La Hermana San Sulpicio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Va usted al baile esta noche?

—¿Al baile del Casino?

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—Sin duda.

—Pues sí, señora, tal vez dé una vuelta por allí... En estos sitios debaños hay tan pocos recursos para distraerse, que si uno no aprovechalas fiestas... Sin embargo, si usted no quiere, no iré.

—¿A mí qué me importa que usted vaya o no vaya?—respondió con viveza;pero volviendo sobre sí de repente, añadió:—Digo, no, perdóneme usted yque me perdone Dios; he dicho una necedad. Los bailes son lugares deperdición y debemos desear que no vaya a ellos nadie.

—Entonces no los habría... De modo que no quiere usted que vaya.

—Si usted me consulta, tengo el deber de aconsejarle que no vaya—merespondió adoptando por primera vez un tono sumiso y monjil que no lecuadraba.

—Bien, puesto que usted no quiere, no iré; pero en cambio me va usted adecir cómo se llamaba.

—¿Ya pide usted réditos? Las buenas acciones las premia Dios en elcielo.

—Y a veces en la tierra, por conducto de sus elegidos. Sea usted elconducto de Dios en este momento, hermana.

Me miró con la misma expresión curiosa y burlona de otras veces, bajódespués la vista y, trascurrido un momento de silencio, levantose de lasilla para subir al cuarto.

Con el mayor disimulo la retuve suavementepor el hábito, diciendo al mismo tiempo en voz de falsete:

—¿Cómo se llamaba usted?

—¡Chis, suelte usted!

Y dando un tirón se alejó, no sin dirigir una rápida mirada de temor ala madre.

IV

Peteneras y seguidillas.

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¡

Hdiablo! ¿Estaría galanteando a la hermana San Sulpicio? La impresiónque saqué de esta plática por lo menos fue ésa. Y si debo declarar laverdad entera, me parecía que la monja escuchaba los galanteos sin granhorror.

La idea despertó en mí una sensación extraña en que el placer semezclaba con el susto. Fue una sensación viva, un estremecimientovoluptuoso junto con la sorpresa, el temor, el remordimiento, que mepuso inmediatamente inquieto; pero con una inquietud suave, deliciosa.Yo tengo un temperamento esencialmente lírico, como he tenido el honorde manifestar, y todos adivinarán fácilmente los estragos que una ideasemejante puede hacer en tales temperamentos. No hay joven poeta que nohaya soñado alguna vez con enamorar a una monja y escalar las tapias desu convento en una noche de luna, tenerla entre sus brazos desmayada,bajarla por una escala de seda, montar con ella en brioso corcel ypartir raudos como un relámpago al través de los campos, a gozar de suamor en lugar seguro. No sé si este sueño poético está inspirado por elespectáculo del Don Juan Tenorio, o si nace espontáneamente en loscorazones líricos; pero ninguno de ellos me negará que lo ha tenido, yyo el primero. Puede considerarse, pues, la emoción y el anhelo con quedescubrí aquel sacrílego galanteo.

Pero mis sueños tomaron al instante otra dirección más práctica que lade escalar el convento y arrebatar de su celda a la hermana. En estostiempos hay que contar con la influencia funesta que sobre la poesíaejerce la guardia civil. Si no se cuenta con ella es facilísimo dar undisgusto terrible a la familia. En vez del escalamiento me pareció másfactible, si no tan sabroso, gestionar la salida de la hermana por lapuerta principal del convento, para lo cual me propuse averiguar siestaba dispuesta a renovar sus votos cuando llegase el plazo. Porque,dada su edad, no podían aún haber trascurrido los ocho años necesariospara hacer el voto perpetuo... A no ser que lo hubiese hecho la primeravez. Este pensamiento me sobresaltó. Aproveché la primer coyuntura paraentrar en conversación aparte con la superiora. Con cierta astucia, queno había reconocido en mí hasta entonces, fui llevándola adonde era mipropósito, y pude averiguar una noticia que hizo brincar a mi corazón.La hermana San Sulpicio necesitaba renovar sus votos en el mes entrante,que era cuando terminaban los cuatro años. Según lo que pude colegir delas vagas indicaciones de la madre, no había gran seguridad de que lohiciese. Halagando la pasión desenfrenada que ésta tenía por hablar,logré que me relatase la historia de la graciosa monja. No necesitoadvertir que primero le pedí la de la hermana María de la Luz. El amorme hacía un diplomático sutilísimo.

