La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XII

Sobre este apreciable matrimonio apenas se veía la huella del tiempocorrido desde que el lector le conoció, con motivo de una visita que lehizo la marquesa de Montálvez.

Un poco más enjuto y encanecido donSantiago, y menos entregada a su vicio calcetero la indestructible ypetrificada doña Ramona. En todo lo restante, lo mismo que siempre: losmismos entretenimientos, las mismas costumbres y hasta los mismosmuebles en el despacho del antiguo droguero... y las mismas alternativasreumáticas, aunque algo más acentuadas de gotosas cada vez, en la mismasimpática persona; en el cual despacho acababan de desayunarse marido ymujer en el momento en que vuelvo a poner al lector en su presencia.

La noche antes había llegado Ángel a casa más desasosegado y distraídoque de costumbre: cenó poco, habló menos y sin venir al caso; tan prontosonreía como se le nublaba el gesto y se estremecía todo... Y así se fuea la cama.

De eso estaban hablando cabalmente su padre y su madre todavía, cuandose les presentó Ángel muy risueño, pero no muy tranquilo, a juzgar porciertas señales. El tal mozo era la alegría de la casa, y no hay paraqué decir cómo fue recibida allí su sonrisa, después de los extrañoscelajes de la noche anterior. Pero extraña era también, en lascostumbres domésticas de Ángel, la visita al despacho de su padre aaquellas horas; y en ello convinieron don Santiago y su mujer con unamirada que cambiaron entre los dos, y que al propio tiempo quería decir:«¿qué diablos le pasará a este chico?»

Y el chico comenzó a dar cuenta de lo que le pasaba, poniendo en manosde su madre después de estamparla un beso en la frente, como lo teníapor costumbre, y de recibir otro en cada mejilla, el retrato de Luz.

—Vea usted eso—dijo con voz temblorosa y sonriendo al entregárselo.

La Esfinge tomó la tarjeta, púsola a conveniente luz, y clavó en elretrato la vista a través de sus anteojos, con una fijeza taninalterable y dura, que Ángel hubiera jurado que le hacía daño en elpecho y que por eso latía su corazón tan desacompasadamente.

Don Santiago, vencido por la impaciencia, levantose del sillón, y porencima del hombro de su mujer se puso a contemplar también el retrato. Yasí se estuvieron un par de minutos sin decir palabra: la Esfinge, consu ceño indescifrable; su marido, con la boca desplegada y los ojos muyabiertos, y Ángel mirando al uno y a la otra, temblándole las piernas ycon el corazón dale que dale.

Al fin se movió doña Ramona para alejar un poco más la fotografía; y,sin dejar de contemplarla, exclamó con un entusiasmo que no era deesperar en ella:

—¡Dios mío, qué criatura más angelical!

—¡De verdad es primorosa!—dijo don Santiago cogiendo la tarjeta yacercándose al balcón para examinar el retrato más a su gusto.

—¡Y qué humildemente vestida y peinada está!—añadió la Esfinge alsoltar de su mano la tarjeta.

—¡Y qué dulzura de semblante y qué mirar de NiñoDios!—dijo donSantiago desde el hueco donde estaba embutido ya.

Ángel sintió en su pecho cuatro porrazos seguidos y tremendos, uno porcada exclamación, que le retumbaron en la cabeza. Pero aquellos golpesno le dolían ni le incomodaban.

—Corriente—dijo en seguida su madre, mirando al extasiado mozo, y comosi respondiera a las palabras de él cuando la entregó el retrato—; y¿qué significa... esto?

Entonces Ángel se sentó a su lado; y con muchas zalamerías, convirtiendocon gracia y con habilidad el tema de la media naranja, tan repetidoen su casa, en disculpa y germen de todo lo sucedido después, comenzó lahistoria de ello; pero desde muy atrás: desde el punto y hora en queconoció a Luz a la puerta de las Calatravas, callándose discretamenteapellidos y seriales para que no saliera lo tapado antes del momento enque debía salir.

