La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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puede

hacer

todavía

mandando

tirar

algúntabique».

Don José le daba con disimulo codazos y más codazos para que cesara ensus burlas. También Relimpio creía de su deber honrar la casa quevisitaban, embobándose de admiración y lanzando interjecciones cada vezque el bueno de Alonso señalaba un espejo, un cuadrito o el biombo decinco hojas, tan lleno de pastores que ni la misma Mesta se le igualara.

«Y a ti, Isidora, ¿qué te parecen estas maravillas?—

prosiguió Augusto,cuando pasaban a otra sala—.

Probablemente no te llamarán mucho laatención, porque vienes del centro mismo de la elegancia y del lujo, deaquel París... Mira, mira estos retratos de caballeros y señoras de lossiglos XVI y XVII... ¡Qué nobles fisonomías! Aquel que empuña un canuto,semejante a los de los licenciados del ejército, debe de ser algúnguerrero ilustre. ¡Vaya unos nenes! Aquella señora de empolvado pelo,¡cuán hermosa es y qué bien está dentro de su tonelete! ¿Y aquellamonja?...

—Es el retrato de sor Teodora de Aransis—indicó Alonso con respeto—,superiora del convento de San Salomó, donde murió ya muy anciana y enolor de santidad hace diez años.

—¡Guapa monja! ¿Qué tal, D. José?».

Don José dijo al oído de Miquis:

«¡Si pestañeara!...».

Pasaron de sala en sala, cada vez más admirados; Miquis, enfático ygrandilocuente; D. José, repitiendo como un eco las exclamaciones de suamigo; Isidora, muda, absorta, abrumada de sentimientos extraños a lasemociones del arte; mirándolo todo con cierta ansiedad mezclada derespeto, que más bien parecía el devoto arrobamiento que inspiran lasreliquias sagradas.

Llegaron al gabinete donde estaba el piano. Dejando que marcharandelante Alonso e Isidora, D. José se llegó a Miquis y en voz baja ledijo:

«Oiga usted lo que pienso, amigo D. Augusto: ¡Lo que es el mundo!...¡Que unos tengan tanto y otros tan poco!... Es un insulto a la humanidadque haya estos palacios tan ricos, y que tantos pobres tengan que dormiren las calles...

Vamos, le digo a usted que tiene que venir unarevolución grande, atroz.

—Eso digo yo, Sr. D. José. ¿Por qué todo esto no ha de ser nuestro? Aver, ¿qué razón hay? ¿Qué pecado hemos cometido usted y yo para no viviraquí?

—Justamente: ese es mi tema.

—Hay que decir las cosas muy claritas.

—Que venga esa revolución, que venga. ¿Somos iguales, sí o no?

—Sí—afirmó Miquis con acento de Mirabeau.

—Así es que yo no me explico...».

La mente de D. José caía en un mar de confusiones, hundiéndose más amedida que veía más objetos, ya de lujo, ya de comodidad. Iba a seguiremitiendo juicios muy filosóficos sobre aquella revolución próxima,cuando Miquis acertó a ver el piano. Verlo, correr hacia él, abrirlo,hojear los papeles de música, y dar con su dura mano un acorde en laoctava central, fue cosa de un instante.

Beethoven estaba en aquel ingente librote, que por lo grande, lorevuelto, lo obscuro, tenía algo de mar; allí estaba su turbulento genioescondido debajo de mil líneas, puntos, rasgos, tildes y garabatos queparecen oscilar, encresparse y confundirse con la rítmica hinchazón delas olas. En la superficie alborotada de un libro de sonatas difíciles,sólo es dado navegar al músico experto. También estaba allí la nave,admirable construcción de Erard. No faltaba más que el piloto, elmúsico, el intérprete, bastante hábil para lanzarse al abismo con ánimovaleroso y manos seguras.

Miquis sentía la inspiración en su mente; perosus dedos, tan adiestrados en la cirugía, apenas acertaban a manejartorpemente algunas teclas, esto es, que no sabían apartarse de laorilla.