La hermana San Sulpicio se llamaba en el mundo Gloria Bermúdez. Su padrehabía muerto cuando ella contaba solamente nueve o diez años de edad.Era un comerciante rico de Sevilla. Su madre, una señora muy piadosa quepoco después de la muerte de su esposo llevó a la niña a educarse deinterna en el colegio del Corazón de María.

Desde aquella fecha hasta lapresente, la hermana sólo había pasado fuera del convento algunastemporadas, casi siempre para reparar la salud.

—¿De suerte que se le manifestó en seguida la vocación?—pregunté contemor.

—¡Oh, no! La hermana San Sulpicio ha sido siempre una criatura traviesay rebelde.

¡No puede usted figurarse lo que me ha dado que hacermientras fue educanda! ¡Jesús, qué chica! Parecía hecha de rabos delagartijas. Aun hoy habrá usted advertido que su carácter es bastantedistinto del de su prima. Ésta sí que desde muy tiernecita decía lo quehabía de ser: ¡siempre tan quietecita! ¡tan suave! ¡tan modesta!... Yocreo que no se la ha castigado en la vida... Luego, ¡si viera usted quépiadosa! Cuando las demás estaban en el recreo, ella se iba a la capillasolita y pasaba en oración el tiempo que las otras empleaban endivertirse. Jamás tuvo una mala contestación para sus maestras ni riñócon sus compañeras. Donde la ponían, allí se estaba... Lo mismo que hoy,¿no lo ve usted?

—Sí, sí... La otra nada de eso, ¿eh?—dije sonriendo estúpidamente.

—¿La otra?... ¡Madre del Amparo, qué torbellino! Bastaba ella sola pararevolver, no una clase, sino todo el colegio. Los castigos y penitenciasnada servían con ella. Al contrario, yo creo que era peor castigarla.Muchas veces estaba de rodillas pidiendo perdón a la comunidad y se reíaa carcajadas, o entraba en las clases a besar el suelo y con sus muecasarmaba un belén en todas ellas. ¡Las veces que habrá adelantado el relojpara que llegase primero el momento de recreo! No se podía estartranquila teniéndola a ella en la clase. Cuando no pellizcaba a lascompañeras, les escribía cartitas amorosas poniendo la firma de unhombre, o les mandaba retratos de la hermana que les daba lección,hechos con lápiz. Cuando la dejaba cerrada en la buhardilla, hacía señasy muecas a las oficialas de un taller de modistas que había enfrente.Una vez encendió todos los cirios que teníamos allí en depósito, seprendió fuego a una estera y por poco no ardemos todas. ¡Con decirle austed, señor doctor, que una vez llegó a poner la mano en una hermana!Era una niña medio loca... Muy dispuesta, eso sí; lo que no aprendía eraporque no quería aprenderlo. En una hora de trabajo hacía ella más queotras en cuatro... y bien hecho, no vaya usted a creer. Tiene unas manosde oro para bordar, y para los estudios una comprensión tan rápida quepasma. Hoy, sin agraviar a nadie, se puede decir que es la mejorprofesora que tenemos... Hasta en los deberes religiosos se conoce que aesta criatura le ha faltado siempre algún tornillo. Generalmente ha sidoun poco descuidada en el cumplimiento de ellos; pero a temporadas de doso tres meses se le enciende de tal modo el corazón en amor de Dios, queno hay nadie en el colegio que la pueda seguir en sus oraciones ypenitencias... Apenas come, apenas habla, pasa las horas que tienelibres arrodillada en su celda, y por los pecados más pequeños sehumilla de tal modo a nosotras y llora con tantas lágrimas que realmenteparece una santa. Pero a lo mejor cambia el viento y vuelve a ser lamisma chica alegre y bulliciosa de siempre. Claro está que desde que esreligiosa ha mudado mucho; se conoce que la pobre procura dominarse.Pero como, según dicen, genio y figura hasta la sepultura, cierto modode hablar desenvuelto y alegre, que a usted le habrá sorprendido en unamonja, no ha podido reformarlo.