Ya estaban los padres de Ángel enterados de casi todo lo que deseabansaber: por qué trasnochaba; por qué se vestía con tanto esmero; por quéandaba como desvaído a veces, y a veces hecho un cascabel, y hastasabían por qué había llegado a casa la noche antes tan atolondrado ynervioso. Y

no sólo lo sabían, sino que lo aprobaron y aun loaplaudieron.

Corriente; pero ¿a qué puertas había ido a llamar Ángel?

¿Quién eraella?

Y Ángel, que no tenía motivos racionales para callarlo ya, lo dijo hastacon entusiasmo.

La Esfinge dejó caer de sus manos la media que había cogido paraentretenerse mientras hablaba Ángel, y don Santiago, que, aunque, vueltoa su sillón, todavía lanzaba ojeadas al retrato de Luz colocado sobre lamesa, volvió la mirada, mirada de angustia y desconsuelo, hacia sumujer, cuyo rostro daba frío, pero frío de tumbas y de subterráneos.

—¡Hijo mío!—exclamó llevándose las manos de esqueleto entrelazadashasta cerca de su boca—, si lo que nos has descubierto es la verdad; sila quieres como nos aseguras, más te valiera no haber nacido; y ya quenaciste, más nos valiera a todos que te hubieras muerto sin penas, a laedad en que se llevó Dios a tus hermanos.

Ángel pensó entonces que la luz del sol se apagaba para él, y que latierra se hundía bajo sus plantas. Contaba con que su madre había deponer tachas a Luz tan pronto como conociera de qué tronco procedía,porque las tachas de este linaje eran la manía de la obcecada señora;pero en aquellas palabras, en aquella actitud, en la angustia bienvisible de su padre, había mucho más que un resabio que se vence con lareflexión y la fuerza del cariño: había escollos infranqueables, simasnegras en que ya se vela precipitado el pobre chico con la cargadulcísima de sus primaverales ilusiones. El instinto de la vida, porquelo contrario era su muerte, le dio alientos para asomar los ojos alabismo y medir con la mirada su verdadera profundidad. Pidió a su madrela razón de sus palabras, tan preñadas de obstáculos desconocidos paraél, y su madre, más justiciera que compasiva, ahondó el abismo clavandoa la marquesa de Montálvez en la picota de su indignación yacribillándola allí con una granizada de crueles vituperios.

Quedábale al hijo el pobre recurso de atenuar la gravedad de los cargoscon la supuesta propensión de su madre a pensar mal de ciertas señoras,y eso trató de hacer; y como también contaba con el amparo de su padre,a él volvió los ojos suplicantes, mientras hablaba lo poco que se leocurría.

Y el padre, aunque no estaba menos angustiado que su hijo, también tuvouna nueva puerta que cerrarle y un nuevo clavo que hundir en su corazón.

—No, no es eso que tu crees, hijo mío. ¡Ojalá lo fuera!

Tu madre,desgraciadamente, no habla ahora sin muy graves fundamentos. Yo no iré,sin embargo, en ciertas cosas, tan lejos como va ella; pero estamosenteramente conformes en cuanto a lo principal, que es muy grave; tanto,que necesitas conocerlo, y lo vas a conocer sin tardanza, por mucho quete duela oírlo y a mí me aflija el contártelo.

Y aquí comenzó el buen hombre a referir cosas que dejaban espantado alpobre mozo, no sólo por lo que de espantable llevaban las cosas en símismas, sino también por oírlo de unos labios de los cuales habíaesperado él, no heridas nuevas, sino bálsamo para curar las que lehabían hecho las palabras de su madre.

