La Hora de Leviatán by Alemany - HTML preview

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PRIMERA PARTE

I

 

Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama,

 

o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian

 

también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los

 

instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se

 

halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se

 

rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que

 

acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin

 

consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro

 

costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud

 

insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los

 

colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la

 

serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues

 

con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí,

 

una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba

 

era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la

 

sucursal.

 

Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me

 

dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía

 

tomada la decisión.

 

Deseo permanecer en el más absoluto anonimato.

 

El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro

 

era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el

 

significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche

 

que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de

 

hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo,

 

mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar

 

formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio

 

una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro.

 

Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse.

 

Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de

 

colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro

 

modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una

 

camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras,

 

más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa

 

angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había

 

sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan

 

ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello

 

pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar

 

mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda

 

prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia,

 

a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida

 

todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo. Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había

 

tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo,

 

renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso

 

abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno

 

hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi

 

epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno.

 

Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable

 

por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces

 

reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin

 

complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio

 

físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis

 

relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille

 

confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que

 

brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía

 

endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos.

 

Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había

 

convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa.

 

Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y

 

conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o

 

para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero

 

la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra,

 

viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando

 

plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún

 

temor. Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de

 

posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que

 

me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba

 

de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría

 

precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que

 

deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con

 

cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna

 

reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio

 

para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo

 

durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las

 

circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo.

 

Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle

 

del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto

 

de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia

 

considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para

 

transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé

 

de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más

 

amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos

 

ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a

 

mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en

 

un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres

 

con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me

 

provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú,

 

cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una

 

cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia

 

ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que

 

tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el

 

suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi

 

cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante.

 

Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis

 

hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las

 

mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté

 

profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que

 

ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la

 

esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie

 

miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta.

 

Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra
muros
la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan

 

comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento.

 

Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse

 

delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres

 

direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa.

 

Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me

 

traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso.

 

Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera

 

instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las

 

arreglaría.

 

De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de

 

Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda

 

respuesta, le mostré los billetes.

 

A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía

 

en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía

 

escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a

 

un número determinado.

 

Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi

 

inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi

 

llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con

 

la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas

 

de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono

 

móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en

 

efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una

 

función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona

 

visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se

 

produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán.

 

Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver

 

a dónde se dirige.

 

Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla.

 

Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En

 

efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era

 

todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía

 

en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre.

 

Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese

 

día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando

 

el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas

 

acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente

 

a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam,

 

pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me

 

convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión

 

geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se

 

hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me

 

devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una

 

cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí

 

hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve

 

ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en

 

realidad mi mente estaba ya tejiendo a sus anchas el complot.

 

Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa

 

besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante

 

pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo

 

el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía

 

perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y

 

vasto bolsillo.

 

Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta

 

porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua

 

delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable,

 

interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué

 

un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le

 

hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba.

 

¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego

 

veremos.

 

Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero,

 

retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa.

 

Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana

 

Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo

 

menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no

 

saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad

 

más clemente.

 

En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin

 

mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y

 

resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta.

 

De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de

 

tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto

 

de sorpresa.

 

Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le

 

compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera

 

que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que

 

decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de
qué presumes y te diré de qué careces
, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia

 

que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los

 

almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al

 

que acudían mi mujer y su amante. No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento

 

del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho

 

expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el

 

escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas

 

direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni

 

perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta
sanctorum
hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la

 

suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la

 

oficina.

 

La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una

 

satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya

 

propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el

 

cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de

 

dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido

 

hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por

 

cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada,

 

especialmente la que es dirigida contra nosotros.

 

Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía

 

aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro.

 

Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis

 

comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una

 

mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la

 

pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo

 

adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo

 

cariaconteci