Pero tocó. Apenas podía leer la enmarañada escritura del autor de Prometeo. Los sonidos equivocados, que eran los más, le desgarrabanlos oídos. El tono era difícil, y anunciaba sus asperezas una sarta deinfames bemoles, colgados junto a las dos claves, como espantajo paraalejar a los profanos. No obstante, ayudado de su voluntad firme, de suanhelo, de su furor músico, Miquis tocaba. Pero ¡qué sonidos roncos, quéacordes sesquipedales, qué frases truncadas, qué lentitud, qué tanteos!Resultaba lastimosa caricatura, cual si la poesía sublime fuera rebajadaa pueril aleluya.

En tanto, Alonso abría la puerta de la alcoba, y sin traspasar el umbralde ella, en voz baja y con respetuoso acento, hablaba de una personamuerta allí nueve años antes, de la puerta cerrada, del retrato, de laquema de papeles, de la piedad de la señora marquesa...

«Y con efecto—añadió tocándose la punta de la nariz con la ídem del dedoíndice—; dicen, y yo estoy en que será verdad, que para el año que vienese hará aquí una capilla...

¡Qué guapa era la señorita! ¿No es verdad?».

Los tres contemplaron en silencio el retrato: Alonso, con lástima;Relimpio, con la curiosidad mundana del que se cree experto en cosasfemeninas; Isidora, con doloroso pasmo en toda su alma, el cual crecía,dándole tantas congojas, que retiró su vista del cuadro y se apartó deallí para no dar a conocer lo que sentía.

Ninguno de los presentes conocía el secreto de su vida.

No queríaconfiarlo a D. José, por ser demasiado sencillo, ni a Miquis, porexcesivamente malicioso. En la semana anterior fue grande su disgusto alsaber, por Saldeoro, que la marquesa de Aransis había estado en Madridtres días y que ella, por ignorarlo, no se había presentado a la nobleseñora. ¡Qué contrariedad tan penosa! Pasados algunos días, comosintiese cada vez más vivo el deseo de ver el palacio de Aransis, noquiso dejar de satisfacer prontamente aquel antojo y se valió de Miquis,cuya amistad con el guardián de la casa le era conocida. ¡Qué día aquel!Todo cuanto allí vio le había causado profundísimas emociones; pero elretrato, ¡cielos piadosos!, habíala dejado muerta de asombro y amor.

«¡Si

pestañeara!—dijo

para

aquel

calaverón

incorregible de D. JoséRelimpio—. Yo he visto esa cara en alguna parte; esa fisonomía no me esdesconocida».

Alonso seguía dando noticias discretas y mostrando algunaspreciosidades, a lo que atendía con mucha urbanidad el padrino deIsidora. Pero esta no veía ni oía nada. Se había quedado de color decera, y temblaba de frío.

Por un instante sintiose a punto de perder elconocimiento, y a su turbación uníase, para hacerla más honda, el miedode darla a conocer ridículamente. Se sentó; hizo firme propósito deserenarse. La endemoniada, balbuciente y atroz música de Augusto lerompía el cerebro. No era aquello el canto numeroso ni el expresivolloro de las Musas, sino el berraquear insoportable de un chico mimoso yrecién castigado.

«Música alemana, ¿eh?—indicó Relimpio con airecillo de suficiencia—.Señor de Miquis, si eso parece un solo de zambomba...

—¡Pobre Beethoven mío!—exclamó el estudiante dejando de tocar y haciendoun gesto de desesperación—.

¡Qué lejos estabas de caer entre mis dedos!

—Me parece que debemos marcharnos—dijo el tenedor de libros ofreciendoun pitillo a Alonso, que respondió: «No lo gasto»—. ¿Nos vamos, Augusto?

—A escape. Ya no me acordaba de que tienen ustedes que ir a comer a laembajada inglesa...».

Salieron, desandando las habitaciones, no sin volver a contemplar depaso lo que ya detenidamente habían admirado. Isidora se quedó atrás.¡Qué ansiosas miradas!

Sin duda querían recoger y guardar en sí laspreciosidades y esplendores del palacio... Cuando llegó a la última salase oprimió el corazón, dilatado por furioso anhelo, y no con palabras,sino con la voz honda, tumultuosa de su delirante ambición, exclamó:«¡Todo es mío!».