—Pero esas noticias—dijo con voz poco segura Ángel, resuelto adefender uno a uno todos los portillos de su arruinada fortaleza—,pueden ser inexactas..., lo serán indudablemente. Yo sé cómo se vive encasa de esa señora: allí no hay rasgos ni vestigios de esas enormidadesque usted me ha referido; se hace una vida sosegada y metódica, unaverdadera vida de familia..., se reza.

—Sí—clamó entonces la voz lúgubre de la Esfinge—: también el diablo,harto de carne, se metió a fraile; pero diablo fue siempre.

—Se rezará, no lo dudo—dijo don Santiago interrumpiendo a su mujer—,y se hará la vida ejemplar que tú has visto, hijo mío; pero lo hecho,hecho está, y la obra del demonio a la vista queda para escándalo de lasgentes honradas, aunque la pecadora se vuelva a Dios cuando ya no sirvepara el mundo. Con todo, entiéndelo bien, yo no te culpo ni te acrimino:eres mozo sin experiencia, y te enamoraste a los primeros pasos quediste fuera de tu hogar: no es extraño que hayas sido y todavía seasciego y sordo, y que no veas ni oigas lo que tanto suena y has tenidodelante de los ojos. Yo también dudé al principio, porque conocía a esaseñora..., la conocí aquí mismo, ahí donde estás tú sentado; y aunque lavi derrochadora, no la creí capaz de otros pecados más feos. Tuve variosnegocios con ella, y éstos me obligaron a visitarla en su casa muchasveces; y en su casa andaba una víbora de las que muerden el seno que lasha dado calor: un mayordomo que, según informes que después adquirí,había perdido la confianza de su señora, con grandes motivos para ello.Este mayordomo, nada conforme

con

que

la

marquesa

tratara

directamenteconmigo negocios que antes arreglaba él a su gusto con usureros, paraestafarla entre todos, fingiendo llorarme lástimas de ella como parainteresarme más, pero con

bien

contrarias

intenciones,

me

fue

imponiendominuciosamente de los percances más gordos de su azarosa vida. Ya eraadministrador y mayordomo de la casa cuando nació la marquesa: ¡figúratesi, estaría bien enterado! Sin embargo, me resistía a creerle; pero comome importaba salir de dudas, por la índole misma de los negocios quetraíamos entre manos esa señora y yo, acudí a otras fuentes; y bienpronto me convencí de que el pícaro administrador todavía se habíaquedado corto en sus informes. Tan sonada era en Madrid la fama de lamarquesa, que todos los informantes se extrañaban de que no la conocierayo. ¿Qué había de conocer metido en estos rincones, tan apartados delbullicio de las gentonas como del otro mundo! Lo del banquero, lo sabía;es decir, sabía que era un bribón y que se había largado de la noche ala mañana temiendo que le desollaran vivo en la Puerta del Sol; pero¿qué me importaba a mí si era casado o soltero, ni cómo recordar eltítulo con que se pavoneaba últimamente, si es que alguna vez le oípronunciar, que lo dudo? En cuanto a lo del señor de Guzmán,

¿cómosospecharlo siquiera? Una vez me la recomendó como persona deresponsabilidad y amiga suya; pero ¿qué había en esto de particular nide sospechoso, sobre todo después de haber observado que los informeseran exactos, porque la marquesa ha ido cumpliendo fielmente todos suscompromisos conmigo? ¿Qué me tocaba a mí hacer, aun después dedescubierto el potaje, sino mostrarme ignorante con la marquesa y seguirtratando con ella siempre que lo ha necesitado, por respeto al señor deGuzmán, a quien tampoco he dicho una palabra? Tu madre y yo hemoshablado muchas veces aquí de esos fregados; pero no eran asunto quedebía quitarme el sueño, ni cosa de llamarte a ti para que te fuerasenterando... ¡Ojalá lo hubiéramos hecho!... Y he aquí, hijo mío, por quéno te culpo de lo que te pasa, y las razones que tengo para apoyar a tumadre en lo que te ha dicho.