Cuando la reprendo me saca a SantaTeresa, que opina que la piedad no se opone a la alegría y buen humor...Y la verdad es que hoy por hoy ella cumple como todas y en algunas cosasmejor que todas. En el colegio todas la quieren, y las niñas se muerenpor ella, tanto que hay que cambiarla a menudo de clase, porque por laregla nos está prohibido tener preferencias en el cariño, y la hermanaSan Sulpicio no puede menos de tenerlas por su carácter apasionado... Leha costado algunos disgustos a la pobre... Allá en Vergara...

—Sí, sí; ya me ha contado ella cómo se había enamorado de una niña...Uno de los más duros deberes para ustedes sin duda ha de ser el de nopoder profesar cariño a nadie... Y no teniendo así una vocación biendeterminada, y hallándose, como usted dice, en buena posición, ¿cómo esque esa niña se ha hecho monja?

—No he dicho que careciese de vocación. No era tan clara como la de suprima, pongo por caso, pero sí la tenía. Estas decisiones son demasiadograves para que se tomen sin vocación... Creo, sin embargo, que algohabrá ayudado el no llevarse muy bien con su madre... Al parecer, songenios opuestos.

Esta plática sirvió para despertar aún más mi afición.

La posibilidad que se me ofrecía repentinamente de poder amar sinsacrilegio a la saladísima hermana y de ser amado por ella, fue un rayode sol que iluminó mi espíritu y lo bañó de alegría. Excitada de súbitomi imaginación, me consideré ya como novio de la monja, y saltando porencima de todos los pasos que debían, como es lógico, preceder a estebeatífico estado, me recreaba pensando en la originalidad de conducir altálamo a una religiosa. Consideraba con placer cuán afortunado podíallamarme, hoy que los antecedentes de una mujer constituyen un problemapara el que se casa, pudiendo recibirlos tan limpios y puros. Veíame enmí casita, a su lado, escuchando aquel gracioso acento andaluz que tantome cautivaba, recordando tal vez con risa los curiosos pormenores denuestro conocimiento, tal vez interrumpidos en nuestra plática por eljuego ruidoso de algunos nenes...

Cuando desperté de aquel sueño feliz, no pude menos de pensar que parallegar a allá aún quedaba mucho camino. No obstante, me sentí con ánimospara emprenderlo, y tomé la resolución de «trabajar a la monja» hastaconseguir que renunciase al claustro o cambiase su celda por otra másamplia donde cupiésemos los dos. Además del ningún enojo con que recibíamis atenciones y galanteos, advertí en ella ciertos síntomas sin dudafavorables al cambio de estado. Por ejemplo, la hermana sentía unapasión decidida por los niños. Apenas veía uno en brazos de la niñera,ya le brillaban los ojos, mirábalo con atención insistente, sonreía a laportadora y no paraba hasta que se acercaba a él, lo acariciaba y lehacía bailar sobre sus brazos. Para congraciarse con ellos y también consus mamas, llevaba consigo siempre buena provisión de bolsitas de sedacon unos Evangelios dentro, que colgaba al cuello de los nenes parapreservarlos de peligros y que fuesen con el tiempo buenos cristianos.Hasta los chiquillos más feos y más sucios le llamaban la atención. Undía encontramos en la carretera uno de tres o cuatro años de edadrevolcándose en el polvo, en cuya delicada operación parecía encontrargran deleite, a juzgar por las risotadas que daba de vez en cuando,sobre todo cuando el polvo se le metía por los ojos y las narices.

—Mire usted, por la Virgen, esta criatura—exclamó la hermana SanSulpicio.—

Mire usted, madre, lo que está haciendo.

Y se acercó a él y le levantó por un brazo.

—Hola, compadre, ¿le sabe a usted muy dulce? ¿A que es más dulce estecaramelo?

El niño la miró con espanto y no llevó la mano al que la ofrecía. Hizopucheritos y estuvo a punto de llorar.

