La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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IV

Sagrario y Leticia, con un año de práctica en el mundo que aún noconocía su amiga, eran como los pilotos que la enseñaban a cadainstante, con el dedo sobre los planos, cuanto le importaba saber deaquellas regiones colmadas de visibles encantos y de tentadoresmisterios. Ni ella se hartaba de preguntarlas, ni sus amigas se cansabande responderla; pues si era muy grande la curiosidad de la una, mayorera el apego de las otras al papel de profesoras. ¡Con qué gravedad tancómica le desempeñaban algunas veces, y qué mezclados solían andar ensus dictámenes el candor y la malicia! De aquellas cosas que eran eltema de sus conversaciones, todavía no conocía Verónica más que lo quehabía podido columbrar acompañando a su madre, no muchas veces, alpaseo, al teatro, o a tal cual visita o reunión de confianza, si no conla librea de colegiala precisamente, con todas sus rozaduras frescassobre el cuerpo, y todas las cortedades, fingimientos y desentonos a queobliga ese desairado carácter de crepúsculo invernizo: lo que se ve y sesabe de un espectáculo, mirando por los resquicios de la puerta y oyendolos rumores, del concurso, o leyendo mal y de prisa los contradictoriosrelatos de los obligados cronistas; parvidades y probaduras que sólosirven para estimular y enardecer los apetitos. Sagrario y Leticia, encambio, habían traspuesto los umbrales, y eran ya espectadoras deadentro; más que espectadoras, figuras principales de la gran comedia:les era permitido, una vez en escena, disponer libremente de losrecursos propios para aspirar hasta al dominio de ella; mirar a loshombres cara a cara; provocar sus lícitos atrevimientos; poner a pruebala calidad y el temple de sus armas; luchar impertérritas y vencervalerosas, o sucumbir apasionadas, que este es el fin, más o menosremoto y a sabiendas, de todos los femeniles empeños en lo mejor de lavida, y a ese solo paradero se va por donde las mujeres andan, cargadoel cuerpo de lujo y el alma de tempestades...; en fin, tocar y palparlas realidades de los sueños de la colegiala y de sus entusiasmos derecién llegada a las puertas del mundo.

Bien sabían las maestras con qué ansias aguardaba la neófita a que selas abrieran; y por saberlo tanto, se complacían en aguijonear susimpaciencias extremando el color de sus pinturas.

Todo cuanto se prometía, física y moralmente, en las niñas Leticia ySagrario, quedó sobradamente cumplido en estas dos jovenzuelas. Leticiaera una morena gallarda, correcta, sobria, expresiva y dura, así deformas como de palabra; temible en el manejo de ciertos recursosexternos, que en una gran parte de las mujeres resultan inofensivosaccesorios, y en otras tantas no pasan de simples detalles decorativosde su belleza. Estas cosas, puestas en juego por Leticia, a pesar de suspocos años, eran todo lo que había que ver. Con tal destreza lasconcordaba, que del diabólico conjunto resultaba un arma tremenda, algoque llevaba la muerte en sus acometidas y era, al propio tiempo, escudoimpenetrable. Cuanto más se la estudiaba, menos se la conocía y mayorera el empeño de conocerla. ¿Era frialdad de espíritu o fortaleza derazón, la causa determinante de aquella su inalterable serenidad entodos los actos ostensibles de su vida? ¿Era leal en sus amistades,noble en sus inclinaciones, sincera en sus informes, honrada en susimpulsos? Todo se podía creer y de todo se podía dudar, porque todocabía en ella en opinión de todas sus amigas. Entre los hombresdiscordaban mucho los pareceres: según las ocasiones y lascircunstancias. En lo que convenían unos y otras era en que Leticiahabía nacido con el «don de gentes», y en que no era cosa llana predecirhasta dónde podía llegar la «mujer de mundo»

formada sobre la base deuna joven de aquel carácter y de aquella singular naturaleza.

¡Sagrario!..., el ruido, la inquietud, la intemperancia, la vehemencia,la sinceridad, la pasión; el día y la noche, la risa y el llanto. Lacuriosidad seguía devorándola, y la avidez de impresiones la consumía.No había asomo de juicio en aquella cabeza rubia que parecía el caprichode un pintor lascivo, ni tacha que poner a la hechicera envoltura deaquel temperamento tempestuoso.

—Va verás, ya verás—decía Leticia, andando Verónica en vísperas deecharse al mundo—, ya verás como ese cacareado león no es tan fierocomo nos le pintan. Algo impone de pronto su mirada, y cierto respetilloinfunden sus bramidos; pero con un poco de serenidad y otro tanto decierta mafia que no ha de faltarte a ti, se le pasa la mano por el lomoy hasta se le pone bozal y se le liman las uñas, como a un falderillo detres al cuarto.

—Lo mejor es—añadió Sagrario revolviendo un huracán con su abanico—,no tenerle pizca de miedo, aunque ponga en las nubes sus rugidos y tesaquen tiras de pellejo sus zarpadas. Así hay lucha, y el triunforesulta más sabroso.

¿Qué creerás tú que es lo más malo de esta bestiade mil caras? Las mujeres, ¡pásmate! Ahí están los rencores, lasenvidias y el veneno. Ésas, ésas son las que necesitan látigo y hierrocandente: todas, y cada cual por su estilo, son peores. ¡Pero loshombres!: mansos, humildísimos borregos que se gobiernan con un hilo deestambre... No me dé Dios mayores enemigos.