El pobre Ángel tenía la cabeza hecha un laberinto de fuego y de visionesdiabólicas; pero entre todo y sobre todo lo que se revolvía y abrasaba,alzábase flotante y como la esperanza de un celestial consuelo, laimagen de Luz; de Luz, que no estaba, que no podía estar manchada con elfango de aquel lodazal en que había nacido. ¿Qué justicia, qué leyautorizaría la infamia de castigar en un ángel las culpas de una mujerpecadora!

Y en este sentido y con toda la energía de su alma dolorida, habló a supadre, porque nada esperaba de la inclemente rigidez de su madre.

Don

Santiago,

más

compasivo,

le

respondió,

descubriendo en su voz y ensus miradas la honda pesadumbre que le afligía:

—Yo tampoco soy de los que creen que los vicios se heredan como lasenfermedades, ni de los que tienen por justo que paguen los hijosinocentes las faltas cometidas por sus padres; pero se dan casos amenudo en que se teme lo peor, como si fuera lo probable, y la necesidadse impone con su fuerza de consideraciones y respetos humanos, y obligaa proceder ajustándose más a las leyes del mundo que a los mandatos delcorazón. Porque así somos, hijo mío, y por nuestra culpa..., porquenuestras son las leyes que nos amarran a los escrúpulos de los demás.Cierto que las hacemos y las promulgamos con el piadoso fin de molestaral prójimo; pero hechas quedan y a las barbas nos saltan en cuanto losdelincuentes somos nosotros. Y nada más justo.

—Bien está eso—interrumpió Ángel, que no podía con el martirio de susimpaciencias—; pero en el caso mío...

—A él iba sin parar—contestó su padre, saliéndole al encuentro—. Elcaso tuyo...

—El caso tuyo—dijo la tremenda voz de la Esfinge, haciendo callar a lade su marido—es de los que reclaman todo el valor que cabe en elcorazón de un mozo de vergüenza para irle olvidando, porque no tienenotro remedio.

—El caso tuyo—insistió don Santiago, queriendo atenuar el efectocausado en el hijo por las durezas de la madre—, no es para resuelto encuatro palabras en un momento de fiebre como la que te abrasa ahora,hijo mío, de pies a cabeza: es para meditado en frío y con calma...,cómo le has de meditar tú seguramente, tomando los puntos donde debentomarse: no en las alturas de la pasión, sino abajo, abajo en estepícaro suelo que se pisa, y entre la gente con quien uno se codea encuanto sale de casa.

—Pero ¿cómo!, ¿cómo!—preguntó Ángel, anhelando llegar cuanto antes alo desembarazado y concreto.

—A eso vamos, hijo, a eso vamos—le repitió suavemente su padre—.Déjate de andar a vueltas con lo de que si el mundo es justo o esinjusto en esto o en lo otro; o si las madres pecadoras por aquí, y silas hijas inocentes por allá, y considera lisa y llanamente lo que a tite pasa. Hay una joven que no tiene pero en lo tocante a ella misma: esmuy guapa, muy recogida, muy bien educada..., una santa de Dios, vamos.De esta joven te enamoras tú, y ella se enamora de ti. Deseáis casaros,y resulta, en primer lugar, que no es hija de su padre..., quierodecir...

—Tiene derecho perfecto al apellido que usa.

—Por la ley, pero no por la naturaleza; y esto lo sabe todo Madrid, elMadrid que bulle en lo alto, y habla recio y escribe, y es oído y leído,y murmura y desuella al sursumcorda, y da y quita reputaciones a suantojo. La madre que hizo esa fechoría tuvo por marido, es decir, porpadre legal de la novia, a un estafador, huido de su patria después portemor a la justicia; y esto lo sabe también ese Madrid que murmura yalborota; la misma mujer, que fue desleal, infiel, antes de casada,continuó siendo esposa adúltera; y cuando enviudó, no tuvo el diablo pordónde desecharla. Y eso también es público en el Madrid que hace ydeshace reputaciones... ¿Te vas enterando?