Capítulo XI

Insomnio número cincuenta y tantos

«¡Qué hermoso palacio, Dios de mi vida! ¡Cuánto habrá costado todoaquello! ¡Pensar que es mío por la Naturaleza, por la ley, por Dios ypor los hombres, y que no puedo poseerlo!... Esto me vuelve loca. Diosno quiere protegerme, o quiere atormentarme para que aprecie despuésmejor el bien que me destina. Si así no fuera, Dios hubiera hecho que yome enterara de que la marquesa estaba en Madrid. El corazón no puedeengañarme, el corazón me dice que cuando yo me presente a ella, cuandome vea... No, no quiero pleitos; quiero entrar en mi nueva, en miverdadera familia con paz, no con guerra, recibiendo un beso de miabuela y sintiendo que la cara se me moja con sus lágrimas. ¡Es tanbuena mi abuelita!... Y

aquel Alonso cojo, ¡qué fiel y honradoparece!... Siempre, siempre seguirá en la casa, con su pata de palo, queva tocando marcha por las escaleras... Mis papeles están en regla. Debotomar el tren y marcharme a Córdoba. ¿Y con qué dinero, VirgenSantísima? Vaya, que mi tío se porta...

Tantas promesas y tan pocasubstancia. ¡Ah! ¡Señor Canónigo, cómo se conoce la avaricia! Temopresentarme a mi abuela con esta facha innoble. Ya mis botas no estándecentes, ya mi vestido está muy cesante, como dice laSanguijuelera. Tanta vergüenza tengo de mí, que quisiera no hubieseespejos en el mundo... Siento llegar a ese lindo ganso de Melchor: es launa. Yo debería dormirme. ¡Si Dios quisiera darme un poquito desueño!... Me volveré de este otro lado.

»Ya siento un poco de sueño. Detrás de los ojos noto pesadez... Si nofuera por este pensar continuo y esto de ver a todas horas lo que hapasado y lo que ha de pasar... Ven, sueñecito, ven... ¿Pero cómo he dedormir? Me acuerdo de mi hermano preso, y la cabeza se me despeja,doliéndome.

Está visto, no me dormiré hasta las dos. ¡Pobre, infelizhermano! ¡Qué afrenta tan grande para mí y para él!

No, mientras esto nose arregle y Mariano salga de la cárcel no diré una palabra, no daré unsolo paso, no veré a mi abuela... ¡Ay, infeliz Isidora, infeliz mujer,infeliz mil veces! ¿Cómo quieres dormir con tanta culebrilla en elpensamiento? Aquí, debajo de este casco de hueso, hay un nido en el cualuna madre grande y enroscada está pariendo sin cesar... El palacio, miabuela, mi hermano criminal, yo sin botas, yo llena de deudas, y luegoaquel, aquel, aquel, que ha venido a trastornarme más... ¡Qué hermosos,qué divinos ojos los de mi madre! Cuando la vi en pintura me parecióverla viva, que me miraba y se reía, diciéndome cosas de esas que se lesdicen a los hijos. Madre querida, mándame un beso y con él un poco desueño.

Quiero dormir; pero no se duerme sin olvidar, y yo no puedo echarde mi cabeza tanta y tanta cosa. ¡Si se lograra dormir cerrando mucholos ojos; si se pudiera olvidar apretándose las sienes!... Me volveré deeste otro lado.

¿Para qué, si al instante me he de cansar también? Másvale que abra los ojos, que me distraiga rezando o contándome cuentos.¡Jesús, qué negro está mi cuarto! Si no duermo, vale más que enciendaluz y me levante, y abra el balcón y me asome a él... Pero no, tendréfrío, me constiparé, cogeré una inflamación, una erisipela. ¡Ay, quéhorror! Me pondré tan fea..., y es lástima, ¡porque soy tan guapa, meestoy poniendo... divina! Aquí, recogida una en sí, y en esta soledaddel pensar, cuando se vive a cien mil leguas del mundo, se puede unadecir ciertas cosas, que ni a la mejor de las amigas ni al confesor sele dicen nunca. ¡Qué hermosa soy! Cada día estoy mejor. Soy cosa rica,todos lo afirman y es verdad... ¡Dios de mi vida, las dos!