—¡Tontisimo! ¿Lloras porque te doy golosina? ¿Qué haces entonces cuandote azotan?

Ella misma quitó el papel al caramelo, le abrió la boca al chiquillo yse lo metió dentro. Al paladear el saborcillo grato, el niño se humanizóun poco. Sin embargo, seguía mostrando en los ojos un sobresalto queconcluyó por hacernos reír.

—¿Vives aquí cerca?

El niño bajó levemente la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Dónde está tu casa?

Alzó la manecita sin hablar y apuntó a una casucha que se alzaba no muylejos sobre la misma carretera.

—Llévame, anda.

Y le cogió de la mano dirigiéndose hacia ella. Era de ver elencogimiento singular y la expresión de dolor y angustia con que elchiquillo caminaba, lo mismo que si le fuesen a ahorcar. La hermana nohacía alto en ello.

—Vamos, ¿quién es tu madre, ésa?—le preguntó mostrándole una mujer quea la puerta de la casa se hallaba en pie, mirándoles conenternecimiento.

—¡Mama!—gritó el niño con angustia.

—¿Qué te pasa, hijo?—dijo la madre riendo.

—Aún tiene miedo a las monjas, pero ya se le irá quitando—dijo lahermana.—

Todavía hemos de hacer muchas migas, ¿verdad, buen mozo?...Señora, ¿me deja usted ir a lavar el chico? Porque así no hay alma quele dé un beso.

La madre se puso colorada.

—No crea usted que le he dejado de lavar, que le he lavado dos veceshoy, señora; pero este arrastrao no sé dónde se ensucia tanto.

—Pues yo sí: revolcándose en la carretera.

—¡Ah pícaro!

—¡Corre, corre, que te pega tu madre!

Y arrastró riendo al chico, que caminaba ahora de bonísima gana, haciauna fuente próxima, y allí le lavó y le peinó con las manos todo loesmeradamente que pudo.

Pues digo que, por estos y otros síntomas semejantes, me parecía que lahermana no estaba haciendo una esposa de Cristo modelo; esto sin tratarde ofenderla. Y comencé a gestionar el divorcio con ahínco, pues no haynada que peor parezca que un matrimonio malavenido. Lo primero que hice,el mismo día en que la madre me comunicó los pormenores mencionados, fueprocurar adelantarme un poco en el paseo en su compañía, y cuandocomprendí que no podía ser oído por las otras monjas, decirle a boca dejarro:

—Diga, hermana, ¿piensa renovar los votos el mes próximo?

La pregunta estaba hecha para turbarla, y merced a su turbaciónaveriguar algo de lo que acaecía en su espíritu. Pero yo no había estadoen Andalucía, ni tenía idea de lo que es una sevillana.

—¿Y a usted qué le importa?—me contestó sin alterarse poco ni mucho,mirándome con expresión maliciosa a los ojos.

El que se turbó fui yo, y no poco.

—A mí, nada... digo, sí, mucho, porque todo lo que se refiera a usted¡claro! ¡me interesa! ¡claro!...

—¡Oscuro! digo yo, ¡oscuro! ¿Por qué le ha de interesar a usted que unareligiosa renueve sus votos?

Debí espetarle en aquel momento la declaración que tenía preparada, ¿nolo creen ustedes así? La ocasión era que ni encargada. Pues no meatreví, ¡ea, no me atreví! En vez de decirle: «Porque yo la adoro austed, y sería para mí una horrible desgracia esa renovación que mearranca toda esperanza de ser algún día amado por usted», comencé abalbucir como un doctrino, concluyendo por decir una sarta de necedadesque sólo al recordarlas me pongo colorado.

—Porque a mí me complacería que usted los renovase... vamos... queusted los renovase con gusto... No es decir que lo haga sin gusto...vamos... Pero yo creo que cuando se hace un voto como ése con vocación,puede pasar... pero cuando se hace sin ella, debe de ser una grandesgracia... Porque es muy serio... ¡Caramba si es serio!

