que han dicho de vos? ¿Os despiden o podéis quedaros?

--- Me echan—balbuceó Marta temblando de emoción y sin entender casi loque la cocinera le preguntaba.

—Despedida y sin remedio, ¿no queda ninguna esperanza? Es unadesgracia, Marta, y os compadezco sinceramente. La señorita me contócómo pasaron las cosas. Vos no tenéis la culpa.

—¿La señorita?—preguntó Marta—. ¿Cómo se siente? Está muy afligida,¿verdad?

—¡Pobre criatura loca! Es cosa de llorar de lástima, aunque se tenga elcorazón de piedra.

—Teme que la maltraten, ¿no es cierto?

—No, no; otra persona pensaría en ello; ¡pero una pobre loca!

¿Creéisque no piensa en ella? Todo lo que grita es: «Marta, Marta», y sólo lapreocupa el que vos tengáis que sufrir las consecuencias de suimprudencia. Es singular; no os demostraba, sin embargo, mucho cariño;hasta creía que os odiaba, y sin embargo, en el momento de perderos,demuestra por vos un cariño extraordinario. Su cabeza está perdida; nosabe lo que dice ni lo que hace.

Se abrió la puerta de la sala y apareció el intendente en el corredor;estaba colorado, y tenía los ojos rojos de cólera. La presencia deMariana pareció molestarle, e hizo un gesto imperioso para alejarla;pero cambió de idea, le tomó a la cocinera las dos llaves que tenía enla mano y le dijo a Marta, dirigiéndose a la escalera:

—Seguidme, Marta.

La viuda obedeció. La condujo a su propio cuarto, la hizo sentar cercade la mesa, y le dijo:

—Aquí tenéis vuestras llaves, Marta. El asunto está arreglado; pero nofué sin trabajo; he tenido que emplear los medios más enérgicos paravencerla; podéis quedaros en Orsdael y no tenéis nada que temer.

—¡Me ha perdonado!—exclamó el aya.

—Una mujer como la condesa no perdona jamás.

—Pero, con todo, ¿puedo quedarme?

—Eso no era lo difícil; la señora de Bruinsteen consintió en ello sinmayor resistencia; pero cuando le dije que ibais a ser mi mujer casi ledió de rabia un ataque de apoplejía... ¿Esto os sorprende, Marta? Sediría ¿verdad? que está celosa porque yo distingo a otra mujer. Nada deeso; me odia, pero tiene necesidad de mí, y me teme. Si yo quisierapodría hacerle mucho daño y hasta arruinarla por completo. Por esoquerría tenerme bajo su dependencia; pero se acabó, estoy cansado deesta existencia.

—¿Qué terribles secretos hay entonces entre vos y la condesa?—dijoMarta con terror fingido—. Quizá la señora condesa ha cometido algunafalta y vos la sabéis...

—No me preguntéis nada de eso—replicó Mathys—. El día de nuestrocasamiento lo sabr?