Estechasquido que oigo es el muellecito de la caja en que Melchor guarda supipa. El asno bonito se acuesta...¡Las dos, y yo despierta!...

»¡Qué silencio en la casa! Me volveré de este otro lado...

¡Oh!, ¡quécalor tengo! Me deslizaré a esta otra parte que está más fresca. Tengoun cuerpo precioso. Lo digo yo y basta... Vamos, ¿pues no me estoyriendo, cuando son las dos y no he podido dormirme? Virgen Santísima,sueño, sueño, olvido... Esta es otra; ¿por qué me palpita el corazón? Lomismo fue hace dos noches. Yo tengo algo, yo estoy enferma. Este latido,este sacudimiento no es natural.

Parece que se me salta... ¡Jesús, madremía! ¿Qué siento?

¡Pasos en mi cuarto! ¡Alguien ha entrado!... ¡Ah!, no,no hay nada: es como una pesadilla... ¡Cómo sudo, y qué sudor tan frío!¡Si al menos me durmiera! ¿Pero cómo, si el corazón sigue palpitandofuerte?... Tengamos serenidad.

Corazón, estate quieto. No bailes tanto,que me dueles...

¡Cuidado, que te me rompes, que te me rompes!...

¡Quécosas pienso! Cuando estoy despabilada y paso toda la noche afinando elpensar, hasta se me figura que me entra talento... Y vamos a ver, ¿porqué no he de tener yo talento?

Sí que lo tengo. Eso, antes que losdemás, lo conoce la misma persona que lo tiene. No, mamá mía, no hasechado tontos al mundo. Yo.... ya ves; y en cuanto a Mariano, deja quesalga de esa maldita cárcel, que se afine, que se pulimente, que seinstruya... ¡Dios me valga! ¡Las tres!

»¿Pero las horas se han vuelto minutos? La noche vuela, y yo no duermo.Daré otra vuelta y cerraré los ojos; los apretaré aunque me duelan...¿Por qué no puedo estar quieta un ratito largo? ¿Qué es esto que saltadentro de mí? ¡Ah!, son los nervios, los pícaros nervios, que cuando elcorazón toca, ellos se sacan a bailar unos a otros. ¡Qué suplicio!

Memuero de insomnio... Un baile en aquellos salones.

Cielo santo, ¡quéhermoso será! ¡Cuándo verás en ti, garganta mía, enroscada una serpientede diamantes, y tú, cuerpo, arrastrando una cola de gro!... Me gustan,sobre todas las cosas, los colores bajos, el rosa seco, el pajizo claro,el tórtola, el perla. Para gustar de los colores chillones ahí estánesas cursis de Emilia y Leonor... ¡Cómo me agradan los terciopelos y lasfelpas de tonos cambiantes! Un traje negro con adornos de fuego, o clarocon hojas de Otoño resulta lindísimo... El buen gusto nace con lapersona...

»Vamos, gracias a Dios que me duermo. Poquito a poco me va ganando elsueño. Al fin descansaré: bien lo necesito... Ya llegan los convidados,mi abuelita me manda que los reciba. Estoy preciosa esta noche... Entranya.

¡Cuánta sonrisa, cuánto brillante, qué variedad de vestidos, québulla magnífica! y... en fin, ¡qué cosa tan buena! Hay una tibieza en elaire que me desvanece; me zumban los oídos, y en los espejos veo untemblor de figuras que me marea. Pero esto es precioso, y ya que una hade morirse, porque no hay más remedio, que se muera aquí. ¡Jesús, quécosa tan buena! Mi vestido es motivo de admiración.

Eso bien se conoce.Acaba de llegar Joaquín y se dirige hacia mí... ¿Qué campanas son estas?¡Las cuatro! Si estoy despierta, si no he dormido nada, sí estoy en micuarto miserable... Dios no quiere que yo descanse esta noche.

Mevolveré de este otro lado...