Cuando yo decía esto, ella parecía muy lejos de estarlo. Mirábame conojos donde chispeaba la gana de soltar una carcajada. Paré, pues, enfirme la lengua, y más colorado que un pavo tosí tres o cuatro veceshasta reventar, supremo disimulo que hallé entonces, y le pregunté,afectando gran dominio de mí mismo, cuántos vasos había bebido ya.

Entablamos una conversación indiferente. Sin embargo, a los pocosmomentos ella misma volvió a sacar la otra. Nos habíamos sentado en unbanco del parque. Enfrente, sentadas en otro, estaban la madre, lahermana María de la Luz y una señora, de Sevilla también, que estabatomando las aguas, llamada D.ª Rita. En una pausa me preguntó:

Conque usted deseaba saber si pienso renovar mis votos, ¿verdad?

—Sí, señora—le respondí sorprendido.

—Pues voy a satisfacerle a usted la curiosidad. No, señor, no piensorenovarlos.

—¡Caramba, cuánto me alegro!

—Puedo decirlo sin pecado—añadió sin hacer caso de miexclamación,—porque es mi propósito firme desde hace tiempo, y así selo he comunicado al confesor. ¿Quiere usted saber más, fisgón,chinchosillo?

—Sí, señora—repliqué riendo;—quiero saber por qué, no teniendovocación... Digo, me parece que no la ofendo a usted.

—No, señor, no me ofende usted. Adelante.

—Por que, no teniendo vocación, se ha hecho usted monja.

—¡Oh! Eso es largo de explicar—dijo poniéndose repentinamenteseria.—Además, esas cosas sólo se pueden decir a personas de muchaconfianza... y usted es un amigo de ayer.

—¿Cómo de ayer?

—Bueno, de anteayer... es igual.

—Pues aunque soy tan reciente, crea usted que lo soy de veras, y quetendría placer muy grande en demostrárselo... aunque fuese con cualquiersacrificio... Porque usted es muy simpática a todo el mundo por sucarácter franco y espontáneo, pero crea usted que a mí lo es más que anadie... A los que nacimos y vivimos en el Norte, esa espontaneidad, esagracia que tienen las andaluzas nos causa una impresión inexplicable. Demí sé decirle que no encuentro música más grata que el acento de usted.Me pasaría las horas muertas oyéndola hablar. Y no sólo por la gracia yel encanto que tienen sus palabras, sino porque adivino en usted uncorazón tierno y apasionado...

Este era el camino más despejado para llegar a una declaración. Creo quehubiera llegado sin mayor tropiezo a ella si no se hubiese presentadoinopinadamente delante de nosotros aquel maldito chiquillo que el díaanterior habíamos hallado en la carretera.

—¡Perico!—exclamó la monja levantándose.—Pero ¿qué cara es ésa, niño?¿Dónde te has metido, lechoncillo?... Señores, miren ustedes quécara—añadió cogiéndole por la cabeza y presentándonoslo,sonriendo.—¿Habrá cosa más chistosa en el mundo?

¿No da ganas decomérselo?

Y sucio y asqueroso como estaba, le repartió en el rostro unos cuantosbesos.

Después, limpiándose la boca con movilidad pasmosa, arrepentidade haberlo hecho, comenzó a insultarle.

—¡Sucio! ¡gorrino! a ver si te vienes conmigo ahora mismito para que tefriegue los hocicos. No tienes vergüenza ni quien te la ponga.

Y cogiéndole de la mano bruscamente, lo llevó medio a rastras endirección del río.

El chiquillo, en veinticuatro horas había tomado conella gran confianza, y se dejaba conducir sin resistencia. Poco despuésla vimos allá abajo, a la orilla, lavándole con ademanes tan bruscos,sacudiéndole tan vivamente que a todos nos hizo reír. Aunque no se oíansus palabras, notábase de sobra que le seguía increpando duramente.

Esto sucedía en sábado. El miércoles de la semana siguiente teníanpensado irse.

Era, pues, indispensable aprovechar aquel corto plazo paraconseguir lo que ya abiertamente me proponía, esto es, que la hermana mediese algunas esperanzas de quererme a la salida del convento. A lamañana siguiente, como viniese de casa con ellas hasta el manantial,encontré a Daniel Suárez, mi compañero de cuarto. Me despedí para daralgunos paseos con él por la galería. Ya he dicho que procurabapresentarme en público las menos veces posible en compañía de lasmonjas.