—Adelante—dijo el pobre mozo con heroica resolución, medio tragado yapor la boca del negro abismo.

—Pues bueno—añadió su padre espantado de que tuviera que ser él quienle empujara para arrojarle hasta el fondo—: a pesar de todos estosinconvenientes, te decides a casarte porque Luz es una santa, segúnhemos convenido. Luz, por hermosa y por hija de su madre, es muy visibleen el mundo, en el Madrid que murmura y despelleja, y te la tomas delbrazo para entrar con ella en ese paraíso que habéis soñado los dos...Mira, Ángel, será injusto, será inicuo, todo lo que tú quieras; pero esla pura verdad que ese Madrid maldiciente y sinvergüenza; ese Madrid queacaso tiene la culpa de que la marquesa de Montálvez no sea una mujersin tacha, arroja sobre su hija, y como regalo de boda, todos losescándalos de la madre, y, por consiguiente, sobre su marido, sobre ti,que eres un hombre de bien (y, por serlo, vas por donde vas y con quienvas), todos los sambenitos de tu mujer, entre algazara y chacota.

Ahorabien: por grande que sea tu obcecación; por hermoso que se te pinte enlos ojos lo que hay del lado de allá de la puerta, ¿te atreverás aentrar por ella con tal fardo de ignominias a la espalda? Esto es lo quehas de meditar, hijo mío, con la cabeza fría y el corazón sosegado.

Ángel no quiso oír más ni añadir una palabra. ¡Tan honda y tan negra leiba pareciendo la sima! La Esfinge, implacable, trató de ennegrecerla yahondarla todavía más.

Su marido se lo impidió con una mirada que tuvotoda la fuerza de un discurso para su corazón de madre. Ángel se levantóaturdido y mudo para retirarse de allí, y al mismo tiempo extendió elbrazo para recoger el retrato de Luz, que estaba sobre la mesa.

—Tómale, hijo mío—le dijo su padre adivinándole la intención yapoderándose de la tarjeta antes que él—. Pero aguarda un poco. (DonSantiago volvió a contemplar el retrato.) Sí..., ¡clavada!... Bien decíayo antes para mí: «¿a quién que yo conozco se parece esta cara?»¡Claro!, ¿a quién había de parecerse?... ¡Si me asombra que por esterastro, y sabiendo lo que ya sabía, no hubiera yo dado en el quid antesque tú me le descubrieras!...

—Esos parecidos—dijo la Esfinge—son el sello que pone la mano de Diosen las obras del demonio, como esa desdichada criatura, para aviso delas gentes honradas...

—¡Mujer!...

—Para que duela lo digo, Santiago, para que duela..., porque esa clasede heridas no se curan con bálsamos dulces: se curan a fuego, entremartirios como el que estoy padeciendo yo viendo al hijo de misentrañas, al regalo de mis ojos, entre las uñas de Satanás. ¿Merecía élese destino?

¿Le hemos criado tú y yo para eso?

—No, mujer, no—díjola don Santiago en santa calma—; pero a un solofin se puede ir por diversos caminos...

Déjame por donde voy ahora, queyo sé que no voy mal y que he de llegar antes y mejor que por donde túquieres que vaya.

Luego, volviéndose a Ángel, que continuaba mudo y cada vez más aturdido,dijole entregándole el retrato:

—Tómale, hijo, ya que le deseas..., como es natural; pero procura notenerle delante cuando medites sobre lo que te he dicho, para resolverlo que te conviene.

Ángel recogió la tarjeta, y salió, con ella en la mano, del despacho desu padre; y es cosa averiguada que en cuanto se vio solo y encerrado ensu gabinete, desahogó las fatigas de su pecho regando con lágrimasardientes y devorando a besos resonantes aquella imagen fidelísima de lamás hechicera «obra del demonio».