»El tal marqués viudo de Saldeoro está loco por mí; pero no seré tonta,no le daré a conocer que me gusta... ¡Y cómo me gusta!... En fin,suspiremos y esperemos. Conviene tener dignidad. ¿Soy acaso como esascursis que se enamoran del primero que llega? No, en mi clase no serinde el corazón sin defenderse. Firmeza, mujer. Si Miquis te esindiferente y el marqués viudito te encanta, no des a entender tupreferencia... ¡Los hombres! ¡Ah!... que se fastidien. Se dice que sonmuy malos, y yo lo creo... Pero el marquesillo me gusta tanto... Es loque ambiciono para marido; y él me jura que lo será... ¡Jesús, qué cosatan buena! ¡Qué hermosa figura, qué modales, qué manera de vestir tansuya...! Pero yo me pregunto una cosa: ¿dirá que me quiere porque sabeque voy a ser riquísima?... Mucho cuidado, mujer; no te fíes, no tefíes... Por de pronto le agradezco sus invenciones delicadas paraofrecerme dinero y obligarme a aceptarlo... Por nada del mundo loaceptaría... ¡Humillarme yo!... Antes morir... ¡Las cinco, Virgen delCarmen, y yo despierta!

»No quiero pensar en Joaquín, ni en mi abuela, ni en mi hermano, ni enmis botas rotas, a ver si de este modo me olvido y duermo. Meteré lacabeza debajo de la almohada.

¡Ah!, esto me da algún descanso... Hacedos semanas que no veo a Joaquín, y me parece que hace mil años.

¡Estuvetan fuerte aquel día!... ¡Me fingí tan incomodada!

Verdad es que él fueatrevido, atrevidísimo... Es tan apasionado, que no sabe lo que sehace... Estaba fuera de sí.

¡Qué ojos, qué fuerza la de sus manos! ¡Peroqué seria estuve yo!... Con cuánta frialdad le despedí..., y ahora memuero porque vuelva... ¡Jesús, acaban de dar las cinco y ya dan lasseis! Esto no puede ser. Ese reloj está borracho...

Tengamos calma.Siento mucho sueno. Al fin el cansancio me hará dormir. Si yo nopensase... ¡Qué felices deben de ser los burros!... Firme, mujer;mientras más apasionado esté Joaquín, más fría y tiesa tú... Ya siento aD.ª Laura trasteando por la casa. Ya entra la luz del sol en mi cuarto.¡Es de día y yo despierta! Todos, todos los talentos que hay en micabeza, los doy, Señor, por un poco de sueño.

Señor, dame sueño y déjametonta...

»Ya siento bulla en la calle... Pasan carros por la de Hortaleza; prontoempezarán los pregones. Mañana, ¿qué digo mañana?, hoy es miércoles, 17.¿Recibiré carta y libranza de mi tío? Mi tío no es; pero así le llamo.¡El pobrecito es tan bueno, pero tan avaro!... Doña Laura riñe con lacriada... ¡Maldita sea D.ª Laura! El día en que tenga con qué pagar aesa mujer feroz, será el más alegre de mi vida... ¡Las siete ya! Quierodormir, aunque no despierte más. Esta cama es un potro, un suplicio. Sidentro de un rato no duermo, me levantaré. No puedo estar así. En micabeza hay algo que no marcha bien. Esto es una enfermedad. ¿Si semorirá la gente de esto, de no dormir?... Entonces la muerte será undespabilamiento terrible. Francamente, envidio a las ostras. ¡Cómo entrael sol por mi cuarto! El pícaro va derecho a iluminar mis pobres botas,que ya no sirven para nada. También da de lleno en mi vestidillo parahacerle, con tantísima luz, más feo de lo que es. ¡Qué miserable estoy,Dios mío! Esto no puede seguir así; no seguirá. Voy a escribir a mi tío,a la marquesa, a D. Manuel Pez, a Joaquín... ¡Las ocho, Dios de mi vida!Me levanto.

Dormiré mañana a la noche».

Capítulo XII

Los Peces (sermón)

—I—

Dijo también Dios: Produzcan las aguas reptiles de ánima viviente...

Y crió Dios las grandes ballenas, y toda ánima que vive y se mueve, quereprodujeron las aguas según sus especies...

Y vio Dios que era bueno.

Y las bendijo diciendo: Creced y multiplicaos y henchid las aguas de lamar...