Las saludó con aquella displicencia y mirada cínica que tanto medesplacía. Así que no pude menos de abocarle con cierta frialdad.

—Buenos días, amigo. ¿Le ha pedido usted la conversación ya a lamonjita?

—¿Cómo la conversación? Claro está, puesto que todos los días hablo conella.

—No me entiende usted. Pedir la conversación, en mi tierra y en lasuya, es decirle que se están pasando unas ducas muy grandes por ella.¿S'anterao uté?

—No, señor; no sé lo que son ducas.

—Faitigas.

—¡Ah! Pues no; aún no se lo he dicho, ni he pensado jamás en ello.

—Lástima que esa niña se haya metido monja. Yo conozco a su familia. Eshija de un comerciante de la calle de Francos que ha dejado lo menos dosmillones. La viuda dicen que vive con un señor... ¿sabe usted?... unseñor. Y hay quien dice también que a la niña la han metido entre losdos medio a rastras en el convento.

Ahora debo recordar que, aunque poeta, soy gallego. En el fondo de minaturaleza se encuentran tan bien casadas estas dos cualidades, que casinunca se mortifican o se dañan. El gallego sirve para refrenar losímpetus exagerados del poeta. El poeta ejerce el bello destino deennoblecer, de dar ritmo armonioso a la existencia. Pues bien, alescuchar las palabras de Suárez, el gallego me hizo ver inmediatamenteel aspecto práctico del asunto, que el poeta tenía olvidado de un modolamentable. ¡Dos millones! Las gracias de la hermana, ya muy grandes,crecieron desmesuradamente con aquella repentina aureola de que la vicircundada. El gozo se me subió a la cabeza, y no tuve la precaución dedisimularlo.

—Pues, amigo Suárez—dije echándole el brazo por encima del hombro, enun rapto de expansión,—todavía puede remediarse todo.

El malagueño volvió hacia mí la cabeza un poco sorprendido.

—Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta aconsagrarse a Dios por toda la vida.

—¿De veras?—preguntó con acento indefinible, sonriendo como a lafuerza.

—Hombre, ¿cree usted que una mujer con esos ojos asesinos... y eseaire... y esa gracia, ha nacido para encerrarse en un claustro?

Alzó los hombros desdeñosamente.

—¿Y no tiene usted más datos que esos para creer lo contrario?... Espoco, compadre—dijo, dando un chupetón al cigarro y soltando elconsabido chorrito de saliva.

Me hirió aquel acento desdeñoso, y no pude reprimir un desahogo de lavanidad.

—Hay más, hay más, querido. Tengo su palabra terminante.

—¿Palabra de matrimonio?—preguntó con sorna.

—No, palabra de salir del convento.

—Si puede.

—Ya haremos lo posible por que pueda—repuse con fatuidad.

Quedó pensativo, y seguimos paseando un rato en silencio. Al cabo,comenzó, como suele decirse, a meterme los dedos en la boca, y vomitécuantas menudencias de significación o insignificantes habían acaecidoentre la hermana y yo en los breves días que la trataba. Sentía yo elgozo de todo enamorado en abrir el pecho y poner de manifiesto misalegrías, temores y esperanzas. Medianamente satisfecho debió de quedarel malagueño de aquellas confidencias, a juzgar por la afectadaindiferencia con que después me habló de otros asuntos enteramenteapartados del que me preocupaba; tanto que no pude menos de preguntarlecon zozobra:

—Y respecto a la hermana, amigo Suárez, ¿cree usted que mis esperanzastienen alguna base, o será todo engaño de la imaginación?... Porque yasabe usted... cuando a uno le gusta cualquier mujer, todo lo convierteen sustancia.

—Phs... Me parece que la hermanita es una chicuela con un puchero degrillos en la cabeza. Ni sabe lo que quiere, ni por lo visto lo hasabido en su vida. Al cabo hará lo que le manden... Conozco el paño.