—Según y como se los trate—se atrevió la novicia a replicar

aSagrario,

mientras

Leticia

se

sonreía

maliciosamente.

—No hay más que un modo de tratarlos, que yo sepa—

repuso la rubia conadmirable sinceridad—: bien... Pero el caso es que aplicas este mismoprocedimiento, generoso y cortés, a las mujeres, y te resulta el efectocontrario; y cuanto mejor te portas con ellas, menos te quieren y más lodisimulan. ¡Si lo sé yo!

—¡Lo sabe! ¡Qué exageraciones!—exclamó aquí Leticia, no sé si porcontener a Sagrario, o por irritar más sus intemperancias geniales.

—¡Exageraciones!—replicó la rubia imitando la voz y los ademanes de suamiga—. ¿Por qué? ¿Porque digo lo mismo que estás tú pensando?

—Pero, alma de Dios—repuso la otra—, si aún no hemos cumplido losveinte años, y no hace uno que andamos por el mundo, ¿cómo hemos deconocerle con tantos pelos y señales? ¿Qué sabes tú todavía cuál esbueno ni cuál es malo, tratándose de hombres y de mujeres?

—¡Mucho, muchísimo!—exclamó Sagrario en un arranque de cómicasolemnidad—. Y dejemos a un lado los hombres, por ahora, que son unosinfelices que no se meten con nadie; ¡pero las mujeres!... ¿Piensas quesoy sorda?

¿Tiénesme por ciega? ¿Lo eres tú, por si acaso? ¿Y

tantosaños se necesitan, andando entre ellas, para observar cuándo sus besosson de judas, y puñaladas sus sonrisas?...

Mira, Beronic (la llamabantodos así, en francés, como la habían llamado en el colegio, por quitarel saborcillo sainetesco que teñía su nombre pronunciado en español), yno te lo digo por meterte miedo, sino por todo lo contrario: porquesepas que, providencialmente y porque no aburran por llanos los salones,hay esas escabrosidades en ellos; lo que pasa es esto... y tenlopresente para que no te acongoje al otro día la sorpresa del hallazgo:por llegar, te comerán todas con los ojos; algunas te llenarán los oídosde lisonjas; otras, la cara de besos; tú estarás ruborosa, algo trabadacon los estorbos de los elegantes arreos que nunca has arrastrado, y elflamear de los honores con que te reciben en el gran mundo los veteranosde él; pues porque te turbas, porque te trabas, y, sobre todo, porqueestás hermosa, te morderán las que te besan, las que te adulan y las quete miran: las unas con la lengua, las otras con los ojos; y si no fuerasbonita, te morderían lo mismo por todos estos pecados y por el de serfea... ¿Te sonríes, Leticia?...

¡Qué pieza eres! Pues mira, ni siquierale pido a Beronic las albricias del descubrimiento, porque esas cosaslas he leído infinitas veces en libros de escarmentados. Lo que he hechoyo es comprobar el caso sobre el terreno, como ha de comprobarle estanovicia, por torpe que sea de oído y de mirada, siempre que haga laobservación con un poco de malicia. ¡Pues si llegas a tener ángel paralos hombres, y dan éstos en acudir a tu lado!... De risco que sean tuscarnes, han de sentir la mordedura de la más blanda de boca.

Leticia soltó aquí la carcajada.

—¿A que te sangran a ti todavía las cicatrices?—le dijo Sagrario,encarándose valientemente con ella.

—¡Si no me río por eso, extremosa!

—Pues ¿por qué te ríes, prudente?

—Porque, en tu afán de abrir los ojos a ésta, vas a concluir porhacerle aborrecible aquello mismo que tratamos de hacerle amable... yque tanto nos gusta a nosotras.

—¡Bah!..., ese no es caso de risa.

—¿Lo dudas?

—Es que no lo creo. Te ríes de mis despreocupaciones, como tú llamas aesta claridad que yo gasto, lo mismo en hechos que en dichos. ¡Como túprefieres el sistema contrario!... Pues mira, yo no me río del tuyo, quete lleva al mismo fin que el mío: cuestión de temperamento y de gustos.Por eso no le predico a ésta las ventajas de tal o cual camino para ir adonde nosotras vamos: lo mejor es dejar a cada cual que marche por dondemás llano lo vea.

—Estamos conformes—dijo Leticia con gran formalidad, probablementeforzada—. Pero sea o no caso de risa lo del cuadro que pintabas, es locierto que tanto puedes recargarle de color, que llegue ésta a mirarlecon miedo.

—Por eso mismo—replicó Sagrario, golpeando a la aludida en un hombrocon el abanico cerrado—, he comenzado por advertirla que se lo cuentopara evitarle la sorpresa del hallazgo de ello; porque ha de saltarle alos ojos, más tarde o más temprano, eso que yo tengo por uno de losbocadillos más sabrosos de la mesa de nuestro mundo... ¡Caramba, y québien salió este parrafejo! ¿Si iré para literata sin notarlo?... Confranqueza, Beronic..., y perdona

tú,

Leticia,

si

hallas

algo shocking

la

despreocupación: después del placer de ser codiciada delos hombres de buen gusto, no hay otro que más halague mi vanidad que elser envidiada y aborrecida de las mujeres elegantes.

Con esta explosión de las ingenuidades de Sagrario, cuatro mordiscos dela lima sorda de Leticia, y media docena de comentarios de la neófita,no tan cortos de alcance como pudieron creer sus amigas, tomándolos entoda su apariencia, terminó aquella entrevista, que no la enseñó muchomás de lo que ella sabía o sospechaba.