( Génesis, cap. I, versículos 20, 21 y 22.) Amados hermanos míos: Feliz mil veces la postrera de las tierras haciadonde el sol se pone, esta nuestra España, que concibió en su seno ycrio a sus pechos a D. Manuel José Ramón del Pez, lumbrera de laAdministración, fanal de las oficinas, astro de segunda magnitud en lapolítica, padre de los expedientes, hijo de sus obras, hermano de doscofradías, yerno de su suegro el Sr. D. Juan de Pipaón, indispensable enlas comisiones, necesario en las juntas, la primera cabeza del orbe paraacelerar o detener un asunto, la mejor mano para trazar el plan de unempréstito, la nariz más fina para olfatear un negocio, servidor de símismo y de los demás, enciclopedia de chistes políticos, apóstol nuncafatigado de esas venerandas rutinas sobre que descansa el noble edificiode nuestra gloriosa apatía nacional, maquinilla de hacer leyes, cortarreglamentos, picar ordenanzas y vaciar instrucciones, ordeñador mayorpor juro de heredad de las ubres del presupuesto, hombre, en fin, quevosotros y yo conocemos como los dedos de nuestra propia mano, porquemás que hombre es una generación, y más que persona es una era, y másque personaje es una casta, una tribu, un medio Madrid, cifra ycompendio de una media España.

Don Manuel José Ramón Pez andaba, en la época a que se refiere estenuestro panegírico, entre los cincuenta y los sesenta años. Desde sutierna edad servía en esta maternal Administración española. De niñohabía tenido el amparo de otros peces mayores y de los Pipaones, quetambién eran Peces por la rama materna. Más adelante se gobernó solo, ycasi siempre desempeñó elevados y ubérrimos destinos, con intervalos decesantías; que nada hay estable ni completo en este mundo. Gozabareputación de honrado, lo que el predicador declara con gusto, aunqueesto de la honradez bien sabemos todos que ha llegado a ser una ideapuramente relativa. De sus principios políticos no queremos hablar,porque no hay para qué. Ni esto importa gran cosa, con tal de establecerque aquellos principios, presupuesto que los hubiera, tenían poratributo primero una adaptación tan maravillosa como la de los líquidosa la forma y color del vaso que los contiene. Eran, pues, principioslíquidos, lo que no es ciertamente el colmo de la incohesión, puestambién los hay gaseosos. Si un carácter ha de formarse de una solapieza y de una sola substancia, descartando las demás como puramenteornamentales, el carácter de D. Manuel se componía de una sola yhomogénea cualidad, la de servir a todo el mundo, prefiriendo siempre,por la ley de gravitación social, a los poderosos.

Es fama que no hay cosa, debajo de la jurisdicción de lo humano, que nose consiguiera por mediación de Pez, y de aquí que Pez estuviera enaquellos días de apogeo tan abrumado de recomendaciones como lo está deex—votos un santo milagroso. La recomendación es entre nosotros unasegunda Providencia; equivale a lo que otros pueblos menosexpedientescos llaman suerte, fortuna. Por ella se puede llegar acumbres altísimas; por ella se abren los caminos que hallan cerrados eltrabajo y el talento.

Debemos al misticismo esa forma administrativa dela paciencia que se llama el expediente; debemos al favoritismo esaforma gubernamental del soborno que se nombra la recomendación.

No como una segunda fase de su carácter servicial, sino como unaampliación de él, tenía don Manuel la virtud de la filogenitura, o seaprotección decidida, incondicional, una protección frenética ydelirante, a la copiosísima, a la inacabable, a la infinita familia delos Peces. En aquellos días, amados hermanos míos, desempeñaba una delas principales direcciones de Hacienda, y aun se le indicaba paraministro. En los mismos días veríais repartidos por toda la redondez dela Península número considerable de funcionarios que por llevar el claronombre de Pez, manifestaban ser sobrinos, primos segundos, cuartos oséptimos, o siquiera parientes lejanos de D. Manuel.