Me molestaron grandemente aquellas palabras, no tanto por el desprecioque envolvían hacia la mujer que me tenía seducido, como por encontraren ellas alguna apariencia de razón.

Poco después, como tratase de despedirme de él para unirme de nuevo alas monjas, me retuvo por el brazo.

—¡Vamos, hombre, no haga usted más el oso!—dijo riendo.—¿No le parecea usted que basta ya de guasa?

—¿Cómo guasa?—exclamé confuso.

No contestó y seguimos paseando. Al cabo de unos momentos, la vergüenzaque se había apoderado de mí, hizo lugar a la cólera.

«¿Y quién es este majadero para intervenir en mis asuntos, ni parahablarme con tal insolencia? ¡Vaya una confianza que se toma elmozo!...»

Cada vez más irritado, no respondí a algunas observaciones que comenzó ahacer sobre la gente que paseaba, y al cruzar otra vez a nuestro ladolas monjas, me aparté bruscamente, diciendo con el acento más seco quepude hallar:

—Hasta luego.

—Vaya usted con Dios, amigo—le oí decir con un tonillo tanimpertinente que me apeteció volverme y darle una bofetada.

La vista de la hermana y su encantadora charla hízome olvidar prontoaquel momentáneo disgusto, si bien no pudo apagar por completo laexcitación que me había producido. Manifestose esta excitación por unafán algo imprudente de traer de nuevo a la hermana a la conversacióndel día anterior, para lo cual procuré que nos adelantásemos otra vez enel paseo. Ella, sin duda, prevenida o amonestada por la madre, o porventura obedeciendo al sentimiento de coquetería que reside en todanaturaleza femenina, mucho más si esta naturaleza es andaluza, no quisoceder a aquella tácita insinuación mía. No se apartó un canto de duro desus compañeras mientras paseamos. Y fue en vano que las llevase alparque, pues sucedió lo mismo.

Sin embargo, cuando volvimos a casa tuvela buena fortuna de poder hablarla un rato aparte, gracias a Perico, elchiquillo de marras, con quien casualmente tropezamos.

Verle yapoderarse de él, y sonarle y limpiarle la embadurnada cara con supañuelo, fue todo uno para la hermana. Para ello tuvo necesidad dequedarse un poco rezagada, y yo, claro está, interesadísimo también porel niño, me quedé a su lado. Terminado el previo y provisional aseo, lahermana le prometió darle dos almendras si se venía con ella a casa, yPerico, de buen grado, consintió en perder de vista sus lares poralgunos minutos. Tomole de la mano, y yo, por no hacer un papeldesairado, le tomé por la otra, y comenzamos a caminar lentamentellevándole en medio. Confieso que maldita la gracia que me hacía aquelchiquillo sucio y haraposo, feo hasta lo indecible; pero quien me vieseen aquel instante llevándole suavemente, sonriéndole con dulzura,dirigiéndole frases melosas, pensaría a buen seguro que le adoraba.

Como ya he dicho que estaba algún tanto excitado y deseaba con extrañoanhelo declarar mis sentimientos a la hermana, cogí la ocasión por lospelos en cuanto se presentó.

—Di, chiquito, ¿te acordarás de mí cuando me vaya, o te acordarás tansólo de los caramelos?—preguntaba bajando la cabeza hasta ponerla anivel de la del niño.

Éste, con su ferocidad indómita, bajaba más la suya, sin dignarseresponder.

—Di, tío silbante, ¿sientes o no que me vaya?

—¡Oh, Gloria!—exclamé yo entonces con voz temblona.—¿Quién no ha desentir perderla a usted de vista?

La monja levantó la cabeza vivamente y me miró de un modo que me turbó.

—Oiga usted, ¿quién le ha dicho que me llamo Gloria?

—La madre.

—¡Valiente charlatana! ¿Y no sabe usted que nos está prohibidoresponder por nuestro nombre antiguo?

—Lo sé, pero...

—¿Pero qué?

—Me complace tanto llamarla por ese nombre, que aun a riesgo deincurrir en el enojo de usted...

—No es en mi enojo, es en un pecado.