Había cuatro ocinco Peces entre los oficiales generales del ejército, todos con buenoslotes en direcciones o capitanías generales. Los magistrados y jueces ypromotores fiscales del género Pez se contaban por centenares,distribuidos en toda la España. Para que en todas las jerarquías hubieraalgún miembro de esta omnisciente familia de bendición, también había unobispo pisciforme, y hasta doce canónigos y beneficiados que pastaban enel banco del Culto y Clero. En ayudantes de obras públicas, capataces,recaudadores de contribuciones, empleados de Sanidad, vistas de Aduanas,inspectores de Consumo, jefes de Fomento, oficiales cuartos, séptimos yquincuagésimos de Gobiernos de provincia, el número era tal que ya no sepodía contar. Invoquemos el texto divino: Crescite et multiplicamini,et replete aguas maris.

De la Mancha, centro y venturoso nido de aquella familia, no hay quehablar, porque allí los había hasta de las más bajas categorías. Sincontar alcaldes, secretarios de Ayuntamiento, cuyo parentesco con D.Manuel era evidente, aunque remotísimo, coleaban mil y mil Pececillos,sólo relacionados con el ilustre jefe por los servicios mutuos y elapellido, que tomaban su parte de sopa boba, ya de peones camineros, yade peatones, quier de maestro de escuela, quier de sacristán. Paradecirlo todo de una vez, y concretándonos al distrito perpetuo de D.Manuel, basta decir que era una pecera. Amados hermanos míos, recordemosla opinión que acerca de esta gente formó el Apóstol de las Escuelas,Augusto Miquis, manchego. De sus profundos estudios ictiológicos sacó laclasificación siguiente: Orden de los Malacopterigios abdominales.Familia,

Barbus

voracissimus.

Especie,

Rémora vastatrix.

—II—

Amados hermanos míos: si de la Mancha pasamos, pues todo es España, a laDirección de que era jefe D. Manuel, hallaremos un espectáculo no menospatriarcal. De su matrimonio con una de las hijas de D. Juan de Pipaón(que de Dios goza), había tenido D. Manuel siete criaturas.

Descontandoal hijo mayor, Joaquín Pez, de quien se hablará cuando le toque;descartando también a las dos señoritas de Pez, ya casaderas, quedabancuatro pimpollos.

Luis, de veintiséis años, tenía treinta mil reales enla Secretaría

del

Ministerio;

Antoñito,

de

veintidós

Navidades, gozabaveinticuatro en una Dirección limítrofe; Federico, de diez y nueve, sedignaba prestar sus servicios al lado del papá por la remuneración decatorce mil reales; Adolfito, de quince, había admitido un bollo de ochomil entre los escribientes, y el gato..., no, el gato no había recibidoaún la credencial; pero la recibiría en justo galardón de su celopersiguiendo a los ratoncillos que roían los papeles de la oficina.

No pasaremos adelante, por respeto al mismo Sr. de Pez, sin hacer unabreve excursión al campo de la Aritmética. Es una observación o problemaque el público ha formado muchas veces ante ciertas antítesis, que, afuerza de repetirse, han llegado a sernos familiares. Cuando D.

Manuelera Director, el boato de su familia igualaba al de una familiapropietaria con quince o veinte mil duros de renta. El no tenía bienesraíces de ninguna clase, no estaba inscripto en el gran libro, no debíade tener tampoco economías. Sumando su sueldo con el sueldo de lospececillos, el total no alcanzaba, con las mermas del descuento, a seismil duros. Problema: ¿por qué misteriosas alquimias pasaba esta cantidadpara alimentar las siguientes partidas: casa de diez y ocho mil reales,buena mesa, estreno constante de ropa por todos los individuos de lafamilia, lujosos vestidos de baile para las niñas, landó, palco a primerturno al Teatro Real, excursiones a los otros teatros,

viajes

de

verano,imprevistos,

etc...?

Aun

suponiendo doble el activo por lo que D. Manuelpercibía de algunas compañías de ferrocarriles, quedaba la mitad delgasto en el aire. Pero estos rompecabezas, que en tiempos pasadospreocupaban algo a los vagos, amigos de averiguar vidas ajenas, ya, porser de todos los momentos, han llegado a parecer cosa natural ycorriente. Familiarizada la sociedad con su lepra, ya ni siquiera serasca, porque ya no le escuece.

Introduzcámonos en el hogar Pez; nademos un momento en el agua de estaredoma de felicidad, donde brillan las escamas de plata y oro de estematrimonio dichoso, y de est